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Paladín de almas




Ista estaba asomada entre los merlones de la torre del portón, con la piedra rugosa bajo sus manos pálidas, y observaba embotada por el cansancio cómo el último grupo de los que habían acudido al funeral salía por la puerta del castillo. Los caballos arrastraban sus cascos sobre los viejos adoquines, y sus despedidas provocaban ecos en la bóveda de la puerta. Su serio hermano, el provincar de Baocia, junto con su familia y su séquito, eran los últimos de los muchos que habían partido, dos semanas completas después de que los divinos hubieran completado los ritos funerarios y las ceremonias del entierro.

De Baocia seguía hablando sobriamente con el alcaide del castillo, Sir de Ferrej, que caminaba junto a su estribo con el rostro serio vuelto hacia arriba, escuchando la retahíla, sin duda, de instrucciones de última hora. El fiel de Ferrej había servido a la difunta provincara viuda durante las dos últimas décadas de su larga residencia aquí en Valenda. Las llaves del castillo y el torreón del homenaje brillaban desde el cinturón que ceñía su rechoncha cintura. Las llaves de su madre, que Ista había reunido y guardado, para entregárselas luego a su hermano mayor junto con todos los papeles, inventarios e instrucciones que implicaba la muerte de una gran señora. Y que él había entregado para su custodia permanente no a su hermana, sino al bueno, viejo y honrado de Ferrej. Llaves para mantener fuera al peligro... y, si era necesario, a Ista dentro.

Solo es una costumbre, ya sabes. Ya no estoy enfadada, de verdad.

No es que ella quisiera las llaves de su madre, ni la vida de su madre que iba con ellas. Apenas sabía lo que quería. Lo que sabía era lo que temía: que la gente que la amaba la encerrara en algún lugar oscuro y angosto. Un enemigo podía bajar la guardia, desistir de su empeño, volver la espalda; pero el amor nunca flaqueaba. Sus dedos frotaron inquietos la piedra.

La comitiva de de Baocia descendió por la colina atravesando la ciudad y pronto se perdió de vista entre la multitud de techos de tejas rojas. De Ferrej, dándose la vuelta, entró con aspecto cansado por la puerta y desapareció de la vista.

El gélido viento de primavera levantó un mechón del pelo pardo de Ista y lo empujó contra su rostro, haciéndolo caer sobre sus labios; ella hizo una mueca y volvió a introducirlo en el cuidadoso trenzado que engalanaba su cabeza. Estaba tan tenso que le pinchaba el cuero cabelludo.

El tiempo se había caldeado en las dos últimas semanas, demasiado tarde para aliviar a una mujer anciana recluida en cama por las heridas y la enfermedad. Si su madre no hubiera sido tan anciana, los huesos rotos habrían sanado más rápidamente, y la inflamación de los pulmones no se habría aferrado con tanta fuerza a su pecho. Si no hubiera sido tan frágil, quizá para empezar la caída del caballo no le habría roto los huesos. Si no hubiera sido tan ferozmente testaruda, quizá no habría estado sobre ese caballo a su edad... Ista bajó la mirada para encontrase que le sangraban los dedos, y los ocultó a toda prisa en su falda.

Durante las ceremonias del funeral, los dioses habían confirmado que el alma de la vieja señora había sido recogida por la Madre del Verano, como se esperaba y era lo propio. Ni siquiera los dioses se habían atrevido a violar sus opiniones sobre el protocolo. Ista se imaginó a la vieja provincara dando órdenes en el cielo, y sonrió un tanto lúgubremente.

Y así por fin estoy sola.

Ista reflexionó sobre los espacios vacíos de dicha soledad, sobre su terrible coste. Marido, padre, hijo y madre, todos habían partido hacia la tumba antes que ella, cuando les había llegado la hora. Su hija había sido reclamada por la royeza de Chalion, en un abrazo tan fuerte como el de la tumba, y era tan poco probable que volviera de ese alto lugar, los cinco dioses mediante, como que los otros volvieran del suyo tan profundo.

