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Frailes, Curas Y Monjes


MASETTO DE LAMPORECCHIO O EL CAMPESINO AFORTUNADO.


Existe en nuestro país un monasterio de mujeres, célebre un tiempo por su santidad. No ha mucho tiempo que la comunidad se componía de ocho monjas, a más de la madre abadesa, teniendo en aquel entonces un huerto en extremo lindo y un hortelano excelente. Se le antojó un día al citado jardinero abandonar a las monjas, bajo pretexto de que el sueldo que se le daba era mezquino. Así, pues, dirígese en busca del intendente, pídele que se le arregle su cuenta y regresa al pueblo de Lamporecchio, su patria. A su llegada, todos los campesinos vecinos suyos fueron a verle, y, entre otros, un joven chusco, llamado Masetto, muy robusto y bastante buen mozo para un hombre del campo, el cual le preguntó dónde había estado tanto tiempo que faltaba del lugar. Nuto (éste era el nombre del viejo hortelano) le contestó que siempre había vivido en un convento de monjas.

—¿Y en qué os ocupaban?— preguntó Masetto.

—En cultivar un grande y magnífico huerto de su propiedad; en acarrear leña para la casa, que debía ir a cortar al bosque; en sacar agua, y en otros trabajos parecidos; pero aquellas señoras me daban tan corto salario, que apenas me bastaba para zapatos. Lo peor de todo es que son jóvenes y turbulentas como ellas solas: nunca hace uno nada a su gusto. Más de veinte veces creía perder la cabeza, tanto eran los encargos que me hacían a un tiempo: "Pon esto en aquel sitio", me decía la una, al aparecer por el jardín. "No; colócalo allá", replicaba la otra. Venía otra, y me quitaba el azadón de las manos, diciéndome: "Esto no va bien". En una palabra, me hacían incomodar de tal manera, que, impacientado, dejaba a veces la tarea y abandonaba el huerto. Cansado de todo esto, y, por otra parte, mal pagado por mi trabajo, no he querido servirlas más. Su intendente me ha hecho prometer que les mandaría a otro en mi lugar; mas la prebenda es muy mala para que yo me atreva a proponérsela a nadie.

Las últimas palabras del bueno de Ñuto hicieron entrar en ganas a Masetto de ir a ofrecer sus servicios a aquellas monjas. El dinero no le importaba gran cosa; otra miras eran las suyas, y no dudaba que llegaría a alcanzar lo que se proponía. Aunque tenía grandes deseos de estar ya allí, creyó deber ocultar su designio a Ñuto; por lo tanto, contestó que había hecho perfectamente en abandonar el convento.

—Las mujeres son muy pesadas —añadió—. ¿Qué hombre es capaz de aguantarlas por mucho tiempo? Valdría tanto vivir entre diablos que entre monjas; es mucho conceder si, de siete veces, una sola vez saben ellas lo que piden.

Apenas salió de casa del vecino, cuando comenzó a ocuparse de poner en práctica su proyecto. Lo que menos le inquietaba era el trabajo, puesto que sentía con fuerzas para desempeñarlo, y en cuanto al salario, tampoco le importaba su modicidad. El único temor que le preocupaba, pues, era no ser admitido a causa de su corta edad; mas, a fuerza de reflexionar, encontró un medio que le salió a pedir de boca. "El convento —dijo para sí— está lejos de aquí; nadie me conoce; tratemos de fingirnos mudo; estoy seguro que me admitirán, si sé desempeñar bien mi papel." Vedle ahí, que se echa un azadón y un destral sobre sus hombros y toma el camino del convento. Penetra en el patio, donde, por fortuna suya, encuentra al hombre de negocios de las monjas. Encárase con él y le ruega, por medio de los signos empleados por los mudos, que le dé de comer, por amor de Dios, indicándole que si tenía necesidad de cortar leña, o de alguna otra cosa, su deseo era ocuparse. El intendente le dio, con mucho gusto, de comer, y luego, para ver lo que sabía hacer, le enseñó unos troncos gruesos, que Ñuto no había podido partir. En pocos momentos, Masetto los destrozó. El intendente, encantado de su robustez y destreza, le condujo en seguida al bosque, a cortar leña, dándole a entender, siempre por medio de signos, que cargara el asno que iba con ellos y lo guiase al convento. Masetto ejecutó sus órdenes al pie de la letra.

