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Asesinato en el Orient Express
Primera parte
I
El pasajero del Taurus Express
Eran las cinco de una madrugada de invierno en Siria. Junto al andén de Alepo estaba detenido el tren que las guías de ferrocarriles designan con el nombre de Taurus Express. Estaba formado por un coche con cocina comedor, un coche cama y dos coches corrientes.
Junto al estribo del coche cama se encontraba un joven teniente francés, de resplandeciente uniforme, conversando con un hombrecillo embozado hasta las orejas, del que sólo podían verse la punta de la nariz y las dos guías de un enhiesto bigote.
Hacía un frío intensísimo, y aquella misión de despedir a un distinguido forastero no era cosa de envidiar, pero el teniente Dubosc la cumplía como un valiente. No cesaban de salir de sus labios frases corteses en el más pulido francés. Y no es que estuviese completamente al corriente de los motivos del viaje de aquel personaje. Había habido rumores, naturalmente, como siempre los hay en tales casos. El humor del general —de su general— había ido empeorando. Y luego había llegado aquel belga, procedente de Inglaterra, al parecer. Durante una semana reinó una extraña actividad. Y luego sucedieron ciertas cosas. Un distinguido oficial se había suicidado, otro había dimitido; rostros ensombrecidos habían perdido repentinamente su expresión de ansiedad; ciertas precauciones militares habían cesado. Y el general —el general del propio teniente Dubosc— había parecido de pronto diez años más joven.
Dubosc se había enterado de parte de una conversación entre su jefe y el forastero.
—Nos ha salvado usted, mon cher —dijo el general, emocionado, temblándole al hablar el blanco bigote—. Ha salvado usted el honor del Ejército francés. ¡Ha evitado usted mucho derramamiento de sangre! ¿Cómo agradecerle el haber accedido a mi petición? El haber venido desde tan lejos...
A lo cual el forastero —por nombre monsieur Hércules Poirot— había contestado afectuosamente, incluyendo la frase: «¿Cómo olvidar que en cierta ocasión me salvó usted la vida?». Y entonces el general había replicado rechazando todo mérito por aquel pasado servicio, y tras mencionar nuevamente a Francia y Bélgica, y el honor y la gloria de tales países, se habían abrazado calurosamente, dando por terminada la conversación. En cuanto a lo ocurrido, el teniente Dubosc estaba todavía a oscuras, pero le habían comisionado para despedir a monsieur Poirot al pie del Taurus Express, y allí estaba cumpliéndolo con todo el celo y ardor propios de un joven oficial que tiene una prometedora carrera en perspectiva.
—Hoy es domingo —dijo el teniente—. Mañana, lunes, por la tarde, estará usted en Estambul.
No era la primera vez que había hecho esta observación. Las conversaciones en el andén, antes de la partida de un convoy, se inclinan siempre a la repetición.
—Así es —convino monsieur Poirot.
—¿Piensa usted permanecer allí algunos días?
—Mais oui. Estambul es una ciudad que nunca he visitado. Sería una lástima pasar por ella... comme ça. —Monsieur Poirot chasqueó los dedos despectivamente—. Nada me apremia. Permaneceré allí como turista unos cuantos días.
—Santa Sofía es muy hermosa —dijo el teniente Dubosc, que nunca la había visto.
Una ráfaga de viento frío recorrió el andén. Ambos hombres se estremecieron. El teniente Dubosc se las arregló para echar una subrepticia mirada a su reloj. Las cinco menos cinco. ¡Solamente cinco minutos más!
Al notar que el otro hombre se había dado cuenta de su subrepticia mirada, se apresuró a reanudar la conversación.
—En esta época del año viaja muy poca gente —dijo, mirando las ventanillas del coche cama detenido a su lado.
—Así es —convino monsieur Poirot.
—¡Esperemos que la nieve no se interponga en el camino del Taurus!
—¿Sucede eso?
—Ha ocurrido, sí. No este año, sin embargo.
—Esperémoslo, entonces —dijo monsieur Poirot—. Los informes meteorológicos de Europa son malos.
—Muy malos. En los Balcanes hay mucha nieve.
