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El penúltimo sueño




Capítulo 1 


Yacían en el suelo con la inequívoca sonrisa del amor en sus labios; entrelazados en un abrazo solemne y silencioso; con sus trajes inmaculados de novios primerizos, de blanco hasta los pies vestidos.

Tuvieron que derribar la puerta a golpes, alertados por las voces que dieron los vecinos al extrañarse del silencio y la inactividad del recinto. Hacía algunos días que Joan Dolgut no bajaba a comprar el pan, ni se escuchaban las notas de su lánguido piano, a las que ya todos vivían acostumbrados. Debían llevar tendidos en el suelo de la oscura cocina dos o tres días, pero sus cuerpos aún conservaban el calor frío del amor perdido.

Con el enarbolado atardecer que se filtraba por las persianas del pequeño apartamento, toda la atmósfera era un manto rojo ahumado.

El inspector Ullada y su ayudante empezaron a hacer las fotos de rigor, y la paz de los muertos fue perturbada por los flashes que a diestra y siniestra los fueron invadiendo; para el fotógrafo ocasional de homicidios eran sus primeras fotos de novios. Una marcha nupcial se repetía ad infinitum en un viejísimo tocadiscos. Conchita Marededeu, que había sido la vecina de toda la vida, fue la única que habló desde la puerta, pues la policía ya había sellado el paso con cintas adhesivas mientras avisaban a los familiares.

La mano pétrea de la novia aún sostenía el ramo marchito de rosas Virginias que Joan había encargado para ella, en riguroso secreto, a su amigo florista de las Ramblas. Todavía se podía sentir el olor inconfundible a gas que había emanado a chorros del horno abierto. Lo único que tocó Ullada fueron las ventanas, cerradas a cal y canto con todos los pestillos; al abrirlas, una ráfaga de viento liberador limpió el lugar de vahos de muerte, despeinando la melena blanca de la novia, desteñida por la vejez y la tristeza de tantos años perdidos.

Conchita afirmaba contundente no haber visto nunca a nadie visitando a Joan Dolgut, y eso que el ojo de su puerta estaba gastado de tanta chafardería, pues si de algo se vanagloriaba era de saberlo todo de todos; era conocida como la Sherlock del barrio.

Nunca había visto a la muerta ni sabía de su existencia. No pertenecía al barrio, ni a la parroquia, ni a ninguna cercanía del Born.

Una vez que terminó de repetir el mismo cuento, el inspector, cansado de tratar de contener su desaforada curiosidad, la mandó a su casa entregándole una tarjeta para que lo llamara si recordaba algo.

Cuando estaba a punto de emprender la gran pesquisa por el apartamento, un Mercedes gris plomo conducido por un chofer con gorra y guantes se detuvo enfrente del edificio, dejando a un hombre elegantísimo que bajó con cara contrariada mirando el reloj; el percance lo había hecho suspender la asamblea de accionistas. Ullada alcanzó a verlo desde la ventana y entendió que en pocos segundos lo tendría delante. «Éste debe de ser el hijo del finado —pensó—. Vaya si tiene pasta... y de la dura.»

La opulencia ostentosa del hijo no le cuadraba con el humilde piso que se disponía a investigar.

El inspector recibió a Andreu Dolgut, y antes de llevarlo a la cocina, lo preparó para lo que iba a ver.

El largo velo de la novia salía de la cocina y se extendía por la sala, cubriendo íntegramente el piso. Metros y metros de tul finísimo, bordado con maestría, parecían cascadas de ilusiones derramadas sobre el parquet. Había sido la misma Soledad Urdaneta quien había decidido bordarse su propio velo en las largas noches de insomnio, desempolvando sentires mientras hilvanaba agujas que luego florecían en margaritas.

La estancia estaba impecable; todo en su sitio y preparado para un pequeño agasajo. Sobre la mesa del comedor encontró una bandeja con copas de champán aún por llenar; en la cubitera, flotando en agua, una botella sin descorchar de Codorníu; y una tarta de tres pisos vestida en pastillaje blanco, tal como quería Soledad, con sus novios de azúcar coronando la cúspide.

Era la primera vez, en muchos años, que Andreu Dolgut ponía los pies en aquel piso y se dignaba ver el solitario refugio de su anciano padre. Tanto había repudiado la pobreza que había soportado en su niñez, que cuando empezó a ganarse bien la vida abandonó todo lo que le recordaba a aquello, incluso a su propio padre. Sentía vergüenza hasta de su apellido; había llegado a fantasear con un ilustre Bertrán i Montoliu, pero terminó por entender a regañadientes que el apellido no tenía nada que ver con la dignidad y, sin hacer nada, acabó convertido en Andreu a secas.

