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Grimpow, el camino invisible
I PARTE
La abadía de Brínkdum
Un cadáver en la nieve
La niebla le impedía distinguir más allá de sus propios pasos sobre el espeso manto de nieve que cubría las montañas. Por eso Grimpow no vio el cadáver hasta que tropezó con él y cayó de bruces a su lado. Sólo entonces se dio cuenta de su siniestro hallazgo, y miró aterrado el rostro del hombre muerto que yacía junto a él como si estuviese dormido. Impulsado por el miedo, Grimpow se puso en pie de un salto y corrió cuanto pudo hasta la cabaña, exhalando vaho por la boca como un ciervo perseguido por lobos hambrientos.
—¿A qué viene tanta prisa? —le preguntó Dúrlib, después de abrir la puerta que Grimpow golpeaba como un alucinado.
—¡Hay... hay un hombre muerto cerca de aquí! —respondió Grimpow con voz entrecortada, al tiempo que señalaba hacia el blanco bosque de abetos que se extendía a su espalda.
Dúrlib se puso pálido.
—¿Estás seguro de eso, muchacho? —inquirió alarmado.
A Grimpow le bastó un gesto de asentimiento para contestar, mientras dejaba caer sobre un tronco cortado el par de conejos que acababa de cazar con su arco junto a las heladas cascadas del valle.
—Aguarda un momento, he de coger mi espada —dijo Dúrlib.
Entró en la cabaña, cogió su manto de pieles y se ciñó al cinto una larga espada que siempre dejaba colgada junto a la puerta.
—Vamos, Grimpow, llévame al lugar donde encontraste a ese hombre.
Y ambos partieron en busca del cadáver del caballero desconocido, como dos espectros difuminados por la niebla.
Grimpow caminaba deprisa, con su arco en la mano izquierda y el carcaj repleto de flechas colgado en la espalda, dispuesto a usarlas contra cualquier sombra que se moviese a su alrededor. Sentía que el corazón le palpitaba en el pecho con golpes de tambor, mientras su mirada seguía el rastro de sus propios pasos en la nieve. Las huellas de su carrera hasta la cabaña eran tan nítidas y profundas que no podía equivocarse. Sólo tenía que desandar el mismo camino entre peñascos y abetos, y el cuerpo de aquel hombre tendido sobre la nieve volvería a aparecer ante sus ojos como si estuviese dormido.
—¡Ahí está! —gritó Grimpow, al ver el bulto oscuro de un cuerpo semioculto en la nieve.
Dúrlib se detuvo a su lado.
—Quédate aquí y no te acerques hasta que yo te lo diga —le ordenó.
El cadáver estaba tumbado de costado y tenía el rostro mirando al cielo neblinoso, como si el último deseo de aquel hombre antes de encontrar la muerte hubiera sido despedirse de las estrellas. Tendría unos sesenta años y, a juzgar por las ropas que vestía y la capa de grueso paño que llevaba prendida en la espalda, Dúrlib no dudó de la nobleza de su linaje. Se acercó despacio, se arrodilló ante el caballero muerto y le cerró los ojos aún abiertos. Diminutas estalactitas de hielo pendían de sus largos cabellos, de sus barbas blanquecinas y de sus cejas, su piel tenía un color azulado, y en sus resecos labios parecía esbozarse el amago de una sonrisa.
—Está congelado —dijo Dúrlib después de examinar detenidamente el cadáver—. No veo en su cuerpo ninguna herida que permita pensar que lo han asesinado. Probablemente se alejara de su cabalgadura y se perdiera anoche entre la niebla. El frío se coló en sus venas y le heló la sangre. Creo que ha tenido un final apacible, a pesar de su desgraciada muerte —añadió.
En ese instante, Dúrlib vio que la mano derecha del cadáver estaba cerrada con fuerza, como si guardara en ella un objeto valioso del que el caballero muerto no hubiera querido desprenderse ni siquiera en los últimos momentos de su vida. Dúrlib cogió la mano rígida y helada del difunto y fue separando con dificultad cada uno de los dedos hasta que quedó visible una piedra pulida y redondeada del tamaño de una almendra. Su color era extraño e indefinido, como si cambiara de tonalidades al moverla o girarla.
