Nota del autor
Una vez más, este mago está lleno de sorpresas.
Como ya saben quienes han leído los dos primeros volúmenes de la épica Trilogía del joven Merlín, el mago me sorprendió por primera vez hace mucho tiempo. A su modo, típicamente misterioso, me hizo saber que, con todos los libros, poemas y canciones que se han escrito sobre él en el transcurso de los siglos, no se ha contado virtualmente nada sobre su juventud. Y que existiera un vacío tan enorme en la tradición popular de un personaje variado, complejo y fascinante donde los haya era, en efecto, muy extraño. Por eso, cuando Merlín me invitó a servirle de escribano mientras él revelaba por fin la historia de sus años perdidos, no pude rehusar.
Aun así, titubeé. Me preguntaba si era realmente posible añadir uno o dos hilos nuevos al tapiz de mitos tan prodigiosamente tejido que rodeaba a Merlín. Y, aunque tal cosa fuera posible, ¿se integrarían las hebras de nueva creación en el resto de la trama? ¿Darían la sensación su color, peso y textura, aun siendo originales, de formar parte del todo? ¿Serían verosímiles?
De algún modo, necesitaba oír la voz de Merlín. No la voz del encantador terrenal, omnividente y omnisciente, que el mundo ha acabado venerando. Nada más lejos. En las profundidades de ese legendario mago, enterrada bajo siglos de luchas, triunfos y tragedias, había otra voz: la voz de un muchacho. Dubitativa, insegura y definitivamente humana.
Poseedora de dones extraordinarios... y con una pasión tan grande como su destino.
Con el tiempo, esa voz se hizo finalmente audible. Pese a la vulnerabilidad que resonaba en ella, había tonos más profundos, con la riqueza mítica y espiritual de la antigua tradición celta. La voz surgía en parte de aquellas leyendas célticas, en parte del misterioso ulular de la lechuza en el álamo que crecía frente a mi ventana... y en parte de otro lugar. Y me decía que, durante los años de su juventud, Merlín no se limitó a desaparecer del mundo de los relatos y las canciones. De hecho, durante esos años, Merlín desapareció físicamente del mundo que conocemos.
¿Quién era Merlín, en realidad? ¿Dónde nació? ¿Cuáles fueron sus pasiones más intensas, sus esperanzas más sublimes, sus temores más profundos? Las respuestas a tales preguntas permanecían ocultas detrás del velo de sus años perdidos.
Para hallarlas, Merlín debía viajar a Fincayra, un lugar mítico descrito por los celtas como una isla sumergida bajo las olas, un puente entre la Tierra de los seres humanos y el Otro Mundo de los seres espirituales. La madre de Merlín, Elen, llama a Fincayra un lugar entremedias. Observa que la turbulenta niebla que rodea la isla no es del todo agua ni del todo aire. En cambio, es algo parecido a ambos y, sin embargo, completamente distinto. En este mismo sentido, Fincayra es a un tiempo mortal e inmortal, oscura y clara, frágil y eterna.
En la primera página del primer libro de Los años perdidos de Merlín, un joven es arrastrado por las olas hasta una costa desconocida. Ha estado a punto de ahogarse y no tiene recuerdos de su pasado: ni de sus padres, ni de su hogar, ni siquiera de su propio nombre. Sin duda, no sabe que un día se convertirá en Merlín, el mago más grande de su tiempo, el mentor del Rey Arturo, la sugerente figura que recorre a grandes zancadas mil quinientos años de leyendas.
Este libro inicia la búsqueda de Merlín de su propia identidad y el secreto de sus misteriosos, y a menudo aterradores, poderes. Para ganar un poco, debe perder mucho, más de lo que puede comprender. Sin embargo, de algún modo, al final consigue resolver el acertijo del Baile de los Gigantes. A medida que su viaje transcurre por el segundo libro, el futuro mago busca el único elixir capaz de salvar la vida a su madre, siguiendo el sinuoso sendero de los Siete Cantares de la Hechicería. Por el camino, ha de superar inevitables obstáculos, aunque uno destaca por su dificultad. Merlín ha de empezar como sea a ver de un modo totalmente nuevo, propio de un mago: no con los ojos, sino con el corazón.
Todo esto nos había revelado Merlín cuando llegó la hora de empezar el tercer libro, la última entrega, o eso creía yo, de la historia. Entonces se reveló la postrera sorpresa del mago. Me explicó en términos nada ambiguos que el relato de sus años perdidos no podía contarse en sólo tres volúmenes. Cuando le recordé que al principio me había prometido que esto sería una trilogía, por sí solo un proyecto de al menos cinco años, se limitó a quitar importancia a mis preocupaciones. Después de todo, dijo con su insondable sonrisa, ¿qué es un poco más de tiempo para alguien que ya ha vivido quince siglos? Y mucho menos para alguien que ha aprendido el arte de vivir hacia atrás en el tiempo.
No pude refutar su argumentación. Ésta es, al fin y al cabo, la historia de Merlín. Y como él, los demás personajes de la historia —Elen, Rhia, Cairpré, Shim, Problemas, Domnu, Stangmar, Bumbelwy, Hallia, Dagda, Rhita Gawr y otros que todavía han de salir— han cobrado vida propia.
En este tercer libro, Merlín debe enfrentarse al fuego en muchas formas distintas. Conocerá el fuego de un antiguo dragón, el de una montaña de lava y, por primera vez en su vida, el de ciertas pasiones de su propia cosecha. Quizá descubra que ese fuego, como él mismo, comprende una serie de términos opuestos integrados. Puede consumir y destruir, pero también puede confortar y revivir. Por añadidura, Merlín debe investigar la naturaleza del poder. Al igual que el fuego, el poder puede emplearse con prudencia o, por el contrario, abusar terriblemente de él. Del mismo modo que el fuego, puede curar o arrasar. El joven mago tal vez necesite incluso perder su poder mágico para descubrir dónde reside verdaderamente, pues la esencia de la magia, como la música del instrumento que ha fabricado con sus propias manos, puede hallarse en un lugar distinto al que aparenta.
Cuanto más conozco de este mago, menos sé realmente. Aun así, sigue asombrándome la notable metáfora del propio Merlín. Como el muchacho al que las olas arrastraron a la orilla sin recuerdos, ni pasado, ni nombre, sin indicio alguno acerca de su prodigioso futuro, cada uno de nosotros empieza de cero en algún momento de la vida... o, de hecho, en varios momentos en el curso de una vida.
Y, no obstante, de un modo muy parecido al de aquel muchacho medio ahogado, cada uno de nosotros alberga dones ocultos, talentos por descubrir, posibilidades ocultas. Tal vez, poseemos también un poco de magia. Tal vez descubramos incluso a un mago en algún lugar de nuestro interior.
Como en los volúmenes anteriores, estoy muy agradecido, por su consejo y apoyo, a varias personas, muy especialmente a mi esposa, Currie, y a mi editora, Patricia Lee Gauch. Además, quisiera dar las gracias a Jennifer Herron por su deslumbrante vivacidad; a Kathy Montgomery, por su contagioso buen humor, y a Kylene Beers, por su inquebrantable fe. Sin ellas, a estas alturas, estoy seguro de que las sorpresas de Merlín ya me habrían desbordado.
T.A.B.
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