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Asesinato en el campo de golf
CAPITULO UNO
UNA COMPAÑERA DE VIAJE
Creo que existe una anécdota famosa según la cual un joven escritor, resuelto a dar a su narración un principio bastante enérgico y original para alcanzar y retener la atención del más hastiado de los editores, escribió lo siguiente:
—¡Demonio! —exclamó la duquesa.
Por extraño que parezca, la presente narración mía comienza de un modo muy parecido, salvo que la dama que lanza la exclamación no es duquesa.
Era en un día de principios de junio. Había despachado yo algunos asuntos en París y tomado el tren de la mañana para regresar a Londres, donde seguía compartiendo un alojamiento con mi antiguo amigo el ex detective Hércules Poirot.
Eran muy escasos los viajeros en el expreso de Calais: en realidad sólo venía otro en mi propio departamento. Yo había salido del hotel con alguna precipitación y estaba ocupado en el recuento de mis bártulos cuando arrancó el tren. Hasta aquel momento apenas me había dado cuenta de la presencia de mi compañera; pero ahora me hallé violentamente llamado a reconocer su existencia. Levantándose de su asiento de un salto, bajó el cristal de la ventanilla y sacó fuera la cabeza, retirándola al cabo de un momento con la breve y enérgica exclamación:
—¡Demonio!
Ahora bien: yo soy un hombre algo anticuado. Para mí, una mujer debe ser femenina. ¡No puedo soportar a la neurótica muchacha moderna que se entrega al jazz de la mañana a la noche, fuma como una chimenea y usa un lenguaje que haría sonrojarse a una pescadera de Billingsgate!
Levanté la cabeza con el ceño ligeramente fruncido y me hallé ante un rostro bonito, de expresión descarada y bajo un disparatado sombrerito rojo. Las orejas estaban ocultas tras espesas matas de rizos negros. Me pareció que tenía poco más de diecisiete años, pero su cara estaba cubierta de polvos y los labios eran de matiz escarlata enteramente imposible.
Sin desconcertarse poco ni mucho, sostuvo mi mirada y ejecutó una expresiva mueca.
—¡Pobre de mí! ¡He escandalizado al buen caballero! —observó, dirigiéndose a un imaginado auditorio—. ¡Ofrezco mis excusas por mi lenguaje! Muy impropio de una señorita, etcétera, etcétera. Pero, Dios mío, ¡qué razón tenía para usarlo! ¿Sabe usted que he perdido a mi única hermana?
—¿De veras? —dije cortésmente—. ¡Qué desgracia!
—Me desaprueba —observó la dama—. Me desaprueba por completo, a mí y a mi hermana... Y esto último no está bien, ¡porque no la ha visto!
Abrí la boca, pero ella se me adelantó.
—¡No diga nada más! ¡Nadie me quiere! ¡Me iré al jardín y comeré gusanos! ¡Buujuú! ¡Estoy aplastada!
Y se escondió tras un gran periódico cómico francés. Al cabo de uno o dos minutos vi cómo me observaban sus ojos disimuladamente por encima del periódico. Me sonreí a mi pesar, y un minuto más tarde la muchacha había tirado el periódico y estallado en una alegre carcajada.
—Ya sabía que no era usted tan majadero como parecía —exclamó.
Y era su risa tan contagiosa que no pude menos que reír también, aunque no me había gustado mucho la palabra «majadero».
—¡Vaya! ¡Ahora ya somos amigos! —declaró la gran picara—. Diga que siente lo de mi hermana...
—¡Estoy desconsolado!
—Es usted un buen muchacho.
—Pero déjeme acabar. Iba a añadir que, aunque esté desconsolado, puedo conformarme con su ausencia perfectamente —y le hice una pequeña reverencia.
Pero aquella extraña mocita arrugó la frente y movió la cabeza.
—Basta de esto. Prefiero la postura de «digna desaprobación». Y la cara que ha puesto, como si dijera: «No es de los nuestros.» ¡Y en esto tenía usted razón..., aunque fíjese bien: es muy difícil saberlo en nuestros tiempos. No todo el mundo sabe distinguir entre una fulanita y una duquesa. ¡Vaya! ¡Creo que he vuelto a escandalizarle! Le han traído a usted de Zululandia, de veras. No es que esto me importe. Podríamos aguantar a unos cuantos de su clase. Lo que no soporto es un individuo que se propasa. Me ponen furiosa.
Y movió la cabeza vigorosamente.