Satisfecho aquél de su inteligencia, y teniendo trabajo que darle, le retuvo algunos días, durante los cuales la abadesa preguntó quién era.

—Es un pobre hombre —dijo el intendente—, sordomudo, que llegó el otro día a las puertas del convento y me pidió limosna y trabajo, y que he ocupado en varias cosas útiles a la casa, que ha desempeñado perfectamente. Opino que, si sabe labrar y cultivar la tierra, y quiere quedarse, haréis muy bien en contratarle de hortelano. Podría desempeñar muchas faenas, ya que es robusto, vigoroso y tiene buena voluntad para el trabajo. Haríamos de él cuanto quisiéramos, sin contar que no habría que temer charlara con las religiosas.

—Vuestras reflexiones son muy prudentes —contestó la madre abadesa—; ved si sabe trabajar la tierra, y tratad de contratarle. Comenzad por darle unos zapatos viejos y algún capote, también usado; que coma hasta la saciedad, y amansadlo lo mejor que podáis.

—Quedaréis satisfecha de él señora; contad conmigo para llenar vuestros deseos.

Masetto, que se mantenía a corta distancia de ellos,

haciendo como que barría el patio, oyó perfectamente esta conversación, y, muy contento decía para sí: "Si me contratáis, señora, trabajaré tan bien vuestro huerto, que dudo lo haya hecho ningún otro mejor."

El intendente le llevó al huerto, quedando tan contento de su trabajo presente como lo estaba del anterior; por lo tanto, le preguntó si quería contratarse y permanecer en el convento. Masetto le contestó, siempre por medio de signos, que haría cuanto él quisiera. Desde aquel momento, pues, quedó al servicio de las monjas. El intendente le prescribió lo que debía hacer, y le dejó solo en el huerto.

No tardó en llegar a oídos de las religiosas la noticia del contrato del nuevo hortelano. A menudo iban a verle trabajar, y se complacían en hacerle mil preguntas extravagantes, como suelen hacerse a los mudos; conteniéndose tanto menos, cuanto que estaban muy lejos de sospechar que pudiese oírlas. A la abadesa, creyendo que era tan poco temible del nervio viril como de la lengua, no le preocupaba la conducta de las monjas: Masetto sabía desempeñar demasiado bien su papel para no pasar por un tonto rematado a los ojos de las religiosas, esperando poder desengañar a alguna de su error, cuando la ocasión se presentase; la cual no tardó en suceder. Un día, que, estando rendido de fatiga, se había echado sobre la hierba para reposar, dos jóvenes monjas, que se paseaban junto a él, se detuvieron a contemplarle; el muy taimado bien las vio, pero se hizo el dormido. Las dos pollitas se le comían con los ojos.

—Si yo fiara en tu discreción —dijo la más atrevida a su compañera—, te comunicaría una idea que me ha acudido varias veces a la imaginación, y que podíamos aprovechar, tanto tú como yo, sin ningún reparo.

—Habla con seguridad, que te prometo guardar el secreto.

—Ignoro —repuso entonces la descaradilla— si tú has reflexionado sobre la sujeción en que vivimos en esta casa; ningún hombre puede penetrar en ella, a excepción de nuestro viejo intendente y este mudo. He oído decir a varias mujeres de mundo, que han venido a vernos,

que todos los placeres de la tierra no son nada si se comparan al que la mujer gusta con el hombre. Siendo así, varias veces he tenido ganas de hacer la prueba con este imbécil, a falta de otro sujeto. Este pobre mudo es, precisamente, el hombre que se necesita para dicha experiencia; pues, aunque rehusara y quisiera hacernos traición, tiene que guardar el secreto a la fuerza. Es joven, bien proporcionado, y parece bastante vigoroso para que quedemos satisfechas las dos. Puedes ver si te conviene que hagamos el ensayo.