Ahora, volvía a encontrarse con su pasado. De la pared colgaba aquel viejo reloj de cuco que en su infancia le marcaba las horas de la cena, el recreo y el sueño. A pesar de haber estado hasta los catorce años con su padre, lo desconocía todo de él. Habían vivido en un respetuoso silencio que nunca les había permitido comunicarse con sinceridad. Cuando su madre murió, al dar a luz a una hermanita que duró lo que el parto, la casa dejó de estar viva; era ella quien de vez en cuando cantaba y lo hacía reír; quien lo hacía soñar con ser un gran empresario de coche fino, modales pausados y hoteles de lujo. Lo llevaba al Liceu, a escondidas del padre, sólo para que observara los abrigos de visón, las pajaritas y la parafernalia de la aristocracia, aupándole aún más sus desmesurados sueños. Al morir ella, su obsesión lo convirtió en botones del hotel Ritz y en estudiante nocturno de cuanto curso había; se hizo lector insaciable y autodidacta brillante. Allí fue conociendo los tejemanejes de las altas esferas, y con maestría fue colándose en los sentimientos de los solitarios magnates hasta introducirse en el mundo de los negocios, primero como aprendiz y luego como mandamás. Ahora era presidente de una gran multinacional de perfumería, y aunque lo tenía todo, su expresión agria y ceñuda lo delataba.

Fue apartando el velo, cuidando de no pisarlo, y recorrió el largo pasillo hasta llegar a la cocina. Una vez allí, se le revolvieron las entrañas; ver a su padre tendido en el suelo, vestido con chaqué impecablemente blanco, flor en el ojal y zapatos de charol inmaculado era lo de menos. Lo que hizo que se le saltaran las lágrimas era que nunca en su vida le había visto aquella expresión de felicidad plena, de amor entregado, de juvenil lozanía. Por primera y única vez, lo había visto como él había soñado verlo en su infancia: feliz. La mujer que descansaba abrazada a él era una viejecita de facciones delicadas y arrugas marcadas de sinsabores, que revelaban sufrimientos ahora imposibles de descubrir. Su tenue sonrisa había sellado de amor la comisura de sus labios. Sí, también aquella desconocida anciana irradiaba eso: felicidad. Por primera vez, Andreu Dolgut se diocuenta de que su padre había tenido sentimientos. Se quedó mudo, desnudo frente a los cadáveres, sin modular más que lágrimas. El inspector Ullada, respetando el amargo trago por el que pasaba el hombre, se alejó algunos pasos dejando claro con un gesto que no tenía prisa, que se tomara su tiempo. A fin de cuentas, pensó, no todos los días encuentran al padre de uno, muerto en ese estado tan lamentable.

—Estaban como una regadera —le dijo el inspector a su ayudante para matar el tiempo.

—El amor, hasta a los viejos enloquece —le contestó Bonifasi.

Pero Andreu no lloraba de dolor, sino de rabia; cólera contenida de ver felicidad en el rostro de su padre, algo que él aún no había experimentado, ni siquiera cuando en su juventud empezó a ganar los primeros dineros.

Aunque había llegado a ser el soltero más cotizado de los clubes de Barcelona y se había casado tardíamente, casi rozando los cuarenta, el amor no le llegó de golpe. Se lo buscó a la medida de sus intereses, planificando hasta el último detalle, seleccionando de entre lo más distinguido de la aristocracia barcelonesa a la hija menor de un gran banquero; la pieza más valiosa y apetecible para sus fines, que no eran otros que rodearse por fuera de lo que en su niñez había carecido: el respeto del tener.

Hubo boda por todo lo alto. El Círculo del Liceu, el Ecuestre, la realeza, la banca y hasta el obispo de la Seu d'Urgell acabó por oficiar la misa a coros en la catedral de Barcelona.

Vivía en una espléndida torre de principios de siglo, magníficamente restaurada por Cinnamond, el mejor arquitecto del momento, en plena avenida Pearson. Tenía un hijo adolescente, tres perros dálmatas, cuatro sirvientes y una mujer que gastaba todas las horas en el gimnasio, la peluquería y en la rue de Saint-Honoré de París, de donde se traía el vestuario de toda la familia.

A Andreu, la muerte de su padre, casi inexistente para el resto de la sociedad, lo ponía en un incómodo trance.

Pasado un buen rato, y viendo que no pronunciaba sílaba, el inspector Ullada lo interrumpió.

—Usted dirá qué hago con los difuntos...

La música continuaba sonando. Andreu, acostumbrado a mandar, le señaló el tocadiscos.

—Apague ese esperpento. No me deja pensar. ¿Ha indagado quién es... ella? —preguntó, señalando a la novia.

—Si no lo sabe usted, que es el hijo del novio... —le contestó Ullada con un punto de sarcasmo; empezaban a caerle gordas las ínfulas de aquel hombre.

El inspector ya había localizado, en el pequeño bolso de cocodrilo que había descubierto en la mesita de noche de la sombría habitación, la cartera con el carnet de identidad de la muerta, y había llamado insistentemente a un teléfono que encontró garabateado, sin obtener respuesta. Finalmente había dejado un mensaje con su número de móvil y la urgencia de ponerse en contacto con él, pero no le dio la gana de decírselo a Andreu. «Que se joda», pensó.

Soledad Urdaneta vivía sola en su piso del paseo de Colom, en un magnífico ático que había sido una lujosa vivienda cuando ella llegó de Colombia, en los años cincuenta, con olor a recién casada y con marido. Se había ido deteriorando con los años, y la falta de dinero había oscurecido los cobres imponentes de la puerta, las manijas modernistas y el finísimo trabajo de carpintería de caoba. Había ido vendiendo a anticuarios todos los muebles de valor, y ahora sólo le quedaban unas lámparas déco que conservaba como reliquias y una cabeza de niña en mármol, el rostro de ella esculpido por Maillol, que su padre encargó desde Bogotá como regalo de primera comunión, y del que le dolía demasiado desprenderse.

