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Extranjeros en la tierra


¡CUIDADO, TERRESTRE! 

Al acercarse a la cabaña, se dio cuenta de que alguien le estaba esperando.

Se detuvo un momento, con el ceño fruncido y agudizó su percepción para analizar aquel destello de conocimiento. Algo en su cerebro se estremeció ante la presencia del metal, y se produjeron más sutiles tonalidades de lo orgánico —aceite, caucho y plástico— que él rechazó como un pequeño y común helicóptero, concentrándose en los débiles y enloquecedoramente engañosos fragmentos de pensamiento, nerviosa energía, corrientes entre cé lulas y moléculas. Solamente podía ser una perso na; y el perfilado recuerdo de sus datos encajaban únicamente en una posibilidad.

Margaret.

Durante otro instante permaneció inmóvil, y su primordial sensación fue de tristeza. Sintió enojo y quizá también algo de desaliento porque su es condite hubiera sido localizado al fin. Pero más que nada era piedad lo que le dominaba. ¡Pobre Peggy! ¡Pobre pequeña!

Bien. Tendría que afrontarlo. Enderezó sus fla cos hombros y reanudó su paseo.

El bosque de Alaska estaba tranquilo a su alrededor. Una débil brisa vespertina susurraba entre los oscuros pinos, acariciando sus mejillas como una fría y solitaria presencia en la quietud. En alguna parte los pájaros gorjeaban, mientras se disponían a descansar; los mosquitos producían un zumbido agudo y fino, arremolinándose sobre el círculo mágico de la sustancia inodora y repelente que él había compuesto para ahuyentarlos. Por lo demás, sólo se oía el quedo chasquido de sus pasos sobre el viejo suelo cubierto de agujas de pino. Después de dos años de silencio, las vi braciones de la presencia humana eran como un enorme grito a lo largo de sus nervios.

Cuando salió a la pequeña pradera, el sol se escondía tras las colinas del norte. Largos rayos áureos se filtraban a través de la vegetación, be sando el césped y tiñendo la acurrucada choza de un color embrujado y creando enormes som bras ante ellos. El helicóptero era como un fulgor metálico en el oscurecido bosque, y su proximi dad le cegó antes de que pudiera reconocer a la muchacha.

Ésta, de pie ante la puerta, estaba esperando, y el sol del atardecer tornaba su pelo de un tono oro rojizo. Vestía el mismo suéter rojo y la falda azul-marino que había llevado la última vez que estuvieron juntos; sus frágiles manos las tenía cruzadas ante sí. En esta misma actitud le había esperado muchas veces cuando él salía del labo ratorio, tranquila como un niño obediente. Nunca le había hecho víctima de su vivacidad un tanto petulante, ni aún después de haberse dado cuenta de cómo la incomprensiva mente que él poseía se desparramaba como la lluvia de uno de los gran des pinos.

—Hola, Peggy — dijo, sonriendo forzadamente y sintiendo la insensata inoportunidad de sus palabras. ¿Pero qué podría decirle?

—Joel... — susurró ella.

Él se dio cuenta del sobresalto y estremeci miento nervioso de Margaret, y su anterior son risa acentuó su embarazo, al decir, meneando la cabeza:

—Sí... toda mi vida he sido calvo como una bola de billar, y estando aquí solo, no había razón alguna para llevar peluca...

Los grandes ojos avellanados de Margaret lo escrutaron. Iba vestido de modo ordinario: cami sa a cuadros, pantalón tejano manchado y gruesos zapatones; llevaba una caña de pescar, una caja para el aparejo y una retahíla de percas. Pero no había cambiado en absoluto. El pequeño cuerpo esbelto, sus facciones de fina osamenta, que no traducían una determinada edad, y sus luminosos ojos bajo la ancha frente... todo seguía igual. El tiempo no había pasado para él.

Incluso la misma calvicie parecía un comple mento en la persona de Joel, poniendo de relieve el acusado arco clásico de su cráneo, eliminando cualquier otra traza de vulgaridad con la que se había recubierto.

Vio que ella había adelgazado, y repentina mente supuso un enorme esfuerzo para él seguir sonriendo.

—¿Cómo me encontraste, Peggy? — preguntó sosegadamente.

Desde la primera palabra de la muchacha co nocía él la respuesta; no obstante dejó que ella lo contara:

—Después de seis meses de ausencia sin haber tenido noticias tuyas, nosotros... todos tus amigos, si es que tenías alguno..., nos fuimos preocupando. Pensábamos que quizá te había ocurrido algo en el interior de China. Así, pues, empe zamos a investigar con ayuda del Gobierno de China, no tardando en saber que nunca habías estado allí. Fue no más que una inocentada esa historia de la investigación de los lugares arqueo­lógicos, un velo para ganar tiempo mientras tú desaparecías. Proseguí tu búsqueda aun después de que todos los demás habían desistido, y final mente se me ocurrió Alaska. En Nome oí rumores de un campesino huraño y extravagante que vivía en la selva. Y así llegué aquí.

