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Inca - La princesa del sol


Primera parte

1




ALREDEDORES DE POCONA[1], DICIEMBRE DE 1526


Arremolinada contra su madre, Anamaya se despierta brusca mente y escucha la lluvia sobre el techo de la cabaña.

Es todavía de noche, la noche profunda y opaca de la selva. Llueve con fuerza. No se oye nada más, ni los crujidos de las vi gas, ni los gritos de los monos o de las bestias que frecuentan el bosque.

Se da la vuelta sobre el lecho de cañizo y busca la mano de su madre. No comprende por qué el sueño la ha abandonado.

Si abre los ojos, la oscuridad transforma las vigas del techo en serpientes, y los jarrones, en monstruos que hacen muecas. Si vuelve a cerrar los párpados, el estrépito de la lluvia se vuel ve insoportable. Las gotas, pesadas como piedras, parecen atra vesar el espeso techo de palma y golpearle el pecho.

Sin motivo real, tiene miedo En su corazón hay tristeza; una tristeza violenta e incomprensible, como las que aparecen en los sueños.

Vuelve a doblar las rodillas, temblorosa. Se apoya bien con tra el vientre de su madre y llora largamente. Ni una queja ni una palabra cruzan sus labios.

Luego, sin siquiera darse cuenta, vuelve a dormirse.

Con las primeras luces del alba ha olvidado sus terrores noc turnos.

Se levanta de un salto y se desliza entre las hamacas para sa lir al patio desierto.

Es una aldea minúscula, envuelta por la inmensidad de la selva. Una alta pared de troncos tallados en punta rodea y pro tege las cuatro grandes cabanas comunitarias que delimitan el patio central. Ahora está vacío y ya no llueve, pero el aire es cálido y pegajoso. El cielo, de un gris uniforme, se refleja en largos charcos fangosos que resplandecen entre las altas hierbas.

Anamaya aplasta un mosquito en su brazo. Vuelan en zig zag, en grupos, suspendidos en la humedad del aire como si fueran pequeñas nubes furtivas y transparentes.

Con unos pocos pasos saltarines, alcanza la empalizada de lanzas y se reúne con el centinela que hace guardia cerca de la puerta. El guerrero es un hombre joven. Como todos los habi tantes de la aldea, como todos los chiriguanos, «los que temen el frío», no viste más que un paño de tela alrededor de la cintu ra. Lleva el mentón y las mejillas pintados con arabescos ne gros y verdes, y la frente, afeitada hasta la parte superior del cráneo, formando una curva perfecta. Su piel es de un ocre tan luminoso como la tierra pantanosa de la aldea y, en contraste, las perlas de su largo collar de turquesas lucen en su pecho con un brillo violento.

Está medio dormido y se despierta sobresaltado cuando Anamaya lo salpica con el agua de un charco. Como acto refle jo, apunta con su lanza, y luego se echa a reír.

—¿Qué haces fuera a estas horas, gran mosquito?

—Vengo a ayudarte a proteger la aldea —responde Anama ya con gran seriedad.

El guerrero deja de reír y mueve la cabeza con severidad.

—¡Buena idea! ¡Si los incas se enteran de que estás conmi go, jamás osarán atacarnos!

El joven guerrero recupera su risa nítida y le da un golpecito en la nuca.

—Pasa, mosquito. Pero no te alejes demasiado; si no, tu ma dre me hundirá la cabeza en el jarrón de los maleficios —bro mea mientras desata la liana que sujeta un pesado panel de ca ñizo.

Anamaya se cuela por la pequeña abertura y corre hacia la densa selva.

No teme los arbustos espinosos que arañan su taparrabos.Se abalanza sobre un claro del bosque con los pies descalzos, volando sobre las flores de mil colores.

