Lo primero que hice, recién salida del quirófano, fue preguntar por las palomas. ¿Dónde están las palomas?, me preocupé, arrojada de golpe a la infancia por culpa de un olorcillo de estofado de ave que mi nariz, embotada de anestesia, creyó reconocer en el carrito del almuerzo hospitalario. Todavía está soñando, dijo una voz que me escalofrió: es mejor que la dejemos descansar. La sombra que había hablado se esfumó sin que yo alcanzara a perfilarla, y con ella dejaron la habitación los otros bultos que descubrí expectantes, inclinados sobre mí, cuando conseguí, por fin, abrir los ojos.
Más adelante, un hombre de blanco sospechosamente contento de sí mismo, sonreía con mi mano derecha entre las suyas, esperando mi regreso. A él no le pregunté por las palomas, ni por el origen de la rosa solitaria que adornaba mi mesilla. Quise saber a qué día estábamos. A dos, me respondió. Pero yo no me conformé: De qué mes, insistí. Y él, calmoso: de septiembre. De cuándo. De 1980 —sin quitarme ojo—. Y como notara que aún no me quedaba satisfecha, añadió: martes. Luego me inquietó con una palmadita en la mejilla que sin duda intentaba ser tranquilizadora, dijo algo a una enfermera que tenía pegada a sus espaldas y en la que hasta entonces no me había fijado, y de nuevo me dejaron sola.
Martes, dos de septiembre de 1980; martes, dos de septiembre... me quedé bisbiseando como si fuera una letanía, sabiendo que no era eso lo que importaba, como no importaba ya, tantos años después, que un ogro disfrazado de párroco se hubiera dado un banquete con las palomas blancas que habíamos criado en casa para ofrecérselas a la virgen de la Estrella, el día en que salía en procesión. Con ellas de ofrenda fuimos las tres niñas, tan adornadas como las aves. Cuando la imagen pasó por nuestro lado alzamos las manos que las sostenían y ellas, siguiendo el impulso divino que guía a todas las criaturas hacia su creador, según dijo el abuelo, volaron en círculo y fueron a posarse en la corona de la imagen. Y hubo un suspiro en los fieles, un ¡oh! estremecido, quién sabe si será un milagro y esas niñas aparecerán en años venideros entre los santitos de los libros de primera comunión. A lo peor Dios castigó de aquel modo terrible mi efímero ataque de vanidad. Dios es muy capaz de hacer esas cosas, si lo sabré yo.
Volví a dormirme y a despertarme, dormir y despertar. Cada vez que volvía del sueño me traía conmigo una historia. Me vi de niña, subiendo hacia las nubes en una caja de cristal. Conmigo, compartiendo las estrechuras, mi amigo el niño violinista. En la otra esquina un monstruo peludo, una especie de Kingkong con cara de malas pulgas. Entonces mi amigo, interponiéndose entre el miedo y yo, se echó el violín al hombro y yo me desperté tarareando el minueto de Boccherini, qué será un boquerini, me decía a mí misma, buscando inútilmente en el diccionario, cuando, con apenas diez años, empecé a saber del amor.
De otro duermevela volví sobresaltada. Nada está en su sitio, escuché. Pero era mi propia voz la que resonaba en la habitación vacía. Nada está en su sitio, repetí para retener la imagen de mi estantería desordenada, la máquina de fotos en un florero, los libros amontonados, las zapatillas de deportes entre los libros, un racimo de uvas junto a las zapatillas. Y yo delante, desolada, intentando sin éxito recomponer algo definitivamente roto. Algo que no era mi estantería. Era mi vida.
Ya sé que suena a disparate pero, si consigues olvidarte de las malas razones que te llevaron hasta allí, la experiencia de pasar por el hospital puede resultar hasta divertida. Yo procuro que no se me olvide nada, para reírme después, si es que hay después. Y para hacer reír a los demás.