Toda su vida habían sido mieles y hieles. Las amarguras del destierro forzoso, la lejanía de su patria y el acomodarse a una tierra de estaciones, a fríos y a soledades, y a un idioma que no era el suyo, no hacían más que vaciarle el alma, aún más de lo que se la habían vaciado los amores. A pesar de tener aquel Mediterráneo encrespado de muselina azul frente a sus inmensos ventanales, Soledad Urdaneta no podía alegrarse, pues éste sólo le traía, con las olas, los murmullos de la negación de toda su vida.

Al casarse su hija, quiso llevársela consigo, rogándole que vendiera el piso y fuera a vivir con ellos, pero sabía que sería un incordio para una pareja con ganas de arrumacos; ella no era más que una vieja con los ojos idos y muertos de tristeza. Así que decidió permanecer en su silla, meciéndose y bordando, mirando al mar día y noche... Soñando.

La voz estridente de Conchita Marededeu interrumpió el silencio del piso de Dolgut; volvía a husmear desde la puerta tratando de pescar algún chisme gordo para el vecindario. Con la disculpa de haber recordado un dato de importancia, logró captar la atención de los policías.

—Hace algo más de un mes vi al señor Joan hablando con el butanero —mientras lo decía, desvistió de un tirón con la mirada a Andreu, que se encontraba al final del pasillo. Por aquellos barrios no se veía gente tan acicalada y de tan buen porte.

—¿Algo más? —la increpó Ullada.

—Ah... Montsita, la panadera, lo vio hablando muy animado con una mujer, y eso que él era de pocas palabras, porque ni los buenos días daba. Hay que ver qué poca urbanidad. Se subía al ascensor sin mirar, y una no es de las que necesita del saludo, pero un «hola» se agradece, sobre todo cuando se está tan sola... —Con la última palabra miró a Andreu, entornando los ojos.

A Ullada le dieron ganas de cerrarle la puerta en las narices, pero se detuvo al ver que se abría la vieja reja del ascensor.

Vistiendo falda gris y camisa de popelina blanca, arrugada por el intenso bochorno de ese 24 de julio, una hermosa mujer de rasgos serenos y profundos preguntó a Conchita Marededeu por el inspector Ullada. Apretaba contra su pecho unos viejos libros descuajaringados.

—Yo mismo, señora, pase —con la mano, Ullada la invitó a seguirlo, mientras con los ojos ordenaba a la vecina metiche que se esfumara.

Aun cuando la austeridad de la mujer era evidente, su porte tenía una gracia y una elegancia innatas. Sus ademanes suavísimos, su delicadeza al andar, al ofrecer la mano, la manera como se acomodó el mechón de pelo detrás de la oreja, todo la hacía parecer liviana; una mujer hecha de viento y brisa.

Andreu le pegó un repasón despectivo y se situó al fondo, distrayéndose con los adustos objetos de una repisa, mientras Bonifasi recogía huellas dactilares. Ullada comprobó lo que la dulce voz de la mujer le confirmaba: se trataba de la hija de Soledad Urdaneta. El policía la hizo sentarse antes de que recibiera el golpe.

Aurora Villamarí dejó sobre el viejo sofá los libros con sus fauces abiertas, hambrientos de descanso. Para ella, esos cuadernos eran las extensiones de sus dedos.

—Es sobre su madre... —le dijo el inspector, tratando de evitar una cascada de llanto incontenible que corría el riesgo de caerle encima.

La mujer reconoció en el suelo los metros y metros de vaporoso tul que durante tanto tiempo había visto bordar a su madre con tanta dedicación, y que ésta le había vendido como el encargo de bodas de una novia de Pedralbes.

Intuyó por los ojos lívidos del inspector que lo que le diría sería terrible, pero decidió descubrirlo por sí misma. Corrió desenfrenada por el largo pasillo, levantando y abrazando el infinito velo, que terminó por llevarla a la corona de azahares, marchita en la cabeza de la mujer que se lo había dado todo en la vida. Entonces se abalanzó, a golpe de corazón roto, sobre su cadáver y la inundó de besos y llantos, mientras la abrazaba y arrullaba. La acarició, bañada en lágrimas, componiéndole de nuevo la corona, peinándola con sus dedos, como si se tratara de una madre que arregla a su niña para la primera comunión; con una ternura soplada desde el alma. Así permaneció unos minutos eternos. Cuando se serenó, acarició el rostro gélido del pobre viejo que permanecía agarrado, por la rigidez de la muerte, al cuerpo de ella. Le compuso la rosa del ojal y le besó con suavidad la calva rasa.

Ullada se emocionó con la escena y se prometió pasar más tiempo con su madre.

Aurora Villamarí no entendía nada de nada; arrodillada sobre el suelo de aquella cocina, no digería lo que veían sus ojos. ¿Qué hacía su madre allí, vestida de novia y muerta? ¿Cómo era posible que ella no supiera nada? ¿Quién era ese hombre anónimo que la abrazaba?

