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Una novela china





Una historia, cualquiera, se desvanece, pero la vida que ha sido rozada por esa historia queda por toda la eter nidad. El recuerdo se borra, pero queda otra cosa en su lugar. La tierra toma formas eternas, mientras que el agua se adapta a la fugacidad de todas las cosas, transcu rriendo sobre ellas. No se pierde en los repliegues de la multiplicidad sino que toma de ellos una cualidad de in finito que la vuelve perfecta e inmodificable. En cuanto al aire, es un destino de las cosas y las vidas; cuando sólo el recuerdo se aferra a los giros de una hoja desprendi da, el vacío que ha cavado en el aire intermedio entre los cielos delicadamente superpuestos y la tierra opaca res plandece de pronto, en una eternidad que imita la del si lencio y oyen los que tienen el oído muy aguzado. Pero las vidas pasan, y con ellas todo lo demás: civilizaciones, imperios, y hasta la visión y la belleza de los paisajes en su ciclo acuarelado de estaciones. No lo creemos, pero es así. Nunca podemos creerlo, porque nos distrae la iri sada contemplación de nuestras propias vidas que se refle jan en otros, en otros innumerables, a veces amados. La ciencia de la Historia ha creado un gran malentendido en ese aspecto. Sucede que, por definición, la Historia no admitirá que es irreal. Y sin embargo deberíamos buscar en la irrealidad su definición.

¿Qué ocurre cuando una vida se desvanece? Quizás otro color desciende sobre el mundo, y se agrega a la gran suma imperfecta y fluctuante. Pero no podemos estar seguros. Nunca hemos presenciado ese aconteci­miento, y sólo podemos imaginarlo, para lo cual es pre ciso imaginar previamente grandes modificaciones en el mundo; y nuestros sabios nos han explicado minuciosa mente que todo en sus suposiciones prehistóricas es un sueño. Aceptamos, entonces, la transparencia inherente a lo humano, y vivimos con ella; se puede vivir con me nos, como podrían demostrarlo con facilidad esta o aquella fábula, todos los apólogos contradictorios que se repiten con la sensualidad ausente de una música al azar del tiempo. No existe continuidad entre el hombre y la naturaleza, sólo resonancias, siempre truncas y ele gantemente asimétricas como un cortejo de caballitos enjaezados por un paso de montaña.

Nuestro arte siempre ha sido pródigo en la pintura de paisajes. Prácticamente ningún rincón de las casi infinitas provincias carece de un recordatorio historiado en la seda o el bambú. Lo cual produce, si se reflexiona un mo mento, un efecto curioso sobre la imaginación. Cuando todo lo que podemos ver en un extenso viaje imaginario (que podría llevarnos la vida entera, ¡tan corta es nuestra vida!), todos los lugares y miradas, han sido traducidos al modo de un arte tranquilo y mudo, que se ejerce con cierta independencia del tiempo y sus muchos avatares, entonces la traducción misma, el trabajo del que han sur gido, se vuelve precisamente imaginaria, fantástica, como el dragón...

¿Y no es el dragón acaso el emblema permanente de la vida? El dragón es el aire, el espacio brillante y claro gracias al cual los objetos del mundo se disponen con un ritmo estable, del que extraen su arte los pintores. El dragón resuena largamente en la noche, cuando los lu gares se opacan y debemos crear una pequeña luz, y dentro de ella una musiquita que nos conserve la vida mientras todo se extravía, quizás irremisiblemente.

Según la canción infantil: «el dragón pinta paisajes». Sus estilos multiformes son los modos de vida, y los colo res inigualables que emplea son las ideas con que los hom bres pintan su mundo hasta aislarlo del mundo mismo: entonces comienzan los sueños. El dragón se levanta sobre los hombres, abre sus alas poderosas y alza vue lo como lo hace una idea, un deseo, el anhelo que abando na la humanidad en busca de más transparencia, de más simplicidad. Inmediatamente lo humano se recompone, vuelve a tender sus enlaces con plantas y animales, con los sucesos del clima y las alternancias de los días. El dragón se ha marchado, y es como si no hubiera sucedido nada.