—¡Dios mío! ¡Qué es lo que dices, hermana! —exclamó la otra monja—. ¿Has olvidado acaso, que hemos hecho voto de castidad?

—No; mas ¿cuántos votos se hacen todos los días, que no se cumplen?

—Tienes razón, hermana mía; pero ¿y si quedamos embarazadas?

—Esto es alarmarse antes de tiempo y prever los infortunios de muy lejos. Si tal cosa llegase a suceder, entonces tomaríamos nuestras medidas para salir del paso, y no dudo encontraríamos un medio, a fin de que nada se supiera.

Oído lo cual, su compañera, que a pesar de sus temores ardía ya en deseos de probar qué clase de animal era el hombre, se contentó con preguntarla cómo se compondrían para no ser vistas.

—No te inquietes por eso —contestó la otra—; ahora es la hora de mediodía, y tengo seguridad de que todas nuestras hermanas están descansando; empero, para asegurarnos mejor, recorramos el jardín, a ver si hay alguien, y, después, nadie nos impedirá tomar a este hombre por la mano y llevarlo a su choza; mientras la una se entretendrá con él, la otra estará de centinela en la puerta; y es tan tonto, que hará lo que nosotras queramos. Yo me encargo de darle la lección, si es que ya no la sabe.

Masetto no perdía ni una sílaba de tan edificante conversación, y la boca se le hacía agua. De buena gana hubiera sido él quien las invitara; pero, a fin de que no se escapase la presa, creyó deber dejarlas obrar y que se lo llevasen.

Habiéndose asegurado las dos religiosas de que no había nadie más que ellas en el huerto, y que no serían vistas, fueron a reunirse con el hortelano. La iniciadora del pensamiento se acerca a él y le despierta. Levántase Masetto; la monja lo toma de la mano, y, acariciándolo lo conduce en derechura a su choza, donde éste la sigue, riendo y haciéndose el imbécil. Allí, el muy taimado, sin hacerse de rogar satisface los deseos de la doncella, con bastante destreza para que no quede embarazada, sin descubrirse por esto. La monja, satisfecha, cede el lugar a su compañera. Masetto desempeñó igualmente su papel bien con ésta, y como no se suele ser vergonzoso ni tímido con aquellos que uno cree tontos, ambas quisieron, antes de dejar al mudo, probar varias veces si era buen jinete, quedando, a la par, convencidas de que sí. Desde tan afortunado momento, su conversación no versaba más que sobre el placer que se disfruta en brazos de un hombre, estando acordes las dos en sostener que aquel placer era cien veces mayor de lo que se habían imaginado. No necesito deciros, pues, si reanudarían sus visitas a la choza y si sabrían escoger el tiempo y la hora convenientes para ir a divertirse con el bueno del mudo.

Sin embargo, aconteció que, cierto día, una de sus compañeras las vio, desde su ventana, retozar con el jardinero y seguirle a su choza, y en seguida lo hizo saber a otras dos religiosas que se encontraban en su celda. Este terceto de celosas resolvió, primeramente, dar parte de ello a la abadesa; mas luego cambiaron de parecer. Hablaron sobre el asunto a las dos culpables, y habiéndose puesto acordes, todas juntas, compartieron el pecado y gozaron, como las dos primeras, de los favores de Masetto.

Sólo quedaban tres religiosas que no tomaban parte en el festín; pero al cabo de poco tiempo vinieron a engrosar el pequeño rebaño del mudo. ¡Qué desbridador de monjas!, exclamará, sin duda, el lector. Paciencia; todavía no hemos llegados al final de sus aventuras.