—¿No podías haberme dejado como desapare cido? — preguntó cansadamente Joel.

—No. —Los labios y la voz de Peggy tembla ban. — No hasta que no estuviese segura, Joel. No, hasta saber que estabas a salvo y... y...

Él la besó saboreando la sal en su boca, perci biendo la sutil fragancia de su cabello. Las olas rotas de los pensamientos y emociones de Peggy se estrellaron sobre él, remolineando a través de su cerebro en una resaca de soledad y desolación.

Súbitamente se dio exacta cuenta Joel de todo lo que iba a suceder, lo que diría a Peggy y las respuestas de ella... casi palabra por palabra pre vió toda la conversación, y su futilidad fue como una carga de plomo en su mente. Sin embargo, debía apechar con ello, arrancando casi cada sí laba. Los seres humanos eran así: avanzaban a tientas en una oscura soledad, llamándose mutua mente a través de las profundidades, sin enten­derse jamás.

—Fue magnífico de tu parte —dijo con emba razo Joel—. No deberías haberlo hecho, pero así fue... —Su voz se fue extinguiendo. No había pa labras que no fuesen banales y sin sentido.

—No pude evitarlo —susurró ella—. Sabes que te quiero.

—Mira, Peggy —respondió él—. Esto no pue de continuar. Tenemos que afrontarlo ahora. Si te digo quién soy, y por qué hui... —Intentó apa rentar jovialidad al añadir —: Pero no convienen las escenas emotivas con el estómago vacío. En tremos y freiré este pescado.

—Estupendo —dijo ella, con algo de su antiguo vivo espíritu—. Pero creo que soy mejor coci nera que tú.

—Sin embargo, me parece que no habrías po dido usar mi equipo — dijo él a su vez, aun a sabiendas de que su réplica la ofendería.

Seguidamente señaló a la puerta, abriéndola. Peggy le precedió al interior, viendo él que su cara y manos estaban encarnadas por picaduras de mosquito. Peggy debió de haberle estado espe rando mucho tiempo.

—Ha sido mala suerte que llegaras hoy —dijo Joel con acento casi de desesperación—. Tengo la costumbre de trabajar aquí dentro. Por casua lidad hoy estuve fuera.

Ella no respondió. Paseaba su mirada en tor no, intentando hallar el enorme orden que sabía debería yacer bajo aquel caos de material.

Joel había dispuesto troncos y tablas en el ex terior, para que la cabaña tuviese el aspecto de una choza común y ordinaria. Pero en el interior podía haber sido su laboratorio de Cambridge, ya que Peggy reconoció parte del equipo. Antes de partir había llenado el avión de material. No re cordaba ella otras cosas, que eran el producto del trabajo de dos años de soledad de él: una jun gla de alambre y tubería, contadores y otros apa ratos menos comprensibles. Sólo algo de todo aquello tenía el aspecto de tosco e inacabado, de estructuras o dispositivos experimentales. A buen seguro había estado trabajando en alguno de sus grandes proyectos y ahora debería estar cerca del final.

Pero... ¿y después de aquello?

El gato gris que había sido el único y verda dero camarada de Joel, incluso en su época de Cambridge, se restregó contra las piernas de Peggy con un maullido que pudiera ser de reconoci miento. «Una bienvenida más amistosa que la que él me dio», pensó ella amargamente; luego, al per catarse de la grave mirada fija de Joel, se rubo rizó. Ella le había arrancado a la soledad que por su propia voluntad escogiera, y él había sido más que razonable al respecto.

Razonable... pero no humano. Ningún varón te rrestre, por muy despegado que estuviera, podría haber sido perseguido por una mujer atractiva a través del mundo sin sentir más que la queda pena y compasión que él mostraba.

¿O acaso sentía algo más Joel? Jamás lo sabría Peggy. Nadie podría saber nunca lo que pasaba en el interior de aquel magnífico cráneo. El resto de la humanidad tenía muy poco en común con Joel Weatherfield.

—¿El resto de la humanidad? — preguntó él con blandura.

Peggy sintió un sobresalto. La vieja treta de leer el pensamiento habría sido suficiente para enloquecer a cualquiera. Cuando este fenómeno se producía, nunca se podía saber si se trataba de una conjetura basada en una excelente lógica o hasta qué punto era... era...

