CARTA 0
El significador sota de espadas
Crowley: la parte terrena del aire, la fijación de lo volátil, la materialización de la idea. Sutileza en las cosas materiales, inteligencia en la gestión de los asuntos prácticos, en especial si son de naturaleza controvertida.
Gray: un muchacho o muchacha con el cabello y los ojos de color castaño. Posible comprensión o conocimiento de las reglas de la diplomacia, la comunicación epistolar o el espionaje. Vigila lo invisible.
0.0: la bolsa
La habitación estaba a oscuras. La habitación siempre estaba a oscuras porque no tenía ventanas. Esto no tendría por qué haber significado nada. Pero la forma que tenían las sombras de envolver el escritorio como un cortinaje; la forma que tenía la lámpara de cuello curvo de proyectar su óvalo de luz sobre el pulido palisandro; la forma que tenía el silencio de envolver la estancia, sin siquiera el estorbo de un siseo de gas; la forma que tenía el tenue, tenue olor a petróleo y electricidad, como el olor de la misma riqueza, de brotar de todas partes; todas estas cosas otorgaban significado a la oscuridad. En aquella habitación, nada era accidental.
El cliente estaba sentado tras su mesa, en una silla tan alta y ancha que podría haber ocultado a dos guardaespaldas. Se mantenía apartado de la luz, y la luz de él. Puede que hubiera leído en alguna parte que mantener el rostro oculto proporcionaba una ventaja sicológica en las transacciones mercantiles. Podía pensarlo si quería. Ya contaba con la única ventaja real: el dinero. Todo lo demás era humo y paja.
La mercancía estaba dentro de una caja lisa de metal del tamaño de una mano y media, que originalmente había sido de color blanco. La dejé al borde de la mesa, poco más allá del límite de la luz. A continuación, apoyé un dedo sobre ella y la empujé hacia él. La caja resbaló sobre la lustrosa madera y se detuvo frente al cliente.
Sus manos salieron de debajo de la mesa y se colocaron a ambos lados de la caja. Entonces, la izquierda volvió a levantarse, tocó el metal y se posó sobre él, abierta.
—¿Es la que le pedí? —dijo. Eran las primeras palabras que salían de su boca desde que abriera la puerta y me hiciera pasar.
—Compruébelo.
Su autocontrol cedió por un instante y sus dedos arañaron el cierre. Una bisagra se atascó y chirrió. Entonces, con un tic, la caja se abrió y una viruta de metal rota resbaló sobre el palisandro. En su interior había otra caja de plástico. Era casi toda de color azul marino, y tenía una reproducción de una fotografía a color y un título. Yo sabía que el diseño le era conocido. Le había llevado otros parecidos, con fotos y títulos diferentes. Abrió la segunda caja, la que contenía la cinta de vídeo. Tocó la etiqueta como si fuera frágil.
—Cantando bajo la lluvia —dijo, y capté un tinte de satisfacción, o presunción en realidad, en su voz.
Cerró la caja interior y la exterior. Sus manos volvieron a adoptar la postura contenida de antes, a ambos lados de la caja, como los paréntesis de una ecuación.
—¿El contenido se corresponde con la etiqueta? —Esta vez lo dijo con voz fuerte, una voz acostumbrada a dar órdenes en aquella habitación y fuera de ella.
—Sí.
—¿Y es la original o ha hecho una copia para vendérmela?
Al oír esto, extendí la mano, puse el mismo dedo de antes sobre la caja de metal y la traje de regreso arrastrándola sobre la mesa. Sus manos se crisparon, como unos gatos levantándose y estirándose. Pero no fueron tras la caja. El conocía las reglas del Negocio.
—Puede buscarla en otra parte —dije con tono educado— si no quiere comprármela a mí.
La boca, imagino, se le había quedado seca. Al menos me gustaba pensar que era así.
Nos quedamos parados un momento. Puede que estuviese barajando la posibilidad de echarme a la calle, pero lo dudo. Había pasado seis meses a su servicio, buscando aquello mismo.
Finalmente sacó una bolsa de cuero alargada a la luz y la abrió. Vació lo que contenía sobre su mano, lo alineó y se aseguró de que yo viera que la bolsa había quedado vacía. Era un gesto insultante, pero no tanto como sus preguntas. Dejó diez brillantes y redondas pepitas de oro entre los dos, con un bonito retrato en el centro cada una de ellas, magníficos ejemplos del arte de la acuñación. Doscientos dólares en metálico, lo que había prometido. El tipo tenía buena memoria.