—En Alemania también, según tengo entendido.
—Eh bien! —dijo el teniente Dubosc apresuradamente al ver que estaba a punto de producirse otra pausa—. Mañana por la tarde, a las siete cuarenta, estará usted en Constantinopla.
—Sí —dijo monsieur Poirot, y añadió distraído—: He oído decir que Santa Sofía es muy bella.
—Magnífica, según creo.
Por encima de sus cabezas se corrió la cortinilla de uno de los departamentos del coche cama y se asomó una joven al cristal.
Mary Debenham había dormido muy poco desde que salió de Bagdad el jueves anterior. Ni en el tren de Kirkuk, ni en el Rest House de Mosul, ni en la última noche de su viaje había dormido tranquilamente. Ahora, cansada de estar despierta en la cálida atmósfera de su departamento, excesivamente caldeado, se había levantado para curiosear.
Aquello debía ser Alepo. Nada para ver, naturalmente. Sólo un largo andén, pobremente iluminado. Bajo la ventanilla hablaban dos hombres en francés. Uno era un oficial del Ejército, el otro un hombrecillo con enormes bigotes. La joven sonrió ligeramente. Nunca había visto a nadie tan abrigado. Debía de hacer mucho frío allí fuera. Por eso calentaban el tren tan terriblemente. La joven trató de bajar la ventanilla, pero no pudo.
El encargado del coche cama se aproximó a los dos hombres. El tren estaba a punto de arrancar, dijo. Monsieur haría bien en subir. El hombrecillo se quitó el sombrero. ¡Qué cabeza tan ovalada tenía! A pesar de sus preocupaciones, Mary Debenham sonrió. Un hombrecillo de ridículo aspecto. Uno de esos hombres insignificantes que nadie toma en serio.
El teniente Dubosc empezó a despedirse. Había pensado las frases de antemano y las había reservado para el último momento. Era un discurso bello y pulido.
Por no ser menos, monsieur Poirot contestó en tono parecido.
—En voiture, monsieur —dijo el encargado del coche cama.
Monsieur Poirot subió al tren con aire de infinita desgana. El conductor subió tras él. Monsieur Poirot agitó una mano. El teniente Dubosc se puso en posición de saludo. El tren, con terrible sacudida, arrancó lentamente.
—¡Por fin! —murmuró monsieur Hércules Poirot.
—¡Brrr! —resopló el teniente Dubosc, sacudiéndose para quitarse el frío.
—Voilá, monsieur. —El encargado mostró a Poirot con dramático gesto la belleza de su compartimiento y la adecuada colocación del equipaje—. El maletín del señor lo he colocado aquí.
Su mano extendida era sugestiva. Hércules Poirot colocó en ella un billete doblado.
—Merci, monsieur. —El encargado acentuó su amabilidad—. Tengo los billetes del señor. Necesito también el pasaporte. ¿El señor terminará su viaje en Estambul?
Monsieur Poirot asintió.
—No viaja mucha gente, ¿verdad? —preguntó.
—No, señor. Tengo solamente otros dos viajeros..., ambos ingleses. Un coronel de la India y una joven inglesa de Bagdad. ¿El señor necesita algo?
El señor pidió una botella pequeña de Perrier.
Las cinco de la mañana es una hora horrorosamente intempestiva para subir a un tren. Faltaban todavía dos horas para el amanecer. Consciente de ello y complacido por una delicada misión satisfactoriamente cumplida, monsieur Poirot se arrebujó en un rincón y se quedó dormido.
Cuando se despertó eran las nueve y media y se apresuró a dirigirse al coche comedor en busca de café caliente.
Había allí solamente un viajero en aquel momento, evidentemente la joven inglesa a que se había referido el encargado. Era alta, delgada y morena; quizá de unos veintiocho años de edad. Se adivinaba una especie de fría suficiencia en la manera con que tomaba el desayuno, y el modo que tuvo de llamar al camarero para que le sirviese más café revelaba conocimiento del mundo y de los viajes. Llevaba un traje oscuro de tela muy fina, particularmente apropiada para la caldeada atmósfera del tren.
