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El bosque de los Pigmeos


1

La adivina del mercado



A una orden del guía, Michael Mushaha, la caravana de elefantes se detuvo. Empezaba el calor sofocante del mediodía, cuando las bestias de la vasta reserva natural descansaban. La vida se detenía por unas horas, la tierra africana se convertía en un infierno de lava ardiente y hasta las hienas y los buitres busca ban sombra. Alexander Cold y Nadia Santos montaban un ele fante macho caprichoso de nombre Kobi. El animal le había tomado cariño a Nadia, porque en esos días ella había hecho el esfuerzo de aprender los fundamentos de la lengua de los elefantes y de comunicarse con él. Durante los largos paseos le contaba de su país, Brasil, una tierra lejana donde no había cria turas tan grandes como él, salvo unas antiguas bestias fabulosas ocultas en el impenetrable corazón de las montañas de Amé rica. Kobi apreciaba a Nadia tanto como detestaba a Alexander y no perdía ocasión de demostrar ambos sentimientos.

Las cinco toneladas de músculo y grasa de Kobi se detuvie ron en un pequeño oasis, bajo unos árboles polvorientos, ali mentados por un charco de agua color té con leche. Alexander había cultivado un arte propio para tirarse al suelo desde tres metros de altura sin machucarse demasiado, porque en los cinco días de safari todavía no conseguía colaboración del animal. No se dio cuenta de que Kobi se había colocado de tal manera, que al caer aterrizó en el charco, hundiéndose hasta las rodillas. Borobá, el monito negro de Nadia, le brincó encima. Al intentar desprenderse del mono, perdió el equilibrio y cayó sentado. Soltó una maldición entre dientes, se sacudió a Borobá y se puso de pie con dificultad, porque no veía nada, sus lentes chorrea­ban agua sucia. Estaba buscando un trozo limpio de su cami seta para limpiarlos, cuando recibió un trompazo en la espalda, que lo tiró de bruces. Kobi aguardó que se levantara para dar media vuelta y colocar su monumental trasero en posición, luego soltó una estruendosa ventosidad frente a la cara del muchacho. Un coro de carcajadas de los otros miembros de la expedición celebró la broma.

Nadia no tenía prisa en descender, prefirió esperar a que Kobi la ayudara a llegar a tierra firme con dignidad. Pisó la rodilla que él le ofreció, se apoyó en su trompa y llegó al sue lo con liviandad de bailarina. El elefante no tenía esas conside raciones con nadie más, ni siquiera con Michael Mushaha, por quien sentía respeto, pero no afecto. Era una bestia con prin cipios claros. Una cosa era pasear turistas sobre su lomo, un trabajo como cualquier otro, por el cual era remunerado con excelente comida y baños de barro, y otra muy diferente era hacer trucos de circo por un puñado de maní. Le gustaba el maní, no podía negarlo, pero más placer le daba atormentar a personas como Alexander. ¿Por qué le caía mal? No estaba se guro, era una cuestión de piel. Le molestaba que estuviera siem pre cerca de Nadia. Había trece animales en la manada, pero él tenía que montar con la chica; era muy poco delicado de su parte entrometerse de ese modo entre Nadia y él. ¿No se daba cuenta de que ellos necesitaban privacidad para conversar? Un buen trompazo y algo de viento fétido de vez en cuando era lo menos que ese tipo merecía. Kobi lanzó un largo soplido cuando Nadia pisó tierra firme y le agradeció plantándole un beso en la trompa. Esa muchacha tenía buenos modales, jamás lo humillaba ofreciéndole maní.

—Ese elefante está enamorado de Nadia —se burló Kate Cold.

A Borobá no le gustó el cariz que había tomado la relación de Kobi con su ama. Observaba, bastante preocupado. El interés de Nadia por aprender el idioma de los paquidermos podía tener peligrosas consecuencias para él. ¿No estaría pensando cambiar de mascota? Tal vez había llegado la hora de fingirse enfermo para recuperar la completa atención de su ama, pero temía que lo dejara en el campamento y perderse los estupendos paseos por la reserva. Ésta era su única oportunidad de ver a los animales salva jes y, por otra parte, no convenía apartar la vista de su rival. Se instaló en el hombro de Nadia, dejando bien establecido su de recho, y desde allí amenazó al elefante con un puño.

—Y este mono está celoso —agregó Kate.