Con una sola mano, convertí la fila de monedas en una columna y le pasé la caja con la otra. Estudié la primera de las monedas y luego una sonrisa mía atravesó la barrera de luz hacia su cara.
—Una notable semejanza —dije. Hice desaparecer el dinero, con la esperanza de que reparara en el gesto. Era una respuesta al que él había hecho antes, con el que había querido expresar que en la bolsa de cuero no quedaba nada que robar.
—Tengo otro trabajo —dijo, como si yo se lo hubiera pedido y él estuviera sopesando la idea. Estas tonterías le hacían falta para ocultarse a sí mismo el hecho de que me necesitaba—. Será complicado.
—Este último no ha sido lo que se dice un paseo por el campo.
Cogió la caja que contenía Cantando bajo la lluvia y le dio varias vueltas entre sus manos. Finalmente, dijo:
—Quiero la película de los Jinetes.
Me eché a reír, cosa que no pretendía.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque nunca la he visto, por eso. Si la hubiera visto alguien en la ciudad, sería yo, y nunca lo he hecho.
—Así que cree que no existe. —Su voz transmitía una gélida incredulidad.
—Conozco la leyenda. Un pobre cabrón que hizo una peli de ciencia-ficción de serie B en la que los agentes síquicos de las Fuerzas Especiales dominaban las mentes de unos malvados dictadores y ganaban la guerra en Sudamérica. Y luego unos tíos de esos que llevan gafas de sol por la noche se presentaron en su casa, le hicieron algunas preguntas con mucha insistencia y se lo llevaron detenido. Que yo sepa, nunca lo soltaron. Que yo sepa, el asunto nunca se editó en vídeo. Que yo sepa, nunca se ha demostrado que se distribuyera. Punto. Puede archivar la historia junto a Autostopistas, coma, Desapariciones.
Hubo un silencio, en el que decidí que estaba tratando de averiguar qué había querido decir con aquellas últimas palabras. Si me preguntaba, pensaba decirle que lo averiguara solo.
—Habla como si no creyera en los Jinetes.
A veces me asalta una profunda y devastadora sensación de pérdida por algo que nunca he tenido: el mundo, tal como era antes. Esta fue una de ellas.
—Por supuesto que creo en los Jinetes. Lo que no creo es que alguien tuviera la mala suerte de grabarlos en una película.
—¿Rechaza el trabajo?
Sacudí la cabeza.
—La buscaré. Llevo años haciéndolo. Pero no voy a encontrarla. Ahora no. Si alguna vez hubiera existido, ¿cree que quedaría alguna copia?
—Quinientos —dijo.
Levanté las cejas.
—Mil, en metálico. Y puede dar gracias a que no le pida la mano de su primogénito y la mitad de su reino.
—Nadie le pagaría mil por una condenada película.
—Entonces, si la encuentro, nadie la tendrá.
Un largo y oneroso silencio.
—Si la encuentra —dijo al fin, con una voz tan ronca que parecía oxidada—, tráigamela.
Sonreí y reprimí el impulso de hacer una reverencia. No habíamos acordado el precio, pero coincidíamos en que aquella cifra marcaba la frontera de un país en el que estábamos dispuestos a librar la batalla, si surgía la necesidad.
Abrió uno de los cajones de un escritorio, guardó Cantando bajo la lluvia en él, lo cerró y echó la llave. Como ocurre en ocasiones, cuando una gran cantidad de dinero cambia de manos en una atmósfera de escasa tolerancia, de repente se volvió cordial. Con un gesto, señaló una esquina de la sala, situada a menor altura, y dijo:
—Ahí abajo hay gente que considera que doscientos en oro es una fortuna, hijo. ¿Qué piensa hacer con el dinero?
Sonreí. Si no lo veía, seguro que lo oiría en mi voz.
—Oh —dije—. Creo que me tomaré un buen desayuno.
Y ese tendría que haber sido el fin del asunto, pero puede que, con una fortuna en el bolsillo, mi mente no pensara con la misma claridad que de costumbre.
—¿La ha visto? —le pregunté.