Lo de la monja enana, por ejemplo. Resulta que estoy tan tranquila, dándole vueltas a la cabeza, como ahora mismo, y oigo que se abre la puerta. Miro hacia allá, aprensiva, y no veo nada. Oigo, eso sí, una vocecilla que pide permiso, y lo doy. Y de pronto, junto a mi cama, una monja de juguete. Monja de las de antes, pero en miniatura, con sus tocas y sus hábitos chiquitines y una carita de niña vivaracha, y unas manitas habilísimas que se prestaron caritativas a asearme y se pusieron a ello antes de que pudiera negarme, subida en un taburete que llevaba a todas partes consigo, me dijo, porque en la vida querer es poder; asomando entre los barrotes de la cama la veía yo, frotándome los pies hasta que volví a tomar conciencia de que los tenía, tan helados estaban, hay tareas que las enfermeras no pueden hacer, disculpaba, no están para eso, pero nosotras sí, porque somos hermanitas de los enfermos, y no lo hacemos por dinero, aunque si quiere puede dar una limosna para nuestros necesitados, pero yo no tenía dinero y entonces la caritativa zalamera me pidió que le regalara las flores para su capilla, y yo dije que sí, que se podía llevar todas las que estaban moribundas junto al balcón, todas menos ésta, defendí la rosa de mi mesilla, y ella comprendió.
Pero si aquella aparición me dejó una sonrisa, la que me llegó poco después me la arrancó de cuajo. Un camillero con dientes enormes entró en mi habitación y sin apenas mirarme lanzó sobre la colcha un sobre que, por un momento, pensé que me estaba destinado. Pero no. Se trataba de un historial de enferma, pero no del mío, tal como comprendí más tarde, cuando ya había conseguido detener su acción criminal. Porque resulta que el dentón agarró la barandilla, destrabó el mecanismo de las ruedas y empezó un movimiento de arrastre de la cama con dirección a la puerta del que sólo le hizo desistir mi voz airada, una voz que al parecer no era la propia de quien va a ser llevada al quirófano, porque de eso se trataba, eso me respondió cuando le pregunté qué demonios estaba haciendo y le exigí que me devolviera inmediatamente a mi lugar. Que era un error, dijo el gilipollas, después de mirar el papel que me había lanzado, ya me están dando ganas de hablar mal, eso debe de ser buena señal, se conoce que ya me voy recuperando. Pero es que no es para menos, digo yo, hubiera podido pillarme dormida, no quiero ni pensarlo.
Pensar, eso es lo que llevo haciendo desde esa fecha que tanto empeño puse en aprenderme, hace ya casi tres días, desde que me dio el torozón, como diría mi abuelo si pudiera enterarse. Desde entonces, como no me dejan recibir visitas y estoy sujeta a la cama por tubos, agujas y drenajes más eficaces que cadenas, he tenido tiempo de repensar lo que viví desde que en 1950 hice el ingreso en el bachillerato, se marchó mi padre y conocí al Niño Violinista, hasta 1954, cuando después de tanto tiempo volví a encontrarme con él, aprobé la reválida, se fue mi amiga Raquel al sanatorio y don Rodrigo se suicidó.
Qué fácil resulta ahora decir que ya desde por la mañana tuve el presentimiento de que aquel día que terminó conmigo en el hospital no iba a ser uno más en mi calendario. Para empezar, la noche anterior me la pasé soñando con él. Con quién va a ser, en mi vida no hay otro que mi Violinista con mayúscula, nunca me gustó llamarle de otro modo, ni antes, cuando sólo se trataba de guardar un secreto infantil, ni ahora, ahora menos todavía, cuando su nombre está ya en tantas bocas y pronunciarlo en tono íntimo parece una presunción.