Cuando llega a la gran charca, se sumerge en ella sin vacilar, con los brazos tendidos, y su joven cuerpo resulta tan fluido y ágil como el agua. Durante un largo rato, se sacia con el pla cer de la natación. Después, alcanza la rama baja de una viña cissus y se agarra a ella para suspenderse y balancearse con la facilidad de un mono.

Debajo, el reflejo se esparce y se recompone cuando el agua vuelve a calmarse. Es el reflejo de una niña ya grande para sus diez años. Ciertamente es mucho más grande y tiene la piel más pálida que las otras niñas de la aldea. También su frente es más plana. El mentón, casi puntiagudo, voluntarioso, le alarga el rostro. Pero lo que a ella más le disgusta es su nariz: dema siado larga y mucho más fina que la de las pequeñas indias chiriguanas. Incluso tiene la boca diferente; es más estrecha, y los labios, aunque bellamente dibujados, son poco gruesos.

Y luego, sobre todo, están sus ojos.

Cerrando los párpados, golpea el agua con el pie, salpica y borra su reflejo.

¿Por qué es de esta manera? En la aldea se dicen muchas co sas, pero su madre no se las cuenta nunca.

Su madre. De repente, tiene necesidad de verla, necesidad de tocarla. Es una necesidad tan grande que le provoca dolor en el vientre.

Grita su nombre riendo, y mientras el grito reverbera en el espeso follaje, ella salta de la rama de la viña cissus. Se dirige corriendo hacia la aldea, con toda la fuerza de sus piernas, y el corazón le palpita grandes latidos de amor.

A media mañana, las nubes se rompen de forma brutal. Un rayo se desliza por el bosque antes de ponerse sobre las caba ñas. Cuando alcanza los hombros de Anamaya, ella se echa a reír.

Y luego baila; tiene el rostro iluminado por la risa. Con los brazos extendidos y la espesa cabellera negra balanceándose a causa del ritmo, ofrece el cuerpo desnudo a la unión del sol y la lluvia.

—¡Anamaya! —la llama su madre.

Es la única que lleva un vestido en la aldea. Se trata de una larga túnica tejida que la cubre hasta las rodillas. Los colores se han apagado. Ya casi no se distingue el estampado de cuadros, cruces y rombos cuidadosamente ordenados. En algunas par tes, ha sido recosida con hilo de agave.

—¡Es el sol! —grita la niña, girando sobre sí misma bajo la luz dorada—. ¡Ven, mamá, ven!

Anamaya corre hacia su madre. La coge de las manos e in tenta que baile con ella. La madre se ríe y se resiste un momen to, antes de rendirse a la alegría de la criatura.

Danzan dando saltos. El barro se agita entre sus pies y las salpica mientras ellas lanzan gritos agudos. De repente, Anama ya resbala. La madre la sujeta del brazo, la levanta y la estrecha contra ella; a punto está de caer también. Entre risas que se calman, recuperan el equilibrio estrechamente abrazadas.

—¡Venga, mamá, otra vez! —murmura Anamaya, a la altura del cuello de su madre.

Con ternura, la madre hunde sus ojos brillantes en los de la niña.

—¿Es que te has olvidado de nuestra promesa? —le susurra fingiendo que está enfadada.

Anamaya se pone seria. No, no se le ha olvidado, y no le ha ce ninguna gracia.

—¿De verdad tenemos que ayudar a la vieja bruja?

—¡Anamaya! No es una vieja bruja; es la abuela de los espí ritus.

—¿Y qué? ¡De todas maneras, no me gusta!

Su madre sonríe y la abraza. Cogidas de la mano, rodean una de las grandes cabañas comunitarias y cruzan el patio cen tral. Ahora, el sol se refleja en los charcos, incluso mientras la lluvia, fina y regular, altera la superficie.

Hace tanto calor que la selva echa humo. De ella se elevan bandas de bruma suave y transparente, que van a deshacerse en las lanzas de la alta empalizada.