La pregunta lo sorprendió tanto que metió la cara en la luz. Entornó la mirada y sus ojos se perdieron bajo la carne pastosa y blanquecina.
—¿Cómo dice?
—Cantando bajo la lluvia. ¿La ha visto? —Gente bailando sobre los sofás, colgándose de las farolas y apilando muebles sobre el tutor de dicción. ¿Es que sentía una pasión secreta por las estupideces?
—No.
—Entonces, ¿cómo sabe que la quiere?
Su respuesta apareció en su cara, despectiva y estupefacta al mismo tiempo. El dinero me hace formular preguntas estúpidas. La quería, naturalmente, porque nadie más la tenía.
—Al final Debbie Reynolds muere —le dije.
Cinco minutos después estaba en el ruidoso ascensor, bajando del último piso del edificio más alto de la ciudad, con más dinero en el bolsillo que en toda mi vida, en el centro, literalmente, de la riqueza y el poder. Y si todo esto me hacía sentir algo era, más que nada, náuseas y miedo. Cuando volviera a estar en la calle, en un lugar que hubiera recibido alguna vez los rayos del sol, me repondría.
Pasé junto a la mesa de la entrada, saludé con la cabeza al hombre que estaba sentado detrás y salí, tratando de aparentar que no estaba huyendo como alma que lleva el Diablo. Me volví hacia la derecha y, mientras me sumergía en el animado pandemonium matutino de las calles, sentí que la tensión de mis hombros remitía.
Había hecho un buen trabajo, decidí después de pensarlo un poco. Aquel edificio, aquella oficina y aquel cliente, siempre me hacían sentir una mezcla de claustrofobia y pequeñez, pero a pesar de ello, con la mente centrada en el Negocio, había conseguido que todo marchara como la seda. Puede que hubiera imitado un poco al Humphrey Bogart de El halcón maltés, pero hay papeles peores en el mundo.
Compré huevos, pimientos y un poco de queso desmenuzado en tres puestos diferentes, me los llevé a una barbacoa ambulante y encargué una tortilla con ellos.
Después de desayunar, cogería un bici-taxi y pagaría el largo, larguísimo trayecto a las afueras del oeste de la ciudad, donde, según un carroñero de cultura que conocía, había un almacén sellado que contenía lo que quedaba de una empresa de edición de vídeo. Sería, desde mi punto de vista, un día perfecto.
Pero había caos en su interior. Así es como empieza el cáncer: una célula o dos, mutadas, empiezan a dividirse, en secreto durante semanas o meses hasta que, de repente, la transformación se anuncia a sí misma y el organismo entero empieza a marchitarse por su causa. Las células mutaron aquel día, aunque yo no lo supe hasta varias semanas después.
El cliente estaba sentado tras su mesa, en una silla tan alta y ancha que podría haber ocultado a dos guardaespaldas. Se mantenía apartado de la luz, y la luz de él. Puede que hubiera leído en alguna parte que mantener el rostro oculto proporcionaba una ventaja sicológica en las transacciones mercantiles. Podía pensarlo si quería. Ya contaba con la única ventaja real: el dinero. Todo lo demás era humo y paja.
La mercancía estaba dentro de una caja lisa de metal del tamaño de una mano y media, que originalmente había sido de color blanco. La dejé al borde de la mesa, poco más allá del límite de la luz. A continuación, apoyé un dedo sobre ella y la empujé hacia él. La caja resbaló sobre la lustrosa madera y se detuvo frente al cliente.
Sus manos salieron de debajo de la mesa y se colocaron a ambos lados de la caja. Entonces, la izquierda volvió a levantarse, tocó el metal y se posó sobre él, abierta.
—¿Es la que le pedí? —dijo. Eran las primeras palabras que salían de su boca desde que abriera la puerta y me hiciera pasar.
—Compruébelo.
Su autocontrol cedió por un instante y sus dedos arañaron el cierre. Una bisagra se atascó y chirrió. Entonces, con un tic, la caja se abrió y una viruta de metal rota resbaló sobre el palisandro. En su interior había otra caja de plástico. Era casi toda de color azul marino, y tenía una reproducción de una fotografía a color y un título. Yo sabía que el diseño le era conocido. Le había llevado otros parecidos, con fotos y títulos diferentes. Abrió la segunda caja, la que contenía la cinta de vídeo. Tocó la etiqueta como si fuera frágil.