Con toda seguridad estoy acabada. Ya había completado todos los deberes que la habían definido. Una vez, había sido la hija de sus padres. Luego, la esposa del grande y desafortunado Ias. La madre de sus hijos. Al final, la guardiana de su madre. Bueno, ya no soy ninguna de esas cosas.

¿Qué soy cuando no estoy rodeada por las paredes de mi vida? ¿Cuándo todas ellas se han derrumbado y son polvo y escombros?

Bueno, seguía siendo la asesina de lord de Lutez. La última de esa pequeña y secreta compañía que seguía con vida, ahora. Se había convertido en eso por sí misma, y eso seguía siendo.

Volvió a asomarse entre los merlones, y la piedra raspó las mangas de color lavanda de su vestido de luto cortesano, agarrándose a las hebras de seda. Sus ojos recorrieron la carretera a la luz de la mañana, empezando por las losas que había bajo ella y siguiendo colina abajo, atravesando la ciudad, cruzando el río... ¿hasta dónde? Todas las carreteras eran una carretera, eso decían. Una gran red que recorría la tierra, separándose y uniéndose. Todas las carreteras tenían dos sentidos. Eso decían. Yo quiero una carretera sin retorno.

Un jadeo asustado a su espalda la hizo volver la cabeza bruscamente. Una de sus damas de compañía estaba de pie en el camino de ronda con la mano en la boca, los ojos muy abiertos y respirando pesadamente por la subida. Sonrió con una falsa alegría.

—Mi señora, os he buscado por todas partes. A... apartaos de ese borde, esto...

Los labios de Ista se curvaron irónicamente.

—Tranquila. Hoy no siento ansias de encontrarme con los dioses cara a cara. —Ni ningún otro. Nunca más—. Los dioses y yo no nos hablamos.

Tuvo que soportar que la mujer la tomara del brazo y caminara junto a ella, con apariencia despreocupada, por el camino de ronda hasta la escalera interior, con cuidado, se dio cuenta Ista, de ponerse por la parte de fuera, entre Ista y la caída. Tranquila, mujer. No deseo las rocas.

Deseo la carretera.

Darse cuenta de eso la sobresaltó, casi la conmocionó. Era un pensamiento nuevo. ¿Un pensamiento nuevo, yo? Todos sus pensamientos viejos parecían escuálidos y deshilachados como una prenda de punto hecha y vuelta a rehacer, hecha y vuelta a rehacer una y otra vez hasta que todas las hebras estaban despeluzadas, cada vez más gastada pero nunca más grande. ¿Pero cómo podía ella conseguir la carretera? Las carreteras estaban hechas para los hombres jóvenes, no para las mujeres de mediana edad. El pobre muchacho huérfano empaquetaba su petate y partía por la carretera en busca de las esperanzas de su corazón... ese era el principio de mil cuentos. Ella no era pobre, ni era un muchacho, y su corazón estaba tan despojado de esperanza como la vida y la muerte podían dejarlo. Pero ahora soy huérfana. ¿Será eso requisito suficiente?

Doblaron la esquina del camino de ronda, dirigiéndose hacia la torre redonda que contenía la estrecha y serpenteante escalera que conducía hasta el jardín central. Ista dirigió una última mirada hacia los flacuchos arbustos y los raquíticos árboles que llegaban hasta la muralla exterior del castillo. Por la senda que subía desde el poco profundo barranco venía un criado tirando de un burro cargado de leña para el fuego, dirigiéndose hacia el postigo del portón principal.

En el jardín de flores de su difunta madre, Ista redujo el paso, resistiéndose a la urgencia de la mano de la dama de compañía sobre la suya, y se sentó con terquedad en el cenador junto a los rosales aún desnudos.

—Estoy cansada —anunció—. Descansaré aquí un rato. Puedes traerme un té.

