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Los comandos de la luna


PRÓLOGO 

El otoño del año 1964 trajo consigo una increí ble cosecha de noticias extrañas que aparecieron en las columnas de los periódicos del mundo en tero, noticias que presagiaban la catástrofe que amenazaba a la civilización moderna.

Nada se hizo, pues nadie tenía la más mínima sospecha de lo que se escondía detrás de tales in formaciones. Decir, simplemente, que los aconte cimientos eran ignorados, sería insuficiente: es más exacto afirmar que todo el mundo se reía de ellos y que nunca existió farsa que resultara más cara. Se comprendería esta actitud si las noticias hubiesen llegado solamente de una localidad; pero éste no era el caso, ya que procedían de todas las partes del Globo, desde Estocolmo a Valparaíso, de Estambul a Brujas, de las Célebes a Fort Yukon.

He aquí algunas:

Del London Daily News del 9 de octubre: "Una estela de luces anaranjadas y verdes fueron ob servadas, cruzando el cielo de Hastings (Sussex). El fenómeno duró sólo unos minutos."

Del Toledo Mercury de Ohio, Estados Unidos: "Un objeto parecido a una bola de fuego, cruzó a gran velocidad el cielo de Lake Erie, siguiendo una ruta imprecisa. Los que pudieron observarlo, dicen que marchaba a gran velocidad."

Del Record publicado en Otago, Nueva Zelan da: "En la noche del 12 de octubre fue visto un objeto luminoso cruzando el cielo a gran veloci dad y siguiendo un curso parabólico. Hasta el mo mento no se ha dado ninguna explicación oficial."

Ciento diecisiete noticias parecidas fueron pu blicadas durante dos meses. Es de suponer que cierto número de hombres y mujeres inteligentes se dieron cuenta de dichas noticias y se preocupa ron por ellas; pero nunca podremos saber lo que pensaron; ya que, fueren cuales fueren sus con clusiones, jamás se publicaron en los periódicos.

Por otra parte, son varias las notas oficiales ofrecidas al público que podemos citar.

"El Ministerio no tiene noticia alguna de tales fenómenos."

«.Las observaciones no han sido confirmadas.»

"La R.A.F. hace saber que ningún avión de prueba del tipo indicado, ha volado durante las últimas semanas."

Esta fue la actitud oficial; ¿cuál fue la de la Prensa popular? Hay una legión de artículos pu blicados; bastará con citar uno para precisar el rumbo de sus pensamientos:

Del semanario Saturday Herald, con una tirada de dos millones y medio de ejemplares, con la firma del profesor Otto Brunn:

PLATILLOS VOLANTES. — LA VERDAD

"¡Cuántas noticias contradictorias! ¿Qué es lo que ocurre en nuestros cielos? ¿Existen, realmen te, los platillos volantes? Consideremos los hechos…

"Un disco gigante, que despedía rayos lumino sos de su cámara central, ha sido visto flotando en el Atlántico.

"Este disco giratorio, que no parecía tener más espesor que el de la hojalata corriente, estaba co ronado por una torreta dotada de luces a su alre dedor.

"Tres objetos circulares, volando en formación de V, luminosos y marchando de prisa..."

Así seguía el artículo, a lo largo de seis colum nas, para llegar a la siguiente conclusión:

"La credulidad de la raza humana es sorpren dente. No hay ninguna prueba que apoye la teo ría de los platillos volantes y sólo nos queda anun ciar la verdadera naturaleza de los objetos que han sido vistos en el cielo. Se trata, ni más ni me nos, que de vulgares globos meteorológicos."

No sorprende menos la credulidad del profesor Brunn. Él no vería el fenómeno personalmente; pero otros hombres de ciencia lo habían observado.

"A la una cuarenta del 16 de octubre —escri bió el doctor Phillip Steer del Observatorio de Dulwitch, en un informe oficial — estaba obser vando la bóveda celeste con mi telescopio. Vi un objeto en forma de cigarro del que se desprendía una estela roja, que iba muy de prisa de Sur a Norte. Pude observarlo durante un minuto y me dio, hasta que una nube privó mi visión. Su forma quedaba bien recortada contra el fondo obscuro de la noche y lo pude enfocar claramente."

¡He aquí un extraño globo meteorológico! El doctor Steer se limitó a comunicar su observación, sin atribuirle causa alguna. Parecía como si el mundo científico estuviese asustado de lo que po dría encontrar si se adentraba demasiado en la profundidad de lo desconocido. Tales fueron los síntomas superficiales de los acontecimientos que se avecinaban... Otros hechos, no divulgados, se producían al mismo tiempo, hechos que, a través del mundo entero, tenían alarmados a los jefes de Gobierno. Escenas de gran dramatismo estaban ocurriendo en Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña. En la Casa Blanca (Washington), el Pre­sidente se reunió con el Secretario de Estado en el Ministerio de la Guerra y con el Jefe de la Co misión Atómica:

—¿No podría tratarse de un error? — pregun tó el Presidente.

