... y en esas antiguas tierras, revestida y señalada como una tumba, marcada con las huellas de manos que perecieron, y relatada con fechas del día del juicio... repaso las vidas encerradas en esas escenas y sus experiencias cuentan como si fueran mías.
Thomas Hardy
La experiencia más hermosa que podemos tener es la de lo misterioso. Es la emoción fundamental que yace junto a la cuna del arte y la ciencia verdaderos.
Albert Einstein
Miedo y religión. Religión y miedo. Los dos están entrelazados históricamente. Son los catalizadores de la mayor parte de las atrocidades que ha cometido el ser humano. El miedo al mal alimenta la religión, la religión alimenta el odio, el odio alimenta el mal, y el mal alimenta el miedo entre las masas. Es un ciclo diabólico, y hemos jugado la partida con las cartas del Diablo.
Julius Gabriel
Estoy de pie ante el amplio lienzo, compartiendo el sentimiento de soledad que sin duda experimentó su creador hace miles de años. Tengo ante mí las respuestas a los acertijos, unos acertijos que posiblemente determinen en última instancia si nuestra especie ha de vivir o morir. El futuro de la especie humana; ¿existe algo más importante que eso? Y en cambio yo estoy aquí solo, mi pesquisa me condena a este purgatorio de roca y arena mientras busco la comunión con el pasado a fin de comprender el peligro que nos aguarda.
Los años se han cobrado su precio. En qué lamentable criatura me he convertido. En otro tiempo fui un arqueólogo de renombre, y ahora soy el hazmerreír de mis colegas. Marido, amante; ésos no son sino recuerdos lejanos. ¿Padre? Apenas. Más bien un torturado mentor, una miserable bestia de carga que mi hijo ha de llevar de la mano. A cada paso que doy por este desierto de piedras se resienten mis huesos doloridos, mientras los pensamientos trabados en mi cerebro para siempre repiten una y otra vez el enloquecedor mantra de la condenación. ¿Qué poder superior ha escogido torturar a mi familia, habiendo tantas otras? ¿Por qué nosotros hemos sido agraciados con ojos capaces de ver las señales anunciadoras de la muerte mientras que otros avanzan a trompicones como si estuvieran ciegos?
¿Estoy loco? Esa idea no me abandona nunca. Con cada nuevo amanecer he de obligarme a mí mismo a leer de nuevo los puntos más destacados de mis crónicas, aunque sólo sea para recordarme que soy, por encima de todo, un científico, y no sólo un científico, sino también un arqueólogo, un buscador del pasado de la humanidad, un buscador de la verdad.
Pero ¿de qué sirve la verdad si no se puede aceptar? Para mis colegas, sin duda alguna, yo me asemejo al idiota del pueblo, advirtiendo a gritos de la amenaza de los témpanos de hielo a los pasajeros que suben a bordo del Titanio cuando este buque insumergible está a punto de zarpar del puerto.
¿Es mi destino salvar a la humanidad, o simplemente morir como un necio? ¿Es posible que haya pasado la vida entera interpretando de forma incorrecta las señales?
Un ruido de alguien rascando unas huellas de pisadas en sílice y en piedra hace que este necio vacile.
Se trata de mi hijo, Michael, cuyo nombre se lo puso hace quince años mi amada esposa en honor al arcángel San Miguel, me hace una seña con la cabeza que lleva una momentánea chispa de calor al marchito corazón de su padre. Michael es la razón por la que persevero, la razón por la que no pongo fin a mi desgraciada existencia. La locura de mi búsqueda le ha robado la infancia, pero mucho peor fue el impío acto que cometí hace algunos años. Es por el futuro de él por lo que he vuelto a comprometerme, es su destino el que deseo cambiar.
Dios, permite que este débil corazón dure lo suficiente para poder conseguirlo.