Nos quedan, restos enigmáticos, los paisajes que ha pintado. He aquí, por ejemplo, las montañas, simples y hermosas, en tenues grises, ocres, algún verde en el que no confiamos, porque el verde es el color de las alucina ciones. Toda una vida podría pasarse hojeando paisajes pintados. Nos invitan con extraordinaria cortesía a so ñar un momento, o mejor aún, a pensar que podríamos soñar y vernos en esa posición pensativa...

Pero detrás del primer malentendido surge otro, que pese a ser el resultado natural y necesario del primero, sutilísimo, resulta burdo y lo hacemos a un lado con una sonrisa: en efecto, la vida humana no es lo que nos muestran los paisajes pintados. Su supuesta inmovilidad es el sueño, precisamente, de un torbellino que no cesa.

Lo sabemos, lo sabemos mejor que nadie, creemos: la vida es complicada, las artes inversas de la perspectiva, la técnica de las nubes, las diez mil altitudes en que se representa la elevación cóncava de una montaña, todas esas futilezas estallan con ruido bajo el peso inmenso del curso real de la historia. Y no somos sino eso, el es truendo de un estallido, que por momentos casi podría confundirse con el ruido de una carcajada.

Pues bien: quizás después de todo aquí no haya ma lentendido alguno. Quizás el sueño sea un sueño, y lo real sea real. Quizás (no podríamos asegurarlo, y nues tro vecino Wou quizás tampoco) los paisajes pintados no sean sino cartones y telas cubiertas de líneas y colo res, y nada más vaya a suceder con ellos. Son lo que un profesor de filosofía conocido nuestro llamaría «lo iner te». Sonreímos ante la idea (¿qué otra cosa podríamos hacer?) pero en el fondo de la mente nos molesta ligera mente. El arte no termina en lo inerte. Es preciso hacer otra cosa, siempre otra cosa (otra cosa más, otra, otra) con lo que se ha hecho en nombre del arte. Quizás... se ría más amable, y más artístico, olvidar esos cuadros; el olvido es un trabajo a la vez violento y delicado, nunca hace daño a nadie, salvo a alguna susceptibilidad muy tensa; y el olvido tiene la gran fuerza inmóvil de la at mósfera sin culpas ni turbulencias. ¿Qué hacer, no ya con los cuadros de nuestros viejos paisajistas, al fin y al cabo tan poca cosa, un mero entretenimiento de erudi tos hoy día, cuando no un negocio de traficantes, qué hacer con el mundo mismo del que se supone que esos cuadros fueron la representación? Olvidar. Olvidar todo. Una respuesta quizás con su pizca de extremismo, pero no desprovista de eficacia. Sobre todo porque es una so lución provisoria, nunca definitiva.

Lu Hsin mismo será olvidado. Sobre su nombre, so bre su persona algo absurda, ligeramente enigmática, sobre sus secretos, se impondrá el majestuoso olvido, también él un color más, el más claro y fino, el menos imaginable. Y sin embargo, la historia de Lu Hsin, aun cuando haya desaparecido, quedará de algún modo, y es reconfortante pensarlo. Lu alza vuelo montado en el dragón... Hay algo indefinible que queda como un pre sentimiento de lo inexistente. Suponemos... La noche se desplaza fluidamente en sus barquitos minúsculos, en tre los juncos. ¿Lo habremos imaginado todo? Un nue vo amanecer borra velozmente esos colores profundos, tan sólidos y reales, de las figuras. Todo se borra a partir del cielo. Después esperamos, observando los movi mientos inciertos de tantas cosas como se lleva el vien to... Y el dragón al fin nos susurra algo, desde muy lejos: Lu se repetirá. Era todo lo que debíamos comprender. Y aun así, por supuesto, no lo terminamos de compren der. Hay demasiadas cosas en el mundo, al sur de la mu ralla, como para dar cuenta de todas. La historia de Lu Hsin fue una repetición, y la ciencia de la Historia, gra ve y majestuosa, la deja escapar, con la mirada desdeñosa que habitualmente tienen las diosas. Quizás no podría, honestamente, hacer nada con ella. Quizás el arte tampo co pueda. Pero sucede que me he enterado de la historia del viejo Lu, y podríamos recordarla. Por supuesto, me apresuro a advertirlo, si la recordamos es exclusivamen te como parte del trabajo, mucho más amplio y abarcador, de olvidarla.