—¿Qué ocurre? —preguntó Grimpow impulsado por la curiosidad.
—Acércate —dijo Dúrlib.
Cuando Grimpow se situó a su lado y contempló de nuevo el rostro del cadáver confirmó que aquel hombre parecía dormido. Tal vez la muerte sólo sea un plácido y eterno sueño, pensó. Luego reparó en la pequeña piedra que Dúrlib tenía en la mano, y le preguntó:
—¿Qué es esa piedra?
—Quizá el caballero muerto la usara como amuleto y la tomara en su mano poco antes de morir, al tener la certeza de que había llegado el momento de encomendar a Dios su alma —dijo Dúrlib, al tiempo que le lanzaba a Grimpow el talismán del difunto—. Guárdala tú, desde ahora esta piedra irá unida a tu destino —añadió en tono misterioso.
Grimpow cogió la piedra al vuelo y notó en sus manos el cálido tacto del mineral a pesar del aire helado de las montañas.
—¿Qué quieres decir con que esta piedra irá unida a mi destino? —preguntó desorientado, pues nunca había oído a Dúrlib hablar de un modo tan enigmático.
—Supongo que si es un amuleto te protegerá de los espíritus malignos y te dará suerte —dijo Dúrlib con indiferencia.
—Yo ya tengo un amuleto —replicó Grimpow, abriéndose el jubón y mostrándole la bolsita de lino que su madre le colgara del cuello cuando era niño y que contenía unas ramitas de romero.
—Pues ahora ya tienes dos, y no habrá mal de ojo, maldición o veneno que pueda hacerte daño. Pero, como puedes ver en la cara helada de este caballero, no debes fiarte del frío. A él no parece que le haya servido de mucho su amuleto.
Grimpow recordó que su madre solía decirle que él había nacido con el siglo XIV, y que, según auguraba la redondez de la luna llena que iluminaba el cielo la noche de su nacimiento, el futuro habría de depararle toda la suerte y todas las bondades que a ella le había negado su desdichado destino. Entonces Grimpow pasó la yema de sus dedos por la pulida superficie de la piedra, y tuvo el presentimiento de que los vaticinios de su madre comenzaban a cumplirse. Sin embargo, algo dentro de sí también le hacía temer unos acontecimientos inciertos que apenas si podía vislumbrar, y que le provocaban una profunda desazón. Pensó que esa inquietud sólo era debida a su encuentro con el caballero muerto, cuyo cuerpo sin vida aún tenía ante sus ojos, pero, a pesar de su corta edad, no era ése el primer cadáver que él veía. En tiempos de epidemias la gente moría en la comarca de Úllpens con una facilidad pasmosa, y Grimpow había visto los cadáveres de muchos hombres, mujeres, ancianos y niños, amontonados a las puertas del cementerio como siniestros espantajos, negruzcos y desfigurados.
En esto pensaba Grimpow cuando la voz asombrada de Dúrlib lo sacó de sus cavilaciones.
—¡Mira estas maravillas! —exclamó sin ocultar su alegría.
Luego se quitó con precipitación su manto de pieles, lo extendió sobre la nieve, e inmediatamente volcó sobre él el contenido de una alforja de cuero que halló bajo el cadáver. Al abrigo de la niebla, y bajo la pálida luz del mediodía, destellaron un par de dagas de distinto tamaño que tenían el puño de marfil incrustado de zafiros y rubíes. Había también abundantes monedas de plata, algunas alhajas, una carta lacrada, y un sello de oro de los que usaban los reyes y los nobles para autentificar sus documentos y mensajes, guardado en una cajita de madera tallada.
—¿No pensarás quedarte con esas riquezas? —preguntó Grimpow, alarmado ante la visión de las joyas más valiosas que jamás contemplaran sus ojos.
Dúrlib le miró descreído.
—¡Pero qué dices, Grimpow! ¡Somos vagabundos y ladrones! ¿Es que lo has olvidado?
—Pero no somos profanadores de cadáveres —replicó Grimpow, con una autoridad que a él mismo le sorprendió.