La vieja escritora estaba acostumbrada a los cambios de hu mor de Borobá, porque compartía el mismo techo con él des de hacía casi dos años. Era como tener un hombrecito peludo en su apartamento. Así fue desde el principio, porque Nadia sólo aceptó irse a Nueva York a estudiar y vivir con ella si llevaba a Borobá. Nunca se separaban. Estaban tan apegados que consi guieron un permiso especial para que pudiera ir a la escuela con ella. Era el único mono en la historia del sistema educativo de la ciudad que acudía a clases regularmente. A Kate no le extra ñaría que supiera leer. Tenía pesadillas en las que Borobá, sen tado en el sofá con lentes y un vaso de brandy en la mano, leía la sección económica del periódico.

Kate observó al extraño trío que formaban Alexander, Nadia y Borobá. El mono, que sentía celos de cualquier criatura que se aproximara a su ama, al principio aceptó a Alexander como un mal inevitable y con el tiempo le tomó cariño. Tal vez se dio cuenta de que en ese caso no le convenía plantear a Nadia el ultimátum de «o él o yo», como solía hacer. Quién sabe a cuál de los dos ella hubiera escogido. Kate pensó que ambos jóvenes habían cambiado mucho en ese año. Nadia cum pliría quince años y su nieto dieciocho, ya tenía el porte físico y la seriedad de los adultos.

También Nadia y Alexander tenían conciencia de los cam bios. Durante las obligadas separaciones se comunicaban con una tenacidad demente por correo electrónico. Se les iba la vida tecleando ante la computadora en un diálogo inacabable, en el cual compartían desde los detalles más aburridos de sus rutinas, hasta los tormentos filosóficos propios de la adolescencia. Se enviaban fotografías con frecuencia, pero eso no los preparó para la sorpresa que se llevaron al verse cara a cara y comprobar cuánto habían crecido. Alexander dio un estirón de potrillo y alcanzó la altura de su padre. Sus facciones se habían definido y en los úl timos meses debía afeitarse a diario. Por su parte Nadia ya no era la criatura esmirriada con plumas de loro ensartadas en una oreja que él conociera en el Amazonas unos años antes; ahora podía adivinarse la mujer que sería dentro de poco.

La abuela y los dos jóvenes se encontraban en el corazón de África, en el primer safari en elefante que existía para turistas. La idea nació de Michael Mushaha, un naturalista africano gra duado en Londres, a quien se le ocurrió que ésa era la mejor forma de acercarse a la fauna salvaje. Los elefantes africanos no se domesticaban fácilmente, como los de la India y otros luga res del mundo, pero con paciencia y prudencia, Michael lo había logrado. En el folleto publicitario lo explicaba en pocas frases: «Los elefantes son parte del entorno y su presencia no aleja a otras bestias; no necesitan gasolina ni camino, no con taminan el aire, no llaman la atención».

Cuando Kate Cold fue comisionada para escribir un artículo al respecto, Alexander y Nadia estaban con ella en Tunkhala, la capital del Reino del Dragón de Oro. Habían sido invitados por el rey Dil Bahadur y su esposa, Pema, a conocer a su primer hijo y asistir a la inauguración de la nueva estatua del dragón. La original, destruida en una explosión, fue reemplazada por otra idéntica, que fabricó un joyero amigo de Kate.

Por primera vez el pueblo de aquel reino del Himalaya te nía ocasión de ver el misterioso objeto de leyenda, al cual an tes sólo tenía acceso el monarca coronado. Dil Bahadur deci dió exponer la estatua de oro y piedras preciosas en una sala del palacio real, por donde desfiló la gente a admirarla y depositar sus ofrendas de flores e incienso. Era un espectáculo magnífi co. El dragón, colocado sobre una base de madera policroma da, brillaba en la luz de cien lámparas. Cuatro soldados, vesti dos con los antiguos uniformes de gala, con sus sombreros de piel y penachos de plumas, montaban guardia con lanzas decorativas. Dil Bahadur no permitió que se ofendiera al pueblo con un despliegue de medidas de seguridad.

Acababa de terminar la ceremonia oficial para develar la estatua cuando le avisaron a Kate Cold que había una llamada para ella de Estados Unidos. El sistema telefónico del país era anticuado y las comunicaciones internacionales resultaban un lío, pero después de mucho gritar y repetir, el editor de la re vista International Geographic consiguió que la escritora compren diera la naturaleza de su próximo trabajo. Debía partir para África de inmediato.

—Tendré que llevar a mi nieto y su amiga Nadia, que están aquí conmigo —explicó ella.

—¡La revista no paga sus gastos, Kate! —replicó el editor desde una distancia sideral.

—¡Entonces no voy! —chilló ella de vuelta.

Y así fue como días más tarde llegó a África con los chicos y allí se reunió con los dos fotógrafos que siempre trabajaban con ella, el inglés Timothy Bruce y el latinoamericano Joel González. La escritora había prometido no volver a viajar con su nieto y con Nadia, que le habían hecho pasar bastante sus to en dos viajes anteriores, pero pensó que un paseo turístico por África no presentaba peligro alguno.

