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Crónica de un iniciado


PRIMERA PARTE 
MAPA DE LA CIUDAD

) I ( 


Graciela, te llamabas. Hoy he vuelto a Córdoba; caminé solo por recovas amarillas, bajo las cúpulas y las arcadas y los tordos. Creí reconocer un campanario, algún hastial de piedra inscripto con letras rígidas, el arco colonial de una fachada, la sombra de un balcón sobre una tapia. Entré en bares y salí de bares, llovió, y una vez más me pregunté cómo eras. Llueve. Es trivial, lo sé, pero esta tarde caminé bajo la lluvia junto a los largos paredones de piedra donde asoman esos árboles de los que habló Santiago. Más antiguos que la ciudad. "Árboles", dijo, "que si los ves de pronto a medianoche no sabes si ponerte a rezar o a pegar saltos desnudo bajo la luna, callejones ciegos, chango, árboles en avenidas titánicas, antiguos como el miedo, y al final de los árboles un monasterio donde se ahorcó un jesuíta." Y ahora recuerdo el perfil aindiado de Santiago, su traje gris que se borraba contra los paredones, y es misteriosamente lo que mejor recuerdo de aquel hombre: su perfil y su silueta delgada, brumosa, bajo su traje gris un poco grande que le daba un aspecto vago, huidizo, como si anduviera siempre caminando contra el viento. Era riojano, tal vez. O jujeño. O a lo mejor ninguna de las dos cosas, pero a mí, no sé por qué, me gustó que fuese jujeño, del mismo modo que elegí tu risa: un matiz sombrío de tu risa, que si no existió debiera haber existido. Literatura, supongo. Las palabras que hacen tan fácil una lluvia, que se meten en la vida (en mi vida) y la desplazan, desalojan tu cuerpo real y tus ojos –pardos, raros, parecidos a los de otra mujer y tal vez por eso te dije que te quería, o te quise– ojos que en algún momento de esa primera noche me hicieron decir una idiotez, salpicados como eran de puntitos negros, de gata, eso fue lo que dije. Y vos te burlaste. "Es fatal", dijiste sonriendo: "Los gatos, las brujas." Tenías la voz oscura, alargada en un canturreo. Cierto, dije molesto, la originalidad. Me mirabas. Que la originalidad se la regalo a los que no tienen otra cosa. Dijiste que no era para tanto y dejaste de sonreír. Después no sé. Una de esas conversaciones caóticas y disparatadas que son como tanteos o como señales luminosas emitidas en la oscuridad por dos que se buscan, cuando uno ya siente que se orienta hacia el otro, que se aproxima al centro de la otra incógnita. Una especie de juego en que la carta mágica puede aparecer en cualquier momento. Hay que estar muy alerta. Una palabra aparentemente casual o un gesto imperceptible: pequeños datos que luego se utilizarán para insistir en esa dirección o para cambiar de rumbo. Como cuando las fogatas de San Pedro y San Pablo, pensé esa noche, o pienso ahora, como perseguir un rostro en esas romerías de pueblo en las que me deslumbraba una muchacha desconocida y la buscaba guiándome por su vestido o el de sus compañeras, por alguien que va delante o detrás de ella hasta que en cualquiera de las vueltas el orden se desbarata y la muchacha ya no aparece detrás de quien debió aparecer. Se habla del sexo o de los sueños. Se habla del comunismo o de Bob Dylan o de Dios. Cada uno teme exagerar la importancia de esas pálidas señales y las palabras se dejan caer ambiguamente, de modo que al primer dato adverso un gesto o una pequeña aclaración puedan cambiar por completo el significado de lo que acabamos de decir, aunque es preciso demostrar que se tienen ciertas convicciones, para que el otro, que acaso piensa lo contrario, no diga sin querer algo que pueda estropearlo todo. Estábamos sentados en el bar del teatro Arlequín. Cartelitos, en las paredes amarillas, informaban provincianamente que en París también había teatros así, con bares incómodos y sombríos metidos en plena sala. Pentesilea, leí; y pensé que eso explicaba muchas cosas. Viva la patria, pensé, somos chicos jugando a las visitas, a estar en París, a estrenar a Von Kleist. Un grupo de gente entró desde la calle. Entre ellos reconocí a Santiago. Lo acompañaban dos mujeres, de una voy a acordarme siempre: de la señorita Cavarozzi, parecida a los pájaros, un absurdo pájaro mal hecho de una especie un poco cómica, pero que no puede dejar de ser un pájaro, la pobre señorita Etelvina que quería llamarse Ethel y que ahora, abriendo y cerrando su manito, me saludaba desde lejos. Simulé no verla. El gesto se le congeló en un ademán vago, aturdido; se rió y se tocó la boca. La otra era una mujer extraña. Verónica. Liviana como una muchacha nórdica pero con el rastro caliente de la Puna de Atacama en la piel. Verónica Solbaken. Nórdico el pelo, pero con un fantasma mestizo y violento galopándole la sangre, el de Laureano Zamudio, vencedor de Lamadrid, general impro visado del Ejército Grande, el abuelo Laureano que una madrugada de hace ciento cuarenta años, parapetando con la espalda a su gringuita rubia de nombre escandinavo, aguantó, a puñaladas y carajos, a cincuenta montoneros de Estanislao López. "Cuando lo acorralaron en los pantanos del sur", me contaste, "dicen que le disparó a la mujer la última bala del trabuco..." En la cabeza, entre lo más tupido del pelo, pensé yo. "En el corazón", dijiste. Un amanecer colorado, despavorido, en un país de leyenda muerto y sepultado para siempre. Agregaste algo, no recuerdo qué. He olvidado tus palabras y tu cara, no la acaso inexistente música sombría de tu risa y el sonido de tu voz. Entonces pensé, alguien dentro de mí pensó: Graciela, te llamabas. Una idea anacrónica e imperiosa. Lo sentí de golpe o quizá lo dije y me miraste con asombro, y supe, ya en aquella mesa, que todo iba a terminar así, escrito. Lo supe como si me viera abrir la puerta de esta habitación. Pienso esta noche si no he vuelto a Córdoba buscando una excusa para olvidar del todo, si no estoy forzando con palabras esta lluvia, esta ciudad y esta pieza de hotel sólo para acabar de una vez con este sueño. Nunca supe quién eras. Graciela, te llamabas. Eras alta. Me acuerdo de tus manos. Es casi todo.

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