Pudo ver cómo su dama de compañía sopesaba los riesgos en su mente, contemplando con desconfianza a la señora de alto rango que tenía a su cargo. Ista le dedicó una fría mueca de desagrado. La mujer se dejó caer en una reverencia.

—Sí, mi señora. Se lo diré a una de las doncellas. Y volveré enseguida.

Espero que lo hagas. Ista solo esperó hasta que la mujer hubo doblado la esquina del torreón del homenaje antes de ponerse en pie de un salto y salir corriendo hacia el postigo del portón principal.

Justo en ese momento el guardia le estaba dejando paso al sirviente con su burro. Ista, con la cabeza levantada, pasó junto a ellos como una exhalación sin darse la vuelta. Fingiendo no haber oído el inseguro "¿Mi señora...?" del guardia, bajó a buen paso por el empinado camino. Las colas de su falda y de su chaleco de terciopelo negro se enganchaban en ramas y matorrales cuando pasaba junto a ellos, como si fueran manos que trataran de retenerla. Una vez que se perdió de vista entre los primeros árboles, sus pasos fueron ganando velocidad hasta convertirse en algo próximo a una carrera. Cuando era una niña solía correr camino abajo hasta el río. Antes de ser el algo de alguien.

Ahora no era una niña, eso tenía que admitirlo. Casi había perdido el aliento y temblaba cuando los destellos del río brillaron entre la vegetación. Se dio la vuelta y anduvo a grandes zancadas por la orilla. El sendero mantenía el curso que recordaba hasta el viejo puente de los caminantes, atravesaba el agua y volvía a subir hasta una de las carreteras principales que serpenteaban por la colina hacia (o desde) la ciudad de Valenda.

La carretera estaba enfangada y sembrada de pisadas de cascos; quizá el grupo de su hermano acababa de pasar en su camino hacia la capital provincial de Taryoon. Su hermano había pasado gran parte de las últimas dos semanas intentando persuadirla para que lo acompañara allí, prometiéndole habitaciones y sirvientes en su palacio, bajo su mirada benigna y protectora, como si ella no tuviera suficientes habitaciones y sirvientes y ojos fisgones aquí mismo. Se dio la vuelta hacia la dirección opuesta.

Un traje de luto cortesano y unas babuchas de terciopelo no eran atuendo para una carretera rural. Las faldas se enredaban en sus piernas como si estuviera intentando vadear aguas profundas. El barro se le pegaba a los ligeros zapatos. El sol, que ascendía en el cielo, calentaba su espalda vestida de terciopelo, y empezó a sudar de forma no muy propia para una dama. Siguió caminando, sintiéndose cada vez más incómoda y estúpida. Esto era una locura. Esta era justo la clase de cosas que hacía que a las mujeres las encerraran en torreones con sirvientes medio alelados, ¿y no había tenido ya bastante de eso en su vida? No tenía una muda de ropa, ni un plan, ni dinero, ni siquiera una vaida de cobre. Se tocó las joyas que rodeaban su cuello. Hay dinero. Sí, tienen demasiado valor. ¿Qué prestamista de una ciudad de provincias podía acercarse a su valor? No eran un recurso, simplemente un objetivo, cebo para los bandidos.

El traqueteo de una carreta la hizo descartar la idea de abrirse camino entre los charcos. Un granjero conducía una robusta jaca tirando de una carga de estiércol fresco para esparcirlo en sus campos. Volvió la cabeza para mirar asombrado la aparición de la mujer en su camino. Ista le dedicó una regia inclinación de cabeza, después de todo ¿qué otra clase de saludo podía ofrecer? Casi se rió en voz alta, pero contuvo el indecoroso ruido y siguió andando. Sin volver la vista atrás. Sin atreverse a ello.

Anduvo aproximadamente una hora antes de que sus agotadas piernas, arrastrando el peso de su vestido, trastabillaron por fin al detenerse. Estaba a punto de llorar de la frustración. Esto no funciona. No sé cómo hacerlo. Nunca he tenido la oportunidad de aprender, y ahora soy demasiado vieja.

