English French German Spain Italian Dutch Russian Portuguese Japanese Korean Arabic Chinese Simplified

E-Book Shop

HACÉ TU PEDIDO

¡¡¡Hay a disposición más de 1.000.000 de e-books en todos los formatos pagando con paypal!!!


1 E-Books: 1 U$S
10 E-Books: 2 U$S
100 E-Books: 5 U$S
200 E-Books: 8 U$S

CD con 500 E-Books 10 U$S



El hombre que susurraba a los caballos


PRIMERA PARTE


 Capítulo 1 


La muerte estuvo presente al principio y volvería a estarlo al final. Aunque si lo que cruzó por los sueños de la muchacha en aquella muy improbable mañana fue una sombra fugaz de ello, ella nunca lo sabría. Lo único que supo al abrir los ojos fue que el mundo había experimentado cierta alteración.

La luz roja del despertador permitía ver que aún faltaba media hora para que éste sonase. La chica permaneció muy quieta, sin levantar la cabeza, intentando dar forma a ese cambio. Estaba oscuro, pero no tanto como habría debido estarlo. Al fondo del dormitorio distinguió claramente el centelleo empañado de sus trofeos de equitación en los desordenados estantes y, más arriba, los rostros de estrellas del rock que una vez pensó que tenían que interesarle. Prestó atención. El silencio que colmaba la casa también era distinto, expectante, como la pausa entre tomar aire y pronunciar una palabra. Pronto empezaría a oírse el amortiguado rugir de la caldera en el sótano y las tablas del suelo de la antigua casa de labranza iniciarían sus crujientes lamentos de rigor. Apartó rápidamente las sábanas y se acercó a la ventana.

Había nieve. La primera nevada del invierno. Y a juzgar por los travesaños de la cerca junto al estanque le pareció que podía haber más de un palmo de hondo. Sin viento que la arrastrara, la nieve se veía perfecta y uniforme, amontonada en cómica proporción sobre las ramas de los seis pequeños cerezos que su padre había plantado el año anterior. Una estrella solitaria brillaba sobre el bosque en una gran tajada de azul intenso. La chica bajó la vista y observó que en la parte inferior de la ventana se había formado un encaje de escarcha y al poner un dedo encima de la misma derritió un pequeño agujero. Se estremeció, pero no de frío sino de sentir que aquel mundo transformado le pertenecía por entero, al menos de momento. Se volvió y se dio prisa en vestirse.

La noche anterior Grace Maclean había llegado de Nueva York con la única compañía de su padre. Siempre había disfrutado de ese viaje, dos horas y media por la carretera arbolada que cruzaba la cordillera de Taconic, arropados los dos en el largo Mercedes, escuchando cintas y charlando tranquilamente de la escuela o de algún nuevo caso en que él estuviera trabajando. Le gustaba oírle hablar mientras conducía, le gustaba tenerlo para ella sola, verlo relajarse poco a poco vestido con su aplicado atuendo de fin de semana. Su madre, como de costumbre, tenía una cena, una función o algo por el estilo y cogería el tren a Hudson esa misma mañana, cosa que de todos modos ella prefería. Los embotellamientos de tráfico el viernes por la noche la ponían invariablemente de mal humor y solía compensar su impaciencia asumiendo el mando y diciéndole a Robert, el padre de Grace, que frenara o acelerara o siguiese un itinerario tortuoso para evitar los atascos. Él no se molestaba en discutir, se limitaba a hacer lo que le decían, aunque a veces soltaba un suspiro o dirigía a Grace, relegada al asiento de atrás, una mirada irónica por el espejo retrovisor. La relación entre sus padres había sido siempre un misterio para ella, un mundo en el que la dominación y la obediencia no eran lo que parecían. Grace solía mantenerse aparte, refugiada en el santuario de su walkman.

Su madre trabajaba durante todo el trayecto en tren; nada la distraía porque nada dejaba que lo hiciera. En una ocasión en que la acompañó, Grace había estado observándola, maravillada de que no mirase una sola vez por la ventanilla salvo, quizá, para escudriñar el exterior, sin ver nada, cuando algún escritor de campanillas o uno de sus más ambiciosos redactores la llamaba por el teléfono portátil.