Lu Hsin era un mandarín, salvo que no lo era. ¿Cómo habría sido un mandarín alguien nacido de pa dre desconocido, y cuya madre vendía semillas de san día secas, en un sitio donde todavía hoy los viejos de Hosa-Chen creen poder verla? Esa señora, que se lla maba Suen Ki'han, se había trasladado a la región poco antes del fin de los Ts'ing del este, y en Hosa se comen tó largo tiempo el curioso incidente que había protago­nizado en esa oportunidad. Era una mujer pequeña, no muy joven, con un bebé de cabeza grande pintada de rojo, y se la vio varios días consecutivos en la aldea, siempre desplazándose como si paseara, sonriente y cortés con quienes se cruzaba. Aunque, como nadie le dirigía la palabra, no tenía ocasión de decir nada sobre sí. En un primer momento se la tomó por una viajera, cosa que era, obviamente. Pasadas dos semanas, creció la intriga. Por lo visto, éste había sido el término de su viaje. Por unos niños, los vecinos se enteraron de que se alojaba en un bosquecillo. Al fin, alguien la interrogó. Con el acento de las provincias del naciente, la mujer le dijo que había venido a alojarse con sus parientes, los Han, que ya estaban sobre aviso por una carta... La sor presa fue inenarrable. Los Han, que eran unos campe sinos de las inmediaciones y la habían visto vagar por calles y caminos tanto como cualquier otro aldeano, se apresuraron a llevarla a su casa, deshaciéndose en dis culpas. ¿Por qué no se había dado a conocer, no bien llegó? La mujer sonreía, para nada molesta. Dijo que simplemente esperaba que le preguntaran. No quería parecer entrometida... Durante muchos años fue pro verbial su nombre para designar excesos de cortesía. Tiempo después, se empezaría a pensar que en reali dad estaba loca. Pero nunca se lo pudo asegurar. En su juventud era bella, y a los dos años de haber llegado se casó. Cuando dos o tres años después su marido le ma nifestara cierta extrañeza ante el hecho de que no que dara embarazada, ella dijo, con la más sincera sorpresa, que ella no concebía hijos (como si dijera que no tenía cinco dedos en la mano derecha, sino cuatro, y el acento de quien se extraña de que su marido no se hubiera dado cuenta de ello). ¿Cómo era entonces que había tenido a Lu? Su única respuesta fue un gesto que parecía querer decir: ése es otro tema. Amable y diligente como era, le ofreció a su marido marcharse y dejarlo en libertad de acción, si lo que él quería era tener descendencia. Ella, por su parte, no la tendría...

Enviudó, y murió veinte años después; en esas dos décadas vivió de la venta de semillas de sandía secas en la vía pública. Su vida simbolizaba en parte la inmovilidad sonambulística de las clases proletarias antes de la revo lución. No sólo de ella, sino de muchos millones como ella, no se habría podido asegurar si tenían o no una sana razón, o bien si actuaban movidos por la más extra ña de las manías. El proletariado rural que obtenía del suelo su alimento y vivía de la imperfecta, frágil subsis tencia del alimento y la reproducción, no hablaba lo suficiente sobre temas comunes como para dar pruebas de su pensamiento, en un sentido o en otro.