En la esquina de una de las cabañas, junto a un pequeño fuego, armada con una larga cuchara plana de madera de no gal, una vieja remueve un líquido verde y espeso en una tinaja de largo cuello. Anamaya no puede evitar una mueca.

—He traído la tela, abuela de los espíritus.

La bruja examina con desconfianza el cuadrado de tela. Es tá tan gastado que es casi transparente y sus bordados en rosa se han vuelto blancos.—Servirá —gruñe la vieja dama.

Anamaya se pone de puntillas para ver el líquido de la ti naja.

—¿Cómo sabes que hay un espíritu dentro? —le pregunta.

—Porque lo he metido yo, boba.

—No soy boba. Yo no lo veo...

—Cállate, Anamaya —le ordena su madre sin convicción.

—¡Porque tengo el don de la vista, y lo sabes perfectamente! —se enoja la vieja—. Y ahora, cállate. ¡Obedece a tu madre, ni ña!

Anamaya suspira. Las dos mujeres extienden la tela sobre el cuello de un cántaro ennegrecido de humo. La vieja decanta lentamente el líquido. Un depósito verde se acumula sobre la tela. Desprende un olor muy fuerte, un olor similar al del inte rior del bosque, donde el sol no llega nunca al suelo.

Anamaya observa el espíritu, pero no oye más que las gotas que caen en el fondo del cántaro, cada vez más espaciadas.

Querría preguntar una cosa más, pero no se atreve. De re pente, siente un frescor deslizándose por sus hombros que ar den a causa del sol. Levanta los ojos hacia la sombra que pasa por el cielo. Entonces, deja una esquina de la tela.

El poso verde cae en el cántaro, y la vieja lanza un grito ronco.

—¡Anamaya! —exclama su madre—. ¡¿Qué has hecho?!

—¡Mamá! ¡El pájaro!

Es inmenso, casi tan grande como una choza. El aire cruje entre las plumas negras y brillantes. Vuela tan bajo que se diría que va a pararse; pero no. Gira el largo cuello recubierto de plu món, apunta el terrible pico y vuelve a ganar altura sin batir las alas.

—¡Mamá, mira qué hermoso es!

En el patio, los niños, desnudos, han dejado de jugar. Los adultos se han quedado inmóviles. Las frentes rasuradas de los hombres se arrugan de inquietud. Incluso los viejos salen de las grandes cabañas y elevan los ojos al cielo, protegiéndose del sol y de la lluvia con las manos.

En los extremos de las alas del pájaro, separadas como de dos, vibran largas plumas blancas. Ahora que vuelve a estar so bre ellos, se ven sus garras enormes, más grandes que la mano de un hombre. Anamaya adivina la mirada del ave. Durante un instante, las pupilas redondas y globulosas buscan sus ojos y se clavan en ellos. Entonces, ella ya no ve lo que la rodea. Oye so lamente un ruido cada vez más violento, una algarabía de la ne gra noche, un pisoteo, como si centenares de hombres corrie ran al mismo tiempo. Quiere gritar pero la mano suave de la madre se pone sobre su hombro. Es una mano que pretende darle seguridad, pero que, sin embargo, tiembla.

—El cóndor —balbucea la madre, apretando los dedos toda vía con más fuerza.

—El mensajero de los incas —añade la bruja.

Anamaya se aferra a su madre, que murmura en voz baja.

—El cóndor..., pero el cóndor no vive aquí. Nunca baja de las montañas hasta la sabana...

Anamaya mira a su madre. Ve su boca deshecha, su rostro que empalidece.

—¡Mamá! ¡Mamá, ¿qué te ocurre?!

El pájaro se ha elevado con un golpe de las alas. Vira hacia el este, sube todavía más arriba que los bancos de bruma y cae de repente, como si quisiera fundirse con la aldea. Pero no; de nuevo se eleva cada vez más arriba. Las nubes se rasgan y le de jan paso hacia los flancos de las montañas del oeste, mientras aparece el azul del cielo.