Caballos de nuevo, galopando, y un grito. Se le pasó repentinamente por la cabeza que entre las cosas de las que había olvidado proveerse se encontraba un arma, aunque fuera un simple cuchillo, para defenderse de sus atacantes. Se imaginó enfrentándose a un espadachín, cualquier espadachín, con cualquier arma que pudiera coger y esgrimir, y resopló. Sería una escena corta, apenas merecedora de tomarse la molestia.

Volvió la cabeza mirando por encima del hombro y suspiró. Sir de Ferrej y un mozo de cuadras venían por la carretera siguiendo su rastro, y los cascos de los caballos salpicaban el fango. Ella no era, pensó, tan tonta como para desear que fueran bandidos. Quizá ese era el problema; quizá es que no estaba lo bastante loca. La verdadera locura no conocía límite alguno. Lo bastante loca para desear aquello que no estaba lo bastante loca para conseguir; ese era un enajenamiento singularmente inútil.

La culpa le provocó una punzada en el corazón cuando vio el rostro rojo, aterrorizado y sudoroso de de Ferrej cuando este llegaba a su lado.

—¡Royina! —gritó él—. ¿Mi señora, qué hacéis aquí?

Casi se cayó de la silla, para cogerla de las manos y mirarla fijamente a la cara.

—Estoy cansada de las penas del castillo. Decidí dar un paseo bajo el sol de primavera para solazarme.

—¡Mi señora, habéis recorrido unas cinco millas! Esta carretera no es muy adecuada para vos...

Sí, y yo soy bastante poco adecuada para ella.

—Sin sirvientes, sin guardias; por los cinco dioses ¡Pensad en vuestra posición y vuestra seguridad! ¡Pensad en mi pelo gris! Lo habéis puesto de punta con este arranque.

—Me disculpo ante tu pelo gris —dijo Ista, con más bien poco arrepentimiento real—. No se merece el trabajo que le causo, y el resto de tu cuerpo tampoco, buen de Ferrej. Yo solo... quería dar un paseo.

—La próxima vez, decídmelo y me encargaré de los preparat...

—Yo sola.

—Sois la royina viuda de toda Chalion —afirmó serio de Ferrej—. Sois la madre de la royina Iselle, por el amor de los cinco dioses. No podéis ir vagando por los caminos como una campesina.

Ista suspiró ante la idea de ser una campesina vagabunda y no la trágica Ista. Aunque no dudaba que las campesinas también tenían sus tragedias, y había mucha menos simpatía poética hacia ellas que hacia las royinas. Pero no había nada que ganar discutiendo con él en mitad de la carretera. De Ferrej hizo que el mozo de cuadras le entregara su caballo, y ella accedió a que la cargaran en el mismo. Las faldas de su vestido no estaban cortadas para cabalgar, y formaron un incómodo gurruño alrededor de sus piernas cuando fue a poner los pies en los estribos. Ista volvió a fruncir el ceño cuando el mozo tomó las riendas de sus manos y se dispuso a conducir la montura.

De Ferrej se inclinó en su silla para cogerla de la mano, consolándola por las lágrimas que empezaban a brotar en sus ojos.

—Lo sé —murmuró él amablemente—. La muerte de vuestra señora madre es una gran pérdida para todos nosotros.

Acabé de llorar por mi madre hace semanas, de Ferrej. Una vez había jurado no volver a llorar ni a rezar, pero había incumplido ambos juramentos en aquellos últimos y terribles días en la habitación de la enferma. Después de eso, ni llorar ni rezar parecía haber tenido ningún sentido. Decidió no preocupar la mente del alcaide del castillo con la explicación de que ahora lloraba por ella misma, y no de pena, sino por una especie de cólera. Que él la considerara trastornada por la aflicción; la aflicción pasaba.