—¡Oh, vamos, amigo mío! —dijo conciliador Dúrlib—, en mi larga y miserable vida de proscrito y vulgar salteador de caminos, jamás puso el cielo a mi alcance un tesoro tan valioso como el que ahora tengo en mis manos sin necesidad de jugarme el pescuezo para conseguirlo, y tú me pides que no lo haga mío. ¿Es que te has vuelto loco, muchacho? —inquirió exaltado.
Grimpow daba vueltas a la piedra que tenía en la mano, buscando argumentos con los que convencer a Dúrlib de lo equivocado de sus intenciones.
—Ni siquiera sabemos quién es ese hombre, ni de dónde ha venido, ni cómo llegó hasta estas montañas. Hasta es posible que alguien sepa que pasó por aquí y vengan pronto a buscarlo.
—La nieve caída durante la noche ha borrado todas las huellas, no debes preocuparte por eso —dijo Dúrlib con afán tranquilizador.
—¿Y su cabalgadura? —insistió Grimpow.
—Los lobos se ocuparán de su caballo, si es que montaba alguno.
—Los lobos no podrán devorar las riendas ni la silla, y si alguien las encontrara nos acusarían a nosotros del asesinato del caballero desconocido, y nos darían muerte con el peor de los martirios —aclaró Grimpow con un desparpajo que llegó a aturdirlo, pues nunca antes se había expresado con un conocimiento tan claro de lo que quería decir.
—En eso no había pensado —admitió Dúrlib, rascándose la cabeza—. Será mejor que vayamos a esconder el tesoro cerca de la cabaña y regresemos al atardecer para dar sepultura al caballero difunto antes de que anochezca. No es costumbre de buenos cristianos dejar los cuerpos de los muertos como pasto de alimañas. Luego nos cobraremos el favor con estas riquezas, y así su alma quedará en paz con Dios, y las nuestras redimidas de todo pecado —concluyó, persignándose como un fraile predicador.
—Deberíamos avisar al abad de Brínkdum —dijo Grimpow con sequedad.
Los ojos de Dúrlib no ocultaron su asombro al oír la sugerencia de su amigo.
—¿Al abad de Brínkdum? ¡Ese abad es el peor ladrón que han conocido estas tierras desde los comienzos del mundo! Si sus ojos llegan a ver este tesoro, estoy seguro de que se lo quedará para él solo, en pago de las muchas misas y oraciones que cada día dedicará su abadía a salvar el alma del caballero muerto —dijo Dúrlib con sarcasmo.
—Pero él podrá averiguar de quién se trata, y podrá ocuparse de enterrarlo en la iglesia del monasterio como corresponde a la alcurnia de un caballero —replicó Grimpow, pertinaz en su empeño de no profanar aquel cadáver.
—Y no te quepa duda de que también sabrá cobrarse con creces el hospedaje de tan generoso y noble difunto —apostilló Dúrlib, más irónico aún.
—Eso no es cosa que a nosotros nos incumba —dijo Grimpow desdeñoso.
Ante el súbito silencio de Dúrlib, Grimpow pensó que se daba por vencido.
—Me pregunto quién podría viajar solo por estas montañas, con un tesoro como éste en su alforja —inquirió Dúrlib, sin que Grimpow supiera si le dirigía a él la pregunta o se la formulaba a sí mismo en voz alta.
—¿Qué piensas tú? —respondió Grimpow con otra pregunta.
—Tal vez sea uno de esos caballeros cruzados que volvieron hace años de Tierra Santa cargados con los tesoros de los infieles, o un peregrino que se dirige en solitaria penitencia a expiar sus culpas ante las reliquias de algún santo apóstol. También podría tratarse de algún rey destronado que ha huido de su lejano reino con lo único que le cabía en su alforja, o quizá sólo sea un simple ladrón como nosotros, disfrazado de nobleza para disimular el alcance de sus fechorías. Pero en cualquier caso, no creo que se trate de un señor de estas tierras. Jamás he visto dagas como éstas, templadas con el mejor acero y con puños de marfil repletos de joyas tan hermosas y perfectas —discursó Dúrlib sin mucho convencimiento.
—Parece que fuera portador de algún mensaje —dijo Grimpow, señalando la carta lacrada.
