El puerto
El contenedor se balanceaba mientras la grúa lo transportaba hacia el barco. Como si estuviera flotando en el aire, el spreader, el mecanismo qué engancha el contenedor a la grúa, no lograba controlar el movimiento. Las puertas mal cerradas se abrieron de golpe y empezaron a llover decenas de cuerpos. Parecían maniquíes. Pero en el suelo las cabezas se partían corno si fueran cráneos de verdad. Y eran cráneos. Del contenedor salían hombres y mujeres. También algunos niños. Muertos. Congelados, muy juntos, uno sobre otro. En fila, apretujados como sardinas en lata. Eran los chinos que no mueren nunca. Los eternos que se pasan los documentos de uno a otro. Ahí es donde habían acabado. Los cuerpos que las imaginaciones más calenturientas suponían cocinados en los restaurantes, enterrados en los huertos de los alrededores de las fábricas, arrojados por la boca del Vesubio. Estaban allí. Caían del contenedor a decenas, con el nombre escrito en una tarjeta atada a un cordón colgado del cuello. Todos habían ahorrado para que los enterraran en su ciudad natal, en China. Dejaban que les retuviesen un porcentaje del sueldo y, a cambio, tenían garantizado un viaje de regreso una vez muertos. Un espacio en un contenedor y un agujero en un pedazo de tierra china. Cuando el hombre que manejaba la grúa del puerto me lo contó, se tapó la cara con las manos y siguió mirándome a través del espacio que había dejado entre los dedos. Como si aquella máscara de manos le infundiera valor para hablar. Había visto caer cuerpos y ni siquiera había tenido que dar la voz de alarma, que avisar a nadie. Simplemente había depositado el contenedor en el suelo, y decenas de per-sonas surgidas de la nada los habían metido todos dentro y habían retirado los restos con un aspirador. Así era como funcionaban las cosas. Todavía no acababa de creérselo, esperaba que fuese una alucinación debido al exceso de horas extraordinarias. Juntó los dedos para taparse la cara por completo y prosiguió su relato gimoteando, pero yo ya no entendí lo que decía.
Todo lo que existe pasa por aquí. Por el puerto de Nápoles. No hay producto manufacturado, tela, artículo de plástico, juguete, martillo, zapato, destornillador, perno, videojuego, chaqueta, pantalón, taladro o reloj que no pase por el puerto. El puerto de Nápoles es una herida. Ancha. Punto final de los interminables viajes de las mercancías. Los barcos llegan, entran en el golfo y se acercan a la dársena como cachorros a las ubres, con la diferencia de que no tienen que succionar sino, por el contrario, ser ordeñados. El puerto de Nápoles es el agujero del mapamundi por donde sale lo que se produce en China, o Extremo Oriente, como todavía se divierten en llamarlo los cronistas. Extremo. Lejanísimo. Casi inimaginable. Si uno cierra los ojos ve kimonos, la barba de Marco Polo y una pierna levantada de Bruce Lee dando una patada. En realidad, ese Oriente está más unido al puerto de Nápoles que ningún otro lugar. Aquí, el Oriente no tiene nada de extremo. El cercanísimo Oriente, el vecino Oriente deberían llamarlo. Todo lo que se produce en China es vertido aquí. Como volcar un cubo lleno de agua en un hoyo hecho en la arena: el agua, al caer, erosiona todavía más el hoyo, lo ensancha, lo ahonda. El puerto de Nápoles mueve el 20 por ciento del valor de las importaciones textiles de China, pero más del 70 por ciento de su volumen pasa por aquí. Es una peculiaridad difícil de entender, pero las mercancías tienen una extraña magia, consiguen estar sin que estén, llegar aunque no lleguen nunca, ser caras para el cliente aun siendo de mala calidad, resultar de poco valor para el fisco aun siendo valiosas. Lo cierto es que en el textil hay mercancías de muchas categorías, y basta hacer una marca con el bolígrafo en el impreso correspondiente para bajar radicalmente los costes y el IVA. En el silencio del agujero negro del puerto, la estructura molecular de las cosas parece descomponerse para reagruparse después, una vez fuera del perímetro de la costa. La mercancía debe salir rápidamente del puerto. Todo sucede tan deprisa que mientras está aconteciendo desaparece. Como si nada hubiera pasado, como si todo hubiera sido un simple gesto. Un viaje inexistente, un atraque falso, un buque fantasma, una carga evanescente. Como si nunca hubiera existido. Una volatilización. La mercancía debe llegar a manos del comprador sin dejar rastro del recorrido, debe llegar a su almacén deprisa, inmediatamente, antes de que el tiempo pueda empezar a pasar, el tiempo que podría permitir un control. Toneladas de mercancía se mueven como si fueran un paquete contra reembolso entregado a domicilio por el cartero. En el puerto de Nápoles, en sus 1.336.000 metros cuadrados por 11,5 kilómetros, el tiempo presenta dilataciones únicas. Lo que fuera de allí se tardaría una hora en hacer, en el puerto de Nápoles parece suceder en poco más de un minuto. La lentitud proverbial que en el imaginario hace lentísimos todos y cada uno de los gestos de un napolitano queda aquí invalidada, desmentida, negada. La aduana activa su control en una dimensión temporal que las mercancías chinas rebasan. Despiadadamente veloces. Aquí cada minuto parece asesinado. Una escabechina de minutos, una matanza de segundos hurtados al papeleo, perseguidos por los aceleradores de los camiones, empujados por las grúas, acompañados por las carretillas elevadoras que arrancan las entrañas de los contenedores. En el puerto de Nápoles opera el mayor armador estatal chino, Cosco, que posee la tercera flota más grande del mundo y ha tomado el control de la mayor terminal de contenedores asociándose con MSC, propietaria de la segunda flota del mundo, con sede en Ginebra. Suizos y chinos se han asociado y han decidido realizar en Nápoles sus inversiones más importantes. Aquí disponen de más de 950 metros de muelles, 130.000 metros cuadrados de terminal de contenedores y 30.000 metros cuadrados exteriores, que absorben prácticamente todo el tráfico en tránsito por Nápoles. Es preciso llevar al límite la imaginación para comprender cómo la inmensidad de la producción china puede descansar sobre la débil plataforma del puerto napolitano. La imagen evangélica parece apropiada: el ojo de la aguja es el puerto y el camello que lo atraviesa son los barcos. Proas que chocan, enormes naves que esperan en fila india fuera del golfo poder entrar entre una confusión de popas que cabecean, emitiendo gruñidos de anclas, chapas y peritos que se introducen lentamente en el pequeño agujero napolitano. Como un ano de mar que se ensancha con gran dolor de los esfínteres.