Un empleado de Michael Mushaha recibió a los miembros de la expedición cuando aterrizaron en la capital de Kenya. Les dio la bienvenida y los llevó al hotel para que descansaran, porque el viaje había sido matador: tomaron cuatro aviones, cruzaron tres continentes y volaron miles de millas. Al día si guiente se levantaron temprano y partieron a dar una vuelta por la ciudad, visitar un museo y el mercado, antes de embarcarse en la avioneta que los conduciría al safari.

El mercado se encontraba en un barrio popular, en medio de una vegetación lujuriosa. Las callejuelas sin pavimentar es taban atiborradas de gente y vehículos: motocicletas con tres y cuatro personas encima, autobuses destartalados, carretones ti rados a mano. Los más variados productos de la tierra, del mar y de la creatividad humana se ofrecían allí, desde cuernos de rinoceronte y peces dorados del Nilo hasta contrabando de armas. Los miembros del grupo se separaron, con el compro miso de juntarse al cabo de una hora en una determinada esquina. Era más fácil decirlo que cumplirlo, porque en el tumulto y el bochinche no había cómo ubicarse. Temiendo que Nadia se perdiera o la atropellaran, Alexander la tomó de la mano y partieron juntos.

El mercado presentaba una muestra de la variedad de razas y culturas africanas: nómadas del desierto; esbeltos jinetes en sus caballos engalanados; musulmanes con elaborados turbantes y medio rostro tapado; mujeres de ojos ardientes con dibujos azules tatuados en la cara; pastores desnudos con los cuerpos decorados con barro rojo y tiza blanca. Centenares de niños correteaban descalzos entre jaurías de perros. Las mujeres eran un espectáculo: unas lucían vistosos pañuelos almidonados en la cabeza, que de lejos parecían las velas de un barco, otras iban con el cráneo afeitado y collares de cuentas desde los hombros hasta la barbilla; unas se envolvían en metros y metros de tela de brillantes colores, otras iban casi desnudas. Llenaban el aire un incesante parloteo en varias lenguas, música, risas, bocinazos, lamentos de animales que mataban allí mismo. La sangre chorreaba de las mesas de los carniceros y desaparecía en el polvo del suelo, mientras negros gallinazos volaban a poca altura, listos para atrapar las vísceras.

Alexander y Nadia paseaban maravillados por aquella fiesta de color, deteniéndose para regatear el precio de una pulsera de vidrio, saborear un pastel de maíz o tomar una foto con la cá mara automática ordinaria que habían comprado a última hora en el aeropuerto. De pronto se estrellaron de narices contra un avestruz, que estaba atado por las patas aguardando su suerte. El animal —mucho más alto, fuerte y bravo de lo imaginado— los observó desde arriba con infinito desdén y sin previo aviso dobló el largo cuello y dirigió un picotazo a Borobá, quien iba sobre la cabeza de Alexander, aferrado firmemente a sus orejas. El mono alcanzó a esquivar el golpe mortal y se puso a chillar como un demente. El avestruz, batiendo sus cortas alas, arreme tió contra ellos hasta donde alcanzaba la cuerda que lo retenía. Por casualidad Joel González apareció en ese instante y pudo plasmar con su cámara la expresión de espanto de Alexander y del mono, mientras Nadia los defendía a manotazos del inesperado atacante.

—¡Esta foto aparecerá en la tapa de la revista! —exclamó Joel.

Huyendo del altanero avestruz, Nadia y Alexander doblaron una esquina y se encontraron de súbito en el sector del mercado destinado a la brujería. Había hechiceros de magia buena y de magia mala, adivinos, fetichistas, curanderos, envenenadores, exorcistas, sacerdotes de vudú, que ofrecían sus servicios a los clientes bajo unos toldos sujetos por cuatro palos, para prote gerse del sol. Provenían de centenares de tribus y practicaban diversos cultos. Sin soltarse las manos, los amigos recorrieron las callecitas, deteniéndose ante animalejos en frascos de alcohol y reptiles disecados; amuletos contra el mal ojo y el mal de amor; hierbas, lociones y bálsamos medicinales para curar las enferme dades del cuerpo y del alma; polvos de soñar, de olvidar, de resucitar; animales vivos para sacrificios; collares de protección contra la envidia y la codicia; tinta de sangre para escribir a los muertos y, en fin, un arsenal inmenso de objetos fantásticos para paliar el miedo de vivir.