—Cantando bajo la lluvia —dijo, y capté un tinte de satisfacción, o presunción en realidad, en su voz.
Cerró la caja interior y la exterior. Sus manos volvieron a adoptar la postura contenida de antes, a ambos lados de la caja, como los paréntesis de una ecuación.
—¿El contenido se corresponde con la etiqueta? —Esta vez lo dijo con voz fuerte, una voz acostumbrada a dar órdenes en aquella habitación y fuera de ella.
—Sí.
—¿Y es la original o ha hecho una copia para vendérmela?
Al oír esto, extendí la mano, puse el mismo dedo de antes sobre la caja de metal y la traje de regreso arrastrándola sobre la mesa. Sus manos se crisparon, como unos gatos levantándose y estirándose. Pero no fueron tras la caja. El conocía las reglas del Negocio.
—Puede buscarla en otra parte —dije con tono educado— si no quiere comprármela a mí.
La boca, imagino, se le había quedado seca. Al menos me gustaba pensar que era así.
Nos quedamos parados un momento. Puede que estuviese barajando la posibilidad de echarme a la calle, pero lo dudo. Había pasado seis meses a su servicio, buscando aquello mismo.
Finalmente sacó una bolsa de cuero alargada a la luz y la abrió. Vació lo que contenía sobre su mano, lo alineó y se aseguró de que yo viera que la bolsa había quedado vacía. Era un gesto insultante, pero no tanto como sus preguntas. Dejó diez brillantes y redondas pepitas de oro entre los dos, con un bonito retrato en el centro cada una de ellas, magníficos ejemplos del arte de la acuñación. Doscientos dólares en metálico, lo que había prometido. El tipo tenía buena memoria.
Con una sola mano, convertí la fila de monedas en una columna y le pasé la caja con la otra. Estudié la primera de las monedas y luego una sonrisa mía atravesó la barrera de luz hacia su cara.
—Una notable semejanza —dije. Hice desaparecer el dinero, con la esperanza de que reparara en el gesto. Era una respuesta al que él había hecho antes, con el que había querido expresar que en la bolsa de cuero no quedaba nada que robar.
—Tengo otro trabajo —dijo, como si yo se lo hubiera pedido y él estuviera sopesando la idea. Estas tonterías le hacían falta para ocultarse a sí mismo el hecho de que me necesitaba—. Será complicado.
—Este último no ha sido lo que se dice un paseo por el campo.
Cogió la caja que contenía Cantando bajo la lluvia y le dio varias vueltas entre sus manos. Finalmente, dijo:
—Quiero la película de los Jinetes.
Me eché a reír, cosa que no pretendía.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque nunca la he visto, por eso. Si la hubiera visto alguien en la ciudad, sería yo, y nunca lo he hecho.
—Así que cree que no existe. —Su voz transmitía una gélida incredulidad.
—Conozco la leyenda. Un pobre cabrón que hizo una peli de ciencia-ficción de serie B en la que los agentes síquicos de las Fuerzas Especiales dominaban las mentes de unos malvados dictadores y ganaban la guerra en Sudamérica. Y luego unos tíos de esos que llevan gafas de sol por la noche se presentaron en su casa, le hicieron algunas preguntas con mucha insistencia y se lo llevaron detenido. Que yo sepa, nunca lo soltaron. Que yo sepa, el asunto nunca se editó en vídeo. Que yo sepa, nunca se ha demostrado que se distribuyera. Punto. Puede archivar la historia junto a Autostopistas, coma, Desapariciones.
Hubo un silencio, en el que decidí que estaba tratando de averiguar qué había querido decir con aquellas últimas palabras. Si me preguntaba, pensaba decirle que lo averiguara solo.
—Habla como si no creyera en los Jinetes.
A veces me asalta una profunda y devastadora sensación de pérdida por algo que nunca he tenido: el mundo, tal como era antes. Esta fue una de ellas.
—Por supuesto que creo en los Jinetes. Lo que no creo es que alguien tuviera la mala suerte de grabarlos en una película.
—¿Rechaza el trabajo?
Sacudí la cabeza.
—La buscaré. Llevo años haciéndolo. Pero no voy a encontrarla. Ahora no. Si alguna vez hubiera existido, ¿cree que quedaría alguna copia?