Anamaya tiembla emocionada y las palabras le quedan gra badas en el pecho, como si de repente mil gritos resonaran en ella, pesaran en su vientre y en sus costillas.

En el patio de la aldea, los rostros están todavía elevados y todos permanecen en silencio. Todo está inmóvil. No se escu cha ni un ruido. Incluso la selva está callada.

Entonces, estalla el grito de una trompa.

—¡Los incas! ¡Los incas!

El centinela ha saltado por encima de la empalizada y corre como si estuviera ebrio.

—¡Los incas! ¡Están aquí!

La exclamación escapa de sus labios en el instante en que se desploma. Al caer, el hilo del collar de turquesas se rompe, y las pequeñas piedras azules ruedan sobre el polvo y se hunden en el barro. Sangre oscura sale de su sien y se mezcla con las pinturas rojas y negras de las mejillas. La piedra le ha penetrado el cráneo.

Anamaya percibe el estremecimiento que recorre a su madre de los pies a la cabeza. La trompa, parecida al grito de un ani mal salvaje, vuelve a rugir, y el repicar de los tambores hace temblar el bosque. Los gritos rompen el aire. Los hombres se precipitan a las cabañas para tomar las armas. Otros corren ya hacia la empalizada, con el arco en la mano y las flechas de do ble varilla sobresaliendo de la aljaba. El ruido es insoportable. Anamaya pega la mejilla contra el vientre de su madre, que le acaricia febrilmente el pelo, las mejillas, las manos.

El cóndor ha desaparecido de la montaña. Las nubes se reagrupan y cierran el cielo de nuevo. Los guerreros chirigua nos se acuclillan al pie de la empalizada. En un breve instante, todo se detiene.

Y entonces, de repente, es como si todo el aire se pusiera a canturrear. Anamaya ve cómo el cielo se agrieta. Una sombra negra y grande se hincha al modo de una bandada de insectos. Y cientos de flechas caen sobre el patio.

—¡¡¡Mamá!!! —vuelve a gritar Anamaya.

Su madre se inclina ya hacia ella y la cubre con el torso. Am bas cierran los párpados mientras oyen cómo las saetas se hun den con la misma facilidad en la carne de los guerreros que en los charcos de barro. La sangre se mezcla con el agua; los hom bres lloran como si fueran niños.

El cántaro con el líquido verde se ha volcado.

El miedo y la muerte están por todas partes. La madre can turrea para tranquilizar a su pequeña, acurrucada; le dice que está a su lado, que no debe temer nada. Pero Anamaya no la oye.

Cuando vuelve a abrir los ojos, el patio está lleno de flechas con plumas multicolores. Sobre los cuerpos de los hombres que ya han caído, las espectaculares plumas parecen flores sembra das por arte de magia.

—Ven —le susurra su madre.

Tirando de la niña por la mano, la atrae hacia el campo de flechas en el instante en que el clamor cruza la empalizada. Hombres con cascos de muchos colores surgen por encima de las inútiles lanzas. Las hondas dan vueltas, y las correas de cue ro de las boleadoras silban en el aire. Superados por el nú mero y el armamento de sus adversarios, los chiriguanos caen, puesto que sus cortas porras les han resultado del todo inútiles.

—¡Corre, corre! —grita la madre.

Corren en línea recta hacia adelante, sin preocuparse de las flechas rotas que les cortan los pies. Las piedras impulsadas por las hondas silban en sus oídos. Un viejo de negros dientes les hace gestos justo en el instante en que una piedra se le cla va en el pecho, y cae hacia atrás sin decir palabra.

—¡Más de prisa, Anama...!

Anamaya siente el golpe en la mano. La sacudida le hace vi brar hasta el brazo. Su mano queda bruscamente liberada y cae hacia adelante al mismo tiempo que su madre. Rápidamente vuelve a ponerse de pie.

—¡Mamá, ven, por favor!...