—¿Qué parece usted cuando se pone furiosa? —le pregunté con una sonrisa.
—¡Un pequeño demonio! No me importa lo que digo, ¡ni lo que hago tampoco! Una vez casi maté a un buen mozo. Sí; verdaderamente. Y bien merecido se lo tenía.
—Bueno —le supliqué—. No se ponga furiosa conmigo.
—No me pondré. Me ha sido usted simpático... desde el primer momento en que le he visto. Sólo que parecía desaprobarme de tal modo que creí que nunca seríamos amigos.
—Pues bien: ya lo somos. Dígame algo de usted misma.
—Soy actriz. No...; no del género que usted imagina. Estoy en el escenario desde la edad de seis años..., doy volteretas.
—¿Dice usted...? —pregunté, desorientado.
—¿No ha visto nunca niños acróbatas?
—¡Oh, comprendo!
—Nací en América, pero me he pasado la mayor parte de la vida en Inglaterra. Tenemos ahora un número nuevo...
—¿Tenemos?
—Mi hermana y yo. Algo de canto y danza y un poco de pataleo y otro poco de lo de costumbre. Es una idea enteramente nueva y siempre les cae en gracia. Vamos a sacar dinero de ella...
Mi nueva amiga se inclinó hacia adelante y charló volublemente, aunque muchas de sus palabras eran incomprensibles para mí. Sentí, no obstante, que crecía mi interés por ella. Parecía ser una curiosa mezcla de niña y mujer. Aunque perfectamente informada de lo que es el mundo y, tal como lo decía, capaz de guardarse, su sencilla actitud frente a la vida y su resuelta determinación de «portarse bien», tenía un carácter curiosamente ingenuo.
Pasamos por Amiens. Este nombre despertó en mí muchos recuerdos. Mi compañera parecía tener un conocimiento intuitivo de lo que se agitaba en mi conciencia.
—¿Piensa en la guerra?
Hice una seña afirmativa.
—¿Tomó parte en ella, supongo?
—Bastante. Fui herido una vez, y después del Somme me licenciaron por inválido. Soy ahora una especie de secretario particular de un miembro del Parlamento.
—¡Toma! ¡Se necesitan sesos para esto!
—No se necesitan sesos. Realmente, hay muy poco que hacer. Por lo general, con un par de horas diarias estoy listo. Y el trabajo es aburrido. La verdad es que no sé lo que sería de mí si no tuviera otra cosa en qué ocuparme.
—¡No me diga que colecciona bichos!
—No. Comparto mi alojamiento con un hombre muy interesante. Es un belga..., un antiguo detective. Se ha establecido en Londres como detective privado y le va extraordinariamente bien. Es en realidad un hombrecillo maravilloso. Ha acertado varias veces en casos en los que había fracasado la Policía oficial.
Mi compañera me escuchaba con los ojos abiertos.
—¿No es esto interesante? A mí me entusiasman los crímenes, sencillamente. Voy a ver todas las películas de misterio. Y cuando hay un asesinato, devoro los periódicos.
—¿Recuerda el caso Styles? —le pregunté.
—Déjeme ver. ¿Era el de la anciana que fue envenenada en alguna parte, en Essex?
Hice una seña afirmativa y contesté:
—Éste fue el primer caso importante de Poirot. No hay duda de que, a no ser por él, el asesino hubiera escapado impune. Fue una muestra admirable de labor detectivesca.
Llevado por mi entusiasmo, mencioné los rasgos generales del caso hasta su triunfante e inesperado desenlace. La muchacha me escuchaba muda de asombro. Y lo cierto es que estábamos los dos tan absortos, que el tren llegó a la estación de Calais sin que nos hubiésemos dado cuenta de ello.
Me aseguré el concurso de un par de mozos de estación y bajamos al andén. Mi compañera me tendió la mano.
—Adiós, y de ahora en adelante pondré más atención en el lenguaje que empleo.
—¡Oh!, pero, seguramente, me permitirá que la acompañe hasta el barco.
—Puede ser que no me embarque. Tengo que ver si mi hermana consiguió por fin tomar el tren en alguna parte. Gracias, de todos modos.
—Pero volveremos a vernos, ¿no es verdad? ¿Y no va a decirme cómo se llama? —le grité, cuando ya se retiraba.
Ella volvió la cabeza para mirarme por encima del hombro.
—Cenicienta —gritó, y se echó a reír.
Pero poco sospechaba yo cuándo y dónde había de volver a ver a Cenicienta.
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