PRIMERA PARTE
FALLO
Si no cometes errores, es que no trabajas con problemas
lo suficientemente difíciles. Y ése es un gran error.
Frank Vilczek, físico de partículas.
Alicia se sentía fastidiada, lo que no era exactamente algo infre cuente. Miró con hostilidad al hombre delgado que estaba al otro lado de la mesa y se preguntó si estaba comportándose de forma delibera damente irritante, o si aquella no era más que su mejor-personalidad-del-menú.
—¿Una orden para parar mi experimento? —Ella repitió sus pala bras con desdén.
—Para parar todas las pruebas con uranio.
—¿Van a detener todo el jodido colisionador?
—Queda la evaluación final de seguridad A-3.
—¡Pero si ya está!
—Pero no está terminada ni presentada.
—¡¿Qué?! ¿Acaso quieres todo el papeleo?
—Mira, no quiero que llueva durante tu desfile...
¿De verdad había dicho llover durante tu desfile? Ese hombre de bería vivir en un museo, pensó.
—Son los abogados, ¿verdad?
Un juez de Long Island había impuesto una orden de parada al la boratorio, que duraría hasta que se realizase otro informe de impacto ecológico. El condado de Suffolk era un hervidero de defensores del medio ambiente: en una ocasión habían cerrado una planta de energía nuclear de cinco mil millones de dólares.
Él le dedicó una sonrisa de lechuga marchita.
—Tengo que comprobarlo y luego pasárselo al departamento le gal. Ellos lo certificarán para el juez.
—Creí que todo eso ya estaba hecho.
Hugh Alcott levantó un grueso montón de papeles. Ella recono ció el informe de seguridad por la encuadernación.
—Faltan algunos detalles técnicos.
—¿Los antecedentes? Me dijeron que el laboratorio arreglaría ese asunto.
—Creo que ése es tu trabajo. —Se le conocía como el «nazi de se guridad» por su antipático e inquebrantable comportamiento y, aho ra, le dedicaba la inexpresiva mirada propia de un agente de seguri dad—. Supongo que podrías comprobarlo con...
—Se suponía que el maldito informe tenía que haber llegado ayer.
Él se agitó, incómodo, en su silla modelo estándar. Ella vio que no le gustaba estar sentado mientras ella estaba de pie, sobre todo porque ella, en todo caso, era más alta que él. Él se rascó el oído, y ella notó que el peluquín de hoy era un discreto modelo que imitaba el estilo de Tom Cruise del 95. Conocía tan bien a ese tipo que le resultaba previ sible.
—Creo que en este caso tenemos que poner los puntos sobre las íes.
Alicia se volvió, cruzó los brazos y se obligó a sí misma a mirar por la ventana. En el este de Long Island, a principios de primavera, la hierba apenas sobresalía del barro marrón, y las rodadas de los camio nes estropeaban la vista de los pinos y del suave cielo lleno de nubes. Había vivido en el Este, y una sensación familiar la inundaba cada vez que venía de visita desde California: este era un lugar viejo y gastado. Y ella los prefería nuevos. Estaba a punto de enfadarse con Alcott, así que dejó que pasasen cinco segundos de silencio sepulcral con la espe ranza de que eso sirviese de algo. Desde que se había mudado a Cali fornia le resultaba difícil trabajar con los tipos de la costa Este. El campus donde vivía, en la Universidad de California, en Irvine, fun cionaba de una forma sutilmente diferente. Cuando volvía a Brookhaven, a trabajar, tenía que reajustar su conducta. Se volvió, con los bra zos firmemente cruzados sobre la camisa azul de trabajo, y dijo con lentitud y claridad:
—Mira, he... hemos planeado durante años emplear uranio en es tos ensayos.
—Sí, lo sé, pero el asunto es que esta demanda...
—¡El uranio es el asunto! El comité de evaluación dijo: «Ponga todos los detalles y haremos que se apruebe.» Todo a la vez, me di jeron.
—Entonces tienes que esperar retrasos.