La luz del descansillo estaba encendida. Grace, en calcetines, pasó de puntillas por delante de la puerta entornada del dormitorio de sus padres y se detuvo. Pudo oír el tictac del reloj de pared, abajo en el vestíbulo, y el reconfortante y suave roncar de su padre. Bajó por las escaleras hasta el vestíbulo, en cuyas paredes y techo azul celeste relucía ya el reflejo de la nieve que se colaba por las ventanas sin cortinas. Ya en la cocina, bebió de un trago un vaso de leche y comió una galletita de chocolate mientras escribía una nota para su padre en el bloc que había junto al teléfono. «He ido a montar. Volveré alrededor de las diez. Besos. G.»

Cogió otra galleta y se la comió mientras se dirigía al pasillo en que estaba la puerta de atrás, donde dejaban los abrigos y las botas embarradas. Se puso la chaqueta de lana y saltó con elegancia, sujetando la galleta entre los dientes, mientras se calzaba las botas de montar. Se subió la cremallera de la chaqueta hasta arriba, se puso los guantes y bajó del estante su casco de montar, al tiempo que se preguntaba si debía telefonear a Judith para ver si aún quería salir a cabalgar a pesar de que había nevado. Pero no era necesario que llamase. Seguro que Judith estaría tan entusiasmada como ella. En el momento en que Grace abría la puerta para salir al aire helado de la mañana, oyó que la caldera se ponía en marcha abajo, en el sótano.

Wayne P. Tanner levantó la vista de su taza de café y dirigió una mirada lúgubre a las hileras de camiones cubiertos de nieve aparcados delante del bar de carretera. Detestaba la nieve, pero todavía más que lo pillaran en falta. Y en el transcurso de pocas horas lo habían pillado en falta dos veces.

Aquellos policías estatales de Nueva York se lo habían pasado en grande, chulos yanquis de mierda. Los había visto ponerse detrás de su camión y quedarse pegados a la cola durante unos tres kilómetros; los muy puñeteros sabían que los había visto y disfrutaban con ello. Luego encendieron las luces para indicarle que se hiciera a un lado, y el listillo de turno, que no era más que un crío, se acercó dándose aires con su sombrero stetson como un maldito poli de película. Le pidieron el diario de ruta y Wayne lo buscó, se lo pasó al policía más joven y se quedó mirando cómo lo leía.

—Atlanta, ¿eh? —dijo el poli pasando rápidamente las páginas.

—Sí señor —contestó Wayne—. Y le aseguro que allá abajo hace mucho más calor que aquí. —Ese tono, entre fraternal y respetuoso, solía funcionar con la bofia, implicaba una cierta afinidad en tanto que colegas de carretera. Pero el jovencito no levantó los ojos del diario.

—Ajá... Usted sabe que ese detector que lleva es ilegal, ¿verdad?

Wayne miró de soslayo la cajita negra fijada al tablero de instrumentos y por un instante pensó en hacerse el inocente. En Nueva York los aparatos cazapolis sólo eran ilegales en camiones de más de ocho toneladas. Ahora llevaba tres o cuatro veces esa cantidad. Alegar ignorancia, se dijo, sólo serviría para que aquel cabronzuelo se volviese aún más ruín. Compuso una sonrisa de fingida confusión pero de nada le sirvió, pues el jovencito seguía sin mirarlo.

—¿Verdad?—dijo otra vez.

—Bueno, sí. Supongo.

El jovencito cerró el diario y se lo devolvió, mirándolo por fin a la cara.

—Muy bien —dijo—. Ahora veamos el otro.

—¿Cómo dice?

—El otro diario, hombre. El bueno. Éste parece de cuento de hadas.

Wayne sintió que se le revolvían las tripas.

