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Un amor en Bangkok




Sentado sobre la tapa del inodoro, con la cabeza recostada contra la pared de azulejos, el alguacil fumaba con desusada fruición.

Miraba el cigarrillo amorosamente antes de cada pitada, se lo llevaba a los labios con estudiada lentitud, y recién después inhalaba aquel humo tibio y áspero, que le provocaba un ligero escozor en la garganta y que se expandía como una bruma muy densa por sus pulmones. Entonces lo retenía adentro suyo hasta el límite de su resistencia y luego, con gesto indolente, dejaba escapar una parte por la nariz y el resto lo expulsaba por la boca, lánguidamente, formando aros azules que se desdibujaban y desaparecían en el aire.

De tanto en tanto, entre pitada y pitada, echaba un vistazo a su alrededor, indiferente a todo lo que fuera ajeno a aquel renovado placer.

Las dimensiones del baño así como la de los respectivos artefactos, siempre le habían provocado una rara inquietud por lo que, hasta ahora, nunca se había quedado más de lo estrictamente necesario para dar alivio a su próstata enferma.

Por otra parte, aunque sus visitas se hacían cada vez más frecuentes por la misma causa, su posición, de cara a los azulejos y a la cisterna, esperando en vano que fluyera la orina, no era la más privilegiada para contemplar el resto de la extraña habitación.

Hasta ahora se había limitado a leer infinidad de veces la marca grabada a fuego en el hierro de la cisterna o a descifrar la letra menuda y borrosa que había debajo del logo pintado a mano en la taza del inodoro, indicando el lugar donde se había fabricado.

Sabía de memoria aquellas dos marcas inglesas y muchas noches, cuando se desvelaba, sin saber por qué, venían a su cabeza, una y otra vez, sin poder remediarlo.

De pie frente a la taza —con la tabla levantada según exigencia estricta de las mujeres de la oficina—, a veces percibía aquel enorme espacio vacío a sus espaldas y un temor difuso, se apoderaba de él.

Era una cierta desazón que no acertaba a definir pero que vinculaba con la ausencia de alguien o de algo que las dimensiones de la pieza no hacían más que poner de manifiesto.

Entonces procuraba concentrarse en el chorro o en la marca de la taza del inodoro y salía del baño tan pronto como le era posible.

Aquella rara zozobra no había desaparecido ahora, pero se sentía más seguro adentro que afuera, y entre pitada y pitada, repasaba cada detalle de la curiosa habitación.

El baño tenía techos altísimos, inalcanzables, como el resto de la casa que ocupaba el juzgado y que parecía haber sido construida para una ya extinta raza de gigantes.

Las dimensiones de la pieza que ocupaba eran igualmente desproporcionadas y también lo era el tamaño de los artefactos, singularmente distanciados entre sí, lo que contribuía, junto con los azulejos blancos y el piso de baldosas con guardas, a aumentar la sensación de extrañeza.

La enorme bañera desnuda y vacía, parecía guardar silencio, al acecho sobre sus robustas patas de león asirio.

El lavatorio era tres veces más grande que cualquiera de los que el alguacil recordase haber visto y, colocado sobre su pedestal, tenía un brillo sordo y cruel, como de altar destinado a sacrificios humanos.

Pero lo que más le llamaba la atención era la forma y el tamaño del bidé, semejante a un sarcófago de grandes dimensiones, en el que cabría un adulto, cómodamente acostado en su interior.

—¿Quién habrá construido esta casa? —se preguntó.

—Seguramente una raza de titanes —pensó.

Un poco después volvió a imaginar el preciso instante en el que la argamasa iba a sellar para siempre el extraño mundo de la reina Shub, y un temor sobrenatural se apoderó de él.

Seguramente hubiera abandonado el baño en ese momento si la voz de Hilda delatándole, no le hubiese fortalecido su decisión.

Así que resuelto a resistir —era como si tuviese un velo que le impedía ver más allá de su determinación y medir sus consecuencias—, miró la hora —eran las 17.08—, encendió un cigarrillo más, y se dedicó a descubrir nuevos y desconcertantes aspectos de la curiosa habitación que le serviría de fortaleza en las próximas horas.

Las gastadas baldosas del piso dibujaban con sus guardas griegas un inútil laberinto al que las pisadas de varias generaciones habían borrado en ciertas partes, sobre todo en torno a los artefactos o en los sitios donde habitualmente descansaban los pies.

El seguía con los ojos aquel dibujo geométrico, de rigurosas líneas, procuraba llegar al centro, ubicado frente al lavatorio, en el lugar donde una vieja chapa de bronce servía de resumidero y, cuando se perdía, volvía a empezar.

Hasta que descubrió, algo perplejo, en las baldosas que estaban al pie de la bañera , un dibujo que por uno de esos raros resortes de su mente, relacionó con las alas de Dédalo.

Al descifrar el sentido de aquellas líneas difusas, el alguacil comprendió de pronto la verdadera trascendencia que tenía en su vida el simple y maravilloso acto de fumar.

—¿Qué derecho tenían su mujer y sus hijo, y quienes se decían sus amigos, de tratar de impedírselo? —se dijo.

Pero no estaba dispuesto a ceder: aquel vicio absurdo era lo único que le quedaba.

Todo lo demás se había ido desdibujando con los años, haciéndose borroso y desapareciendo; como la guarda griega de las baldosas del baño allí donde el pisoteo había sido más intenso.

La única línea que no se interrumpía y que vinculaba los restos de tantos naufragios era el humo fuerte y azul de sus cigarrillos negros.

Fumar parecía su único destino posible y por absurdo que pudiera parecerle, debía ser capaz de asumirlo.

Solo fumando podía ser libre.

Entonces pensó en las tres cajillas que tenía ocupadas en el último estante del armario donde los empleados guardaban cosas del té y se sonrió en silencio.

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