Descompuesta de alma y perdida en incertidumbres, fue incorporándose lentamente, tratando de ordenar su honda pena, sin abrazo ni hombro en el que llorar su desgracia. Viéndola tan deshilachada, el inspector Ullada no sabía cómo empezar la indagatoria. Carraspeó, nervioso, y dijo:

—¿Conoce al finado...? —Y sin esperar respuesta, continuó—: Aunque todo parece indicar que decidieron de común acuerdo pasar a la otra vida... ¿Sabe si tenía enemigos?

Aurora negaba con la cabeza mientras buscaba un kleenex en su cartera. Un pañuelo perfumado le llegó de la mano de Andreu, pero ella lo rechazó; le daba vergüenza manchar con sus mocos aquel algodón tan fino.

—¿Enemigos? —repitió Aurora con voz entrecortada—. A veces la propia vida es enemiga de la vida...

Andreu miraba el reloj sin pestañear, tratando de dar término a ese interrogatorio sin sentido. Si llegaba a tiempo, alcanzaría a llamar a Nueva York. No quería que se le escapara el broker al que había citado en videoconferencia.

—¿Autopsia?... —Andreu señaló con su dedo acusador al inspector mientras continuaba—: No quiero que le den largas al entierro. No quiero autopsias ni papeleos. Cuanto más rápido acabemos con esto, mejor.

Aurora lo fulminó con sus ojos color tierra y su dulce voz sonó rotunda:

—Quiero saber por qué murió mi madre.

El levantamiento de los cadáveres se hizo con todas las precauciones posibles. Hubo que traer camilla doble, pues fue imposible separar a los muertos; el abrazo los había convertido en un solo ser. Una escultura doble de amor blanco. Por petición de la hija de Soledad, el velo no fue cortado, ni el ramo de novia quitado. Así, tal y como los encontraron, fueron directos a la morgue para la autopsia. Andreu salió furioso del piso, amenazando con su bufete de abogados al inspector, que sólo cumplía con su deber.

Aurora pidió permanecer un largo rato en el apartamento, tratando de hallar en aquel lugar el eco de la voz de su madre, aclarándole los espesos nubarrones de sus penas y desconciertos.

En la diminuta sala de Dolgut, el gran piano de cola abierto —la única pieza de valor que había en la casa— aguardaba las caricias de su dueño. El instinto de pianista enamorada fue llevando a Aurora a tocarlo, primero con timidez y luego con pasión desbocada. Interpretaba magistralmente la melodía que de niña tantas veces había oído tararear a su madre. Cada compás arañaba el corazón del inspector Ullada, que había decidido concederle aquel último deseo de hija huérfana. Aurora tocó y tocó, hasta que se le agotó el dolor, hasta que el espíritu de su madre terminó de salírsele por los dedos. Los vecinos del edificio que la oyeron creyeron que aquella melodía era el alma en pena de Dolgut, que nunca descansaría en paz por no haber acatado los designios de Dios de llevárselo cuando lo necesitara, desafiando su deseo con el pecado del suicidio.

Sin saber por qué, Aurora Villamarí no llamó a su marido para contarle lo que acababa de saber; se fue directamente a casa de su madre, después de despedirse con amabilidad de Ullada, quien insistió hasta el final en acompañarla donde fuera.

El anochecer no llegaba sobre el paseo del Born. Los ocres se habían quedado suspendidos en las viejas fachadas, y los pies de Aurora la llevaban como autómata al viejo piso de su niñez. La turistada veraniega llenaba la calle Monteada de júbilo. Los músicos callejeros desempolvaban en cada portal repertorios sudamericanos, mozartianos y vivaldianos, preparando una noche de fiestas pobres.

Aurora cruzó el Palau Dalmases y la casualidad la hizo escuchar de nuevo la melodía que acababa de interpretar para su madre; salía del interior de un bar barroco. Aun sabiendo que daría más vueltas, había preferido tomar ese camino para acompañarse de extraños en aquella soledad recién estrenada. Sus interrogantes se mezclaban confusos con sus recuerdos. Bajó por Via Laietana sin darse cuenta de que Ullada la seguía a prudente distancia.

Al llegar, el viejo piso le regaló los olores de su infancia. Esta vez su madre no salía a recibirla, pero el anochecer ya se había abierto paso por entre los muebles.

¿Dónde empezar a buscar lo que no sabía que tenía que encontrar? Sobre la mesa del comedor descubrió un recorte de periódico, con una entrevista a un médico especializado en contaminación de barcos, que hablaba de muertes por inhalación de gas; el artículo enumeraba alrededor de veinte casos distintos. Aurora no se atrevió a leerlo completo, pero lo guardó en el bolso para estudiarlo con calma. El dolor que le producía el que su madre no hubiese pensado en ella a la hora de hacer lo que hizo, acababa de nacerle. Se metió en su habitación, sintiendo que profanaba un lugar sagrado, y fue abriendo cajones, cajitas y cuanto baúl halló sin encontrar nada. En el espaldar de la cama de su madre colgaba un rosario de Murano, comprado en el Vaticano en su viaje de novia, que siempre había visto en sus manos. Sobre la mesita de noche descansaba la foto de su padre, con mirada de artista de cine: Para Solita, que marca el camino de mis sueños iluminando mis días de esperanza. Con profundo respeto y ardiente anhelo. Siempre, tu Jaume. Estaba fechada el 24 de julio de 1949, la fecha del cumpleaños de su madre. Ese día, precisamente, hacía cincuenta y seis años que la había escrito, pensó Aurora mientras la colocaba de nuevo en su sitio.