Durante quince años, y al igual que la mayoría de camioneros, había llevado dos diarios a la vez, uno que decía la verdad sobre kilometraje, horarios de conducción, descansos, etcétera, y otro especialmente pensado para ocasiones como aquélla, donde quedaba de manifiesto que en todo momento se había atenido a los límites legales. Y en todo ese tiempo, en ninguna de las docenas de veces que lo habían obligado a detenerse en el arcén en sus viajes de costa a costa, un policía le había hecho eso. Mierda, si casi todos los camioneros que conocía llevaban un libro falso, al que en plan de broma llamaban «el tebeo». Si uno viajaba solo y sin socio con el que turnarse al volante, ¿cómo demonios iba a cumplir los plazos de entrega? ¿Cómo demonios iba a ganar lo suficiente para vivir? Santo Dios. Todas las compañías estaban al corriente, sólo que hacían la vista gorda.

Había intentado enrollarse un rato, hacerse el dolido, mostrar incluso cierta indignación, pero sabía que era inútil. El otro policía, un tipo con cuello de toro y una sonrisita presuntuosa, se apeó del coche patrulla para no perderse el espectáculo, y entonces le dijeron que saliese de la cabina para proceder a su registro. Al advertir que tenían intenciones de dejarlo todo patas arriba, Wayne decidió hacerse el bueno, cogió el diario que estaba escondido debajo de la litera y se lo entregó a los polis. El libro indicaba que había recorrido más de mil cuatrocientos kilómetros en veinticuatro horas haciendo una sola parada, e incluso ésta había durado la mitad, de las ocho horas establecidas por la ley.

Así pues, se le venía encima una multa de mil o mil trescientos dólares, o incluso más si le añadían lo del maldito detector de radar. Hasta podían quitarle el carnet de conducir. Los policías le entregaron un puñado de papeles y lo escoltaron hasta el restaurante de carretera en que se hallaba en ese momento, con la advertencia de que no se le ocurriera reemprender camino hasta el día siguiente.

Esperó a que se marcharan y luego fue andando hasta la gasolinera y compró un bocadillo de pavo que estaba rancio y un pack de seis cervezas. Pasó la noche tumbado en la litera en la parte de atrás de la cabina. El sitio era bastante amplio y confortable y Wayne se sintió un poco mejor después de la segunda cerveza, pero así y todo no hizo más que preocuparse casi toda la noche. Y al despertar vio la nieve y descubrió que otra vez lo habían pillado desprevenido.

Dos días atrás, en aquella soleada mañana de Georgia, Wayne no había pensado en comprobar si llevaba cadenas. Y al mirar en el cajón esta mañana, las puñeteras no estaban. No se lo podía creer. Algún listillo se las había robado o cogido prestadas. Wayne sabía que la interestatal estaría bien, seguro que hacía horas que habían pasado las máquinas quitanieves y las chorreadoras de arena. Pero las dos turbinas gigantes que transportaba debían ser entregadas en una fábrica de papel de un pueblecito llamado Chatham, e iba a tener que dejar la autopista de peaje y atajar por el campo. Las carreteras serían sinuosas y estrechas y lo más probable era que aún no las hubieran limpiado. Wayne se maldijo otra vez, terminó su café y dejó en la barra un billete de cinco dólares.

Al salir se detuvo a encender un cigarrillo y encasquetarse a fondo su gorra de béisbol de los Braves, pues hacía mucho frío. De la interestatal le llegó el zumbido de los camiones. Ronceó sobre la nieve en dirección al aparcamiento, donde estaba su camión.

Había allí unos cuarenta o cincuenta camiones perfectamente alineados, todos ellos de dieciocho ruedas, como el suyo, en su mayor parte Peterbilt, Freightliner y Kenworth. El de Wayne era un Kenworth negro y cromado modelo Convencional, de esos que llamaban «oso hormiguero» por su morro alargado y oblicuo. Y aunque se veía mejor enganchado a un remolque frigorífico corriente que a las dos turbinas que llevaba ahora montadas en una plataforma, a la media luz del nevado amanecer pensó que seguía siendo el camión más bonito de todo el aparcamiento. Se quedó allí un rato contemplándolo mientras terminaba el cigarrillo. Siempre procuraba que la cabina estuviera reluciente, a diferencia de los camioneros jóvenes, a quienes les daba igual. Incluso la había limpiado de nieve antes de ir a desayunar. Pero de pronto recordó que ellos no se habrían olvidado de las puñeteras cadenas. Wayne Tanner aplastó el pitillo en la nieve y montó en la cabina.