De Ferrej, tan agotado como ella por las pasadas semanas de lamentaciones y huéspedes, no la molestó con más conversación, y el mozo no se atrevió a hablar. Ella se sentó en su caballo que avanzaba pesadamente y dejó que la carretera se enrollara bajo ella como una alfombra que estuvieran recogiendo, negándole su uso. ¿De qué le servía ahora? Se mordió el labio y miró fijamente entre las orejas de su caballo, que subían y bajaban.

Después de algún tiempo, las orejas del caballo temblaron. Ella siguió su resoplante mirada para ver otra comitiva a caballo que se aproximaba por una carretera que se cruzaba con la de ellos, una o dos docenas de jinetes a lomos de caballos y mulas. De Ferrej se puso de pie sobre los estribos y forzó la vista, pero luego se relajó de vuelta a su silla al ver a los cuatro jinetes ataviados con los tabardos azules y las capas grises de los hermanos soldados de la Orden de la Hija, cuyo mandato incluía el garantizar la seguridad de los peregrinos en los caminos. A medida que el grupo se acercaba, se pudo ver que incluía tanto hombres como mujeres, todos vestidos con los colores de sus dioses elegidos, o al menos tan cercanos como les permitían sus guardarropas, y que llevaban cintas de colores en las mangas como señal de sus santos destinos.

Ambos grupos llegaron al cruce a la vez, y de Ferrej intercambió unas tranquilizadoras inclinaciones de cabeza con los hermanos soldados, tipos impasibles y concienzudos como él mismo. Los peregrinos miraban intrigados a Ista, vestida con sus ropas lujosas y sombrías. Una mujer mayor, regordeta y de rostro enrojecido —seguramente no es mucho mayor que yo— le dedicó una alegre sonrisa a Ista. Tras un momento de duda, los labios de Ista se curvaron en una respuesta y le devolvió su inclinación de cabeza. De Ferrej había interpuesto su caballo entre los peregrinos e Ista, pero sus intenciones de escudarla fueron al traste cuando la rechoncha mujer retuvo a su caballo y lo hizo trotar para rodearlo.

—Que los dioses le den un buen día, señora —resopló la mujer. Su gordo caballo pío estaba sobrecargado con unas alforjas atiborradas y más bolsas atadas a ellas con cordel, que botaban tan precariamente como su jinete. El caballo se detuvo y la mujer recuperó el aliento y se echó hacia atrás su sombrero de paja. Iba vestida con los verdes de la Madre en unos tonos oscuros algo desparejados, propios de una viuda, pero las cintas entrelazadas que rodeaban su manga la recorrían en una hilera de cinco: azul entrelazado con blanco, verde con amarillo, rojo con naranja, negro con gris y blanco entrelazado con crema.

Tras un momento de vacilación, Ista volvió a asentir.

—Y a usted.

—Somos peregrinos de toda Baocia —anunció la mujer en tono sugerente—. Viajamos al santuario de la milagrosa muerte del canciller de Jironal, en Taryoon. Bueno, excepto el buen Sir de Brauda aquí presente. —Señaló con una inclinación de cabeza a un hombre mayor ataviado de marrón apagado que llevaba un favor rojo y naranja que indicaba su afiliación al Hijo del Otoño. Un hombre joven vestido con tonos más brillantes cabalgaba a su lado, y se inclinó hacia delante para mirar, frunciendo el ceño y sofocado, a la mujer de verde—. Lleva a su hijo, el de allí; un chaval guapo, ¿eh?

El chico retrocedió y miró directamente al frente, sonrojándose como para ir a juego con las cintas de su manga; su padre no tuvo éxito al intentar reprimir una sonrisa.

—...hasta Cardegoss para que sea ordenado en la Orden del Hijo, como su papi antes que él, seguro. La ceremonia va a ser oficiada por el santo general, ¡el róseo consorte Bergon en persona! Me gustaría tanto verlo. Dicen que es un tipo guapo. Se supone que en esa orilla ibrana de la que viene se crían muy buenos mozos. Tendré que encontrar algún motivo para rezar en Cardegoss yo misma, y darle a mis viejos ojos esa alegría.