Lo que me gustaría saber es si de verdad soy yo una figura tan habitual de sus noches como lo es él de las mías, si consigo hacerle llorar hasta que sus propios sollozos le despierten, erizarle de placer sin rozarle, llenarle de zozobra. El sí puede hacerlo conmigo, y lo sabe, y le gusta oírlo, o al menos le gustaba, cuéntame qué te hacía en sueños, me dice. O me decía. Y yo se lo contaba para verle feliz. Me callaba que de esas aventuras ingrávidas vuelvo al día como si hubiera peleado en cien batallas y, lo que es peor, sin saber si soy la vencedora o la vencida. Sólo sé que en esos casos el espejo se ensaña conmigo, en el cuello se me perfila una arruga de mal agüero y mi peine descubre una cana.
Así fue aquella mañana. Yo creo que me tiré mi buena media hora mirándome no sé si con lástima o con reprobación, desnuda y sudorosa, sacando conclusiones de la nada, quién sabe si la actitud desdeñosa con que se alejó de mí en el sueño número uno no será sino el reflejo de lo que hoy me tocará vivir, me lamentaba: o si el revolcón glorioso con el que culminamos aquel paseo de enamorados por un paisaje de primavera no será una premonición venturosa.
La llamada de mi masajista fue providencial, así se lo dije yo luego en plan cursi, tal como ella espera de la clienta que considera más fina. Me advertía que el miércoles, que es cuando solemos vernos, no podíamos quedar por no sé qué asuntos que me traían al fresco. Nos citamos para la una en punto y de pronto me sentí viva, me metí en la ducha, me dispuse a organizar una jornada frenética y hasta frenopática, como suele decir Loli, que tendría gracia si no se repitiera tanto; un día aturdido para que las horas se escurrieran deprisa, para que lo que tuviera que pasar llegara lo antes posible.
Pero, ay, qué lejos quedaba el mediodía. Como he trabajado todo el mes de agosto el martes era justamente mi segunda jornada de vacaciones. Ya es mala suerte que haya ido a ocurrirme esto precisamente ahora, cuando ya tenía las maletas y el ánimo preparados para la fiesta, para esa emoción que todavía me agita apenas enfilo una carretera, las vías de un tren, un barco, cualquier otro medio de transporte, el más raro, me encantaría probar el turismo en canoa, en jeep o avioneta, la divertida bicicleta para dos de los holandeses. En fin, me consuelo pensando que mi trabajo me gusta tanto que lo confundo con el placer, y esta moda de los congresos internacionales en pleno verano me resulta de lo más oportuna, ésa es la verdad. He vuelto a estar en Ámsterdam, y me ha encantado volver. Aunque las ciudades también cambian, para qué vamos a engañarnos. Si ahora apareciésemos por allí las bandas de desarrapados que nos sentábamos tan pacíficamente en las escaleras de la plaza del Dam, me da la impresión de que la policía no se limitaría a desalojarnos para arrastrar con el agua de las mangueras los botes de Coca Cola y las bolsas de plástico y dejarnos el suelo limpio y fresquito para que nos volviéramos a acomodar, bien apretaditos él y yo, qué milagro aquel viaje, el primero que hacíamos juntos. Ya entonces a él le resultaba difícil conseguir una quincena libre de ensayos y compromisos. Como decía mi madre: sólo a ti se te ocurre echarte de novio a un niño prodigio. Ahora ya no dice nada.
Dispuesta en cualquier caso a irme a la calle, aunque no supiera a qué, abrí el armario para vestirme. No esperaba que de las perchas me llegara la inspiración, pero me llegó, al más puro estilo consumista, eso sí, pero en tiempos de guerra no se puede andar con demasiados remilgos. Necesito unos vaqueros, me dije. Supongo que mi decisión de ir a comprarlos a la calle Preciados teniendo tan cerca de casa tantas otras tiendas fue estrategia: me convenía perder tiempo. Por la misma razón renuncié al coche y ni pensé en el metro. Además, lo confieso, el metro me da miedo.
