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Hermanas Mason


Capítulo 1 


La primera vez fue de encanto.

Hicimos el amor en el establo, entre el olor a heno, a caballos y a polvo. Se trataba de sexo caliente y lujurioso. Nuestros cuerpos brillaban de calor cuando habíamos terminado. Ahítos, yacíamos entrelazados. Yo tenía paja enredada en el pelo. Él intentó sacármela con cuidado, mientras yo me regodeaba observando el modo en que el sol se colaba entre las grietas de la pared, dibujando halos de luces y sombras sobre su pecho peludo.

Estaba claro desde un principio que tenía que ocurrir, pero había sido él quien había escogido el momento. Yo había vuelto al establo a lomos de uno de los codiciados purasangre de mi padre tras una de mis salidas diarias. Mi corazón se había puesto a latir con fuerza al ver al capataz de las caballerizas apoyado contra una esquina del establo. No había nadie más en el lugar.

Le miré con la altiva condescendencia que mi educación aristocrática me había inculcado generación tras generación. Él se había acercado sin ninguna prisa. Con una sonrisa arrogante, había alzado las manos y las había colocado en mi cintura para ayudarme a bajar del caballo. Deseosa de atacar su implacable seguridad en sí mismo y su altanería, había deslizado mi cuerpo sinuosamente contra el suyo hasta que mis botas tocaron el suelo. Entonces, pude ver cómo sus ojos se habían encendido, pero mi triunfo fue efímero.

Desafiando las convenciones y las mínimas normas de decoro, continuó apretándome contra él. Alcé la vista para mirarle llena de deseo. Un deseo que se acentuaba al tratarse de un empleado de mi padre, muy por debajo de mi estatus social. Cualquier tipo de relación íntima entre el capataz del establo y yo estaba terminantemente prohibida. Una tentación deliciosa.

Para rematar, era irlandés. Y yo inglesa. Era salvaje e indisciplinado y tenía un temperamento tan agitado como el Mar de Irlanda. Yo había sido educada en un clima de elegancia y refinamiento. Hablaba francés y latín. Él apenas sí tenía un rudimentario conocimiento del inglés y a menudo decía vulgaridades, cuyo significado yo ni siquiera alcanzaba a imaginar. Según contaban, una botella de güisqui en sus manos no duraba más de una noche. A mí, en cambio, me permitían beber como máximo un vasito de jerez antes de la cena, y eso sólo en ocasiones especiales. Mis manos estaban inmaculadas. Las suyas no. Pero eso no importaba cuando las deslizaba alrededor de mi cintura para acercarme aún más hacia él.

Había agachado la cabeza y me había besado como si ese fuese su derecho en lugar de ser una falta inadmisible en caso de ser descubierto. Llevaba un mechón de pelo largo y rizado que le caía por encima de la ceja a medida que inclinaba la cabeza y apretaba su boca contra la mía.

Aunque actuaba en respuesta al deseo que, sin duda, había visto reflejado en mis ojos, me dio rabia su audacia. Intenté forcejear contra la pechera de su chaleco de cuero. Pero se trataba de una batalla inútil, no sólo contra su fuerza superior, sino también contra mí misma y la pasional turbulencia de mi sangre. Reconozco que no puse mucho empeño en liberarme de sus brazos ni de su lengua cuando penetró mis labios y desfloró mi boca.

En aquel momento, me sentí desvanecer.

Sin aliento y debilitada, le seguí a trompicones mientras él me introducía en las más profundas tinieblas del establo de mi padre. Me lo había buscado yo sólita. ¿O no? ¿No era esa la consecuencia lógica de todas aquellas miradas ardientes que nos habíamos estado intercambiando durante semanas? ¿Acaso no me había insinuado a través de caricias accidentales y de gestos provocadores para que él hiciera precisamente eso? ¿Acaso no me moría por saber si era cierto lo que las sirvientas susurraban a escondidas?

Además, aunque hubiera cambiado de opinión, él no lo habría permitido. Me empujó contra las tablas de uno de los compartimientos. El heno me llegaba por la rodilla. Olía dulce y fresco. Hacía calor en el interior del establo. Y había poca luz. El aire estaba tan cargado de motas de polvo que todo me daba vueltas. Con sus labios aún pegados a los míos, echó el cuerpo hacia delante para que pudiera sentir la evidencia de su deseo detrás de mi traje de montar. Aquel cuerpo fuerte y ágil que yo había admirado desde detrás de las cortinas de mi habitación ahora se apretaba contra mí con una confianza espasmódica. Me temblaban los muslos, aunque los separé obediente, mientras él metía sus piernas entre ellos e hincaba sus caderas hacia arriba y hacia delante.