¿Y acaso la Larga Marcha misma, sobre la que luego fundamos nuestro destino, no fue una marcha de so­námbulos, por el mero hecho de ser «larga», un recorri do por entre la selva de paisajes pintados que caían del cielo, de nuestros bellos cielos siempre iguales? La Hosa fue afectada por los acontecimientos revolucionarios desde el primer día. La guerra, apenas si la sentimos, pero sus consecuencias nos parecieron inmensas. En lo que se revelaron con toda su carga de espejismo. Pues toda la Hosa, todo el archipiélago de aldeas al pie de las montañas Verdes, había sido desde hacía una eter nidad una región de campesinos pobres, con una exquisita burocracia que no fue necesario modificar en lo más mínimo.

La clave de la vida de Lu Hsin fue la inteligencia, la fantástica inteligencia que él mismo reconocía, dentro de su modestia proverbial y retraída; o, más que reconocer la, daba por sentada. Todo había surgido de su inteligen cia. Se había apartado insensiblemente, desde el comien zo, de los modos del proletariado rural y podría haber llegado a farmacéutico si lo hubiera deseado. Pero no se molestó. Ahí estaba su falso mandarinismo; iba más allá de los mandarines, sin caer en sus defectos. Siempre fue estrictamente pobre, pero siempre tuvo lo necesario para vivir liberado del trabajo. Ni él mismo podía explicárselo del todo: de alguna manera, misteriosa y fluida, se había liberado de la necesidad, con todo lo que ella implicaba, y había vivido apartado e indiferente.

Había en ello una suerte de «mecanismo», que lo ha cía ir siempre un paso más allá de lo que se proponía. Un ejemplo fue precisamente el de su afición a los paisa jes. Podría haber llegado a ser un eximio pintor. En al gún momento de su juventud, siendo maestro de idio mas en la décima prefectura de Hosa (idiomas que había aprendido solo, en un movimiento que reproducía los convólvulos secretos de su intimidad), había comen­zado a pintar y a ofrecer sus cuadros en venta junto al sitio donde su madre vendía las semillas tostadas de san día. Era ligeramente chocante, esa anciana desdentada agitando la cabeza en un temblor sonriente, y a su lado el despliegue de diez o veinte pequeños paisajes a la tinta. Se vendían rápido, casi en secreto, por cuanto costaban unos pocos centavos. Los entendidos vacilaron: podían ser soberbios pastiches de ciertos maestros antiguos poco difundidos, o bien los intentos de un futuro maestro. A nadie se le ocurrió que pudieran ser las dos cosas a la vez, y estuvieron en lo cierto, por la negativa, por que el arte de la pintura no tuvo futuro en Lu.

Poco después comenzó a vender pigmentos; había aprendido a hacer él mismo las tintas vegetales (que ex­cluían el negro y el amarillo) y se hizo de una amplia clientela entre los aficionados de cien li a la redonda; también este desarrollo fue fugaz.

Pues hubo un paso más, en el que se ejemplificaba perfectamente el «mecanismo» de Lu Hsin. Redactó un pequeño libro sobre la botánica de las tintas, y los méto dos de preparación. Él mismo lo imprimió y lo distribu yó; un libro así tenía un público escaso, desde ya, pero interesado, y en el curso de los años volvió a hacer va rias ediciones, siempre de pocos ejemplares, que llega ron a sitios remotos. Claro está que no lo había firmado.

Así pues, operaba la mente y el trabajo de Lu Hsin: llegado al último punto de la abstracción, ya tan lejos de la ocupación real de pintar, se daba por satisfecho; remontaba, podía decirse, la corriente del trabajo, de lo real a lo imaginario que lo volvía real, o al menos posible.