Dúrlib cogió el mensaje sellado y lo examinó con detenimiento. Luego cogió el sello de oro y lo comparó con las marcas del lacre, un extraño dibujo de una serpiente mordiéndose la cola que formaba un círculo con su cuerpo, orlado por signos incomprensibles.
—Se trata del mismo sello —confirmó, después de contrastar las filigranas de su trazado—. Si rompemos el lacre de la misiva quizá podamos averiguar algo sobre el caballero muerto.
Dúrlib miro a Grimpow como si esperase ver en sus ojos la confirmación de que también él deseaba conocer el contenido de aquel mensaje. Fue entonces cuando Grimpow comenzó a percibir el oculto poder que encerraba la piedra que, sin darse cuenta, hacía girar en su mano como si fuese un juguete infantil.
—Ábrelo —dijo sin dudar.
Dúrlib rompió el lacre limpiamente sirviéndose de la daga más pequeña, y por la expresión de su rostro Grimpow dedujo que no les serviría de nada abrir el mensaje, pues jamás entenderían lo que en él estaba escrito.
—¿Qué significarán estos símbolos? —preguntó a media voz.
Grimpow le pidió que le dejara ver el mensaje y, apenas lo tuvo ante sus ojos, una cadena de palabras se fue formando en su mente, como si para él aquella sucesión de signos extraños no guardara ningún secreto.
—En el cielo están la oscuridad y la luz. Aidor Bílbicum. Estrasburgo —dijo Grimpow de corrido, sin que él mismo pudiese comprender por qué fueron ésas, y no otras, las palabras que salieron de su boca, a la vez que su mente se poblaba de un sinfín de imágenes irreales y confusas.
Dúrlib le miró con una mezcla de asombro y desconfianza.
—¿Cómo puedes tú saber eso?
—No lo sé —admitió Grimpow—. Es como si pudiera leerlo sin conocer ese lenguaje, del mismo modo que digo pájaro sin saber escribirlo, o pronuncio cualquier otra palabra. Creo que ha sido esta piedra extraña la que me ha permitido interpretar ese enigma —razonó aturdido, mientras sentía que la insólita piedra que tenía en su mano parecía fundirse con su piel, y que todo un universo de conocimientos iluminaba su mente de un modo tan mágico e inexplicable que llegó a pensar que era el mismísimo caballero muerto quien se había apoderado de su alma.
Entonces el hielo que pendía de los cabellos y las cejas del cadáver comenzó a deshacerse en pequeñas gotas de agua, su rostro adquirió una coloración rosada, y todo su cuerpo comenzó a fundirse sobre la nieve como un muñeco de cera expuesto al calor del fuego, hasta que desapareció completamente ante ellos.
—¡Por las cicatrices de un ladrón apaleado! ¡Que me cuelguen del árbol de los ahorcados de Úllpens si esto no ha sido obra del diablo! —exclamó Dúrlib, incrédulo ante la súbita desaparición del cadáver.
A Grimpow, sin embargo, no le sorprendió un hecho tan prodigioso.
—Creo que el caballero muerto ha regresado al lugar del que vino —dijo Grimpow meditabundo, sin dejar de sentir el contacto de la piedra en su mano, y sin estar muy seguro de si era él quien realmente hablaba.
Dúrlib le miró alelado.
—¿Y cuál es ese portentoso lugar, donde los muertos se esfuman en el aire como por encantamiento?
—No lo sé exactamente, pero desde que cogí esta piedra siento como si algo inexplicable me hiciera ver cosas que tú mismo jamás podrías imaginar —dijo Grimpow.
—¡Vamos, Grimpow, déjate de peroratas! ¡Hace apenas un instante teníamos el cadáver de un hombre ahí, justo delante de nuestras narices, y ahora no está! Es evidente que se trata de algún sortilegio realizado por un nigromante aliado del demonio —soltó Dúrlib, persignándose de nuevo con fingida devoción.
—Ni Dios ni Satanás tienen nada que ver con esto, créeme —dijo Grimpow sin saber por qué.