—Quinientos —dijo.
Levanté las cejas.
—Mil, en metálico. Y puede dar gracias a que no le pida la mano de su primogénito y la mitad de su reino.
—Nadie le pagaría mil por una condenada película.
—Entonces, si la encuentro, nadie la tendrá.
Un largo y oneroso silencio.
—Si la encuentra —dijo al fin, con una voz tan ronca que parecía oxidada—, tráigamela.
Sonreí y reprimí el impulso de hacer una reverencia. No habíamos acordado el precio, pero coincidíamos en que aquella cifra marcaba la frontera de un país en el que estábamos dispuestos a librar la batalla, si surgía la necesidad.
Abrió uno de los cajones de un escritorio, guardó Cantando bajo la lluvia en él, lo cerró y echó la llave. Como ocurre en ocasiones, cuando una gran cantidad de dinero cambia de manos en una atmósfera de escasa tolerancia, de repente se volvió cordial. Con un gesto, señaló una esquina de la sala, situada a menor altura, y dijo:
—Ahí abajo hay gente que considera que doscientos en oro es una fortuna, hijo. ¿Qué piensa hacer con el dinero?
Sonreí. Si no lo veía, seguro que lo oiría en mi voz.
—Oh —dije—. Creo que me tomaré un buen desayuno.
Y ese tendría que haber sido el fin del asunto, pero puede que, con una fortuna en el bolsillo, mi mente no pensara con la misma claridad que de costumbre.
—¿La ha visto? —le pregunté.
La pregunta lo sorprendió tanto que metió la cara en la luz. Entornó la mirada y sus ojos se perdieron bajo la carne pastosa y blanquecina.
—¿Cómo dice?
—Cantando bajo la lluvia. ¿La ha visto? —Gente bailando sobre los sofás, colgándose de las farolas y apilando muebles sobre el tutor de dicción. ¿Es que sentía una pasión secreta por las estupideces?
—No.
—Entonces, ¿cómo sabe que la quiere?
Su respuesta apareció en su cara, despectiva y estupefacta al mismo tiempo. El dinero me hace formular preguntas estúpidas. La quería, naturalmente, porque nadie más la tenía.
—Al final Debbie Reynolds muere —le dije.
Cinco minutos después estaba en el ruidoso ascensor, bajando del último piso del edificio más alto de la ciudad, con más dinero en el bolsillo que en toda mi vida, en el centro, literalmente, de la riqueza y el poder. Y si todo esto me hacía sentir algo era, más que nada, náuseas y miedo. Cuando volviera a estar en la calle, en un lugar que hubiera recibido alguna vez los rayos del sol, me repondría.
Pasé junto a la mesa de la entrada, saludé con la cabeza al hombre que estaba sentado detrás y salí, tratando de aparentar que no estaba huyendo como alma que lleva el Diablo. Me volví hacia la derecha y, mientras me sumergía en el animado pandemonium matutino de las calles, sentí que la tensión de mis hombros remitía.
Había hecho un buen trabajo, decidí después de pensarlo un poco. Aquel edificio, aquella oficina y aquel cliente, siempre me hacían sentir una mezcla de claustrofobia y pequeñez, pero a pesar de ello, con la mente centrada en el Negocio, había conseguido que todo marchara como la seda. Puede que hubiera imitado un poco al Humphrey Bogart de El halcón maltés, pero hay papeles peores en el mundo.
Compré huevos, pimientos y un poco de queso desmenuzado en tres puestos diferentes, me los llevé a una barbacoa ambulante y encargué una tortilla con ellos.
Después de desayunar, cogería un bici-taxi y pagaría el largo, larguísimo trayecto a las afueras del oeste de la ciudad, donde, según un carroñero de cultura que conocía, había un almacén sellado que contenía lo que quedaba de una empresa de edición de vídeo. Sería, desde mi punto de vista, un día perfecto.
Pero había caos en su interior. Así es como empieza el cáncer: una célula o dos, mutadas, empiezan a dividirse, en secreto durante semanas o meses hasta que, de repente, la transformación se anuncia a sí misma y el organismo entero empieza a marchitarse por su causa. Las células mutaron aquel día, aunque yo no lo supe hasta varias semanas después.
0 comentarios:
Publicar un comentario