Podríamos relatar docenas de episodios del mismo estilo. Hacia los cuarenta años, vivía solo en una casi ta de las afueras de Hosa-Chen, que había sido de sus parientes Han, de quienes la había adquirido para su madre. Muerta ésta, seguía viviendo allí. Era una casita minúscula, con dos lindos sauces y un gingko, y una huerta. Lu Hsin aparentaba más edad de la que tenía. De lejos se lo habría tomado por un anciano, un anciano pequeñito, extraordinariamente ágil pero no nervioso, nunca preocupado, todo él un emblema de la paz cam­pesina, irradiando serenidad. Se cortaba él mismo la ropa, en lo que era hábil. Usaba las casacas blancas atadas con hilos negros que habían usado desde tiempo inme morial los letrados del interior, combinadas con los pan talones anchos de los campesinos. Tenía una pequeña barba entrecana, y se afeitaba la nuca hasta muy arriba. Siempre estaba en casa, y sus horarios eran muy diurnos; casi nunca utilizaba la lámpara, aunque dormía muy poco. Desde la primera hora de luz podía vérselo traba jando en la huerta, y por algún motivo su actividad pro ducía una impresión descansada. Diríase que más que actuar sobre las plantas, las observaba.

Prestaba servicios a la comunidad como óptico. También en esto se había manifestado su «mecanismo». Nadie más calificado que él para actuar como farmacéu tico; pero había desdeñado la posibilidad, o la había su perado. Sus conocimientos de la naturaleza habían sido sublimados en su minuciosa artesanía con los cristales. Había desarrollado un método para adelgazar las be llas ágatas del Mei, y les vendía hermosos ojos de mu ñecas a los fabricantes de juguetes del otro lado de la Hosa. De cualquier modo, su actividad era distraída, y parecía depender de las fatalidades de un capricho. No era un «hombre establecido», si es que eso quería decir algo.

Cuando llegó la noticia de la Revolución, se desple gaba en la Hosa el fantástico verano al que los lugareños llamaban «el invierno de las sensaciones», la breve épo ca inmediatamente posterior a las lluvias cuando un aire tórrido bajaba, lentísimo, de las montañas. Los valles vi vían un mes de perfecto calor uniforme; antaño se ha bían celebrado en ese ínterin las danzas de la renova ción. Ahora el cambio de administración se celebró con cohetes.

Lu, con sus tranquilos modales, pareció haber deci dido festejar la Revolución con un cambio de activida des. Había descubierto un método sumamente eficaz de producir hielo y, casi sin saber que en Occidente la cos­tumbre ya estaba establecida, inició la fabricación de cremas heladas, que vendía en vasitos de papel. Su co­mercio causó una impresión fortísima en muchísimos li a la redonda. Desdichadamente, Lu hacía apenas unos pocos kilos de helados coloridos por día, y los vendía a precios ridiculamente bajos, retomando en ese detalle la vieja costumbre del país de operar con fracciones casi infinitesimales del dinero. Le agradaba sobre todo ob servar a los niños pequeños manipulando un helado. La lentitud reflexiva con que lo comían, sus distracciones, hasta la exasperación de los padres, todo parecía entre tenerlo, si es que aparecía algo detrás de su máscara subrepticia de falso anciano.

Pasado el mes de calor, incluso un poco antes, aban donó el trabajo. Le vendió su máquina (una vieja batido­ra de chocolate, holandesa, adaptada por él) a su amigo el farmacéutico K'en Jio, y por su parte volvió al té.

Era un bebedor compulsivo de té. En la intimidad, el té y los libros lo ocupaban largamente. Con las mismas hojas, o el mismo polvo, podía preparar veinte variedades distintas de té. Estacionaba aguas en unas grandes burbu jas de vidrio que él mismo había soplado. Por la tarde era infalible verlo sentado en una banqueta a la puerta de su casa, tomando té con aire abatido. Podía observarse que miraba con atención el líquido antes y después de beber. Quizás estudiaba los reflejos. Alguien había dicho una vez que veía a su esposa en el té: y ésa sería la variedad número veintiuno de las que preparaba, la que reflejaba a su difunta esposa.