Michael señala algo que hay más adelante, recordándome que nos llama la siguiente pieza del rompecabezas. Pisando con cuidado para no perturbar la pampa, nos detenemos junto a lo que estoy convencido de que es el inicio de un mensaje de tres mil años de antigüedad. Situado en el centro de la meseta de Nazca, considerado sagrado debido a las misteriosas líneas y las colosales formas de animales, se encuentra esto, un círculo perfecto profundamente excavado entre las piedras cubiertas por una pátina negra. De esa misteriosa pieza central parten, como si fueran rayos de sol pintados por la mano de un niño, veintitrés líneas equidistantes, todas de aproximadamente doscientos metros de longitud, excepto una. Una de ellas está alineada con el solsticio, otra con el equinoccio, variables que coinciden con los otros emplazamientos antiguos que llevo explorando toda mi vida.
Es la línea número 23 la que resulta más misteriosa: una audaz hendidura que atraviesa la pampa y se extiende sobre colinas y rocas, ¡hasta una distancia de treinta y siete kilómetros!
Michael grita, y su detector de metales crepita a medida que nos aproximamos al centro de la figura. ¡Hay algo enterrado bajo el suelo! Con renovados bríos, escarbamos en el yeso y la piedra para dejar al descubierto la tierra que hay debajo. Es un acto desalmado, sobre todo para un arqueólogo, pero me convenzo a mí mismo de que en última instancia el fin justificará los medios.
Y entonces aparece, reluciente bajo el implacable sol, liso y blanco: un cilindro metálico y hueco, de medio metro de largo, que no tiene más derecho a estar en el desierto de Nazca del que tengo yo. Un dibujo en forma de candelabro de tres brazos adorna un extremo del objeto. Mi débil corazón se acelera, porque conozco ese símbolo tan bien como el dorso de mi marchita mano. Es el Tridente de Paracas, la firma de nuestro maestro cósmico. Un glifo similar, de doscientos metros de largo y setenta de ancho, adorna la ladera entera de una montaña no muy lejos de aquí.
Michael coloca su cámara mientras yo abro el cilindro. Temblando, extraigo lo que parece ser un fragmento de lienzo reseco. Conforme va desenrollándose, mis dedos certifican su estado de desintegración.
Se trata de un antiguo mapa del mundo, similar a otro al que hace quinientos años hizo referencia el almirante turco Piri Reis. (Se cree que en ese misterioso mapa se inspiró Cristóbal Colón para su audaz viaje en 1492.) Hasta la fecha, el mapa de Piri Reis, que data del siglo XIV, sigue siendo un enigma, ya que en él aparecía no sólo el continente sin descubrir de la Antártida, sino además la geología del mismo, dibujada como si no estuviera cubierto por los hielos. Las exploraciones de radar por satélite han confirmado la increíble exactitud de dicho mapa, lo cual ha desconcertado todavía más a los científicos, que no entienden cómo alguien pudo dibujarlo sin la ayuda de un avión.
Quizá se dibujaron del mismo modo estas figuras de Nazca.
Al igual que el mapa de Piri Reis, el pergamino que ahora sostengo en mi mano se dibujó empleando conocimientos avanzados de trigonometría esférica. ¿Fue el misterioso cartógrafo nuestro antiguo maestro? De eso no me cabe duda. La pregunta verdadera es: ¿por qué ha decidido dejarnos este mapa en particular?
Michael acciona a toda prisa una Polaroid mientras el antiguo documento se chamusca y se deshace en polvo en mis manos. Momentos después, lo único que podemos hacer es observar la fotografía y fijarnos en que hay un objeto, obviamente de gran importancia, que ha quedado claramente destacado. Es un pequeño círculo, dibujado en las aguas del golfo de México, situado justo al noroeste de la península del Yucatán.
El emplazamiento de dicha marca me deja atónito. No se trata de uno de los yacimientos antiguos, sino de algo totalmente diferente. De pronto comienza a inundarme un sudor frío, junto con un familiar entumecimiento que me asciende por el brazo.
Michael percibe que se aproxima la muerte. Busca en mis bolsillos y encuentra rápidamente una píldora que me coloca debajo de la lengua.
El pulso se me normaliza, el entumecimiento desaparece. Le toco la mejilla a mi hijo y lo animo a que regrese al trabajo. Observo con orgullo cómo examina el cilindro metálico; me fijo en sus ojos negros, portales de una mente increíblemente disciplinada. Nada escapa a los ojos de mi hijo. Nada.