Dos grupos de pisadas convergían en el largo camino particular que conducía a los establos. Con extraordinaria precisión, las dos muchachas habían llegado allí con pocos segundos de diferencia y habían ido juntas colina arriba mientras el eco de sus risas se perdía en el valle. A pesar de que el sol aún no había hecho acto de presencia, la valla de estacas blancas que delimitaba sus respectivas huellas se veía casi gris en contraste con la nieve. Las huellas de las chicas describían un arco hacia la cresta de la colina y desaparecían entre los grupos de edificios bajos que se apiñaban, como buscando protección, en torno al enorme establo rojo donde guardaban los caballos.

Cuando Grace y Judith llegaron al patio de la caballeriza un gato se escabulló al verlas, estropeando con sus patas la superficie inmaculada de la nieve. Se detuvieron un momento y miraron hacia la casa. No había señales de vida. Mrs. Dyer, que era la propietaria y quien les había enseñado a montar, solía estar levantada a aquellas horas.

—¿Crees que deberíamos decirle que vamos a salir? —preguntó Grace en voz baja.

Las dos muchachas se habían criado juntas y desde muy pequeñas se veían cada fin de semana. Ambas vivían en la zona alta, al oeste de la ciudad, iban a colegios de la zona este y tenían el padre abogado. Pero a ninguna se le ocurría que hubiese motivos para verse entre semana. Su amistad había arraigado en el campo, con sus caballos. Con catorce recién cumplidos, Judith era casi un año mayor que Grace, y ante decisiones tan importantes como arriesgarse a sufrir la ira siempre a flor de piel de Mrs. Dyer, Grace acataba gustosamente la opinión de Judith.

—Bah —dijo Judith con un gesto de desdén—. Sólo nos echaría a gritos por haberla despertado. Vamos.

Dentro de la cuadra el aire era caliente y estaba cargado de olor dulzón a heno y excrementos. Las chicas entraron llevando sus sillas de montar y al cerrar la puerta una docena de caballos aguzaron las orejas y las observaron desde sus casillas presintiendo, tal como le había pasado a Grace, que la mañana tenía algo diferente. El de Judith, un caballo castrado de color castaño y mirada tierna llamado Gulliver, relinchó al llegar ella a su casilla y avanzó el testuz para que se lo frotara.

—Hola, cariño —dijo ella—. ¿Cómo estás hoy? —El caballo reculó un poco a fin de que Judith pudiese entrar con las guarniciones.

Grace siguió andando. Su caballo estaba al fondo de la cuadra. Fue hablando a los otros caballos a medida que pasaba por delante de sus casillas, saludando a cada uno por su nombre. Advirtió que Pilgrim no dejaba de mirarla desde el fondo con la cabeza erguida. Era un morgan de cuatro años, castrado y bayo, pero tan oscuro que según le daba la luz parecía negro. Sus padres se lo habían regalado el verano anterior, para su cumpleaños, bien que a regañadientes. Les preocupaba que fuera demasiado grande y joven para la muchacha, demasiado caballo en suma. Para Grace fue como un flechazo.

Habían ido en avión a Kentucky para verlo, y cuando los llevaron al campo, el caballo se acercó directamente a la cerca para mirarla a ella. No se dejó tocar, sólo le olfateó la mano y se la rozó ligeramente con los bigotes. Luego sacudió la cabeza como un príncipe altivo y echó a correr con su larga cola al viento y su pelaje reluciendo al sol como ébano bruñido.

La vendedora del caballo permitió que Grace lo montara y fue entonces cuando sus padres se miraron y ella supo que le permitirían quedarse con el animal. Su madre no montaba desde que era una niña, pero aun así sabía cuándo un caballo tenía clase. Y Pilgrim la tenía, desde luego que sí. Tampoco había duda de que era un manojo de nervios y completamente distinto de los otros caballos que había montado. Pero cuando Grace estuvo sobre su grupa y sintió toda la vida que fluía dentro de él, supo que el caballo tenía buen corazón y que se llevarían muy bien. Formarían un verdadero equipo.