También el avión. Me fastidia, pero no puedo evitarlo, al fin y al cabo cada uno carga de por vida con su historia, y en la mía hay una niña de provincias que se vino a la capital apenas estrenó mayoría de edad. Hasta mis dieciocho años no me había aventurado en las entrañas de Madrid. Recién llegada vivía cerca de Sol y todos los días pasaba frente a la boca del lobo, mirando de reojo, absorbiendo la fetidez del antro, intentando acostumbrarme a lo que presentía irremediable, admirando a quienes salían y entraban sin fruncir la nariz ni boquear como peces fuera del agua. Cuando al fin logré vencer la fobia me topé con otros aspectos desagradables en los que ni siquiera había pensado. Descubrí lo fácil que resulta viajar en dirección equivocada, que te metan la mano en el bolso y, sobre todo, que te la pongan en otros sitios.
Me recuerdo escapando aturdida y sofocada para encontrarme en algún paisaje perfectamente desconocido, mirando impotente los taxis inalcanzables para mi bolsillo, preguntando a los transeúntes que me indicaban afables la entrada a la cueva de mis torturas, respondiendo con fingida naturalidad que prefería caminar, y caminando al fin, caminando sin pausa hasta llegar exhausta y retrasada a mi destino.
Lo del avión es diferente. La primera vez que subí en uno me lo tomé como una fiesta, una iniciación que ya estaba tardando demasiado en llegar. Subí sin temor alguno, pero descendí inquieta. No me gustó la insistencia de la azafata en ponerse y quitarse el chaleco, su empeño en que tirásemos de aquí y de allá, la alegría con que nos preparaba para la eventualidad de que, además de fallar los motores, fallara el maldito chaleco, y yo ya me veía soplando, pero eso sí, insistía la muy hipócrita, nunca soplar antes de haber salido del aparato, qué tremenda farsa, si ni siquiera quedaba claro dónde estaba el salvavidas, me hubiera gustado viajar con él puesto, pensé de pronto. Ahí empecé a perder la confianza. Luego ya, cada vez que un carraspeo metálico anunciaba la voz de un tripulante, mis ojos buscaban sin mi permiso la extensión líquida que brillaba allá abajo. Total que, cuando pisé tierra, mi euforia aviadora se había disuelto por los aires y ya no la he vuelto a recuperar.
Claro que reconozco que el avión es más seguro. Precisamente yo le había pedido a él que regresara desde Barcelona con Iberia, porque a veces le da por alquilarse un coche y yo acababa de oír por la radio que había habido sesenta y cuatro muertos en la operación retorno, y él me había cortado cuando ya me lanzaba a explicarle que si los de Tráfico dicen sesenta y cuatro hay que entender el doble, porque ellos sólo cuentan los muertos en el momento, fíjate qué patraña, no cuentan a los heridos gravísimos aunque muchos de ellos se mueren a las pocas horas a causa del accidente, que lo habían publicado en un periódico y se había armado un buen revuelo porque los de Tráfico han acusado a los periodistas de carroñeros, y él estaba impaciente, no sé cómo no me di cuenta, deseando que acabara mi monserga, hasta que me cortó: no sigas, dijo. Iré en avión a última hora de la tarde. No hace falta que vayas a buscarme: te llamaré en cuanto llegue.
Colgó y yo me hubiera abofeteado. Mira que te lo tengo dicho, me reproché. Otra vez has caído en tu estúpido afán protector. Buena estoy yo para proteger a nadie.
De sobra sabía, mientras atravesaba tan a gusto Madrid en autobús, que si iba al centro no era sólo por comprar los pantalones vaqueros. Es verdad que fue una buena excusa, pero cuando me dispuse a ir en su busca a Santa María la Más Lejos, como habría alborotado Petra, la portera de mi casa, si hubiera conseguido que le dijera dónde iba tan de mañana, comprendí que mi elección no era inocente. Si había elegido ir hasta la calle Preciados era, en buena parte, por su cercanía a la del Carmen.
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