Monsieur Hércules Poirot, que no tenía nada mejor que hacer, se entretuvo en observarla sin aparentarlo.
Era, opinó, una de esas jóvenes que saben cuidarse de sí mismas dondequiera que estén. Había prestancia en sus facciones y delicada palidez en su piel. Le agradaron también sus ondulados cabellos de un negro brillante, y sus ojos serenos, impersonales y grises. Pero era, decidió, un poco demasiado presuntuosa para ser una jolie femme...
Al poco rato entró otra persona en el restaurante. Era un hombre bastante alto, entre los cuarenta y los cincuenta años, delgado, moreno, con el cabello ligeramente gris en las sienes.
«El coronel de la India», se dijo Poirot.
El recién llegado saludó a la joven con una ligera inclinación.
—Buenos días, miss Debenham...
—Buenos días, coronel Arbuthnot.
El coronel estaba en pie, con una mano apoyada en la silla frente a la joven.
—¿Algún inconveniente? —preguntó.
—¡Oh, no! Siéntese.
—Bien, usted ya sabe que el desayuno es una comida que no siempre se presta a la charla.
—Por supuesto, coronel. No se preocupe.
El coronel se sentó.
—Boy! —llamó de modo perentorio.
Acudió el camarero y le pidió huevos y café.
Sus ojos descansaron un momento sobre Hércules Poirot, pero siguieron adelante, indiferentes. Poirot comprendió que acababa de decirse: «Es un maldito extranjero».
Teniendo en cuenta su nacionalidad, no eran muy locuaces los dos ingleses. Cambiaron unas breves observaciones y, de pronto, la joven se levantó y regresó tranquilamente a su compartimiento.
A la hora del almuerzo ambos volvieron a compartir la misma mesa y otra vez los dos ignoraron por completo al tercer viajero. Su conversación fue más animada que durante el desayuno. El coronel Arbuthnot habló del Punjab y dirigió a la joven unas cuantas preguntas acerca de Bagdad, donde al parecer ella había estado desempeñando un puesto de institutriz. En el curso de la conversación ambos descubrieron algunas amistades comunes, lo que tuvo el efecto inmediato de hacer la charla más íntima y animada. El coronel preguntó después a la joven si se dirigía directamente a Inglaterra o si pensaba detenerse en Estambul.
—No, haré el viaje directamente —contestó ella.
—¿No es una verdadera lástima?
—Hice este camino hace dos años y entonces pasé tres días en Estambul.
—Entonces tengo motivos para alegrarme, porque yo también haré directamente el viaje.
El coronel hizo una especie de desmañada reverencia enrojeciendo ligeramente.
«Es sensible nuestro coronel —pensó Hércules Poirot con cierto regocijo—. ¡Los viajes en tren son tan peligrosos como los viajes por mar!»
Miss Debenham dijo sencillamente que era una agradable casualidad. Sus palabras fueron ligeramente frías.
Hércules Poirot observó que el coronel la acompañó hasta su compartimiento. Más tarde pasaron por el magnífico escenario del Taurus. Mientras contemplaban las Puertas de Cilicia, de pie en el pasillo uno al lado del otro, la joven lanzó un suspiro. Poirot estaba cerca de ellos y la oyó murmurar:
—¡Es tan bello...! Desearía...
—¿Qué?
—Poder disfrutar más tiempo de este magnífico espectáculo. Arbuthnot no contestó. La enérgica línea de su mandíbula pareció un poco más rígida y severa.
—Yo, por el contrario, desearía verla ya fuera de aquí —murmuró.
—Cállese, por favor. Cállese.
—¡Oh!, está bien. —El coronel disparó una rápida mirada en dirección a Poirot. Luego prosiguió—: No me agrada la idea de que sea usted una institutriz... a merced de los caprichos de las tiránicas madres y de sus fastidiosos chiquillos.
Ella se echó a reír con cierto nerviosismo.
—¡Oh!, no debe usted pensar eso. El martirio de las institutrices es un mito demasiado explotado. Puedo asegurarle que son los padres los que temen a las institutrices.
No hablaron más. Arbuthnot se sentía quizás avergonzado de su arrebato.