—¡Pero estamos listos para empezar! Mi equipo está preparado.
—Eso fue un error de Operaciones —parpadeó como un búho—. No de mi departamento.
—¡Me dijo que todo estaría listo un mes antes!
—Eso fue antes de que los Amigos de la Tierra presentasen su de manda. Una vez más, no es mi departamento.
No es mi departamento, dijo Wernher von Braun, pensó frívola mente. Sólo los disparé. ¿A quién le importan dónde caen?
—Tengo que empezar. Si pierdo tiempo...
—Debías haber previsto retrasos cuando aceptaste tu calendario de pruebas —dijo él. Era otra frase estándar—. Tienes un plazo de una semana. Es el único experimento en funcionamiento mientras los grandes detectores son revisados lejos del rayo. Lo sabías...
—Es culpa tuya, ¡maldición! —Se mordió el labio para impedirse decir más, pero su tono de voz ya había causado el daño.
La mandíbula de Alcott se endureció hasta el punto que ella espe ró oír cómo sus dientes saltaban uno a uno, como palomitas de maíz de esmalte.
—El que echa la culpa a sus herramientas es un mal operario.
—¡Incluso tus frases hechas son una tontería!
Los labios de él se convirtieron en una línea blanca.
—Mira, esto no va de otra cosa, sólo sobre reglamentos y proce dimientos.
—¿De qué «otra cosa» hablas?
—Me refiero a que seas negra. Reinó el silencio durante unos momentos.
—No lo pensaba —dijo con más frialdad de lo que pretendía.
—Bien. No eres más que otra invitada en las instalaciones, ¿en tiendes? Y hasta que no completes los detalles técnicos...
—No esperaba otra cosa —murmuró con cuidado, percibiendo que él había dicho «invitada» en lugar de «usuaria», el término habi tual.
—Recuerda que fuiste admitida por esos puntos de minorías cien tíficas que se añadieron a la propuesta de tu grupo.
—¡Vale, vale!
Salió antes de que pudiese añadir algo y estropear las cosas aún más. Sus botas pisaron el cemento y resonaron con un tictac que le re cordó que estaba malgastando el tiempo.
Alicia se sentía fastidiada, lo que no era exactamente algo infre cuente. Miró con hostilidad al hombre delgado que estaba al otro lado de la mesa y se preguntó si estaba comportándose de forma delibera damente irritante, o si aquella no era más que su mejor-personalidad-del-menú.
—¿Una orden para parar mi experimento? —Ella repitió sus pala bras con desdén.
—Para parar todas las pruebas con uranio.
—¿Van a detener todo el jodido colisionador?
—Queda la evaluación final de seguridad A-3.
—¡Pero si ya está!
—Pero no está terminada ni presentada.
—¡¿Qué?! ¿Acaso quieres todo el papeleo?
—Mira, no quiero que llueva durante tu desfile...
¿De verdad había dicho llover durante tu desfile? Ese hombre de bería vivir en un museo, pensó.
—Son los abogados, ¿verdad?
Un juez de Long Island había impuesto una orden de parada al la boratorio, que duraría hasta que se realizase otro informe de impacto ecológico. El condado de Suffolk era un hervidero de defensores del medio ambiente: en una ocasión habían cerrado una planta de energía nuclear de cinco mil millones de dólares.
Él le dedicó una sonrisa de lechuga marchita.
—Tengo que comprobarlo y luego pasárselo al departamento le gal. Ellos lo certificarán para el juez.
—Creí que todo eso ya estaba hecho.
Hugh Alcott levantó un grueso montón de papeles. Ella recono ció el informe de seguridad por la encuadernación.
—Faltan algunos detalles técnicos.
—¿Los antecedentes? Me dijeron que el laboratorio arreglaría ese asunto.
—Creo que ése es tu trabajo. —Se le conocía como el «nazi de se guridad» por su antipático e inquebrantable comportamiento y, aho ra, le dedicaba la inexpresiva mirada propia de un agente de seguri dad—. Supongo que podrías comprobarlo con...