—Pues sí —respondió Ista con un tono neutro ante esta anticipada, pero globalmente precisa, descripción de su yerno.

—Yo soy Caria de Palma. Era la esposa de un talabartero de allí, ahora su viuda. ¿Y usted, buena señora? ¿Este serio individuo es su marido?

El alcaide del castillo, que escuchaba con evidente desaprobación estas familiaridades, hizo el gesto de adelantar su caballo y echar a la pesada mujer, pero Ista levantó la mano.

—Tranquilo, de Ferrej.

Este levantó las cejas, pero se encogió de hombros y contuvo su lengua. Ista se dirigió a la peregrina.

—Soy una viuda de... Valenda.

—¿Ah, sí? Vaya y yo también —respondió alegremente la mujer—. Mi primer hombre era de aquí. Aunque ya llevo enterrados tres maridos. —Lo anunció como si fuera un logro—. Hombre, todos a la vez no, por supuesto. De uno en uno. —Inclinó la cabeza con curiosidad ante los colores del luto de Ista—. ¿Entonces es que acaba usted de enterrar al suyo, señora? Una pena. No es raro que tenga usted un aspecto tan triste y pálido. Bueno, querida, son malos momentos, especialmente con el primero, ya sabe. Al principio una se quiere morir, lo sé, a mí me pasó, pero eso no es más que la voz del miedo. Las cosas volverán a su sitio, no se preocupe.

Ista sonrió brevemente y negó con la cabeza, mostrando cierto desacuerdo, pero no hizo nada por corregir el malentendido de la mujer. De Ferrej estaba claramente ansioso por acabar con la extroversión de la criatura anunciando el rango y la posición de Ista, y por extensión el suyo propio, y quizá así echarla, pero Ista se dio cuenta, con cierto asombro, de que encontraba divertida a Caria. El parloteo de la viuda no la desagradaba, y no quería que parara.

Y, aparentemente, no había peligro alguno de eso. Caria de Palma fue señalando a sus compañeros peregrinos, regalando a Ista una pormenorizada narración de sus posiciones sociales, orígenes y objetivos sagrados; y si cabalgaban lo bastante lejos, con opiniones gratuitas acerca de sus modales y su moralidad. Aparte del divertido y veterano dedicado del Hijo del Otoño y su azorado hijo, el grupo incluía a cuatro hombres de una hermandad de tejedores que iban a rezarle al Padre del Invierno para que un pleito se resolviera a su favor; un hombre que llevaba las cintas de la Madre del Verano, que rogaba por la salud de una hija próxima al parto; y una mujer cuya manga mostraba el azul y blanco de la Hija de la Primavera que pedía un marido para su hija. Una mujer delgada con ropas verdes de acólita de la Orden de la Madre de excelente corte, con su doncella y dos criados particulares, resultó que no era comadrona ni médico, sino interventora. Un mercader de vinos iba para dar gracias y cumplir una promesa al Padre por haber regresado sin problemas con su caravana, que había estado a punto de perderse el invierno anterior en los nevados pasos montañosos que conducían a Ibra.

Los peregrinos que estaban al alcance de la voz, que evidentemente llevaban ya varios días cabalgando con Caria, levantaron los ojos de diversas maneras mientras ella seguía hablando y hablando. La excepción fue un joven obeso con un traje blanco, ensuciado por el camino, un divino del Bastardo. Cabalgaba en silencio, con un libro abierto apoyado en la curva de su barriga, con las riendas de su mula blanca manchada sueltas, y solo levantó la mirada al pasar la página, parpadeando de forma miope y sonriendo confuso.

La viuda Caria miró al sol, que había llegado a su cenit en el cielo.

—No puedo esperar a llegar a Valenda. Vamos a comer en una posada cuya especialidad son los cochinillos asados más deliciosos. —Se relamió los labios en anticipación.

—Sí, hay una posada así en Valenda —dijo Ista. Se dio cuenta de que nunca había comido allí, en todos sus años de residencia.