En ese instante fue consciente por primera vez de la cantidad de años que se llevaban sus padres. Se puso a hacer cálculos y le salió una diferencia de veinticuatro años. «Demasiados», pensó en voz alta.

Junto al armario, el mueble de persianas que siempre se había mantenido rigurosamente cerrado llamó su atención. Trató de abrirlo, pero no pudo. Buscó en el manojo de llaves que cargaba su madre y probó cada una de éstas en la cerradura, sin resultado. Sintió que allí podría encontrar una pista, y se empeñó en abrirlo. Cuando llevaba un rato tratando de hacerlo con dos horquillas del pelo, le pareció oír ruidos dentro del piso. Salió al pasillo pero todo parecía estar en orden; aquella distracción le sirvió para abandonar su tarea y darse cuenta de lo tarde que era.

La noche se había convertido en un manto negro sin luna. Miró el reloj: iban a dar las diez y aún no había aparecido por casa. Decidió llamar entonces a su marido y contarle lo ocurrido.

Esa noche, Andreu Dolgut se preparaba para asistir a una cena. Había llegado justo a tiempo para darse una ducha rápida y preparar la cabeza para charlas frivolonas y carcajadas medidas. Mientras se vestía, le llegó la imagen de su padre muerto en chaqué de lino, pero la espantó eligiendo la corbata. Se quedó con una de Versace, de las cuarenta que aún le quedaban por estrenar. Tita Sardá, su mujer, salió en vaporosas sedas y luciendo un bronceado escote que desbordaba dos siliconas maduras. Tenía un cuerpo firme y fibroso, moldeado a punta de días enteros de spinning y maquinitas, y aunque no necesitaba de acicales para estar bella, iba impecablemente maquillada con todos los potingues de Chanel.

—¿Cómo estoy? —Abrió los brazos, girando delante de su marido.

—Serás la envidia de la cena —le dijo Andreu sin siquiera mirarla, sabiendo que con esa respuesta no lo marearía más.

Acabaron de arreglarse y Tita, evitando despintarse los labios, lanzó un beso al aire a su hijo, que jugaba ruborizado con la Play Station, y otros tres a sus amados dálmatas.

Llegaron envueltos en halos refinados a encontrarse con los de su misma especie. Allí, entre bocados de foie-gras y sorbos de Sauternes, comenzaron a planear las vacaciones que estaban a punto de empezar. Quedaron de recorrerse las costas de Croacia, fondeando en lugares de la jet, donde entre otros estaría el Pacha III de Carolina de Monaco. Mientras las risas de su mujer envolvían la reunión de coqueteos, y los viejos más jadeantes y babosos jugaban a flirtear con su joven esposa, envidiándole su condición de marido, Andreu decidió ocultar del todo la muerte de su padre. Ni loco quería desentrañar su pasado, y menos ahora, que hacía parte de tan altos linajes. Le quedaba por resolver qué haría con el cadáver y cómo se las arreglaría para tapar con aserrín su pasado gris.

—Dicen que los paparazzi los descubrieron en pleno yate haciendo un trío —comentó uno de los asistentes.

—Como si hacían un quinteto —contestó el más viejo—. La pena no es que lo hicieran, sino no haber estado allí.

La esposa de éste entró en un paroxismo de muecas reprimidas, tratando de ocultar su enojo.

—Cariño... ¿te pasa algo? —le dijo Tita a Andreu.

—Estoy un poco cansado —le contestó él, ausente.

—Lo exprimes demasiado... —dijo el viejo con voz socarrona a Tita—. Ya sabes, Andreu, si necesitas ayuda... aquí un amigo.

Una hora después se despedían con abrazos; la próxima reunión la celebrarían en Llavaneres, en la mansión de Andreu y Tita.

Cuando Aurora Villamarí llegó a su casa ensopada de tristeza, su hija la recibió con los brazos abiertos y las congojas florecidas. Su abuela era el ser más maravilloso que había conocido nunca, y no podía digerir su absurda muerte. A través de sus relatos fantásticos había aprendido a acariciar la piel y el alma de un país esmeralda, de nubes de algodón y cerros indestronables, del cual ella se sentía hija adoptiva. Muchas veces, en el colegio, fantaseaba diciendo que era colombiana, y lo hacía sobre todo porque sentía que de corazón lo era. Sus ojos color tierra, de pestañas enredadas, hablaban de un origen canela. Solía endulzar las zetas y las ces, buscando imitar el acento de su abuela, mantenido a pesar de los años como rango jubiloso y signo de identidad.

Aunque Aurora ardía en deseos de llevar a su hija a conocer la tierra verde de la que tanto le hablaba su abuela, nunca habían pisado suelo colombiano por falta de recursos, pues la familia vivía del escueto sueldo que ganaban: su marido, como encargado de producto de una empresita de garrapaticidas y pulguicidas, y ella como profesora de clases de piano a domicilio. El fin de mes lo acababa siempre a saltos de mata, con horas extras de sonatas a niños pijos y resabiados.

