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Día de Ira
PRÓLOGO
20 de mayo
Equipo de la Agencia de Inspección en el lugar, Base 125 de la División Aérea, en Kandalaksha al norte de Rusia
El bimotor Antonov-32 con turbohélices rugió por la pista y se elevó bruscamente para luego virar a la derecha. Minutos des pués, las cercas de alambre, las torres de vigilancia y los refu gios camuflados para aviones de Kandalaksha se achicaron y finalmente desaparecieron detrás de la aeronave.
John Avery esperó hasta que el aeropuerto militar ruso hu biera desaparecido por completo antes de permitirse una míni ma relajación. Se estremeció, impresionado por lo que había vis to. Miró el reloj. Le quedaban unas tres horas más en el aire. Tres horas para estar a salvo. Tres horas antes de poder enviar el informe a las autoridades pertinentes de la embajada norteamericana en Moscú.
Hasta ese momento, él y los miembros de su equipo estarían en situación de riesgo.
Avery volvió a mirar por la ventanilla. Volaban hacia el su deste, sobre el Mar Blanco, a unos diez mil pies de altura. La luz rojiza del poniente se reflejaba en las frías aguas grises.
Se movió en el asiento, echando una mirada subrepticia a los otros pasajeros del avión. El compartimento para pasajeros del avión de transporte An-32 estaba casi vacío. Menos de la mitad de los treinta y nueve asientos de la aeronave iban ocupados: en ocho de ellos estaban los miembros del equipo conjunto ruso-norteamericano de inspección de armas. Los otros pasajeros eran unos oficiales de la Fuerza Aérea rusa que volaban a Moscú con licencia.
Avery entornó los párpados. Los oficiales rusos presentaban un aspecto desaliñado: estaban sin afeitar y mal vestidos. Algu nos de ellos luchaban contra la monumental resaca de un día pasado bebiendo vodka en el comedor. Había que admitir que todos los rusos presentes distaban mucho de ser los orgullosos pilotos de mandíbula cuadrada retratados en los viejos afiches de propaganda soviética.
Pasaba lo mismo en todos los fragmentos del antiguo impe rio soviético.
Al igual que sucedía en Estados Unidos, las fuerzas armadas de Rusia estaban sufriendo un achicamiento. Pero mientras que en Estados Unidos las medidas se tomaban en forma lenta y deliberada, en Rusia las reducciones se hacían en forma caótica y descontrolada, debido a escasez de dinero y de apoyo desde Moscú. Las compañías de servicios públicos habían cortado el suministro de electricidad a las bases porque no pagaban sus cuentas. Otras unidades quedaban sin reparto regular de comida. Hacía meses que miles de soldados, marinos y aviadores no cobraban.
Kandalaksha no había resultado ser una excepción
Vista de cerca gran parte de la base aérea rusa había pareci do una ciudad fantasma. Arboles muertos por el duro clima árti co habían caído encima de la oxidada cerca perimetral, haciendo agujeros que quedaban sin reparar. Muy pocas de las torres de control tenían guardias. Menos de la mitad de los ciento veinte bombarderos Fencer Su-24 estaban listos para entrar en combate. La mayoría de los refugios de aviones, hangares de manteni miento, edificios y barricadas estaban clausurados con tablones o abandonados, con puertas y ventanas rotas. La hierba crecía entre las aceras rajadas y las pistas de hormigón.
Era un ambiente que invitaba a la corrupción. Avery hizo una mueca.
Después de haber pasado tres años en Rusia como jefe de un equipo encargado de verificar que se cumplieran los tratados, per teneciente a la Agencia de Inspección en el Lugar (OSIA) del go bierno estadounidense, creía haber visto todas las formas imagi nables de delitos y actos de enriquecimiento ilícito. Se había topado con oficiales que robaban los sueldos de sus subordinados y con otros que vendían las armas y equipos de la unidad que estaba a su cargo. Había encontrado burdeles, casinos y bares dentro de cuarteles, depósitos de armas y cuarteles generales.
Pero Avery nunca se había encontrado con algo tan peligroso como lo que sospechaba se estaba llevando a cabo en Kandalaksha. Y eso que había tenido el peligro bastante cerca durante su vida.
Antes de entrar en la OSIA cuatro años antes, había prestado servicio en las Fuerzas Especiales del Ejército estadounidense, primero como hombre de demoliciones y luego como experto en armas especiales. Nadie que lo viese por primera vez lo creería.
El alto y desgarbado ex soldado sabía que su cara de expresión sincera, el pelo castaño en retirada y los gruesos anteojos lo hacían parecerse más a un profesor de modales ama bles que a un antiguo Boina Verde. Otros se sorprendían ante la intensidad que acechaba debajo de las suaves cadencias que quedaban como resabio de la tonada de Alabama que había tenido en la infancia.
Avery se aflojó el cinturón de seguridad y se echó hacia atrás, mientras pensaba en su próxima jugada. ¿Debería informar al resto del equipo ahora? Descartó la idea de inmediato. No había modo de informar a los otros estadounidenses sin que se entera ra la contrapartida rusa... además, todavía estaban en un avión ruso, sobrevolando territorio ruso. Quedaban demasiadas pre guntas sin respuestas como para poder correr ese riesgo.
Echó una subrepticia mirada al otro lado del pasillo, donde estaba su equivalente ruso, el coronel Anatoly Gasparov. El hom breo corpulento y de pesada mandíbula tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados... parecía profundamente dormido.