La interventora de la Madre, que había sido uno de los más molestos oyentes involuntarios de la viuda, frunció los labios en desaprobación.

—Yo no tomaré carne —anunció—. Hice el voto de que ninguna carne impura cruzaría mis labios durante este viaje.

Caria se inclinó al frente y le murmuró a Ista.

—Creo que si hiciera el juramento de tragarse su orgullo, en vez de sus ensaladas, su peregrinación tendría más sentido.

Volvió a erguirse, sonriendo de oreja a oreja; la interventora de la Madre sorbió y fingió no haberlo oído.

El mercader que llevaba en su manga las cintas grises y negras del Padre hizo un comentario, como al aire.

—Estoy seguro de que a los dioses no les sirve de nada la charla intrascendente. Deberíamos usar nuestro tiempo mejor, discutir asuntos más elevados para preparar nuestras mentes para la oración, no nuestros estómagos para el almuerzo.

Caria le sonrió.

—Sí, ¿o las partes más bajas para cosas aún mejores? ¡Y tú cabalgas con el favor del Padre en la manga! Qué vergüenza.

El mercader se envaró.

—¡Ese no es el aspecto del dios al que voy, o al que necesito rezar, te lo aseguro, mujer!

El divino del Bastardo levantó la mirada de su libro y murmuró pacíficamente.

—Los dioses gobiernan cada parte de nosotros, desde la cabeza a los pies. Hay un dios para cada uno, y para cada parte.

—Su dios tiene unos gustos considerablemente bajos —observó el mercader, aún picado.

—Nadie que abra su corazón a alguien de la Sagrada Familia será excluido. Ni siquiera los mojigatos. —El divino le hizo una reverencia sobre su vientre al mercader.

Caria tuvo un alegre estallido de risa; el mercader resopló indignado, pero desistió. El divino volvió a su libro. Caria le susurró a Ista.

—Me gusta el tipo gordo. Me gusta. No habla mucho, pero cuando lo hace da en el clavo. Los hombres estudiosos no suelen tener paciencia conmigo, y es cierto que yo no los entiendo. Pero ese tiene unos modales adorables. Aunque yo creo que un hombre debería buscarse una esposa e hijos, y ganar el jornal para ellos, y no ir incordiando detrás de los dioses. Bueno, tengo que admitir que mi querido segundo marido no lo hacía, trabajar, quiero decir, él bebía. Bebió hasta morir, para alivio de todos cuantos lo conocíamos, que los cinco dioses guarden su alma. —Se persignó, tocándose la frente, labios, vientre, entrepierna y corazón, abriendo su mano sobre su rechoncha barriga. Frunció los labios, levantó la barbilla y la voz y habló con curiosidad—. Pero ahora que pienso en ello, nunca nos ha dicho el motivo de sus ruegos, docto.

El divino colocó un dedo marcando la página y levantó la mirada.

—No, creo que no —dijo vagamente.

—Todos los que han recibido la llamada rezan para encontrarse con su dios ¿no? —dijo el mercader.

—Yo a menudo le he rezado a la diosa para que toque mi corazón —dijo la interventora de la Madre. Es mi máxima ambición espiritual verla cara a cara. De hecho, a menudo creo sentirla, de cuando en cuando.

Cualquiera que desee ver a los dioses cara a cara es un gran imbécil, pensó Ista. Aunque eso no era ningún impedimento, según sus experiencias.

—No hay que rezar para eso —dijo el divino—. Solo hay que morirse, no es difícil. —Se frotó la papada—. De hecho es inevitable.

—Ser tocados por los dioses en vida —corrigió la interventora con frialdad—. Eso es una gran bendición que todos ansiamos.

No, no lo es. Si vieras justo ahora el rostro de la Madre, mujer, caerías llorando al fango de este camino y no te levantarías en días. Ista se dio cuenta de que el divino la observaba con una curiosidad apenas contenida.