Grace había querido cambiarle el nombre por otro más imponente, como Cochise o Khan, pero su madre, tolerante y tiránica a la vez, dijo que naturalmente eso era cosa de Grace, pero que en su opinión traía mala suerte cambiarle el nombre a un caballo. De modo que se quedó en Pilgrim.

—Hola, encanto —dijo Grace al llegar a la casilla—. ¿Cómo está mi chico? —Alargó la mano y el caballo permitió que le tocara el aterciopelado hocico, pero sólo un momento, para después apartar la cabeza—. Eres un coqueto. Venga, que te voy a poner guapo.

Grace entró en la casilla y le quitó la manta al caballo. Cuando le puso la silla, Pilgrim, como siempre, se movió un poco, y ella le dijo con firmeza que se estuviera quieto. Mientras le hablaba de la sorpresa que lo esperaba fuera, le apretó ligeramente la cincha y le colocó la brida. Luego extrajo del bolsillo un limpiapezuñas y le quitó metódicamente la tierra adherida en cada una de las patas.

Oyó que Judith ya estaba sacando a Gulliver de su casilla, de modo que se dio prisa en apretar las cinchas y enseguida estuvieron las dos preparadas.

Llevaron los caballos al patio y mientras Judith cerraba la puerta del establo los dejaron allí, inspeccionando la nieve. Gulliver agachó la cabeza y luego de olfatear dedujo rápidamente que era la misma cosa que había visto un centenar de veces. No obstante, Pilgrim estaba pasmado. Tocó la nieve con la pezuña y se sobresaltó al ver que se movía. Intentó olfatearla como había visto hacer al otro caballo, pero lo hizo con demasiada fuerza y soltó un gran estornudo que hizo desternillarse de risa a las chicas.

—A lo mejor no ha visto nieve en su vida —dijo Judith.

—Seguro que sí. ¿Es que no nieva en Kentucky?

—No lo sé. Supongo. —Judith miró hacia la casa de Mrs. Dyer—. Bueno, venga, vamonos o despertaremos al dragón.

Salieron del patio y sacaron los caballos al prado. Una vez allí montaron y, al paso, ascendieron oblicuamente la loma hacia la verja que daba al bosque. Sus huellas dibujaron una diagonal perfecta en el inmaculado cuadro del campo. Cuando llegaron al bosque, el sol apareció por fin sobre la loma y colmó el valle de sombras sesgadas.

Una de las cosas que la madre de Grace más odiaba de los fines de semana era la montaña de periódicos que tenía que leer. A lo largo de la semana se acumulaban hasta formar un volcán maligno. Cada día, imprudentemente, incrementaba su altura con los semanarios y todas aquellas secciones del New York Times que no osaba tirar a la basura. Para cuando llegaba el sábado la cosa ya era amenazadora y con las varias toneladas del dominical del New York Times a punto de venírsele encima sabía que si no actuaba de inmediato acabaría, sepultada por la montaña de papel. Todas aquellas palabras sueltas por el mundo. Tanto esfuerzo acumulado. Total, para que uno se sintiera culpable. Annie lanzó otro grueso suplemento al suelo y cogió con hastío el New York Post. El apartamento de los Maclean estaba en la octava planta de un antiguo y elegante edificio en Central Park West. Annie se sentó con las piernas recogidas en el sofá amarillo que había junto a la ventana. Llevaba puestas unas mallas negras y una sudadera gris claro y su corto pelo castaño rojizo, recogido en una escueta cola de caballo, llameaba al sol que entraba a chorros por detrás de ella dibujando su sombra en el sofá a juego que había al otro lado de la sala.

Era una habitación larga pintada de amarillo claro. Estaba repleta de libros y había figurillas de arte africano y un piano de cola, uno de cuyos fulgurantes extremos reflejaba ahora el sol que entraba en ángulo. De haberse girado, Annie habría visto gaviotas pavoneándose en el hielo del estanque. Incluso con nieve y a tan temprana hora de un sábado había gente haciendo footing, correteando por el mismo circuito que ella también recorrería en cuanto hubiese terminado con los periódicos. Tomó un sorbo de su tazón de té y se disponía a echar el Post a la papelera cuando reparó en un suelto escondido en una columna que raramente se molestaba en leer.