El recuerdo de esta mujer parecía haberse perdido naturalmente en la Hosa; tal vez por eso suponían que él la invocaba. Algunos memoriosos creían entreverla en las brumas, después de todo no tan lejanas de una déca da y media atrás. Una mujer pequeña y trivial, que había muerto a los pocos meses de casada. En aquella región poblada de embrujos, se había sospechado que su intri gante esposo la había matado, pero por supuesto tal cosa no era cierta. Ni siquiera hubo, como habría sido lo normal en cualquier otro caso semejante, las consabi das historias de fantasmas. Lu era un ser refractario a los fantasmas. Todo en él era realidad simple, ingeniosa, laboriosa, a pesar de sus invenciones.

En la intimidad, realizaba con serena fluidez todos los trabajos de la supervivencia cotidiana. Se preparaba una comida simplísima, que acompañaba con inmo deradas cantidades de té, lavaba todos los días su ropa, mantenía la casa escrupulosamente limpia, trabajaba en óptica o en cualquier cosa, en momentos casuales del día, recibía a algunos amigos. Y leía, o mejor, releía siem pre algunos libros, casi todos alemanes. Era el idioma occidental que mejor dominaba, y el que más apreciaba. Tenía predilección por Jean-Paul, cuyas extensas nove las, olvidadas en su país de origen, eran para Lu Hsin una fuente perenne de diversión; por Von Chamisso, cuya obra maestra creía saberse de memoria, pese a lo cual la releía al menos dos veces al año. Pero sobre todo Kant, por quien sentía veneración. Había reunido toda su obra, en base a los grandes volúmenes celebratorios que editaron en Kónigsberg a mediados del siglo pa sado, complementados por numerosas ediciones mo dernas. Nunca leía anotaciones o comentarios: prefería pensarlo por cuenta propia; y cuando calculaba todo lo que había pensado respecto de Kant, le parecía impo sible: en esos momentos, creía haber vivido una eter nidad.

No tenía servicio de ningún tipo, él lo hacía todo. Habría considerado totalmente fuera de lugar que al guien viniera a hacer la limpieza de su casa. Por otro lado, su género de vida era muy austero, y no se habría justificado el empleo de ningún tipo de personal, aun que en Hosa era habitual emplear a las jóvenes monta­ñesas, y lo hacía incluso la gente humilde.

Al atardecer repetía siempre una misma ceremonia, que era la comida de los gatos. Les servía parsimoniosa­mente, cantidades calculadas de comida que él mismo preparaba, una mixtura de su invención que debía tener todo lo necesario para la nutrición de esas criaturas. Te nía dos gatos suyos, a los que llamaba Ha y Huc, dos gatitos amarillos de pelaje muy corto, quizás birmanos, o ren-ren enanos. Pero nunca le negaba un plato de le che o de su preparado especial a cualquier gato que se presentara. No tenía una clientela demasiado abundan te, lo que con toda seguridad era un efecto lateral de la corrección científica de la comida.

Hosa-Chen, quizás no lo hayamos dicho todavía, era la aldea central de un pequeño archipiélago de villo rrios que se extendían a lo largo de las laderas de las montañas Verdes. Un río, el Ji'en, recorría todo este complejo, con tal eficacia que no había sido necesario llevar a cabo obras de riego especiales; y como la histo ria de nuestro país nos enseña que ha sido el agua siem pre la gran creadora de la burocracia, la de Hosa se man tuvo en un nivel mínimo, pero magníficamente eficaz por varias causas, entre ellas el alto nivel de recaudación que se mantuvo desde la época de los Han en la región, debido a la riqueza del suelo y la buena disposición del clima, y también a la extraordinaria facilidad de las comunicaciones, que hacían del «embudo» de los valles de las montañas Verdes uno de los pasos obligados para todo el Imperio. El Ji'en, navegable los doce meses del año, era el mensajero de la plácida prosperidad de los campesinos de la dorada Hosa, tan lejana y a la vez tan nítida y amable.

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