Del rancio abolengo de su madre le quedaban en herencia la dignidad, los buenos modales y la sangre intachable de los Urdaneta. Lo demás se había ido perdiendo con los años; por lo menos, eso era lo que le había contado su madre, y debía ser verdad, pues las fotos de sus antepasados exudaban clase y prestancia.

Había crecido pasando páginas de álbumes que la hacían soñar con lujos y fiestas en clubes distinguidos. Para ella, lo único que contaba era que un abuelo lejano pagaba sus clases de piano, y eso era suficiente para ser feliz. Todas las noches le pedía a Dios que el abuelo viviera para siempre, pues sin piano ella no podría vivir. Al morir éste, ya tocaba el instrumento como los ángeles; con una delicadeza etérea que hacía llorar al más insensible de los mortales.

Por eso, cuando el inspector Ullada la escuchó tocar en el piso de Dolgut, sintió que aquellos dedos no sólo habían reblandecido todas sus durezas; también le habían acariciado el alma, y no sabía por qué, necesitaba escucharla de nuevo.

Mariano Pla trataba de consolar a su mujer y a su hija cuando sonó el teléfono. Eran las dos y media de la madrugada, y Ullada necesitaba hablar con Aurora.

—Con todos mis respetos, señora, perdone por llamarla a estas horas... Mañana quedan libres de análisis los interfectos. En la morgue me han dicho que no han podido separar los cuerpos... ¿Quiere que lo hagan a la fuerza?... Ya sabe... —Dejó entender que cortarían los brazos.

—No los toquen más. Diga que los dejen en paz de una vez.

Aurora había tomado una determinación que no sabía aún cómo resolvería; todavía le quedaba la noche para pensar. Llamó a la funeraria y puso en marcha algo que no contó ni a su marido ni a su hija.

Dada la singularidad del caso, tardaron dos días más entre papeleos de pompas fúnebres, permisos y registros de defunción. Aurora Villamarí se gastó todos sus ahorros en llevar a cabo la ceremonia más bella y sui generis que se había visto jamás.

Habló con el mosén de la basílica de Santa Maria del Mar; un misionero jesuíta de sensibilidad y comprensión únicas que había sido su amigo íntimo de infancia y a quien solía deleitar todos los domingos con su piano, acompañándolo en la misa de las doce. Le pidió que oficiara una boda in extremis morten, y su maravilloso amigo aceptó.

La mañana de la boda-entierro, Aurora bajó al sótano de la funeraria y ayudó al encargado a poner los trajes en los cuerpos embalsamados de Joan Dolgut y Soledad Urdaneta, maquillando con suavidad y esmero el rostro ajado de su madre, que permanecía con aquella amorosa sonrisa en los labios. Con una sangre fría que sólo le venía del infinito amor que sentía por ella, la perfumó con su colonia favorita, Air de Roses, preparándola para la ceremonia. Al novio volvió a colocarle la flor en el ojal y le ajustó el chaqué.

Había corrido como loca y al final había encontrado en Poblé Nou, en la esquina de la calle Pallars, un viejo taller de carpintería que en dos días le fabricó una caja doble de cedro; un féretro de enamorados.

El inspector Ullada la puso en contacto con Andreu Dolgut, quien sintió un gran alivio al oír lo que Aurora le proponía. Ya no tenía que preocuparse del cadáver de su padre, pues una chiflada quería enterrarlo con su madre. Sin ningún tipo de remordimientos, cedió el cuerpo, con la condición de que no se hablara de él para nada. Quiso pagar lo referente al cementerio, pero Aurora no aceptó ni un céntimo. Un ser que se comportaba de esa manera con un padre no era digno siquiera de existir.

En el funeral, Aurora Villamarí reunió a sus condiscípulos del Conservatorio Nacional de Música de la calle Bruc e improvisó una orquesta que tocó solemnemente la Marcha nupcial de Mendelssohn, mientras los cuerpos entraban y eran colocados frente al altar mayor. El interminable velo salía del ataúd y se desbordaba en ríos, formando cataratas de espuma sobre el suelo.

El párroco, tal y como había quedado con Aurora, ofició la ceremonia de boda derramando humanidad. Habló sobre la fuerza del amor sin arrugas ni tiempo. De la eternidad sin edad del alma. De la vida que no muere. Del amor profundo, ese sentimiento espiritual que no necesita de hechos para nutrirse, porque él mismo es alimento. Frente al féretro, el corazón del sacerdote hizo una profunda reverencia.

—El verdadero amor no muere —dijo.

Joan Dolgut y Soledad Urdaneta lo sabían. Las sonrisas talladas en sus labios lo confirmaban. Su amor era inmune a los cuervos de la muerte. A la tenue luz de los cirios, sus caras irradiaban luz del alma.

—Los momentos de auténtico amor son siempre sin palabras —concluyó el sacerdote, cerrando así la ceremonia nupcial.

Un silencio de pétalos blancos se pegó a las paredes de piedra. Parecía que la respiración del mundo había cesado. Durante muchos minutos nadie habló. Aun cuando la iglesia estaba llena, el eco del silencio la había vaciado. Allí estaban todos ungidos de respeto: el gremio de floristas de las Ramblas, que tapizaron la basílica de flores inmaculadas en homenaje al amigo Dolgut; el carnicero del barrio, los tenderos de La Boquería, las dueñas de mercerías, amigas de costuras y tertulias de Soledad; los vecinos de ella y de él, con sus hijos, nietos y ahijados, la panadera Montsita, el librero de La Hormiga de Oro, donde Joan Dolgut solía pasarse las horas leyendo libros que nunca compraba, el del bar La Gloria, las de los rosarios de iglesia... Todos habían desempolvado el alma de recuerdos para darles el último adiós. Soledad y Joan nunca habrían imaginado tener a tanta gente que los quisiera.