Asintió él con la cabeza, diciendo al mismo tiempo:

—Soy en parte telepático, y puedo cubrir los huecos por mí mismo... como el Dupin de Poe, sólo que mejor y con más facilidad. También hay otras cosas implicadas... pero por el momento de jémoslas. Más tarde... —Arrojó el pescado a una especie de cabina y reguló varios cuadrantes—. La comida está haciéndose — añadió.

—Según veo, ahora has inventado el cocinero-robot — observó ella.

—Me ahorra trabajo.

—Si lo patentaras podrías hacer otro millón de dólares o cosa así.

—¿Para qué? Tengo más dinero ya del que cualquier ser razonable necesita.

—Pero bien sabes que has salvado a gentes mu chas veces.

Él se encogió de hombros.

Ella examinó una habitación más pequeña, en la que debía de hacer su vida. Estaba someramen te amueblada, con un catre y una mesa escritorio y algunas estanterías conteniendo su enorme bi blioteca microimpresa. En una esquina se hallaba el instrumento multitonal con el cual componía la música que nadie gustara o comprendiera jamás. Pero él siempre había hallado la música del hom bre superficial y anodina. Y también el arte del hombre y su literatura y todas sus obras y vidas.

—¿Cómo le resultó a Langtree lo de su nuevo encelógrafo? —preguntó, aunque podía suponer la respuesta—. Recuerdo que tú ibas a ayudarle en ello.

—No lo sé —respondió ella lentamente, pre guntándose para sus adentros si su voz reflejaba su propio cansancio—. Todo el tiempo lo he pa sado mirando, Joel.

Él hizo una mueca de dolor y volvió a la cocina automática, en la cual se abrió una puerta, desli zándose fuera una bandeja con dos platos, los que puso sobre una mesa, indicando con un ademán a las sillas y diciendo:

—Al ataque, Peggy.

A pesar de sí misma, la máquina fascinaba a la muchacha.

—Debes de tener una unidad de inducción para cocinar con esa rapidez —murmuró—, y supon go que tus patatas y verduras se hallan almacena das en el interior de ella. Pero las partes mecá nicas... — Meneó la cabeza con perplejo asombro, sabiendo que un fotocalco azul habría revelado algún dispositivo de lo más simple, que conten dría sólo ingenio.

Latas de fresca cerveza brotaron de otro com partimiento. El rió entre dientes y alzó la suya diciendo:

—La obra más grande del hombre. Salud.

Ella no se había dado cuenta de que tuviese tanta hambre. Él comió más lentamente, con templándola, pensando en la incongruencia de que la doctora Margaret Logan, del Instituto Téc nico, se encontrase devorando pescado y trasegan do cerveza en una cabaña de los andurriales de Alaska.

Tal vez debiera él haberse ido a Marte o a algún otro satélite del planeta. Pero no, ello habría su puesto dejar una pista mucho más clara para cual quiera... no se puede en efecto embarcar en una astronave de manera tan fortuita como si se fuese a la China. Si había de ser hallado, prefería que hubiese sido ella. En adelante guardaría su se creto con la obstinada lealtad que siempre le ha bía conocido.

Peggy siempre había sido una agradable compañía, desde que la conoció hallándose él asistiendo en el Instituto Técnico a la última tarea de ciber nética. Doctores en Filosofía de veinticuatro años con brillantes antecedentes eran bastante raros... y cuando tal hecho concurría en una muchacha guapa, era cosa única. Langtree había estado de sesperadamente enamorado de ella, desde luego. Pero ella había apechado con un doble programa de trabajo, ayudando a Weatherfield en su labo ratorio particular, además de sus deberes acostumbrados... y planeaba proseguir en estos experimen tos cuando expirase su contrato. Ella le había sido más que útil, y él no había estado ciego a sus encantos, pero la suya había sido la misma admira ción que tenía por los paisajes y por los gatos de pura raza al aire libre. Y ella además había sido uno de los pocos seres humanos con quienes pu diera hablar en absoluto.

Había sido. Agotó las posibilidades de ella en un año, del mismo modo que exprimía la de la mayoría de las personas en un mes. Había apren dido a conocer cómo reaccionaría ella en cada si tuación, lo que diría a cualquier observación suya, y sabía los sentimientos de ella con una percep ción sensible más allá del propio conocimiento de la muchacha. Y la soledad había vuelto.

Pero no tenía previsto el que ella le encontra se, pensó murriosamente. Tras haber planeado su huida, no se había cuidado —o atrevido— de ex traer todas las consecuencias lógicas. Bien, ahora estaba ciertamente pagando por ello, y también ella.

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