—Es increíble —dijo en voz alta—. ¡Rata inmunda! —Aporreó la mesa con el tazón y se dirigió enérgicamente al vestíbulo en busca del teléfono. Regresó con el aparato en una mano, marcando el número, y se detuvo delante de la ventana, dando golpe-citos nerviosos en el suelo con el pie mientras esperaba que respondieran. Abajo, en el estanque había un viejo con esquíes y unos auriculares absurdamente grandes que marchaba con furia hacia los árboles. Una mujer increpaba a su manada de perros diminutos, todos con chaquetillas de punto a juego con las patas tan cortas que para avanzar tenían que dar saltos y deslizarse.

—¿Anthony? ¿Has leído el Post? —Era evidente que Annie había despertado a su joven ayudante pero no se le ocurrió pedir disculpas—. Han publicado una cosa sobre Fiske y yo. Ese mierda va diciendo que yo lo despedí y falsifiqué las cifras de tirada.

Anthony dijo algo en tono compasivo, pero no era compasión lo que Annie estaba buscando.

—¿Tienes el número de la casa de fin de semana de Don Farlow? —preguntó ella. Anthony fue a buscarlo. En el parque la mujer de los perros se había rendido y en ese momento los arrastraba hacia la calle. El ayudante volvió con el número y Annie lo anotó—. Bien —dijo—. Vuelve a la cama. —Colgó el auricular y de inmediato marcó el número de Farlow.

Don Farlow era la mejor combinación de abogado y guardia de asalto de que disponía la editorial. Desde que seis meses atrás Annie Graves (profesionalmente siempre había usado su apellido de soltera) había sido nombrada jefa de redacción con la misión de salvar la revista, que era el buque insignia del grupo editorial, Farlow no sólo se había convertido en su aliado, sino casi en un amigo. Juntos habían organizado el despido de la «vieja guardia». Hubo intercambio de sangre —nueva que entraba y vieja que salía— y la prensa no dejó escapar ni una sola gota. Entre aquellos a quienes Annie y Farlow habían puesto de patitas en la calle había escritores con buenos contactos que no habían tardado en utilizar las columnas de chismorreo para vengarse.

Annie Graves se hacía cargo del rencor que todos ellos sentían. Algunos llevaban tantos años en la editorial que la sentían como de su propiedad. Que a uno lo sacaran de su puesto de siempre ya era degradante de por sí, pero que lo hiciera una advenediza de cuarenta y tres años, y encima inglesa, era intolerable. Sin embargo, la purga estaba prácticamente terminada; Annie y Farlow habían acabado convirtiéndose en expertos a la hora de fabricar liquidaciones con las que comprar el silencio de quienes dejaban la empresa. Ella pensaba que eso era lo que habían hecho con Fenimore Fiske, el insufrible viejales que escribía la crítica de cine en la revista y que ahora la ponía de vuelta y media en el Post. El muy rata. Pero mientras Annie esperaba que Farlow atendiera al teléfono, se consoló pensando que Fiske había cometido un gran error al calificar de farsa el aumento de sus cifras de tirada. No lo eran y, además, podía demostrarlo.

Farlow no sólo estaba levantado, también había leído el Post. Quedaron en encontrarse al cabo de dos horas en el despacho de ella. Iban a demandar a aquel cerdo hasta que recuperaran el último centavo que les había costado echarlo.

Annie telefoneó a su marido a Chatham y le respondió su propia voz en el contestador automático. Dejó un mensaje diciéndole a Robert que ya era hora de levantarse, que tomaría el siguiente tren y que no fuese al supermercado antes de que ella llegase. Luego bajó en el ascensor y salió a reunirse con los demás atletas callejeros que correteaban sobre la nieve. Sólo que Annie no correteaba. Ella corría. Y aunque ni su velocidad ni su técnica permitían a simple vista apreciar la diferencia, para Annie era tan clara y vital como el frío aire matutino al que ahora se lanzaba con ardor.