—No —fue la contestación inmediata—. Du rante las últimas semanas una cantidad apreciable de uranio 235 ha desaparecido de nuestros al macenes secretos, y a pesar de haberse tomado las máximas precauciones de seguridad siguen desapa reciendo cantidades de uranio de los almacenes. Parece físicamente imposible que el metal pueda ser substraído; pero lo cierto es que el uranio des aparece.

El Secretario torció el gesto:

—Tal vez ahora haga usted caso de mis adver tencias, señor Presidente. Durante muchos años he estado predicando contra la amenaza roja y sólo he conseguido que se me pretendiera engañar con las frases pueriles de los que creen que la de mocracia debe anteponerse a la seguridad nacio nal. Es evidente que los que saquean nuestros almacenes atómicos son espías y traidores, pagados por Moscú. Los rusos.

—Tiene usted a los comunistas metidos en la cabeza —dijo con un bufido el Jefe de la Comi sión Atómica—. Después de todo, los rusos son seres humanos y no hay ser humano que pueda hacer desaparecer uranio 235 sin dejar rastro. El Presidente hizo un gesto de desamparo. —¿Cuál es, entonces, la explicación? No obtuvo contestación, porque nadie la conocía. En la Cámara de Diputados de París discutían un grupo de ministros sobre el mismo problema, mientras que, al propio tiempo, en el número 10 de Downing St., el primer Ministro convocaba al Gabinete en sesión secreta.

—Es una situación muy grave —dijo el primer Ministro—. Parece increíble que tan grande can tidad de uranio haya podido desaparecer como si fuese humo. Debemos hacer algo inmediatamente. Un largo y profundo silencio indicó que ningu no de los allí presentes podía ofrecer una solución a tal problema. El Ministro de la Guerra carras peó:

—Naturalmente, se deben aumentar los medios de seguridad y la defensa militar ha de duplicarse. De todas maneras, dada la naturaleza de la pérdida, sugiero que se trata de un problema que mejor pertenece a otro Departamento. Es evidente que hay algún medio científico para detectar el camino seguido por dicho metal.

Fue el Jefe de Intendencia quien contestó:

—Diariamente se usan aparatos científicos pa ra comprobar la distribución del uranio 235. Es materialmente imposible que cantidad alguna de material radiactivo pueda ser trasladada sin que se enteren nuestros hombres de ciencia. Sin em bargo, hay que convenir en que ha ocurrido lo imposible.

El primer Ministro parecía poco satisfecho.

—La información que poseemos señala una úni ca dirección. Alguien de responsabilidad dentro del establecimiento tiene que tener noticia de este robo. Ninguna otra persona podría realizarlo con éxito.

—Debe iniciarse una investigación.

—Debe mantenerse en secreto —interrumpió secamente el Ministro de la Guerra—. Si la noticia de tal desaparición llegara a oídos de los que están tras el telón de acero... Espero que todos comprendan que, debido a esta gran pérdida de uranio, el proyectado programa de proyectiles ató micos deberá demorarse. En caso de guerra, la iniciativa estaría en manos del enemigo.

El primer Ministro golpeó la mesa requiriendo silencio y dijo:

—Considero que se trata de un asunto en el cual es necesario tomar medidas muy especiales.

Por lo tanto, propongo poner este problema en manos de un solo hombre, un hombre que ustedes conocen muy bien, puesto que nos ha servido en ocasiones anteriores: Neil Vaughan.

—Es demasiado joven —protestó alguno—. Un hombre de más experiencia...

—En cierto modo, es por su juventud que lo he elegido. Un hombre de edad se inclinaría a se guir un camino rutinario. Las circunstancias mis teriosas que rodean la pérdida de nuestro uranio requieren sin duda alguna una mentalidad nueva; alguien a quien no asuste romper con la tradición y seguir su propio camino. Además, posee aptitu des especiales para este género de trabajo, puesto que ha estudiado ciencias físicas antes de ingresar en el M. I. 5.

Nadie más se opuso. Nadie podía ofrecer otra alternativa. Terminó la conferencia. Al salir, la cara de los ministros mostraba alarma al propio tiempo que cierto alivio; alarma por el temor de que la desaparición del uranio no pudiera ser de tenida, alivio porque la responsabilidad recaía so bre los hombros de otra persona. Y así fue como Neil Vaughan entró en nuestra historia.

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