—Se suponía que el maldito informe tenía que haber llegado ayer.
Él se agitó, incómodo, en su silla modelo estándar. Ella vio que no le gustaba estar sentado mientras ella estaba de pie, sobre todo porque ella, en todo caso, era más alta que él. Él se rascó el oído, y ella notó que el peluquín de hoy era un discreto modelo que imitaba el estilo de Tom Cruise del 95. Conocía tan bien a ese tipo que le resultaba previ sible.
—Creo que en este caso tenemos que poner los puntos sobre las íes.
Alicia se volvió, cruzó los brazos y se obligó a sí misma a mirar por la ventana. En el este de Long Island, a principios de primavera, la hierba apenas sobresalía del barro marrón, y las rodadas de los camio nes estropeaban la vista de los pinos y del suave cielo lleno de nubes. Había vivido en el Este, y una sensación familiar la inundaba cada vez que venía de visita desde California: este era un lugar viejo y gastado. Y ella los prefería nuevos. Estaba a punto de enfadarse con Alcott, así que dejó que pasasen cinco segundos de silencio sepulcral con la espe ranza de que eso sirviese de algo. Desde que se había mudado a Cali fornia le resultaba difícil trabajar con los tipos de la costa Este. El campus donde vivía, en la Universidad de California, en Irvine, fun cionaba de una forma sutilmente diferente. Cuando volvía a Brookhaven, a trabajar, tenía que reajustar su conducta. Se volvió, con los bra zos firmemente cruzados sobre la camisa azul de trabajo, y dijo con lentitud y claridad:
—Mira, he... hemos planeado durante años emplear uranio en es tos ensayos.
—Sí, lo sé, pero el asunto es que esta demanda...
—¡El uranio es el asunto! El comité de evaluación dijo: «Ponga todos los detalles y haremos que se apruebe.» Todo a la vez, me di jeron.
—Entonces tienes que esperar retrasos.
—¡Pero estamos listos para empezar! Mi equipo está preparado.
—Eso fue un error de Operaciones —parpadeó como un búho—. No de mi departamento.
—¡Me dijo que todo estaría listo un mes antes!
—Eso fue antes de que los Amigos de la Tierra presentasen su de manda. Una vez más, no es mi departamento.
No es mi departamento, dijo Wernher von Braun, pensó frívola mente. Sólo los disparé. ¿A quién le importan dónde caen?
—Tengo que empezar. Si pierdo tiempo...
—Debías haber previsto retrasos cuando aceptaste tu calendario de pruebas —dijo él. Era otra frase estándar—. Tienes un plazo de una semana. Es el único experimento en funcionamiento mientras los grandes detectores son revisados lejos del rayo. Lo sabías...
—Es culpa tuya, ¡maldición! —Se mordió el labio para impedirse decir más, pero su tono de voz ya había causado el daño.
La mandíbula de Alcott se endureció hasta el punto que ella espe ró oír cómo sus dientes saltaban uno a uno, como palomitas de maíz de esmalte.
—El que echa la culpa a sus herramientas es un mal operario.
—¡Incluso tus frases hechas son una tontería!
Los labios de él se convirtieron en una línea blanca.
—Mira, esto no va de otra cosa, sólo sobre reglamentos y proce dimientos.
—¿De qué «otra cosa» hablas?
—Me refiero a que seas negra. Reinó el silencio durante unos momentos.
—No lo pensaba —dijo con más frialdad de lo que pretendía.
—Bien. No eres más que otra invitada en las instalaciones, ¿en tiendes? Y hasta que no completes los detalles técnicos...
—No esperaba otra cosa —murmuró con cuidado, percibiendo que él había dicho «invitada» en lugar de «usuaria», el término habi tual.
—Recuerda que fuiste admitida por esos puntos de minorías cien tíficas que se añadieron a la propuesta de tu grupo.
—¡Vale, vale!
Salió antes de que pudiese añadir algo y estropear las cosas aún más. Sus botas pisaron el cemento y resonaron con un tictac que le re cordó que estaba malgastando el tiempo.
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