La interestatal estaba bien, tal como Wayne Tanner había supuesto. Además, era sábado y no había mucha circulación, por lo que calculó que lo mejor sería seguir por la 87 hasta el cruce con la 90, cruzar el río Hudson y bajar hacia Chatham desde el norte. Había estudiado el mapa y se figuraba que aun no siendo la ruta más directa, sería peor ir por carreteras más estrechas que posiblemente todavía estuviesen cubiertas de nieve. Como no tenía cadenas, sólo esperaba que esa carretera de acceso de la que le habían hablado no fuera una pista de tierra o algo así.

Cuando llegó a los letreros que anunciaban la 90, ya se encontraba un poco mejor. El campo parecía una postal navideña y con Garth Brooks en el radiocasete y el sol dando de lleno en el potente morro del Kenworth, las cosas no le parecían tan terribles como la noche anterior. Qué caray, si al final se quedaba sin permiso de conducir, siempre podría trabajar como mecánico, que era para lo que había estudiado. Claro que no ganaría tanto dinero. Era un insulto lo poco que se pagaba a un tipo que había pasado varios años aprendiendo el oficio y había tenido que comprarse herramientas por valor de diez mil dólares. Pero últimamente se sentía un poco harto de estar tanto tiempo en la carretera. Tal vez sería bonito pasar más tiempo en casa con su mujer y los críos. Quién sabe. O al menos dedicar más horas a pescar.

Wayne se sobresaltó al divisar la salida a Chatham y puso manos a la obra: primero accionar los frenos y luego reducir las nueve marchas haciendo rugir el motor Cummins de 425 caballos de potencia. Mientras se desviaba a la interestatal pulsó el conmutador de tracción a las cuatro ruedas, bloqueando así el eje frontal de la cabina. A partir de ahí, calculó, sólo había ocho o nueve kilómetros hasta la fábrica.

Aquella mañana había en el bosque una quietud especial, como si la vida misma hubiera quedado en suspenso. No se oían pájaros ni otros animales y el único sonido era el esporádico golpe sordo de la nieve al caer de las ramas sobrecargadas. Hasta aquel vacío expectante, entre arces y abedules, llegó la risa distante de las dos chicas.

Avanzaban despacio por el serpenteante sendero que llevaba a la loma, dejando que los caballos escogieran su andadura. Judith, que iba delante, estaba vuelta hacia atrás, apoyada con una mano en el fuste de la silla de Gulliver, mirando a Pilgrim sin dejar de reír.

—Tendrías que llevarlo a un circo—dijo—. El pobre es un payaso nato.

Grace estaba demasiado ocupada riendo como para contestar. Pilgrim andaba con la cabeza gacha, empujando la nieve como si en vez de hocico tuviera una pala. Luego lanzaba un estornudo que mandaba fragmentos de nieve por los aires y echaba a trotar, fingiendo haberse asustado de su propia acción.

—Eh, tú, venga, basta ya —dijo Grace, refrenándolo.

Pilgrim volvió a ponerse al paso y Judith, sin dejar de sonreír, sacudió la cabeza y encaró nuevamente el sendero. Absolutamente indiferente a las bufonadas que ocurrían detrás, Gulliver avanzaba moviendo la cabeza de arriba abajo a su aire. A los lados del camino, cada veinte metros aproximadamente, había carteles anaranjados prendidos a los árboles, en los que se amenazaba con acciones judiciales a todo aquel que cazara, pusiera trampas o penetrase en terreno privado.

En la cumbre de la loma que separaba los dos valles había un pequeño claro de forma circular donde normalmente, si se acercaban con sigilo, podían encontrar ciervos o pavos salvajes. Pero ese día, cuando las chicas salieron del bosque al sol de la mañana, no encontraron más que el ala cercenada y ensangrentada de un ave. Estaba casi en mitad del claro y parecía la señal dejada por un compás salvaje. Las chicas se detuvieron a mirarla.

—¿De qué es? ¿De faisán? —dijo Grace.

—Tal vez. Un ex faisán, en todo caso. Parte de un ex faisán.

Grace frunció el entrecejo y preguntó:

—¿Cómo habrá llegado hasta aquí?