Un Aleluya de Haendel cantado a coro por los amigos de Aurora del Orfeó Català dio paso a la segunda parte: el funeral.

No podía creerlo. Al fondo, escondido entre las columnas, junto a la puerta, Andreu Dolgut no daba crédito a lo que veía. Presenciaba la escena con gafas oscuras. Por una vez había colgado el traje y la corbata, vistiéndose con la camisa y el pantalón más gastados que encontró. Había acudido a la ceremonia movido por una curiosidad sin adjetivos que lo había hecho anular todas las citas de la mañana.

Había visto la entrada de su padre a la iglesia, y observado a cada uno de los asistentes, reconociendo entre ellos viejas caras; muchas eran de niños con los que había compartido travesuras de infancia y sueños adolescentes. Todos lloraban compungidos la muerte de su padre y él no entendía por qué.

Bajar de estrato social, aunque sólo fuera para ver aquello, había provocado en Andreu un pánico sudoroso a perder lo que tenía. Por nada del mundo quería volver a pertenecer a esa gente que olía a colonias baratas, naftalinas y telas rancias. Palpar tan de cerca la ramplona vida de su barrio fue dejándole un poso de sentimientos enmarañados. Aun en esa incomodidad de clase media baja, resistió hasta el final la ceremonia de los funerales.

El inspector Ullada lo descubrió cuando entraba, pero al pasar junto a él hizo ver que no lo veía, aunque le dieron ganas de vomitarle encima; ahora la pena de Aurora había pasado a ser su propia pena. Se sentía solidario y orgulloso de lo que estaba haciendo aquella mujer. Aunque quiso colocarse en los primeros bancos con los deudos, compenetrado por aquellos intensos días de convivencias con los muertos, se mantuvo discretamente alejado y aprovechó para analizar el comportamiento de Andreu.

Todavía quedaba por comunicarle a Aurora Villamarí lo que había descubierto esa mañana leyendo el informe del forense. De momento, se lo reservaba; quería investigar más por su cuenta.

Pasaron muchos días en los que Aurora se refugió en el piano y el cementerio. Todos los miércoles, después de las clases, subía a pie la montaña de Montjulc, con un ramo de lirios blancos que colocaba siempre en la tumba de su madre. Hablaba en silencio con ella, mientras brillaba la lápida de mármol negro.

Le había costado mucho enterrarlos en el lugar que tenía las vistas más bellas del Mediterráneo, pero finalmente lo había conseguido. Allí, mirando el mar, Aurora un día tomó la determinación de llegar al fondo de aquella historia de amor. Necesitaba saber quién había sido Joan Dolgut y por qué su madre nunca le había hablado de él.

Empezó por volver al piso de su madre.

Desde el día de su muerte, no se había sentido con ánimos de regresar a enfrentar ausencias mezcladas de pasados, pues allí también estaban los recuerdos de su infancia, que sólo al desaparecer su madre empezaron a brotarle.

El pasillo, donde solía deslizar sus calcetines tratando de sentirse patinadora de suelos mientras ayudaba a encerar las baldosas a su madre, ya no brillaba. El viejo piano Steinway, enviado en barco desde Colombia por su abuelo como regalo en el día de su comunión, ya no sonaba; abandonado el día de su boda por no caber en su pisito de recién casada de Les Corts, se había quedado mudo a pesar de que decenas de afinadores le habían manoseado las entrañas. En sus teclas muertas permanecían atrapadas sus alegres clases y progresos. Del baño salían, por obra y gracia de la memoria, las canciones que cantaba a dúo con su madre mientras se bañaban. Paseando entre soledades la saludaba el olor de las arepas con queso y el chocolate espumoso de cada desayuno, ritual de ancestro colombiano; la seriedad áspera de su padre sentado siempre en el escritorio, escribiendo a parientes cartas que nunca enviaba; los deberes del colegio y el miedo a las monjas de Bellavista. Todo estaba allí, dándole la bienvenida.

Al llegar a la habitación de su madre intentó abrir el armario de persianas que había estado forzando la última vez y éste cedió sin dificultad. Estaba convencida que el seguro estaba puesto; ella misma había luchado por abrirlo. Sin entender nada, empezó a explorarlo. El antiguo escritorio rebosaba de papeles clasificados por orden alfabético y cronológico.

En una pila encontró las cartas de su abuelo Benjamín, escritas en modelada caligrafía inglesa. El árbol genealógico de la familia Urdaneta Mallarino y fotos de la fábrica. El abuelo, impecable, de traje y sombrero, sentado entremedio de obreros y obreras, todos con cara de circunstancias, y al fondo, el gran letrero: Jabonerías y Cererías Urdaneta. ¡Por fin podía ver todo aquello!

Halló diversos diarios del padre de su madre que narraban los viajes de placer y cruceros hechos en la juventud; la noticia amarillenta en la portada de El Tiempo, manchada con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y muchos recortes de periódico que recogían la convulsa vida bogotana de aquellos días.

