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La suerte está echada



EL DORMITORIO DE EVE

Un dormitorio donde las persianas semicerradas solamente dejan pasar un rayo de luz.

Un rayo luminoso descubre una mano de mujer, cuyos dedos crispados arañan una manta de

piel. La luz hace brillar el oro de una alianza, y, luego, deslizándose a lo largo del brazo,

encuentra el rostro de Eve Charlier; con los ojos cerrados, contraídas las ventanillas de la nariz,

parece sufrir, agitada, gimiente.

Una puerta se entreabre y en el espacio libre un hombre queda inmóvil. Elegantemente

vestido, muy moreno, con hermosos ojos oscuros y bigote recortado a la americana, aparenta

unos treinta y cinco años. Es André Charlier.

Mira intensamente a su mujer, pero su mirada no tiene más que una atención fría, sin la más

mínima ternura.

Entra, cierra la puerta sin ruido, atraviesa el cuarto cautelosamente y se aproxima a Eve, que

no le ha oído llegar.

Acostada en su lecho, Eve tiene sobre su camisón una "robe de chambre" muy elegante. Una

manta de piel le cubre las piernas.

Por un instante, André Charlier contempla a su mujer, cuyo semblante expresa sufrimiento.

Después se inclina sobre ella y la llama con dulzura.

—Eve... Eve...

Eve no abre los ojos. Duerme con expresión tensa.

André se incorpora y se dirige hacia la mesita de noche, donde hay un vaso con agua. Saca

de su bolsillo un frasquito gotero que acerca al vaso y lentamente vierte unas gotas.

Como Eve hace un movimiento con la cabeza, rápidamente esconde el frasquito en el

bolsillo y observa, con una mirada de aguda dureza, a su mujer dormida.

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