—No lo sé. Será cosa de un zorro.

—Imposible. ¿Dónde están las huellas?

No había ninguna huella. Ni señal alguna de forcejeo. Era como si el ala hubiera caído volando por sí sola. Judith se encogió de hombros.

—Puede que le hayan pegado un tiro.

—Sí, ya, ¿y el resto del pájaro se fue volando con una sola ala?

Reflexionaron las dos unos instantes. Luego Judith asintió con la cabeza como si hubiera dado con la solución.

—Un halcón. Lo ha abatido un halcón en vuelo.

—Un halcón —dijo Grace considerando la posibilidad—. Bueno. Por ahí paso.

Volvieron a ponerse en marcha.

—O un avión —dijo Judith.

Grace rió.

—Eso —dijo—. Parece el pollo que daban en aquel vuelo a Londres el año pasado, sólo que mejor.

Por regla general cuando subían a caballo hasta la loma solían dar un paseo a medio galope por el claro para luego regresar a las caballerizas por otro sendero. Pero la nieve, el sol y la mañana despejada hacían que ese día quisieran prolongar su paseo. Decidieron hacer una cosa que sólo habían hecho una vez anteriormente, un par de años atrás, cuando Grace aún tenía a Gypsy, su pequeño y rechoncho palomino. Cruzaban hasta el siguiente valle, atajaban por el bosque y volvían rodeando la colina por el camino paralelo al río. Eso significaba cruzar una o dos carreteras, pero Pilgrim parecía haberse calmado y, además, ese sábado por la mañana había nevado y lo más probable era que no hubiese, demasiado tráfico.

Al dejar el claro e internarse de nuevo en el bosque umbrío, Grace y Judith se quedaron calladas. En esa cara de la loma no había un camino claro entre los nogales y los tulipanes, y las chicas tenían que agachar a menudo la cabeza para pasar por debajo de las ramas. Así, tanto ellas como los caballos no tardaron en estar cubiertos de salpicaduras de nieve. Descendieron lentamente siguiendo el curso de un arroyo. El hielo se amontonaba extendiéndose en formas irregulares desde las orillas y no dejando sino un vislumbre del agua, que corría rauda y oscura por debajo. La pendiente se hacía cada vez más empinada y los caballos avanzaban ahora con cautela, midiendo cuidadosamente sus pasos. En un momento dado Gulliver se tambaleó al patinar en una roca escondida, pero recuperó el equilibrio sin ser presa del pánico. El sol que se colaba entre las copas de los árboles trazaba extraños dibujos en la nieve e iluminaba las nubes de aliento que los caballos exhalaban por los ollares. Pero ni Grace ni Judith prestaban atención, ya que estaban totalmente concentradas en el descenso y no tenían otra cosa en la cabeza que mantener el control de los animales que montaban.

Por fin, allá abajo, entre los árboles, vieron con alivio el centelleo del Kinderhook Creek. El descenso había resultado más arduo de lo que habían imaginado, y sólo en ese momento se sintieron capaces de intercambiar una mirada y sonreír.

—No ha estado mal, ¿eh? —dijo Judith, al tiempo que tiraba suavemente de las riendas para que Gulliver se detuviera.

—Y que lo digas —replicó Grace. Rió y se inclinó para acariciar el cuello de Pilgrim—. Los dos se han portado muy bien.

—De fábula.

—Yo no recordaba que la pendiente fuese tan empinada.

—Y no lo era. Creo que hemos seguido otro arroyo. Debemos de estar uno o dos kilómetros más al sur de donde deberíamos.

Se sacudieron la nieve de la ropa y atisbaron entre los árboles. Más abajo del bosque un prado extraordinariamente blanco se extendía en suave pendiente hasta el río. Junto a la ribera más próxima distinguieron la valla de la antigua carretera que conducía a la fábrica de papel. Nadie utilizaba ya esa carretera pues a unos ochocientos metros de allí, al otro lado del río, habían construido un acceso directo y más amplio desde la autopista. Las chicas tendrían que seguir la carretera vieja en dirección norte para tomar la ruta por la que habían previsto regresar.

0 comentarios:

Publicar un comentario