«Ha sido una pequeña comedia algo extraña la que he presenciado aquí», se dijo Poirot, pensativo.
Más tarde tendría que recordar aquella idea.
Llegaron a Konya aquella noche hacia las once y media. Los dos viajeros ingleses bajaron a estirar las piernas, paseando arriba y abajo por el nevado andén.
Monsieur Poirot se contentó con observar la febril actividad de la estación a través de una ventanilla. Pasados unos diez minutos decidió, no obstante, que un poco de aire puro no le vendría mal. Hizo cuidadosos preparativos, se envolvió en varios abrigos y bufandas y se calzó unos chanclos. Así ataviado, descendió cautelosamente al andén y se puso a pasear. En su paseo llegó hasta más allá de la locomotora.
Fueron las voces las que le dieron la clave de las dos borrosas figuras paradas a la sombra de un vagón de mercancías. Arbuthnot estaba hablando.
—Mary...
La joven le interrumpió.
—Ahora no. Ahora no. Cuando termine todo. Cuando lo dejemos atrás..., entonces.
Monsieur Poirot se alejó discretamente. Se sentía intrigado. Le había costado trabajo reconocer la fría voz de miss Debenham.
«Es curioso», se dijo.
Al día siguiente se preguntó si habrían reñido. Se hablaron muy poco. La muchacha parecía intranquila. Tenía ojeras.
Eran las dos y media de la tarde cuando el tren se detuvo. Se asomaron unas cabezas a las ventanillas. Un pequeño grupo de hombres, situado junto a la vía, señalaba hacia algo, bajo el coche comedor.
Poirot se inclinó hacia fuera y habló al encargado del coche cama, que pasaba apresuradamente ante la ventanilla. El hombre contestó y Poirot retiró la cabeza y, al volverse, casi tropezó con Mary Debenham, que estaba detrás de él.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella en francés—. ¿Por qué nos hemos detenido?
—No es nada, señorita. Algo se ha prendido fuego bajo el coche comedor. Nada grave. Ya lo han apagado. Están ahora reparando los pequeños desperfectos. No hay peligro, tranquilícese.
Ella hizo un gesto brusco, como si desechase la idea del peligro como algo completamente insignificante.
—Sí, sí, comprendo. ¡Pero el horario...!
—¿El horario?
—Sí, esto nos retrasará.
—Es posible... —convino Poirot.
—¡No podremos ganar el retraso! Este tren tiene que llegar a las seis cincuenta y cinco para poder cruzar el Bósforo y coger a las nueve el Simplon Orient Express. Si llevamos una o dos horas de retraso, desde luego perderemos la conexión.
—Es posible, sí —volvió a convenir Poirot.
La miró con curiosidad. La mano que se agarraba a la barra de la ventanilla no estaba del todo tranquila, sus labios temblaban también.
—¿Le interesa a usted mucho, señorita? —preguntó.
—¡Oh, sí! Tengo que coger ese tren.
Se separó de él y se alejó por el pasillo para reunirse con el coronel.
Su ansiedad, no obstante, fue infundada. Diez minutos después el tren volvía a ponerse en marcha. Llegó a Hapdapassar sólo con cinco minutos de retraso, pues recuperó en el trayecto el tiempo perdido.
El Bósforo estaba bastante agitado y a monsieur Poirot no le agradó la travesía. En el barco estuvo separado de sus acompañantes de viaje y no los volvió a ver. Al llegar al puente de Galata se dirigió directamente al hotel Tokatlian.
Asesinato en el campo de golf
CAPITULO UNO
UNA COMPAÑERA DE VIAJE
Creo que existe una anécdota famosa según la cual un joven escritor, resuelto a dar a su narración un principio bastante enérgico y original para alcanzar y retener la atención del más hastiado de los editores, escribió lo siguiente:
—¡Demonio! —exclamó la duquesa.
Por extraño que parezca, la presente narración mía comienza de un modo muy parecido, salvo que la dama que lanza la exclamación no es duquesa.
Era en un día de principios de junio. Había despachado yo algunos asuntos en París y tomado el tren de la mañana para regresar a Londres, donde seguía compartiendo un alojamiento con mi antiguo amigo el ex detective Hércules Poirot.
