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INTRODUCCIÓN:

EVOLUCIÓN ARTIFICIAL EN EL SIGLO XXI



La idea de que el mundo que nos rodea está en continua evolución es un tópico; rara vez comprendemos sus plenas consecuencias. Generalmente no pensamos, por ejemplo, que una enfermedad epidémica cambia de carácter a medida que se propaga la epidemia. Ni pensamos en la evolución de plantas y animales como algo que tiene lugar en cuestión de días o semanas, pese a que así es. Y generalmente no concebimos el mundo verde que nos rodea como escenario de una permanente y compleja guerra química en la que las plantas producen pesticidas en respuesta a una agresión y los insectos desarrollan resistencia. Pero así ocurre.

Si nos formáramos una idea exacta de la verdadera naturaleza de la naturaleza —si alcanzáramos a comprender el auténtico significado de la evolución—, veríamos un mundo donde todas las especies de animales, insectos y plantas vivos cambian a cada instante en respuesta a todos los demás animales, insectos y plantas vivos. Poblaciones enteras de organismos crecen y decaen, se transforman y cambian. Este incesante y perpetuo cambio, tan inexorable e incontenible como el oleaje y las mareas, implica un mundo en el que toda acción humana conlleva forzosamente efectos inciertos. El sistema que en su totalidad llamamos «biosfera» es tan complejo que no podemos conocer de antemano las consecuencias de nada de lo que hacemos1.

1. Esta incertidumbre es propia de todos los sistemas complejos, incluidos los sistemas artificiales. Tras caer el mercado de valores estadounidense un 22 por ciento en un solo día en octubre de 1987, entró en vigor una nueva normativa destinada a prevenir tan bruscas bajadas. Pero era imposible saber de antemano si esa normativa aumentaría la estabilidad o empeoraría la situación. Según John L. Casti, «la imposición de la normativa era simplemente un riesgo calculado por parte de los responsables de la bolsa». Véase la amena obra de Casti Would-be Worlds, Wiley, Nueva York, 1997, p. 80 y ss.

Por esta razón, incluso nuestros más lúcidos esfuerzos del pasado han tenido efectos no deseados, bien a causa de una insuficiente comprensión, bien porque el mundo cambiante ha respondido a nuestras acciones de manera inesperada. Desde este punto de vista, la historia de la protección del medio ambiente resulta tan desalentadora como la historia de la contaminación del medio ambiente. Todo aquel que afirme, por ejemplo, que la política industrial de la tala de bosques es más perjudicial que la política ecológica de la prevención de incendios ignora el hecho de que tanto una como otra se han puesto en práctica con absoluta convicción, y ambas han alterado irrevocablemente el bosque virgen. Ambas aportan sobradas pruebas del obstinado egoísmo que caracteriza la interacción humana con el medio ambiente.

El hecho de que la biosfera responda de manera imprevisible a nuestras acciones no justifica la inacción. Ahora bien, sí es una poderosa razón para obrar con prudencia, y para adoptar una actitud de duda ante todo aquello en lo que creemos y todo lo que hacemos. Por desgracia, nuestra especie ha demostrado hasta el presente una asombrosa temeridad. Cuesta imaginar que vayamos a comportarnos de otro modo en el futuro.

Creemos saber lo que hacemos. Siempre lo hemos creído. Al parecer, nunca reconocemos que si nos hemos equivocado en el pasado, bien podemos equivocarnos en el futuro. En lugar de eso, cada generación considera los anteriores errores fruto de ideas mal concebidas por mentes menos aptas, y a partir de ahí empieza a cometer sus propios errores.

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