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Marlene
Introducción
Cerca de la costa de Buenos Aires, enero de 1914.
Micaela alcanzó la barandilla de cubierta y se reclinó levemente dispuesta a pasar unos minutos a solas. Contempló el paisaje: nada sorprendente, un río turbio y una costa que no lograba divisar por completo. Sin embargo, a medida que el barco avanzaba, y que todo se volvía más nítido, la ansiedad la poseía.
Hacía quince años que no pisaba suelo argentino y, aunque era su patria, sospechaba que no se sentiría como en casa. Habían pasado muchas cosas desde el día en que mamá Cheia la embarcó en ese paquebote rumbo a Suiza. Ahora era otra persona, muy distinta a aquella niña de ocho años.
A pesar de lo encaminada que parecía su vida, Micaela sabía que aún quedaban cuestiones por zanjar. Siempre desasosegada, sentía que algo le faltaba. Sonrió con sarcasmo. ¿Quién iba a imaginar que la divina Four suponía que algo le faltaba? Para el resto, ella era una mujer dichosa.
¿Por qué volvía a la Argentina? ¿Qué la traía de nuevo? No tenía la menor idea; una fuerza invisible la había hecho regresar; prácticamente, la había arrastrado hasta allí. Después de la muerte de Emma, no lo meditó mucho, compró el pasaje y viajó a Buenos Aires, y sus amigos pensaron que necesitaba alejarse un tiempo.
—¡Ah! Mademoíselle Urtiaga Four, aquí está —el capitán del barco interrumpió sus cavilaciones—. Hace rato que llevo buscándola.
—Salí a cubierta a tomar el fresco y a mirar el paisaje —explicó Micaela, sin mayor entusiasmo, cansada del cortejo del capitán.
—¿Hace mucho que no viene a Buenos Aires?—preguntó el hombre.
—Más de quince años. Mucho tiempo, ¿verdad?
—Ya lo creo. Lo único que puedo decirle es que no va a reconocerla. Buenos Aires es otra.
—Eso me han dicho. ¿Usted viene seguido?
—Una o dos veces por año. En cada viaje descubro algún cambio. El estilo colonial que la caracterizaba ya no existe. Ahora se parece más a una ciudad europea. Tiene grandes palacetes y avenidas anchas con lindas arboledas. El famoso cabildo sufrió mucho en esta metamorfosis urbana. Algunos se quejan, pero el gobierno no les hace caso. ¡Cómo será el cambio que hasta subterráneos tienen los porteños!
Micaela lo miró sorprendida. Alguien llamó al capitán, que se excusó arguyendo unos asuntos impostergables, y la dejó sola. Micaela volvió la mirada a la costa. Se encontraban próximos a llegar. El corazón le latió con fuerza. A esa altura de los acontecimientos, ya tenía deseos locos por desembarcar. Se alegró al pensar en mamá Cheia y en Gastón María, las dos únicas personas que le importaban.
Otra vez se puso triste. Fijó la vista en el movimiento ondulante del río y volvió a sus recuerdos amargos. El peor de todos pertenecía a Buenos Aires.
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