Nadia había visto ceremonias de vudú en Brasil y estaba más o menos familiarizada con sus símbolos, pero para Alexander esa zona del mercado era un mundo fascinante. Se detuvieron ante un puesto diferente a los otros, un techo cónico de paja, del cual colgaban unas cortinas de plástico. Alexander se inclinó para ver qué había adentro y dos manos poderosas lo agarraron de la ropa y lo halaron hacia el interior.

Una mujer enorme estaba sentada en el suelo bajo la te chumbre. Era una montaña de carne coronada por un gran pañuelo color turquesa en la cabeza. Vestía de amarillo y azul, con el pecho cubierto de collares de cuentas multicolores. Se presentó como mensajera entre el mundo de los espíritus y el mundo material, adivina y sacerdotisa vudú. En el suelo había una tela pintada con dibujos en blanco y negro; la rodeaban varias figuras de dioses o demonios en madera, algunos moja dos con sangre fresca de animales sacrificados, otros llenos de clavos, junto a los cuales se veían ofrendas de frutas, cereales, flores y dinero. La mujer fumaba unas hojas negras enrolladas como un cilindro, cuyo humo espeso hizo lagrimear a los jó venes. Alexander trató de soltarse de las manos que lo inmovi lizaban, pero ella lo fijó con sus ojos protuberantes, al tiempo que lanzaba un rugido profundo. El muchacho reconoció la voz de su animal totémico, la que oía en trance y emitía cuando adoptaba su forma.

—¡Es el jaguar negro! —exclamó Nadia a su lado.

La sacerdotisa obligó al chico americano a sentarse frente a ella, sacó del escote una bolsa de cuero muy gastado y vació su contenido sobre la tela pintada. Eran unas conchas blancas, pulidas por el uso. Empezó a mascullar algo en su idioma, sin soltar el cigarro, que sujetaba con los dientes.

—Anglais? English? —preguntó Alexander.

—Vienes de otra parte, de lejos. ¿Qué quieres de Ma Bangesé? —replicó ella, haciéndose entender en una mezcla de inglés y vocablos africanos.

Alexander se encogió de hombros y sonrió nervioso, mirando de reojo a Nadia, a ver si ella entendía lo que estaba sucedien do. La muchacha sacó del bolsillo un par de billetes y los colocó en una de las calabazas, donde estaban las ofertas de dinero.

—Ma Bangesé puede leer tu corazón —dijo la mujerona, dirigiéndose a Alexander.

—¿Qué hay en mi corazón?

—Buscas medicina para curar a una mujer —dijo ella.

—Mi madre ya no está enferma, su cáncer está en remi sión... —murmuró Alexander, asustado, sin comprender cómo una hechicera de un mercado en África sabía sobre Lisa.

—De todos modos, tienes miedo por ella —dijo Ma Ban gesé. Agitó las conchas en una mano y las hizo rodar como dados—. No eres dueño de la vida o de la muerte de esa mu jer —agregó.

—¿Vivirá? —preguntó Alexander, ansioso.

—Si regresas, vivirá. Si no regresas, morirá de tristeza, pero no de enfermedad.

—¡Por supuesto que volveré a mi casa! —exclamó el joven.

—No es seguro. Hay mucho peligro, pero eres valiente. Deberás usar tu valor, de otro modo morirás y esta niña mori rá contigo —declamó la mujer señalando a Nadia.

—¿Qué significa eso? —preguntó Alexander.

—Se puede hacer daño y se puede hacer el bien. No hay recompensa por hacer el bien, sólo satisfacción en tu alma. A veces hay que pelear. Tú tendrás que decidir.

—¿Qué debo hacer?

—Mama Bangesé sólo ve el corazón, no puede mostrar el ca mino.—Y volviéndose hacia Nadia, quien se había sentado junto a Alexander, le puso un dedo en la frente, entre los ojos—. Tú eres mágica y tienes visión de pájaro, ves desde arriba, desde la distan cia. Puedes ayudarlo —dijo.

Cerró los ojos y empezó a balancearse hacia delante y ha cia atrás, mientras el sudor le corría por la cara y el cuello. El calor era insoportable. Hasta ellos llegaba el olor del mercado: fruta podrida, basura, sangre, gasolina. Ma Bangesé emitió un sonido gutural, que surgió de su vientre, un largo y ronco la mento que subió de tono hasta estremecer el suelo, como si proviniera del fondo mismo de la tierra. Mareados y transpiran do, Nadia y Alexander temieron que les fallaran las fuerzas. El aire del minúsculo recinto, lleno de humo, se hizo irrespirable. Cada vez más aturdidos, trataron de escapar, pero no pudieron moverse. Los sacudió una vibración de tambores, oyeron aullar perros, se les llenó la boca de saliva amarga y ante sus ojos in crédulos la inmensa mujer se redujo a la nada, como un globo que se desinfla, y en su lugar emergió un fabuloso pájaro de espléndido plumaje amarillo y azul con una cresta color turque sa, un ave del paraíso que desplegó el arco iris de sus alas y los envolvió, elevándose con ellos.