La madre no se mueve. Anamaya no le mira la cara. Vuelve a tomar su mano, tan cálida, tan fuerte, que la sujetaba con fuerza hace tan sólo un instante, hace ya tanto tiempo. Tira de ella. El cuerpo de su madre se limita a deslizarse sobre la tierra inundada de agua.

—¡Mamá, date prisa, que ya llegan...!

Adivina a sus espaldas las túnicas coloreadas de los soldados que se acercan. Tras los gritos del combate ya no se oyen más gemidos y, en cambio, empiezan a oírse algunas risas.

Entonces, por fin, se atreve a mirar el rostro de su madre.

Hay una flor de color rojo sangre en medio de la frente. Tie ne los ojos cerrados y de la comisura de los labios brota un lí quido pardo.

Y ahora lo sabe.

Mira el trapo todavía anudado en la mano de su madre, em papado del líquido verde en el que se escondía el espíritu. Le es tira los dedos crispados y coge la tela. No puede oír las risas de los soldados vencedores, ni los gemidos de los moribundos, ni los gritos de un bebé abandonado en su hamaca en una de las cho zas. Tampoco ve a los últimos combatientes que caen, ni las pri meras llamas que abrasan la empalizada y luego las cabañas. En ella tan sólo hay silencio, como si todas las puertas de su corazón se cerraran una tras otra.

Bajo el rugido furioso de las llamas que carbonizan el aire, se arrodilla lentamente y se arremolina contra el vientre de su madre.

Ya no hay aliento, ya no hay vida; sólo se escapa un poco de calor, que va a convertirse en dolor en el fondo de ella.

Es así como la encuentra el soldado.

Cuando quiere llevársela, sin emitir siquiera un gemido, ella se resiste con todas sus fuerzas. El soldado tiene que vencer la resistencia de sus dedos, de todo su cuerpo, que, agarrado al de su madre, quiere darle vida.

Cuando finalmente consigue separarlas, tiene que arrastrar la por el polvo y el fango como si fuera un cuerpo inerte.

Viva, pero muerta.

El oficial inca tiene en la mano derecha una chaqui, una lan za con la punta de bronce y el mango de madera dura y ador nado con plumas de cóndor. Se protege el pecho con un corpi ño de cuero. Todavía lleva el casco de caña finamente tejido y coronado con una pluma roja y amarilla.

Un olor de humo acre flota en el ambiente. Anamaya, agarran do fuertemente con los dedos la tela de seda, mantiene baja la mi rada con obstinación. Adivina la silueta larga y delgada del inca.

—¿Hemos acabado ya por fin con estos malditos chirigua nos? —le pregunta al soldado que la ha traído.

—Sí, capitán Sikinchara. Algunos han conseguido escapar hacia el bosque.

—Está bien.

Se gira hacia Anamaya, que tiene la cara y todo el cuerpo ne gros de tierra.

—Y ésta, ¿quién es?

—No lo sé, capitán Sikinchara. Estaba junto a una mujer muerta. Os la he traído porque...

-—Mírame, niña —interrumpe el oficial.

Anamaya no se mueve. Con los dedos aprieta el trapo un po co más fuerte. El soldado se apresura a cogerla, pero Sikincha ra lo detiene con una breve orden.

—Mírame, pequeña —le pide con una suavidad inesperada.

Ella sigue sin moverse. El oficial le tiende la lanza y el cas co al soldado y se acerca a ella sin brusquedad. Se arrodilla y toma con sus dedos finos el mentón de la niña. Le levanta el rostro hacia el suyo. Con la mirada atenta, atrapa el rayo lumi noso de los ojos azules.

Por efecto de la sorpresa, está a punto de caer hacia atrás.

Anamaya ve el rostro de un hombre de nariz orgullosa y la bios bien dibujados.

Ve su sorpresa.

Y percibe su miedo.


[1] Actualmente, en Bolivia.

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