Cada inspector norteamericano de armas tenía un equiva lente ruso asignado, que lo acompañaba desde Moscú. Era evi dente que Gasparov había buscado esa misión porque le permi tía viajar con frecuencia. Los rumores decían que el coronel ruso tenía contactos sospechosos en todas las bases de la antigua Unión Soviética. Circulaban historias en cuanto a que obtenía buenas ganancias como corredor del mercado negro, comprando y vendiendo todo tipo de cosas, desde cigarrillos occidentales a armas rusas y misiles aire-aire. Algunos decían que tenía contactos dentro de la Mafia, el término que abarcaba los podero sos sindicatos del crimen organizado de Rusia.
Avery creía esos rumores. Sobre todo ahora.
Había notado la aparente camaradería de Gasparov con el comandante de la División Aérea 125, coronel general Feodor Serov, durante la cena de bienvenida de la noche anterior y la inspección de hoy. Podía ser parte de su conducta habitual o po día ser una indicación de que los dos hombres estaban metidos juntos en algún negocio turbio.
En cualquier caso, no tenía sentido alertar a Gasparov de lo que había descubierto.
Avery se volvió hacia la ventanilla otra vez, para tratar de reconocer el rumbo sur por encima del mar iluminado por el sol.
Cada kilómetro que volaba el An-32 los alejaba del alcance de cualquier enemigo.
De pronto se sintió muy cansado, envuelto en una nube de agotamiento físico y mental. La tensión del largo día se estaba cobrando su precio. Acunado por el rugido regular de los motores del avión, empezó a perderse... Cerró los ojos...
Avery se sentó bien erguido. Algo andaba mal. Se frotó los ojos soñolientos y miró el reloj. Había dormido menos de media hora. ¿Pero qué lo había despertado tan abruptamente?
Volvió a oír el ruido. El zumbido parejo y reconfortante del motor de estribor del An-32 vaciló, volvió a rugir con máxima potencia un segundo y luego se apagó. El avión se inclinó hacia la derecha, perdiendo altura.
—¡Santo Dios! —Avery se ajustó el cinturón de seguridad. Segundos después, el motor de babor incrementó su potencia y el An-32 se enderezó, luego se inclinó suavemente hacia la iz quierda.
Una voz serena se hizo oír por los parlantes del comparti mento de pasajeros.
—Les habla el mayor Kirichenko, su piloto. Lamento infor marles que tenemos un pequeño problema. Nuestro motor de estribor ha dejado de funcionar. Pero no hay peligro, repito, no hay peligro. Podemos mantener la velocidad de vuelo con el mo tor restante en máxima potencia.
Kirichenko hizo una pausa, masculló algo inaudible al copi loto y luego prosiguió;
—No obstante, como precaución, nos desviaremos a una pista de emergencia en Medvezhyegorsk. Deberíamos estar en tie rra dentro de aproximadamente quince o veinte minutos.
Estremecido, Avery miró por la ventanilla el terreno que so- brevolaban. Ahora estaban tierra adentro, luego del breve tra yecto por encima del angosto Mar Blanco. Según los mapas que había estudiado, volaban sobre bosques de pinos y tierras bajas que se extendían por cientos de kilómetros en todas las direccio nes. Pero no se veía nada. Ya casi anochecía, y abajo todo estaba negro. No había luces. Ni señal alguna de civilización.
Apartó los ojos de la oscuridad y se encontró mirando a Ana toly Gasparov, del otro lado del pasillo.
El coronel ruso le devolvió la mirada, muy pálido. Se hume deció los labios y murmuró:
—Dios mío... Dios mío...
El rugido potente del motor de babor cambió en forma abrupta a unos instantes de tos antes de retomar potencia. Luego, igual que el de estribor, vaciló una vez, dos... y se apagó. El hocico del An-32 se inclinó hacia tierra.
Avery sintió el pecho comprimido ante el silencio de los motores. El aire que pasaba junto al fuselaje indicaba que seguían volando.... ¿pero por cuánto tiempo más?
El ruido de bombeo quebró el silencio y el avión se estreme ció. Avery ladeó la cabeza y vio una masa oscura la que caía por el ala de babor... un rocío de gotas relucientes en la luz tenue. Los pilotos estaban arrojando combustible, en un esfuerzo desespe rado por alivianar el An-32 y permitirle planear lo máximo posi ble.
Mientras el avión transportador descendía en ángulo cada vez más empinado, el jefe de la tripulación, un sargento ruso, se tambaleó por el pasillo guardando equipaje suelto y controlando que todos tuvieran puesto el cinturón baja de seguridad.
El zarandeo se intensificó cuando los vientos de baja altitud y las corrientes ascendientes golpearon la nave indefensa.
El registro de inspección de Avery de la nave se deslizó del asiento junto a él y quedó fuera de su alcance antes de que pudiera recogerlo. El hocico del An-32 se empinó todavía más.
Los parlantes volvieron a crujir. Esta vez la voz del piloto sonó tensa.
—¡Vamos a intentar aterrizar! Estamos buscando un claro o un río. ¡Prepárense para el impacto! ¡Prepárense para el impacto!
En su desesperación por saber a qué altura estaban, Avery no podía despegar los ojos de la ventanilla. Ahora podía ver los árboles apuntando hacia arriba como un lecho de clavos, con las puntas afiladas como agujas. El corazón se le paralizó.
A una velocidad de más de doscientos kilómetros por hora, el An-32 se estrelló contra el bosque. Avery fue arrojado hacia adelante, contra el cinturón de seguridad con una fuerza devastado ra. Horrorizado, vio desgarrarse el fuselaje delante de él. Dema siado tarde, abrió la boca para gritar. Una ola de llamas y esquirlas de metal se lo tragó entero.
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