—Pues no seré yo quien se quede en este bosque maldito ni un momento más para averiguarlo, a riesgo de que el fantasma de ese caballero nos corte la cabeza y la clave en una picota, para que los buitres se deleiten con el sabor de nuestros ojos.
Las manos de Dúrlib recogieron con precipitación el valioso tesoro del caballero muerto, que él mismo había esparcido sobre su manto de pieles. Lo introdujo todo en la alforja del difunto y se dispuso a marcharse de allí.
—¡Tú nunca has creído en fantasmas, Dúrlib! Además, algo me dice que ese misterioso cabañero tenía una misión que cumplir, algún cometido importante que llevar a cabo y que no ha podido culminar como era su propósito. Nosotros deberemos hacerlo por él, a cambio de quedarnos con su tesoro —dijo Grimpow.
A juzgar por la cara que puso Dúrlib al oír esto, a Grimpow no le cupo duda alguna de que su amigo temía que la piedra que servía de amuleto al caballero muerto, y que él tenía en su mano, le hubiese trastornado el juicio.
—¿Y eligió venir a estas montañas nevadas y despobladas para encontrarse cara a cara con la muerte, hacernos herederos de sus riquezas y desaparecer como Cristo después de ser crucificado? —inquirió irónico.
—Quizá sólo anduviera de paso hacia otro lugar, camino de Estrasburgo probablemente, para llevar a ese tal Aidor Bílbicum el mensaje de la carta lacrada —reflexionó Grimpow en voz alta.
Dúrlib suspiró y agrandó los ojos como un sapo.
—Tú puedes pensar lo que quieras, pero sólo el diablo y su corte de brujos, hechiceros y nigromantes, son capaces de obrar prodigios como el que aquí acaba de ocurrir, y del que nosotros, aún no sé si para nuestra desgracia y tormento, hemos sido testigos. Así que mejor será que nos marchemos a la abadía de Brínkdum antes de que la noche cubra de tinieblas el bosque. En su iglesia asistiremos al último culto del día, y purificaremos nuestros cuerpos y nuestras almas con abundante agua bendita. Sólo así evitaremos el daño que el espíritu de este caballero muerto, mago, brujo o lo que quiera que sea, pudiera depararnos con sus maleficios de ultratumba.
—Ya veo que en el fondo eres tan supersticioso como glotón —dijo Grimpow riendo—. Pero no creo que el caballero muerto, que tan generoso ha sido al poner a nuestro alcance su valioso tesoro, tenga intención de convertirnos también en objeto de su venganza. Además, ¿qué daño le hemos hecho nosotros, que incluso pensábamos darle cristiana sepultura junto al altar de la abadía de Brínkdum? —añadió Grimpow, convencido de la solidez de sus argumentos.
El entrecejo de Dúrlib se contrajo para refrendar sus dudas.
—Confió en que las dotes de adivino que esa piedra parece haberte regalado sean tan certeras como las flechas de tu arco, pues, en otro caso, mucho me temo que la maldición del caballero muerto se pegue a nuestros talones como la sombra del diablo al pellejo de un endemoniado.
—¡Olvida tus temores, Dúrlib! Aún no sé adónde nos llevará el hallazgo del cadáver del caballero que ha desaparecido ante nuestros ojos, ni el de la piedra que él tenía en su mano y que ahora yo tengo en la mía, pero, si no me equivoco, es esta misma piedra la que nos conducirá a desvelar el misterio que tanto te perturba —dijo Grimpow, convencido por primera vez de sus palabras.
—A mí ya me basta con las riquezas que la diosa Fortuna ha puesto a nuestro alcance, aunque se haya servido de un caballero muerto que goza del fantasmagórico y temible embrujo de la invisibilidad. Pero si es tu deseo desvelar su misión en este mundo nuestro, no seré yo quien te abandone cuando la aventura nos llama a su lado como el dulce canto de una hermosa doncella —concluyó Dúrlib su discurso.
—¡Entonces partamos hacia la abadía de Brínkdum cuanto antes! —dijo Grimpow, contento.