La señora abadesa no había olido lo que pasaba. Las pollitas que estaban bajo sus órdenes tenían tanta mayor facilidad para mantener ocultas sus intrigas con el gallohortelano, cuanto que todas iban a una y eran igualmente culpables. Un día, que se paseaba sola por el huerto, huyendo del gran calor del convento, encontró a Masetto dormido, tendido bajo la sombra de un almendro. Había trabajado mucho la noche pasada, y, por lo tanto, poco tenía que hacer de día. Algunas de las sultanas de su serrallo pasaban la semana crítica, y no hacía mucho rato que había dado a las otras su ración. El hortelano no llevaba más que la camisa puesta, pues ya se ha dicho que el día era caluroso, y el viento se la había levantado, de suerte que sólo le llegaba hasta el ombligo. Ante semejante espectáculo, la madre abadesa siente despertarse, en su interior, el aguijón de la carne, y sucumbe a la tentación, al igual que sus ovejuelas. Mira por todos lados, y, no viendo ni oyendo a nadie, despierta a Masetto y lo conduce a su habitación. Sólo Dios sabe lo muy satisfecha que quedó de él. Allí le retuvo durante algunos días, a pesar de quejarse grandemente las religiosas de que el rústico no se presentaba a trabajar su jardín. Después de haberle dado bien de comer y beber, y héchole trabajar continuamente, lo soltó, pero con intento de volverlo a llamar cuanto antes. Como a la comadre le gustaba el juego que hacía jugar al hortelano, cercenaba, de esta suerte, la porción de las otras mujeres, pues el bueno de Masetto, con todo su vigor, no podía dejarlas satisfechas a todas, y hasta comprendió que, si seguía la cosa, por algún tiempo más, como hasta entonces, le resultaría algo malo. Una noche, pues, que se hallaba acostado con la abadesa, la cual le pedía más de lo que él podía dar:

—Señora —la dijo de improviso—: no ignoro que un gallo basta para diez gallinas; pero con dificultad diez hombres son bastantes para una mujer; ¿cómo queréis que me las componga yo, que he de contentar a nueve? No podría soportarlo por más tiempo, señora; poned orden, os lo suplico, o, de lo contrario, despedidme.

La abadesa pensó desmayarse de sorpresa.

—¿Qué significa esto? —díjole—. Yo te creía mudo.

Lo era, efectivamente —contestó Masetto—, no de nacimiento, sino a consecuencia de una enfermedad que me privó de la palabra; acabo de recobrarla en este instante, y por ello doy gracias al Señor.

La abadesa creyó que decía la verdad, o fingió creerlo así, y le preguntó que quería decir aquello de las nueve mujeres. Masetto le relató, punto por punto, cuanto había pasado. La señora vio que sus religiosas eran tan locas como ella, y figurándose que no ignorarían su intriga con Masetto, o que, más tarde o más temprano, la sabrían, tomó el partido de convenirse con ellas para poder conservar al buen hortelano sin causar escándalo. Mandólas llamar, y todas le confesaron, de buena fe, lo que ya no podían negarle. La abadesa fue la primera en reírse de la aventura. De común acuerdo, deliberaron que se daría a entender, a los vecinos y demás personas que frecuentaban su iglesia, que, mediante sus oraciones y los méritos del santo, bajo cuya advocación se había fundado el convento, Masetto había recobrado el uso de la palabra. Como su intendente acabase de morir, cedieron su puesto a Masetto y tomaron las medidas convenientes para gozar de sus favores, una tras otra, prometiendo sin embargo, no fatigarle, a fin de que se inutilizara lo más tarde posible. En cuanto a Masetto, desempeño muy bien su cometido. De su comercio con las monjas salieron varios retoños; pero la cosa se mantuvo tan secreta, que nadie lo supo sino al cabo de mucho tiempo de muerta la abadesa y cuando Masetto, ya viejo, decidió regresar a su tierra, colmado de bienes.

Entonces metió gran ruido la precedente historia; no se hablaba más que del afortunado hortelano que, tras de haber pasado su juventud con sumo solaz, salió rico de una casa donde entrara casi en cueros. Así recompensa el cielo a los que, sin descanso, labran y riegan el sediento jardín de las míseras monjas.

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