¿Sería él uno de los tocados por los dioses? Ista poseía algo de práctica detectándolos. Por desgracia, lo inverso también era cierto. O quizá esa mirada de cordero no era más que miopía. Incómoda, le respondió frunciendo el ceño.

Él parpadeó en señal de disculpa y habló.

—De hecho viajo por asuntos de mi orden. Un dedicado que está bajo mi jurisdicción se cruzó por azar con un pequeño demonio suelto que había poseído un hurón. Lo llevo a Taryoon para que el archidivino lo devuelva al dios con la ceremonia apropiada.

Se giró hacia sus amplias alforjas y rebuscó en ellas, cambiando el libro por una pequeña jaula de mimbre. Una esbelta silueta gris se retorcía en su interior.

—¡Ajá! ¡Así que es eso lo que escondías ahí! —Caria acercó su caballo, arrugando la nariz—. Pues a mí me parece un hurón como cualquier otro.

La criatura se apoyó contra un lado de la jaula y movió sus bigotes hacia ella.

El grueso divino se dio la vuelta en la silla y sostuvo la jaula para que Ista la viera. El animal, que daba vueltas, se quedó helado bajo el ceño fruncido de ella; solo por un instante, sus ojos redondos brillaron con algo más que inteligencia animal. Ista lo contempló desapasionadamente. El hurón bajó la cabeza y reculó hasta que no pudo retroceder más. El divino le dedicó a Ista una curiosa mirada de soslayo.

—¿Estas seguro de que la pobre cosa no esta simplemente enferma? —dijo Caria dubitativa.

—¿Qué creéis, señora? —preguntó el divino a Ista.

Sabes muy bien que es un demonio de verdad. ¿Por qué me preguntas?

—¿Por qué?... Creo que el buen archidivino sabrá seguramente lo que es y qué hacer con él.

El divino sonrió levemente ante esta cauta respuesta.

—De hecho no es gran cosa como demonio. —Volvió a guardar la jaula—. Yo diría que no es más que un simple elemental, pequeño y sin desarrollar. No lleva mucho en el mundo, creo, así que es improbable que tiente a los hombres hacia la hechicería.

A Ista no la tentaba, ciertamente, pero comprendió la necesidad de discreción. Adquirir un demonio lo convertía a uno en hechicero tanto como adquirir un caballo lo convertía a uno en jinete, pero ser más o menos hábil en ello era otra cuestión. Igual que un caballo, un demonio iba con su amo. A diferencia del caballo, no había posibilidad de desmontar. El alma peligraba, de ahí la preocupación del templo.

Caria fue a volver a hablar, pero el camino se bifurcaba hacia el castillo en ese punto, y de Ferrej echó su caballo a un lado. La viuda de Palma convirtió lo que fuera que iba a decir en una alegre despedida y de Ferrej escoltó a Ista con firmeza fuera de la carretera.

Volvió la cabeza para echar un vistazo mientras seguían por la orilla del río y se adentraban en los árboles.

—Mujer vulgar. ¡Me apuesto a que no tiene un solo pensamiento pío en su cabeza! Usa su peregrinación solo para ocultar sus vacaciones de la desaprobación de sus parientes y conseguirse una escolta barata por el camino.

—Creo que tienes toda la razón, de Ferrej. —Ista volvió la cabeza por encima del hombro para mirar al grupo de peregrinos que seguían por la carretera principal. La viuda Caria estaba tratando de convencer al divino del Bastardo para que cantara himnos con ella, aunque el que sugería se parecía más a una canción de taberna.

—No tenía ni un hombre de su familia para que cuidara de ella —continuó de Ferrej, indignado—. Supongo que no pudo hacer nada sobre la falta de un marido, pero uno podría pensar por qué no ha convencido a un hermano o un hijo, o al menos un sobrino. Siento que os hayáis visto expuesta a esto, royina.

Un dúo no muy armonioso, pero completamente simpático, brotó tras ellos, desvaneciéndose en la distancia.

—Yo no —dijo Ista. Sus labios se curvaron lentamente en una sonrisa. Yo no.

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