Las gafas de la bisabuela, un cofre con miniaturas de rosarios hechos con rubíes y esmeraldas, la colección de cuentos de Rafael Pombo y una viejísima corteza de tronco, arrancada a navajazos, con un corazón tallado y las iniciales J y S en su interior. Aurora se quedó con aquello que tanto podía ser de su padre y de su madre (Jaume y Soledad), como de Joan Dolgut y su madre (Joan y Soledad).

Iba colocándolo todo sobre la cama, vaciando rincones y cajoncitos. Envuelta en una carta, encontró una larga trenza de pelo negro con un lazo azul, y en una bolsa plástica, un vestido a flores, de cintura marcada y ancha falda, muy juvenil y veraniego, casi sin estrenar. En la misma bolsa, un pequeño estuche de terciopelo rojo la intrigó; dentro encontró una especie de anillo, que en verdad era un amasijo de alambres oxidados, una foto agüita desteñida de la que sólo quedaba visible la parte de los zapatos de un hombre y de una mujer, y un negativo en mal estado.

Aurora Villamarí nunca había visto tantos años viejos desparramados sobre la cama. Eran decenas de piezas sueltas que hablaban mudas. Si nada de eso hubiese estado allí, se habría dicho que su madre muerta no había existido. «Sólo quedamos vivos en las cosas que dejamos», pensó mientras acariciaba el amasijo de filigrana enmohecida que permanecía en el estuche rojo.

Cuando acabó de vaciar todo lo que quedaba, comprobó que lo que andaba buscando no estaba.

Pero Soledad Urdaneta había existido. Era la hija única de Benjamín Urdaneta Lozano y Soledad Mallarino Holguín, bogotanos de pura cepa y católicos convencidos. Desde su nacimiento se ganó a su padre a fuerza de ojos y dulzura; pasada la decepción de no haber coronado su hombría con un primogénito varón, su padre había enloquecido de amor por ella. Solita era la niña de sus ojos: amada, consentida y educada desde la cuna para ser una gran dama de la alta sociedad bogotana.

Sus primeros años transcurrieron entre algodones y los cuidados de su madre y sus niñeras. Tuvo profesora exclusiva de glamour y buenos modales; de dicción, música y canto; de bordados y costura; de danza clásica y ritmos modernos; de inglés y francés.

Desde que tuvo uso de razón y durante siete interminables años, su madre la había obligado cada domingo a vestir los hábitos de la Virgen de Lourdes para asistir a la misa de las doce en pago de una promesa. Cuando no había cumplido aún los dos meses de nacida, una epidemia de tos ferina había azotado Bogotá, y Solita se había contagiado. Su madre, que era ferviente devota, en un intento desesperado por salvarla, había recurrido a un remedio taumatúrgico prometiendo a la Virgen que, si la curaba, su hija a partir de la primera comunión vestiría sus hábitos en agradecimiento. Salvo por aquella promesa dominguera que la avergonzaba en público, la niñez de Soledad Urdaneta había sido feliz.

Vivía en una quinta de ensueño, pintada de azul índigo, que su padre se había empeñado en construir en Chapinero, en pleno norte de Bogotá, donde se encontraban las casas quintas más aristocráticas de la ciudad. Allí, en el centro del descomunal patio, y rodeado de eucaliptos, aves del paraíso y rosas, su padre, para darle gusto, había hecho plantar un molino de viento, de recia armazón de hierro, del cual ella se había enamorado en una travesía veraniega. Aquel molino en movimiento esparcía todas las fragancias, perfumando con sus vapores sus días y sus noches.

Comía en vajilla y manteles traídos de Italia. Vestía con etaminas suizas y cintas de satén. Dormía en cama de bronce con doseles de princesa; tenía una cómoda enchapada en nácar y un espejo historiado con rosas de cristal, que cada mañana le devolvía un rostro de óvalo blanquísimo, de líneas puras, enmarcado por una cascada de pelo azabache que le rozaba la cintura y que su niñera peinaba cada noche, con cepillo de plata, cien veces, mientras ella recitaba las lecciones del día siguiente. Sus ojos eran dos lágrimas de ónix profundo llenas de luz. Era bella, y aunque lo sabía, aprendió desde pequeña a no creérselo.

Su padre, que había heredado una antigua fábrica de velas y glicerinas, era el dueño y señor de una próspera industria de jabones que les había permitido rodearse de todos los lujos. Era socio de los clubes más prestantes de la ciudad, y no había espectáculo digno al que no asistiera en el teatro Colón.

Su madre, dama de altos linajes, ejercía de dueña y señora de la casa, combinando sus dotes de mando con los juegos de canasta y bridge, la vida social y las costumbres europeas que empezaban a imponerse en los clubes bogotanos.

Su vida de adolescente prematura había transcurrido entre el Sagrado Corazón, el Country Club, las misas del domingo en la iglesia de Nuestra Señora de Lourdes, sus clases particulares, sus amigas de confidencias y los maravillosos viajes que todos los veranos organizaba su padre y que la sacaban del frío de la sabana y la bruma de los cerros.

Hasta los catorce años, la vida de Soledad Urdaneta había sido un sueño... Hasta que conoció el amor.

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