Transcurridos unos momentos, realiza otro descubrimiento, uno que tal vez explique la localización de esa marca en el golfo de México. El analizador de espectro del detector de metales ha efectuado el desglose molecular de ese metal tan denso y blanco, su composición propia, la historia de sí mismo.
El antiguo cilindro está compuesto de iridio.
De iridio puro.
Extracto del diario del profesor Julius Gabriel, 14 de junio de 1990.
Julius Gabriel
Diario de Julius Gabriel
Estoy de pie ante el amplio lienzo, compartiendo el sentimiento de soledad que sin duda experimentó su creador hace miles de años. Tengo ante mí las respuestas a los acertijos, unos acertijos que posiblemente determinen en última instancia si nuestra especie ha de vivir o morir. El futuro de la especie humana; ¿existe algo más importante que eso? Y en cambio yo estoy aquí solo, mi pesquisa me condena a este purgatorio de roca y arena mientras busco la comunión con el pasado a fin de comprender el peligro que nos aguarda.
Los años se han cobrado su precio. En qué lamentable criatura me he convertido. En otro tiempo fui un arqueólogo de renombre, y ahora soy el hazmerreír de mis colegas. Marido, amante; ésos no son sino recuerdos lejanos. ¿Padre? Apenas. Más bien un torturado mentor, una miserable bestia de carga que mi hijo ha de llevar de la mano. A cada paso que doy por este desierto de piedras se resienten mis huesos doloridos, mientras los pensamientos trabados en mi cerebro para siempre repiten una y otra vez el enloquecedor mantra de la condenación. ¿Qué poder superior ha escogido torturar a mi familia, habiendo tantas otras? ¿Por qué nosotros hemos sido agraciados con ojos capaces de ver las señales anunciadoras de la muerte mientras que otros avanzan a trompicones como si estuvieran ciegos?
¿Estoy loco? Esa idea no me abandona nunca. Con cada nuevo amanecer he de obligarme a mí mismo a leer de nuevo los puntos más destacados de mis crónicas, aunque sólo sea para recordarme que soy, por encima de todo, un científico, y no sólo un científico, sino también un arqueólogo, un buscador del pasado de la humanidad, un buscador de la verdad.
Pero ¿de qué sirve la verdad si no se puede aceptar? Para mis colegas, sin duda alguna, yo me asemejo al idiota del pueblo, advirtiendo a gritos de la amenaza de los témpanos de hielo a los pasajeros que suben a bordo del Titanio cuando este buque insumergible está a punto de zarpar del puerto.
¿Es mi destino salvar a la humanidad, o simplemente morir como un necio? ¿Es posible que haya pasado la vida entera interpretando de forma incorrecta las señales?
Un ruido de alguien rascando unas huellas de pisadas en sílice y en piedra hace que este necio vacile.
Se trata de mi hijo, Michael, cuyo nombre se lo puso hace quince años mi amada esposa en honor al arcángel San Miguel, me hace una seña con la cabeza que lleva una momentánea chispa de calor al marchito corazón de su padre. Michael es la razón por la que persevero, la razón por la que no pongo fin a mi desgraciada existencia. La locura de mi búsqueda le ha robado la infancia, pero mucho peor fue el impío acto que cometí hace algunos años. Es por el futuro de él por lo que he vuelto a comprometerme, es su destino el que deseo cambiar.
Dios, permite que este débil corazón dure lo suficiente para poder conseguirlo.
Michael señala algo que hay más adelante, recordándome que nos llama la siguiente pieza del rompecabezas. Pisando con cuidado para no perturbar la pampa, nos detenemos junto a lo que estoy convencido de que es el inicio de un mensaje de tres mil años de antigüedad. Situado en el centro de la meseta de Nazca, considerado sagrado debido a las misteriosas líneas y las colosales formas de animales, se encuentra esto, un círculo perfecto profundamente excavado entre las piedras cubiertas por una pátina negra. De esa misteriosa pieza central parten, como si fueran rayos de sol pintados por la mano de un niño, veintitrés líneas equidistantes, todas de aproximadamente doscientos metros de longitud, excepto una. Una de ellas está alineada con el solsticio, otra con el equinoccio, variables que coinciden con los otros emplazamientos antiguos que llevo explorando toda mi vida.
