PÁGINA DESTINADA A EPÍGRAFES, CITAS, DICHOS Y REFERENCIAS
El rey me mandó llamar
para casarme con su hija.
La dote que él me daba:
Oropa, Francia y Bahía.
(Coco das Alagoas)
"Bahía
les dieux sontparmi nous
......................................
les dieux
qui furent trop longtemps condamnés á la nuit"
(Francis Combe, La Lumiére de Bahia)
"Bahía de Tous les Saints
c'est la que l'Afrique vit encoré en exile"
(Georges Moustaki, Bahia de Tous les Saints)
Y partió en su viaje el Viajero sin puerto en aguas de la Bahía de Todos los Santos."
(Herberto Salles, Os Pareceres do Tempo)
"Yansá llegó en el granizo,
vino trueno, vino relámpago"
(Zora Seljan, Yansá, Mulher de Xango)
"El maestre Manuel y María Clara
narraron, discretamente, el desastre
del Viajero sin puerto"
(Epaminondas Costalima, A Noite de Gloria de Joáo Silva)
"Este mundo es un espanto"
(Fernando Assis Pacheco, carta)
"Dios es brasileño"
(dicho popular)
Esta es la pequeña historia de Adalgisa y Manela y de algunos otros descendientes de los amores del español Francisco Ro mero Pérez y Pérez con Andreza de Anunciado, la hermosa Andreza de Yansá, mulata oscura. En ella se narran, para que sirvan de ejemplo y advertencia, acontecimientos sin duda inesperados y curiosos ocurridos en la ciudad de Bahía –en otro lugar no podrían haber sucedido. La importancia de la fe cha es relativa, pero conviene saber que todo pasó en un cor to lapso de cuarenta y ocho horas, largo tiempo de vidas vivi das, al término de los años 60 o en los comienzos de los años 70, más o menos por ahí. No se buscó explicación, una histo ria se narra, no se explica.
Proyecto de novela anunciado hace cerca de veinte años, con el título de La guerra de los santos, sólo ahora, en el ve rano y el otoño de 1987, en la primavera y el verano de 1988, en París, volqué la trama en el papel. Escribiéndola, me di vertí; si, con su lectura, se divierte alguien más, me daré por satisfecho.
LA TRAVESÍA
EL EMBARQUE. Aquel día, en intempestivo horario vesper tino, despuntó en la Bahía de Todos los Santos, procedente de Reconcavo, el Viajero sin puerto, las velas hinchadas –el mar es un manto azul, dijo el enamorado a su enamorada. Por ex traño que pueda parecer, no se oía, en la estela del viento, la voz de María Clara desfalleciendo en la dolencia de una can tiga de amor.
Así ocurría porque, además de la carga habitual y oloro sa de ananaes, cajus y mangos, la embarcación había recibido en Santo Amaro da Purificado el encargo –mejor dicho, la misión – de conducir a la capital la imagen de Santa Bárbara, la del trueno, famosa por su belleza secular y por milagrosa, prestada por la parroquia, con inocultable resistencia del vi cario, para ser exhibida en la pregonada Exposición de Arte Religiosa, glosada en prosa y verso por la prensa y por los in telectuales: "el suceso cultural del año", proclamaban las ga cetas. Para atender a la sagrada incumbencia, el maestre Ma nuel había cancelado la partida matutina, atrasándola en casi doce horas, pero lo hizo con satisfacción: valía la pena, y doña Cano no pedía, ordenaba.
El párroco se sintió menos afligido al ver que viajaban también un padre y una monja: él joven y moderno, cabellos desaliñados, vestido de civil; ella de edad, delgada, pálida, de hábito negro; la providencia divina, que no falla, los había em barcado junto con la Santa:
–Velen por ella durante la travesía; sobre todo presten atención en la embocadura del río; las aguas son volubles y el viento sopla fuerte. Que Dios los acompañe.
Ayudados por el vicario, por el sacristán y por doña Ca no, entre oraciones y aplausos del inquieto grupo de beatas, el padre y la monja procedieron a la ceremonia del embarque.
En la bajada resbaladiza, sin embargo, prefirieron confiar la imagen peregrina a las manos marineras del maestre Manuel y su mujer María Clara, que la colocaron con reverente cau tela en la popa de la embarcación. Allí, de pie, la majestuosa efigie de la santa católica semejaba un mascarón de barco, vo tiva figura de proa, entidad pagana y protectora.
LA MONJA Y EL PADRE. Con la brisa de la tarde en las ve las ufanas, allá salió el barco con la Santa. Al timón, el maes tre Manuel sonrió al reverendo y la buena hermana: no se asusten, Santa Bárbara no corre peligro.