A medida que descendían hacia la abadía, la niebla se elevaba en delgados jirones que flotaban sobre las copas de los abetos como nubes esponjosas y deshilachadas. La capa de nieve era más delgada, y caminar sobre ella se hacía más cómodo y ligero por la estrecha senda rodeada de arbustos espinosos que llevaba hasta el valle. Los temores de Dúrlib a la venganza del fantasma del caballero muerto parecían haberse disipado como la niebla, y caminaba junto a Grimpow tarareando una cancioncilla que siempre solía cantar cuando se sentía tranquilo y feliz.
Dúrlib sabía tocar la vihuela, recitaba romances, y hacía trucos de magia y malabares con la agilidad de los más afamados juglares y saltimbanquis de las comarcas cercanas. Pero por encima de todo, Dúrlib era un embaucador y un ladrón, capaz de desposeer de su bolsa a campesinos, caminantes, peregrinos, mercaderes, monjes y caballeros, tanto con la habilidad de la palabra como con la eficacia de sus manos y de su espada. Cuando le conoció un año antes en las fiestas de primavera, Grimpow trabajaba de mozo en la taberna oscura y maloliente que su tío Félsdron el Cascarrabias, como todos le llamaban, tenía en Rhíquelwir, y a la que Dúrlib solía acudir para animar con sus destrezas la borrachera de los clientes llegados de todas las aldeas. Una noche tormentosa en la que Dúrlib acababa de desvalijar la bolsa de un grupo de incautos artesanos que aceptaron jugar con él una partida de dados, fue reconocido por un rico mercader de ganado al que esa misma mañana le había robado las ganancias de su negocio, amenazándolo con la punta de su espada en un cruce de caminos de la comarca. A cambio de unas monedas, el humillado comerciante le pidió a Grimpow que vigilara al ladrón y lo siguiera adondequiera que fuese, mientras él corría a alertar a los esbirros del señor que ejercía jurisdicción dentro de las murallas de Rhíquelwir, para que hicieran preso a su asaltante y lo ahorcaran sin tardanza en la plaza de la ciudadela, tan pronto despuntara el alba. Sin embargo, conmovido por el cruel castigo que le aguardaba a quien para él no era sino un intrépido y amable truhán, Grimpow corrió a darle aviso de la amenaza que se cernía sobre él si no huía al instante de la taberna. Dúrlib vació la jarra de vino en su garganta de un solo trago, se limpió la boca con la manga de su jubón, y dijo:
—¡Triste es el destino de un proscrito! —Y lanzándole a Grimpow un guiño de complicidad, añadió—: ¿Hay alguna otra salida de la taberna por la que pueda escabullirme, antes de que los soldados del conde me destripen como a un cerdo atiborrado de bellotas?
Grimpow le hizo una señal para que le siguiera y, aprovechando un descuido de su tío, cruzaron la bodega atestada de telarañas y barriles de vino, y salieron al patio trasero de la taberna. Allí abrió el portón por el que entraban y salían los carros en época de vendimia, y le pidió a Dúrlib que aguardara un momento afuera, vigilando la calle. Luego se dirigió al pequeño establo en el que su tío Félsdron el Cascarrabias guardaba un viejo caballo de tiro, le puso las riendas, cogió una manta raída que le colocó a modo de montura sobre el lomo, y regresó tirando del animal para vencer su pereza.
—¿Cómo podré pagarte tu generosa ayuda? —le preguntó Dúrlib, haciendo intención de sacar unas monedas de la bolsa que guardaba bajo su jubón.
—Llévame contigo —dijo Grimpow sin titubear—. Cuando ese mercader y mi tío descubran mi engaño no dudaran en azotarme hasta romperme la espalda —añadió, suplicándole a Dúrlib con los ojos que no le dejara allí.
Dúrlib se quedó mirándolo mientras pensaba qué hacer con el muchacho. Pero, al fin, dijo sonriendo:
—Súbete a la grupa de este penco, y huyamos de aquí antes de que la jauría de mis perseguidores nos huela el rastro y pueda darnos alcance. Si nos atraparan, seríamos dos los ahorcados al amanecer, en lugar de uno.
Así lo hizo Grimpow. De un salto acrobático se subió al caballo sin disimular su alegría, y bajo la lluvia se dirigieron a la casa de su madre en la aldea de Óbernalt, que estaba a poco más de una hora de camino desde Rhíquelwir, para pasar allí la noche.