Eran muy escasos los viajeros en el expreso de Calais: en realidad sólo venía otro en mi propio departamento. Yo había salido del hotel con alguna precipitación y estaba ocupado en el recuento de mis bártulos cuando arrancó el tren. Hasta aquel momento apenas me había dado cuenta de la presencia de mi compañera; pero ahora me hallé violentamente llamado a reconocer su existencia. Levantándose de su asiento de un salto, bajó el cristal de la ventanilla y sacó fuera la cabeza, retirándola al cabo de un momento con la breve y enérgica exclamación:
—¡Demonio!
Ahora bien: yo soy un hombre algo anticuado. Para mí, una mujer debe ser femenina. ¡No puedo soportar a la neurótica muchacha moderna que se entrega al jazz de la mañana a la noche, fuma como una chimenea y usa un lenguaje que haría sonrojarse a una pescadera de Billingsgate!
Levanté la cabeza con el ceño ligeramente fruncido y me hallé ante un rostro bonito, de expresión descarada y bajo un disparatado sombrerito rojo. Las orejas estaban ocultas tras espesas matas de rizos negros. Me pareció que tenía poco más de diecisiete años, pero su cara estaba cubierta de polvos y los labios eran de matiz escarlata enteramente imposible.
Sin desconcertarse poco ni mucho, sostuvo mi mirada y ejecutó una expresiva mueca.
—¡Pobre de mí! ¡He escandalizado al buen caballero! —observó, dirigiéndose a un imaginado auditorio—. ¡Ofrezco mis excusas por mi lenguaje! Muy impropio de una señorita, etcétera, etcétera. Pero, Dios mío, ¡qué razón tenía para usarlo! ¿Sabe usted que he perdido a mi única hermana?
—¿De veras? —dije cortésmente—. ¡Qué desgracia!
—Me desaprueba —observó la dama—. Me desaprueba por completo, a mí y a mi hermana... Y esto último no está bien, ¡porque no la ha visto!
Abrí la boca, pero ella se me adelantó.
—¡No diga nada más! ¡Nadie me quiere! ¡Me iré al jardín y comeré gusanos! ¡Buujuú! ¡Estoy aplastada!
Y se escondió tras un gran periódico cómico francés. Al cabo de uno o dos minutos vi cómo me observaban sus ojos disimuladamente por encima del periódico. Me sonreí a mi pesar, y un minuto más tarde la muchacha había tirado el periódico y estallado en una alegre carcajada.
—Ya sabía que no era usted tan majadero como parecía —exclamó.
Y era su risa tan contagiosa que no pude menos que reír también, aunque no me había gustado mucho la palabra «majadero».
—¡Vaya! ¡Ahora ya somos amigos! —declaró la gran picara—. Diga que siente lo de mi hermana...
—¡Estoy desconsolado!
—Es usted un buen muchacho.
—Pero déjeme acabar. Iba a añadir que, aunque esté desconsolado, puedo conformarme con su ausencia perfectamente —y le hice una pequeña reverencia.
Pero aquella extraña mocita arrugó la frente y movió la cabeza.
—Basta de esto. Prefiero la postura de «digna desaprobación». Y la cara que ha puesto, como si dijera: «No es de los nuestros.» ¡Y en esto tenía usted razón..., aunque fíjese bien: es muy difícil saberlo en nuestros tiempos. No todo el mundo sabe distinguir entre una fulanita y una duquesa. ¡Vaya! ¡Creo que he vuelto a escandalizarle! Le han traído a usted de Zululandia, de veras. No es que esto me importe. Podríamos aguantar a unos cuantos de su clase. Lo que no soporto es un individuo que se propasa. Me ponen furiosa.
Y movió la cabeza vigorosamente.
—¿Qué parece usted cuando se pone furiosa? —le pregunté con una sonrisa.
—¡Un pequeño demonio! No me importa lo que digo, ¡ni lo que hago tampoco! Una vez casi maté a un buen mozo. Sí; verdaderamente. Y bien merecido se lo tenía.
—Bueno —le supliqué—. No se ponga furiosa conmigo.
