Capítulo 1
Hoy tengo veintiséis años. Pronto hará diez años que estoy casada con Natán. Mi hermana Noemí tiene veintidós años. Es una chica menuda de largo cabello castaño, cutis oliváceo y ojos casi oblicuos. Tiene veintidós años y ya le ha llegado la hora de casarse. Pero ella no está enamorada de un hasid[1]. Ama a Jacob, que ha dejado nuestro barrio, y lo ama desde que tenía dieciséis años. La hora de casarse ha llegado y Jacob es el hombre con quien se quiere desposar, es él quien ha seducido su corazón. Pero aquí no queremos saber nada de él porque se fue a cumplir el servicio militar. El Rav[2] dice que es una abominación servir a este país, al que rechaza nombrar, porque rechaza su existencia antes de la venida del Mesías.
Vivimos en Jerusalén pero de hecho no estamos. Estamos en otra parte. De hecho, no estamos en ningún lugar. Vivimos en Meah Shearim, un barrio situado entre la ciudad antigua y la ciudad nueva, de casas bajas, de patios entrelazados, entradas infinitas, túneles confidenciales, pequeñas habitaciones, buhardillas o cavas, balcones de hierro forjado, interiores, exteriores, enclaves secretos. Entren, mézclense con nosotros, verán a los hasidim de paso apresurado en las yeshivás[3] donde estudian de noche, de día y de noche. Entren pues, y vean a esos hombres con papillotes, levitas y barbas negras. Entren con la cabeza cubierta, pero entren, ya que no se para de entrar aquí, patio tras patio, pasillo tras pasillo, tienda y trastienda, entren pues, y salten al otro lado del espejo de este país al que no se atreven a nombrar. Sin embargo, estamos en el corazón de Israel, en el centro de Jerusalén, cerca de la puerta de Damas y del barrio árabe del casco antiguo. Entren pues, y quizás poseerán el futuro, como nosotros, si se animan, y quizás sabrán por qué el mundo fue creado. Pero es un secreto que sólo pueden conocer aquellos que entran, juntos, arena y mar, en esta vasta familia que es la nuestra. Entren pues, y vean: somos todos iguales con nuestra ropa oscura, nuestro paso apresurado y, sobre todo, con nuestros ojos, estrellas cansadas por noches y noches en vela.
Nuestros ojos, cuya mirada bajamos cuando se cruza con otra, han leído mucho y saben que nuestra vida está en otra parte, en las pequeñas calles abarrotadas, en los patios con plantas colocadas al tresbolillo, las callecitas estrechas formando largas hileras. Cien puertas para nuestra fortaleza, que hay que estar preparado para abrir. Aquí existen todavía los sastres, y los escribas escriben, y los carniceros sacrifican, y los circuncisores cortan, y los peluqueros hacen pelucas, y los sombrereros y los gorreros sombreros, pero no para enriquecerse, sino para alimentarse, para sobrevivir, porque somos pobres ante el Eterno. Entren pues, si quieren ver al hombre de negro. Detrás de la puerta de su casa hay un rollo que besa. Bajo su ropa lleva un chal de oraciones, en la cabeza, un sombrero, ante él, una dinastía, detrás de él, una cola de hijos. Escondido por los pasillos y por las puertas secretas de su alma, así es el hasid.
Aquí, en nuestro país, no nos casamos por amor. Nos casamos gracias al alcahuete. El amor aparece tras años de vida compartida, los hijos y todo lo cotidiano es lo que teje lazos de unión entre las personas. Por eso nunca había visto a mi marido antes de la boda. Pero en cuanto lo vi, en la carpa blanca de los esposos, el suelo tembló bajo mis pies, su amor me prendió. No sabía si era el miedo o la emoción. Después comprendí: el amor, para mí, fue nuestro primogénito.
[1] Miembro del hasidismo, comunidad judía ortodoxa influida por la Cábala y de carácter profético. Visten siguiendo un estricto ritual y viven en comunidad. (N. de la T.)
[2] Intérprete y estudioso de la Torá y el Talmud, jefe espiritual de los hasidim, de notable influencia. (N. de la T.)
[3] Escuelas de estudios religiosos superiores. (N. de la T.)
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