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Flores robadas en los jardines de Quilmes


a Haroldo Conti 
¿in memoriam? 


Naveguemos, 
el mar es invención de nuestra barca 

SÉMED IBN EL BARUD 


Abro la puerta de mi casa sigilosamente, como si fuera un ladrón, o tal vez un intruso. Cierro con más sigilo todavía, esta llave siempre me traiciona, me quito los zapatos. Según Silvia, estos mocasines míos hacen mucho ruido, crujen, acaso por que están confeccionados con cuero de mala calidad, si mis pasos retumban tanto como mi voz, como si pertenecieran a un hombre firme. Mis pasos con ecos, mis palabras con pólipos, tendré que vencer viejas perezas y operarme.

Dejo los zapatos en el piso, no debo hacer el menor barullo. Porque María Gabriela podría despertarse, y despertar, con su llanto, a José Miguel, y eso sería un desastre cotidiano, que Silvia, hoy, con seguridad, tardaría en perdonarme, como dos minutos, por lo menos. Porque, en todo caso, los chicos demo rarían en volver a dormirse, me pedirían, y yo soy débil y le tajearía, a ella, el breve descanso que tiene últimamente.

Ahora los pibes rigen mi descanso, y mi euforia, y mis tareas. Ellos son los auténticos dueños de la casa y es perfecto que así sea. Ellos coparon mi vida, aquí ya no puedo ser ni remotamente el de antes, aquí ya no puedo escribir, ni leer, ni pensar. Ellos pisan mis libros, los deshojan, los rompen, los pibes son sabios, me da bronca y risa, juegan con toda la cultura, hacen bien. María Gabriela prefiere, por ejemplo, ga rabatear o romper una novela de Aragón, a su pelota o su muñeca. Ayer nomás la sorprendí borroneando la cara de Regis Debray en la pulcra edición de Siglo veintiuno, Conversaciones con Allende. Lo mejor que puedo hacer aquí es jugar con ellos, aceptarlos, ubicar en los estantes mas bajos de la biblioteca a los peores libros que tengo, así ayudarlos, a veces, en la destrucción. Cuando ando bien, sintonizado, me divierten, y cuando mal, trato de soportarlos. Que griten, llo ren, se caigan, sin que les importe un pepino mi momentánea depresión, mi desajuste, mi falta de sintonía, mis ganas de rajarme a escribir o vagar, como si toda la vida fuera un franco. Pero no, franco es hoy, fue hoy, y como no me quedé, como ni los llevé a la plaza ni los llevé al baño ni me los puse en el cuello, vuelvo con cierta culpa. Porque pienso que tendría que haberme quedado con ellos, gozarlos más, llevarlos en el auto a la Plaza Irlanda, hamacarlos, hacerlos reír, reírme, hacerlos dormir en mi hombro. Sin embargo pienso que, cuando sean grandes, cuando empiece a fallarles la sintonía, lo sabrán en tender, y si no lo entienden, que se jodan. Necesito recuperar un poco el ocio, oxigenarme, desenchufarme del periodismo, de la familia, de la literatura, y pensar más allá de las noventa líneas, de mi viejo combate diario, necesito comprenderme, quizá releerme, y preguntarme, a fondo, qué es lo que quiero hacer con mi vida. Si sirve seguir intentando, por ejemplo, una obra, y qué sentido tiene seguir amargándome por esa culpa que me espera, en el cajón del escritorio. Tres carpetas abulta das, la novela de un joven promisorio, de un joven jodido, al que la realidad, con su topadora, le pasó por encima. Pero a no quejarse, muchacho, eso no le importa a nadie, y menos, a la literatura. ¿Y qué hizo la literatura por mí, para que ande respetándola tanto, como si fuera algo egregio? La literatura soy yo, son estas vacilaciones, este montón de intenciones, esta sed. La literatura para subsistir se borra, hace periodismo, se esfuma, no existe, se dispersa, pelea, no tiene derecho, se jode, se desfigura, se desgasta, es híbrida, soy yo, y otros locos sueltos.

En medias, el piso frío, en puntas de pie, camino por el corredor como una garza. Paso por la puerta del dormitorio de los chicos, no trato de evitar la tentación de detenerme. María Gabriela duerme despatarrada, destapada, tiene el tubo de pas ta dentífrica en la mano, es una loca; entro y la cubro con la frazadita, en un rato volverá a destaparse, es inquieta, da mu chas vueltas, como yo. José Miguel, en cambio, duerme quietito, como rendido, de costado, nadie lo parará hasta las siete. Resisto, eso sí, la tentación de besarlos. El próximo franco será todo para ustedes, purretes.

Ahora camino por el corredor hasta mi dormitorio. Silvia duerme, su velador encendido, Talleyrand, el mago de la di plomacia napoleónica, abierto entre sus manos, en la página que el sueño no quiso más. Aquí tropiezo con dos lástimas, no sé cuál es más fuerte. La primera de ellas es que no esté despierta, y la segunda es despertarla. Pienso que me hubiera gustado contarle hoy, porque a lo mejor mañana no podré, no tendré tiempo, ni ganas, y yo sólo cuento cuando tengo ganas, por oficio no me gusta narrar. Contarle, por ejemplo, que me encontré con Samantha, por Corrientes, de casualidad, que la realidad terminó haciéndome una gauchada literaria, justo lo que mi novela necesitaba, porque...

–En el horno tenés asado –abriendo un ojo dice Silvia– Calentátelo –su voz es apenas audible.

La miro, me quito la campera, la acomodo en el respaldo de la silla, quisiera decirle que hoy me siento un gran tipo, que me entiendo, y que ésa es la mejor manera de entender al mundo. Y contarle también lo inmediato, que la encontré a Samantha.

–Flaca, ¿sabes a quién me encontré por la calle? –y uno aspira a ser un perito del diálogo, por favor, ¿cómo va a saber con quién me encontré?

Dormida, con la cabeza, me dice que no.

–Con Samantha, aunque te parezca mentira, años que no la veía. Se raja también, como todos, a Italia, estuvimos conver sando largo...

–Shshshsh, más bajo, bocina, a ver si se despiertan. Me olvido que no sé susurrar, de mis potentes pólipos.

–La pío me dio un trabajo bárbaro, no se dormía más –y cierra el ojo.

Sé que no puede atenderme, pero igual le cuento, es decir, me cuento. Hace algún movimiento con la cabeza, como si siguiera mi relato; sé que mañana, probablemente, me pregun tará ¿vos dijiste algo ayer sobre Samantha o lo soñé? Me pongo cargoso, reflexiono, hablo de Samantha, de mí, de la novela, de mis planes para terminarla, esforzarme y someterme a una disciplina, porque iré todas las mañanas a escribirla, al diario, me voy a pasar el día entero en la redacción, a la mañana seré el escritor, a la tarde el periodista, hasta que aguante, si vale o no la pena no lo...

–En la heladera tenés queso y dulce –me dice, sus ojos cerrados.

Camino hacia la cocina, enciendo el tubo fluorescente, pes tañea, la luz tarda en venir. Abro la puertita del horno, saco la fuente, lo enciendo. Tira de asado, papas, cebolla y ají; sobre la mesa, cubierta por una servilleta roja, tengo ensalada de remolachas, y palta. Por la ventana miro el patio, iluminado por una luna que no puede ser; enciendo un cigarrillo. Y puedo pensar, porque todos duermen, mientras se calienta el horno. Me sirvo vino blanco, en el vaso mas grande: abro la puerta de la heladera, saco el queso fresco, el dulce de batata. Oigo el ladrido de un perro vecino, bebo, esta noche me respeto, estoy de acuerdo con la vida.

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