Sentada junto al pedestal, María Clara cuida la estabili dad de la imagen, impide que las sacudidas del barco amena cen su equilibrio. Quédense tranquilos, agregó para calmarlos del todo, mientras examinaba y elogiaba el afán puesto en el revestimiento del pedestal, adornado con primores de broca dos y cintas, bordados y puntillas, confeccionados para la oca sión por las devotas de la Cofradía de Nuestra Señora de la Buena Muerte, de la vecina ciudad de Cachoeira, piadosas viejecitas, artistas consumadas. ¡Ah!, si dependiera de ellas la Santa viajaría cubierta de oro y plata, oro viejo, plata de ley, pero el director del museo se había negado, perentorio: había prohibido hasta el relicario de la hermandad... ¡qué antipáti co!
Afirmaciones dignas de confianza, las del maestre y su mujer; no obstante la monja, oculta por el hábito gastado y se vero, temió por la seguridad de la Santa durante toda la tra vesía, ya fuera en la corriente del río, ya fuera en las aguas agi tadas del golfo, pero no dijo nada, no dejó traslucir la inquietud; sólo rezó, pasando y repasando las cuentas del ro sario: la brisa que envolvía a la imagen iba a calmarse en sus manos huesudas. Para ella el viaje fue largo y preocupante; re cién respiró aliviada cuando el barco se acercó a la Rampa del Mercado: todo había marchado bien, ¡Dios sea loado! Ense guida la Santa, con su bolsa de rayos y truenos, estará en el Museo de Arte Sacra donde el director, fraile alemán, doctor emérito, tres veces erudito, autor consagrado, la sotana blan ca, impecable, la aguarda impaciente. Sobre el origen y la au toría de la famosa escultura había redactado una tesis enardecida y atrevida. Sólo entonces, liberada de las rejas del miedo, la hermana Eunice cerró los ojos, dejó escapar un suspiro de desahogo y pudo, al fin, sentir la dulzura de la brisa.
El padre no parecía padre; estos reverendos de hoy son muy raros. ¿Cómo reconocerlo sacerdote si llevaba vaqueros, camisa floreada abierta al viento y no se veía coronilla afeita da en el centro de la cabellera revoloteante? Un lindo mucha cho que atraía las miradas de las mujeres. El hábito no hace al monje, enseña el pueblo en sentencia bastante anterior a ta les cambios de vestuario y de comportamiento, y le cabe razón. A pesar del aparente desaliño de las ropas y el peinado, de la falta de sotana y de coronilla, no se trataba de un hippie en ca mino a la colonia de Paz y Amor en Arembepe, sino de un pa dre ordenado, sincero en la vocación y el apostolado, consa grado a la misión aceptada y ejercida. En la distante parroquia que le había tocado, los fieles eran pobres de Dios, siervos de los ricos, sujetos a la ley inmemorial de la violencia.
A él, el viaje le había parecido todavía más largo, inter minable, pues viajaba con la impunidad y la injusticia y tenía razones para pensar que no había sido llamado a la capital con el objeto de recibir elogios e incentivos. Había oído des propósitos y amenazas, leído noticias en los diarios que de nunciaban y condenaban la acción subversiva de ciertos sacer dotes. Su nombre, padre Abelardo Galváo, había salido en los periódicos, versiones mentirosas: los canallas desfiguran los datos, inventan, enlodan, envilecen. Infamia y ruindad, pien sa el padre. De Patricia conocía apenas el cristal de la voz, el enigma de la sonrisa, el melindre femenino de la mirada. En la ponzoña de tales insinuaciones, los miserables trataban de esconder los cadáveres que se pudrían en la orillas fangosas entre guaiamuns. El padre viaja con los tres muertos, sabe quién mandó asesinarlos, lo saben todos; de nada sirve saber, los que dirigían a los pistoleros siguen intactos, inaccesibles, por encima del bien y del mal. La tierra tiene dueños, unos po cos, se cuentan con los dedos de las manos; pocos, pero impla cables.
INFORMACIÓN, MODESTA Y PRUDENTE, SOBRE BAHÍA. A pesar de que no se oía la voz de María Clara recordando promesas de amor, alegrías y penas, en verdad, al lado de la imagen, canturreaba oraciones de fe, dedicadas a los santos y los encantados. La melodía no llega a la monja y al padre pero convoca verdes montones de baronesas que cer can el curtido casco del bote. En los troncos carnosos, las flo res azules, recién abiertas, se inclinan saludando a Santa Bárbara, la del trueno. El río Paraguazú tiene olor a tabaco y gusto a azúcar; la embarcación navega entre cañaverales y plantaciones de tabaco.
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