Es la línea número 23 la que resulta más misteriosa: una audaz hendidura que atraviesa la pampa y se extiende sobre colinas y rocas, ¡hasta una distancia de treinta y siete kilómetros!
Michael grita, y su detector de metales crepita a medida que nos aproximamos al centro de la figura. ¡Hay algo enterrado bajo el suelo! Con renovados bríos, escarbamos en el yeso y la piedra para dejar al descubierto la tierra que hay debajo. Es un acto desalmado, sobre todo para un arqueólogo, pero me convenzo a mí mismo de que en última instancia el fin justificará los medios.
Y entonces aparece, reluciente bajo el implacable sol, liso y blanco: un cilindro metálico y hueco, de medio metro de largo, que no tiene más derecho a estar en el desierto de Nazca del que tengo yo. Un dibujo en forma de candelabro de tres brazos adorna un extremo del objeto. Mi débil corazón se acelera, porque conozco ese símbolo tan bien como el dorso de mi marchita mano. Es el Tridente de Paracas, la firma de nuestro maestro cósmico. Un glifo similar, de doscientos metros de largo y setenta de ancho, adorna la ladera entera de una montaña no muy lejos de aquí.
Michael coloca su cámara mientras yo abro el cilindro. Temblando, extraigo lo que parece ser un fragmento de lienzo reseco. Conforme va desenrollándose, mis dedos certifican su estado de desintegración.
Se trata de un antiguo mapa del mundo, similar a otro al que hace quinientos años hizo referencia el almirante turco Piri Reis. (Se cree que en ese misterioso mapa se inspiró Cristóbal Colón para su audaz viaje en 1492.) Hasta la fecha, el mapa de Piri Reis, que data del siglo XIV, sigue siendo un enigma, ya que en él aparecía no sólo el continente sin descubrir de la Antártida, sino además la geología del mismo, dibujada como si no estuviera cubierto por los hielos. Las exploraciones de radar por satélite han confirmado la increíble exactitud de dicho mapa, lo cual ha desconcertado todavía más a los científicos, que no entienden cómo alguien pudo dibujarlo sin la ayuda de un avión.
Quizá se dibujaron del mismo modo estas figuras de Nazca.
Al igual que el mapa de Piri Reis, el pergamino que ahora sostengo en mi mano se dibujó empleando conocimientos avanzados de trigonometría esférica. ¿Fue el misterioso cartógrafo nuestro antiguo maestro? De eso no me cabe duda. La pregunta verdadera es: ¿por qué ha decidido dejarnos este mapa en particular?
Michael acciona a toda prisa una Polaroid mientras el antiguo documento se chamusca y se deshace en polvo en mis manos. Momentos después, lo único que podemos hacer es observar la fotografía y fijarnos en que hay un objeto, obviamente de gran importancia, que ha quedado claramente destacado. Es un pequeño círculo, dibujado en las aguas del golfo de México, situado justo al noroeste de la península del Yucatán.
El emplazamiento de dicha marca me deja atónito. No se trata de uno de los yacimientos antiguos, sino de algo totalmente diferente. De pronto comienza a inundarme un sudor frío, junto con un familiar entumecimiento que me asciende por el brazo.
Michael percibe que se aproxima la muerte. Busca en mis bolsillos y encuentra rápidamente una píldora que me coloca debajo de la lengua.
El pulso se me normaliza, el entumecimiento desaparece. Le toco la mejilla a mi hijo y lo animo a que regrese al trabajo. Observo con orgullo cómo examina el cilindro metálico; me fijo en sus ojos negros, portales de una mente increíblemente disciplinada. Nada escapa a los ojos de mi hijo. Nada.
Transcurridos unos momentos, realiza otro descubrimiento, uno que tal vez explique la localización de esa marca en el golfo de México. El analizador de espectro del detector de metales ha efectuado el desglose molecular de ese metal tan denso y blanco, su composición propia, la historia de sí mismo.
El antiguo cilindro está compuesto de iridio.
De iridio puro.
Extracto del diario del profesor Julius Gabriel, 14 de junio de 1990.
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