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El tiempo escondido


6 de marzo de 1998 

En la duermevela soñé un ruido. Abrí los ojos, alerta los sentidos. El ruido no estaba en el sueño. Sonaban golpes en la ventana, como si alguien llamara. Pero no era posible, porque estaba en la cuarta planta exterior de un edificio sin terrazas. Me levanté y a oscuras fui a la ventana, iluminada por la luz de las farolas. Miré. Había un viento intenso y una rama deshojada era lo que golpeaba impacientemente el cristal. El árbol estaba alejado de la línea vertical de la ventana por lo que la rama tenía que esforzarse por llegar. Estuve mirando cómo ese dedo vegetal llamaba una y otra vez, combándose y estirándose como si fuera alguien queriendo transmitirme un mensaje de urgencia. Miré la hora. Las cuatro de la madrugada. La calle estaba desierta, la casa en total silencio. Sólo ese golpear constante y misterioso. Poco a poco, el viento fue encalmándose hasta transformarse en un soplo de fuerza variable. La rama se encogió y se recogió junto a las otras. Y todo volvió a quedar en silencio.

Miré la fachada de la iglesia del Santísimo Cristo de la Fe y su pequeño campanario. Volví a la cama y me senté en el borde. Soy difícilmente impresionable, pero en la soledad sin ruidos tuve la intuición de que algo metafísico se había manifestado. ¿Qué o quién? Estuve sin moverme, rememorando vivencias pasadas y haciendo balance de mi vida, hasta que la luz del día quitó las sombras del dormitorio. ¿Por qué dormía tan mal desde hacía meses? Me acerqué de nuevo a la ventana. La actividad ciudadana ya estaba en marcha. El ramaje se agitaba fuertemente a intervalos, pero la rama se mantenía a distancia y tenía la apariencia inofensiva de su propia condición. Toda sensación esotérica había desaparecido. Fui a la cocina, consciente de estar en baja forma. Al mal sabor de boca por la duermevela se unía un ligero sentimiento de amargura, nunca superado del todo, como cuando aún estaba ella pero segregaba ya efluvios de inevitables ausencias. Busqué las naranjas para el zumo. Se habían acabado. También la leche. Emilia descuidaba sus deberes. Antes de entrar en la ducha, me obligué a dejarle una nota. Tomé el plátano, por lo del potasio, y salí a la calle.

El invierno daba claras señales de rendición, aunque todavía presentaba frentes de porfía, como el de aquella mañana. Un viento racheado encabritaba una lluvia fría, cuando crucé velozmente hacia el bar de Pepe. Pedí el zumo y lo demás, y hojeé el periódico. Un rato después entraba en el metro por Antón Martín, tras superar la frenética zarabanda diaria de coches y autobuses de la calle de Atocha. Cuando salí en Plaza de España, la lluvia había concedido un armisticio, pero no el viento helado. En la Torre de Madrid, disputé como cada día los espacios en pasillos y ascensores con la muchedumbre de siempre.

Al abrir la puerta de mi oficina en la planta catorce, en cuyo frontal un cartel anunciaba: «CORAZÓN RODRÍGUEZ — Diplomado en Investigación y Criminología», vi al hombre sentado bajo el reloj mural. Eran las nueve cuarenta y cinco. Como siempre, la calefacción estaba en mínimos, pero la cálida sonrisa de Sara eliminaba la sensación de frío.

—El señor Vega —señaló con un gesto.

El hombre se levantó con esfuerzo y la habitación se achicó. Debía de medir dos metros y probablemente pesaría cien kilos, lo que dejaba en evidencia mi metro noventa. Rostro carnudo, mentón voluntarioso, grandes orejas pegadas al cráneo y nariz sobredimensionada. Me ofreció una mano del tamaño algo menor que un guante de béisbol y permitió que de su boca sin labios brotara una voz cavernosa.

—Estoy aquí, como acordamos ayer.

Realmente había olvidado la cita, en parte por lo conciso de su llamada y, sobre todo, por el ineludible problema de Diana.

Desvié la mirada hacia Sara, eficaz y atractiva secretaria que a sus cincuenta años mantenía conectadas todas sus ilusiones.

—¿Novedades?

—Pueden esperar. —Su sonrisa tenía un efecto calmante.

—¿David?

—Está con lo del matrimonio Castiñeira.

Abrí la puerta de mi despacho y la luz se desparramó por el ambiente.

—Pase, señor Vega, y siéntese —invité.

Vestía un terno azulado. Un lazo también azul sobresalía de un cuello de camisa impecable. Su aspecto era de suma elegancia y contrastaba fuertemente con mi cazadora de cuero y mi pantalón chino. Caminó pesadamente, llevando la gabardina en un brazo y apoyándose en un paraguas a su medida, como si fuera un bastón. Di la vuelta a la mesa y nos sentamos, uno a cada lado. Sacó una tarjeta y me la ofreció. Leí: «José Vega Palacios. Rentista».

—Curioso.

—¿Qué es curioso?

—La profesión que indica. No es usual leerla en una tarjeta.

—Hay muchos. Creen que, si no lo ponen, Hacienda no los investigará.

—¿Qué desea realmente, señor Vega? —pregunté sin entusiasmo.

El hombre sacó de un bolsillo la hoja de un periódico, la desplegó y la puso sobre la mesa. La Nueva España, de Oviedo, del 8 de octubre de 1997.

—Lea esto. —Señaló una noticia poniendo un dedo sobre el papel. El titular decía:

APARECEN DOS CADÁVERES EN LA IGLESIA DE PRADOS

Aparté la vista y la fijé en el hombre que no me quitaba los ojos de encima, con esa persistencia en el mirar que tienen muchos mayores. Seguí leyendo:

Al hacer unas obras de consolidación en los cimientos de la iglesia de Prados, en el concejo de Cangas del Narcea, los obreros descubrieron huesos humanos enterrados bajo el suelo del sótano. Dejando todo como estaba, dieron aviso a la Guardia Civil, que se presentó en el lugar. Personado el juzgado después, se procedió al desenterramiento total. Los despojos fueron levantados y enviados a Oviedo para su estudio e identificación.

Parece que se trata de los restos mortales de dos cuerpos. Su estado indica que llevan muchos años enterrados, quizá de cuando la guerra, aunque los más viejos creen recordar que después de la contienda desaparecieron algunos vecinos sin que se volviera a saber nada de ellos.

Había dos fotografías acompañando al texto. Una mostraba la iglesia, con dos agentes de la Guardia Civil delante mirando dos bultos. La otra era una ampliación de la anterior donde se veían los dos bultos cubiertos con mantas.

Dejé el papel. El hombre seguía mirándome.

—Quiero que averigüe quién es el asesino —dijo.

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