Los amigos fueron lanzados al espacio. Pudieron verse a sí mismos como dos trazos de tinta negra perdidos en un calei doscopio de colores brillantes y formas ondulantes que cambia ban a una velocidad aterradora. Se convirtieron en luces de bengala, sus cuerpos se deshicieron en chispas, perdieron la noción de estar vivos, del tiempo y del miedo. Luego las chis pas se juntaron en un torbellino eléctrico y volvieron a verse como dos puntos minúsculos volando entre los dibujos del fan tástico caleidoscopio. Ahora eran dos astronautas de la mano, flotando en el espacio sideral. No sentían sus cuerpos, pero tenían una vaga conciencia del movimiento y de estar conec tados. Se aferraron a ese contacto, porque era la única manifes tación de su humanidad; con las manos unidas no estaban to talmente perdidos.

Verde, estaban inmersos en un verde absoluto. Comenzaron a descender como flechas y cuando el choque parecía inevita ble, el color se volvió difuso y en vez de estrellarse flotaron como plumas hacia abajo, hundiéndose en una vegetación ab surda, una flora algodonosa de otro planeta, caliente y húme da. Se convirtieron en medusas transparentes, diluidas en el vapor de aquel lugar. En ese estado gelatinoso, sin huesos que les dieran forma, ni fuerzas para defenderse, ni voz para llamar, confrontaron las violentas imágenes que se presentaron en rá pida sucesión ante ellos, visiones de muerte, sangre, guerra y bosque arrasado. Una procesión de espectros en cadenas desfi ló ante ellos, arrastrando los pies entre carcasas de grandes ani males. Vieron canastos llenos de manos humanas, niños y mu jeres en jaulas.

De pronto volvieron a ser ellos mismos, en sus cuerpos de siempre, y entonces surgió ante ellos, con la espantosa nitidez de las peores pesadillas, un amenazante ogro de tres cabezas, un gigante con piel de cocodrilo. Las cabezas eran diferentes: una con cuatro cuernos y una hirsuta melena de león; la segunda era calva, sin ojos y echaba fuego por las narices; la tercera era un cráneo de leopardo con colmillos ensangrentados y ardientes pupilas de demonio. Las tres tenían en común fauces abiertas y lenguas de iguana. Las descomunales zarpas del monstruo se movieron pesadamente tratando de alcanzarlos, sus ojos hipnó­ticos se clavaban en ellos, los tres hocicos escupieron una den sa saliva ponzoñosa. Una y otra vez los jóvenes eludían los fe roces manotazos, sin poder huir porque estaban presos en un lodazal de pesadumbre. Esquivaron al monstruo por un tiem po infinito, hasta que de súbito se encontraron con lanzas en las manos y, desesperados, empezaron a defenderse a ciegas. Cuando vencían a una de las cabezas, las otras dos arremetían y si lograban hacer retroceder a éstas, la primera volvía al ataque. Las lanzas se quebraron en el combate. Entonces, en el instante fi nal, cuando iban a ser devorados, reaccionaron con un esfuer zo sobrehumano y se convirtieron en sus animales totémicos, Alexander en el Jaguar y Nadia en el Águila; pero ante aquel enemigo formidable no servían la fiereza del primero o las alas del segundo... Sus gritos se perdieron entre los bramidos del ogro.

—¡Nadia! ¡Alexander!

La voz de Kate Cold los trajo de vuelta al mundo conoci do y se encontraron sentados en la misma postura en que ha bían iniciado el viaje alucinante, en el mercado africano, bajo el techo de paja, frente a la enorme mujer vestida de amarillo y azul.

—Los oímos gritar. ¿Quién es esta mujer?, ¿qué pasó? —preguntó la abuela.

—Nada, Kate, no pasó nada —logró articular Alexander, tambaleándose.

No supo explicar a su abuela lo que acababan de experimen tar. La voz profunda de Ma Bangesé pareció llegarles desde la dimensión de los sueños.

—¡Cuidado! —les advirtió la adivina.

—¿Qué les pasó? —repitió Kate.

—Vimos un monstruo de tres cabezas. Era invencible... —murmuró Nadia, todavía aturdida.

—No se separen. Juntos pueden salvarse, separados morirán —dijo Ma Bangesé.

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