—No parece que te agrade mucho estar en compañía de ese tío tuyo —dijo Dúrlib entre el murmullo de la tormenta que se alejaba, y los rayos que a ráfagas iluminaban el cielo en el horizonte.
—Es el marido de una hermana de mi madre, y el único de nuestra familia que tiene una posición acomodada. Hace dos años que mi padre murió de viruela, y mi madre me mandó a trabajar con mi tío para que al menos no pasara hambre y aprendiera el oficio de tabernero. En la aldea de Óbernalt los cultivos son escasos y el viento frío del norte destroza cada año las cosechas. Mi tía es una buena mujer, pero mi tío Félsdron es en verdad un cascarrabias que se pasa las horas gruñendo, y casi todos los días paga su mal humor conmigo, maldiciéndome y dándome toda clase de golpes y latigazos.
—¿Y qué piensas hacer ahora? —preguntó Dúrlib, sin dejar de mirar la oscuridad en la que se adentraron al poco de dejar atrás la pequeña ciudad de Rhíquelwir.
—Si quieres puedo ser tu criado —le contestó.
—Los vagabundos como yo no tienen criados. Además, a mí me gusta estar solo, y mi vida errante de proscrito no es mejor que la que tú tenías en la taberna de tu tío.
—¡Pero tú eres libre de ir donde quieras! —dijo Grimpow.
—Mi libertad sólo me servirá para acabar ahorcado un día en cualquier aldea miserable. No puedo aceptar que vengas conmigo.
—Entonces déjame estar a tu lado sólo algún tiempo, hasta que encuentre mi propio camino en la vida —le rogó el muchacho.
Hablaban sin verse las caras a causa de la oscuridad y de su posición sobre el caballo, pero en esa ocasión Dúrlib giró la cabeza y miró directamente a los ojos del muchacho.
—Deberías intentar ser algo más que un simple ladrón como yo —dijo.
—Siempre quise ser escudero, para aprender el manejo de las armas y combatir en las guerras.
—En las guerras los hombres se matan unos a otros sin saber muy bien por qué lo hacen, deberías buscar otra cosa en la que ocuparte.
El silencio los envolvió y los acompañó durante un buen rato, hasta que Dúrlib, sintiéndose en deuda con el muchacho que le había salvado de ser ahorcado, dijo:
—Está bien, puedes quedarte a mi lado si quieres. Pero sólo durante algún tiempo —matizó sin volver la mirada.
Grimpow sabía que su madre se alegraría al verle, aunque se enfadara luego, una vez que conociera la historia de su huida de la taberna de su tío. Cuando llegaron a la aldea de Óbernalt calados hasta los huesos, Grimpow le contó a su madre lo ocurrido, y aunque sus proyectos de futuro con Dúrlib, a quien le presentó como un digno juglar, no llegaron a convencerla de que saliera ganando en el cambio de oficio, todo fueron besos y parabienes al despedirle de nuevo. Quizá porque por un momento su madre llegó a temer que tuviera otra boca que alimentar en su casa, donde, además de a sus cuatro hermanas, Grimpow vio a dos niños pequeños a los que ni siquiera conocía.
Así fue como Grimpow comenzó su nueva vida junto a Dúrlib, vagando por aldeas y ciudades, robando en granjas y mercados, asaltando a mercaderes y peregrinos, pidiendo limosna a las puertas de las iglesias fingiéndose ciegos o lisiados, haciendo malabares y recitando romances en las plazas y en los castillos, o cazando en los inviernos furtivamente en las montañas. Con él aprendió a manejar el arco y a rastrear las huellas de los conejos, de los ciervos y los corzos, de los linces, los osos, los lobos y los zorros. Aprendió a sobrevivir entre las miserias de la pobreza, a querer a un buen amigo y a contemplar, en las noches sin luna, las estrellas.
Todos estos recuerdos acudieron a su mente mientras avanzaban sobre la nieve camino de la abadía de Brínkdum cargados con el valioso tesoro del caballero muerto, sin que Grimpow pudiera imaginar entonces que, muy pronto, se separaría de Dúrlib para siempre.
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