—No me pondré. Me ha sido usted simpático... desde el primer momento en que le he visto. Sólo que parecía desaprobarme de tal modo que creí que nunca seríamos amigos.
—Pues bien: ya lo somos. Dígame algo de usted misma.
—Soy actriz. No...; no del género que usted imagina. Estoy en el escenario desde la edad de seis años..., doy volteretas.
—¿Dice usted...? —pregunté, desorientado.
—¿No ha visto nunca niños acróbatas?
—¡Oh, comprendo!
—Nací en América, pero me he pasado la mayor parte de la vida en Inglaterra. Tenemos ahora un número nuevo...
—¿Tenemos?
—Mi hermana y yo. Algo de canto y danza y un poco de pataleo y otro poco de lo de costumbre. Es una idea enteramente nueva y siempre les cae en gracia. Vamos a sacar dinero de ella...
Mi nueva amiga se inclinó hacia adelante y charló volublemente, aunque muchas de sus palabras eran incomprensibles para mí. Sentí, no obstante, que crecía mi interés por ella. Parecía ser una curiosa mezcla de niña y mujer. Aunque perfectamente informada de lo que es el mundo y, tal como lo decía, capaz de guardarse, su sencilla actitud frente a la vida y su resuelta determinación de «portarse bien», tenía un carácter curiosamente ingenuo.
Pasamos por Amiens. Este nombre despertó en mí muchos recuerdos. Mi compañera parecía tener un conocimiento intuitivo de lo que se agitaba en mi conciencia.
—¿Piensa en la guerra?
Hice una seña afirmativa.
—¿Tomó parte en ella, supongo?
—Bastante. Fui herido una vez, y después del Somme me licenciaron por inválido. Soy ahora una especie de secretario particular de un miembro del Parlamento.
—¡Toma! ¡Se necesitan sesos para esto!
—No se necesitan sesos. Realmente, hay muy poco que hacer. Por lo general, con un par de horas diarias estoy listo. Y el trabajo es aburrido. La verdad es que no sé lo que sería de mí si no tuviera otra cosa en qué ocuparme.
—¡No me diga que colecciona bichos!
—No. Comparto mi alojamiento con un hombre muy interesante. Es un belga..., un antiguo detective. Se ha establecido en Londres como detective privado y le va extraordinariamente bien. Es en realidad un hombrecillo maravilloso. Ha acertado varias veces en casos en los que había fracasado la Policía oficial.
Mi compañera me escuchaba con los ojos abiertos.
—¿No es esto interesante? A mí me entusiasman los crímenes, sencillamente. Voy a ver todas las películas de misterio. Y cuando hay un asesinato, devoro los periódicos.
—¿Recuerda el caso Styles? —le pregunté.
—Déjeme ver. ¿Era el de la anciana que fue envenenada en alguna parte, en Essex?
Hice una seña afirmativa y contesté:
—Éste fue el primer caso importante de Poirot. No hay duda de que, a no ser por él, el asesino hubiera escapado impune. Fue una muestra admirable de labor detectivesca.
Llevado por mi entusiasmo, mencioné los rasgos generales del caso hasta su triunfante e inesperado desenlace. La muchacha me escuchaba muda de asombro. Y lo cierto es que estábamos los dos tan absortos, que el tren llegó a la estación de Calais sin que nos hubiésemos dado cuenta de ello.
Me aseguré el concurso de un par de mozos de estación y bajamos al andén. Mi compañera me tendió la mano.
—Adiós, y de ahora en adelante pondré más atención en el lenguaje que empleo.
—¡Oh!, pero, seguramente, me permitirá que la acompañe hasta el barco.
—Puede ser que no me embarque. Tengo que ver si mi hermana consiguió por fin tomar el tren en alguna parte. Gracias, de todos modos.
—Pero volveremos a vernos, ¿no es verdad? ¿Y no va a decirme cómo se llama? —le grité, cuando ya se retiraba.
Ella volvió la cabeza para mirarme por encima del hombro.
—Cenicienta —gritó, y se echó a reír.
Pero poco sospechaba yo cuándo y dónde había de volver a ver a Cenicienta.
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