Todo lo que existe pasa por aquí. Por el puerto de Nápoles. No hay producto manufacturado, tela, artículo de plástico, juguete, martillo, zapato, destornillador, perno, videojuego, chaqueta, pantalón, taladro o reloj que no pase por el puerto. El puerto de Nápoles es una herida. Ancha. Punto final de los interminables viajes de las mercancías. Los barcos llegan, entran en el golfo y se acercan a la dársena como cachorros a las ubres, con la diferencia de que no tienen que succionar sino, por el contrario, ser ordeñados. El puerto de Nápoles es el agujero del mapamundi por donde sale lo que se produce en China, o Extremo Oriente, como todavía se divierten en llamarlo los cronistas. Extremo. Lejanísimo. Casi inimaginable. Si uno cierra los ojos ve kimonos, la barba de Marco Polo y una pierna levantada de Bruce Lee dando una patada. En realidad, ese Oriente está más unido al puerto de Nápoles que ningún otro lugar. Aquí, el Oriente no tiene nada de extremo. El cercanísimo Oriente, el vecino Oriente deberían llamarlo. Todo lo que se produce en China es vertido aquí. Como volcar un cubo lleno de agua en un hoyo hecho en la arena: el agua, al caer, erosiona todavía más el hoyo, lo ensancha, lo ahonda. El puerto de Nápoles mueve el 20 por ciento del valor de las importaciones textiles de China, pero más del 70 por ciento de su volumen pasa por aquí. Es una peculiaridad difícil de entender, pero las mercancías tienen una extraña magia, consiguen estar sin que estén, llegar aunque no lleguen nunca, ser caras para el cliente aun siendo de mala calidad, resultar de poco valor para el fisco aun siendo valiosas. Lo cierto es que en el textil hay mercancías de muchas categorías, y basta hacer una marca con el bolígrafo en el impreso correspondiente para bajar radicalmente los costes y el IVA. En el silencio del agujero negro del puerto, la estructura molecular de las cosas parece descomponerse para reagruparse después, una vez fuera del perímetro de la costa. La mercancía debe salir rápidamente del puerto. Todo sucede tan deprisa que mientras está aconteciendo desaparece. Como si nada hubiera pasado, como si todo hubiera sido un simple gesto. Un viaje inexistente, un atraque falso, un buque fantasma, una carga evanescente. Como si nunca hubiera existido. Una volatilización. La mercancía debe llegar a manos del comprador sin dejar rastro del recorrido, debe llegar a su almacén deprisa, inmediatamente, antes de que el tiempo pueda empezar a pasar, el tiempo que podría permitir un control. Toneladas de mercancía se mueven como si fueran un paquete contra reembolso entregado a domicilio por el cartero. En el puerto de Nápoles, en sus 1.336.000 metros cuadrados por 11,5 kilómetros, el tiempo presenta dilataciones únicas. Lo que fuera de allí se tardaría una hora en hacer, en el puerto de Nápoles parece suceder en poco más de un minuto. La lentitud proverbial que en el imaginario hace lentísimos todos y cada uno de los gestos de un napolitano queda aquí invalidada, desmentida, negada. La aduana activa su control en una dimensión temporal que las mercancías chinas rebasan. Despiadadamente veloces. Aquí cada minuto parece asesinado. Una escabechina de minutos, una matanza de segundos hurtados al papeleo, perseguidos por los aceleradores de los camiones, empujados por las grúas, acompañados por las carretillas elevadoras que arrancan las entrañas de los contenedores. En el puerto de Nápoles opera el mayor armador estatal chino, Cosco, que posee la tercera flota más grande del mundo y ha tomado el control de la mayor terminal de contenedores asociándose con MSC, propietaria de la segunda flota del mundo, con sede en Ginebra. Suizos y chinos se han asociado y han decidido realizar en Nápoles sus inversiones más importantes. Aquí disponen de más de 950 metros de muelles, 130.000 metros cuadrados de terminal de contenedores y 30.000 metros cuadrados exteriores, que absorben prácticamente todo el tráfico en tránsito por Nápoles. Es preciso llevar al límite la imaginación para comprender cómo la inmensidad de la producción china puede descansar sobre la débil plataforma del puerto napolitano. La imagen evangélica parece apropiada: el ojo de la aguja es el puerto y el camello que lo atraviesa son los barcos. Proas que chocan, enormes naves que esperan en fila india fuera del golfo poder entrar entre una confusión de popas que cabecean, emitiendo gruñidos de anclas, chapas y peritos que se introducen lentamente en el pequeño agujero napolitano. Como un ano de mar que se ensancha con gran dolor de los esfínteres.
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