Acercó directamente las manos al lazo que yo llevaba atado al cuello. Me deshizo el nudo con un suave gesto y se dispuso a desenroscar el pañuelo de seda blanca, dejándolo caer sobre el heno al deshacerse el lazo completamente. Los botones de perlas de mi blusa no supusieron ningún obstáculo disuasorio para sus manos deseosas. Cedieron de sus agujeros zurcidos a mano sin mayor inconveniente.

Lancé un gemido al sentir sus trabajadas manos sobre mis pechos. Mi camisola de batista le impacientó. Me la empujó hacia abajo, liberando mis pechos, que acarició copiosamente con sus bastas manos.

Abrumada por las extrañas sensaciones que me invadían, cerré los ojos. Dejé caer la cabeza hacia atrás sobre las tablas del establo y me rendí totalmente, mientras él me cubría de besos ardientes a lo largo de mi estremecido cuerpo. Nunca me había llegado a imaginar que los labios de un hombre, así como sus dientes y su boca fueran capaces de proporcionar tan increíble placer. Era pecaminoso, ¿o no? ¿Acaso The Book of Common Prayer no describía estos sentimientos que me invadían como placeres carnales? Eran terriblemente perversos. Y aun así espléndidos. Mis pezones se endurecieron y apuntaron contra aquella lengua húmeda que frotaba velozmente contra ellos. Arqueé mi espalda y los empujé para que entraran aún más adentro de su boca.

—Shh, shh, mi amor —susurró él con aquel acento cantarín que tanto me gustaba—. Tenemos que tener cuidado. —Sus manos no tenían el menor decoro. No obedecían a ninguna norma. Las metió debajo de la falda de mi traje de montar de terciopelo rubí, enredándose en las distintas capas de mis enaguas de encaje y se abrieron paso entre mi ropa hasta tocar mi piel desnuda. Mis oídos se llenaron de palabras de amor toscamente susurradas al oído, enriquecidas con su exuberancia decididamente irlandesa, mientras él me acariciaba íntimamente con una ternura en conflicto con su creciente impaciencia.

Se desabrochó los pantalones y, entonces, pude verle. El estado de su erección me dio miedo. El detectó mis miedos y los aplacó con palabras reconfortantes que me tranquilizaron. Su miembro viril estaba caliente, suave y duro, mientras me penetraba, abrazándome, rellenándome. Nuestros gemidos se mezclaron con las sombras del establo. El exquisito placer de nuestros cuerpos entrelazados me hizo perder la cabeza. Le surqué el pelo con mis dedos. El me besó los pechos con fervor. Con cada penetración, se metía más profundamente en mi interior. Y aún más adentro. Hasta que…

—¡Elizabeth!

Elizabeth Burke se despertó bruscamente de su fantasía a causa de la voz exasperada de su hermana. Sus ojos, que habían recibido el cursi apelativo de azul porcelana, focalizaron a la mujer que estaba de pie en el umbral de su tienda de regalos. Su hermana fruncía el ceño con tanto cariño y tolerancia como desaprobación. Lilah, dos años más joven que Elizabeth, sacudió la cabeza y dio un chasquido con la lengua.

—Ya veo que vuelves a las andadas.

—¿A qué te refieres?

—No te hagas la tonta conmigo, Elizabeth. —Lilah señaló a su hermana con el dedo índice—. Estabas soñando despierta. A millones de leguas de distancia.

—No es verdad. Estaba, uhhh, pensando en el pedido que estoy preparando. —Elizabeth se dispuso a cambiar de sitio unos montones de papeles en el escaparate para dar cierta credibilidad a su mentira. Estaba tan sonrojada de vergüenza porque la hubieran pillado en plena fantasía sexual como lo estaba por la fantasía misma. Como ya se temía, su perspicaz hermana no se tragó su mentira.

—Te has puesto de todos los colores. Si estaba tan bien, podrías al menos compartirlo conmigo. —Lilah se dejó caer sobre uno de los bancos tapizados de terciopelo que Elizabeth había instalado para que sus clientes hicieran uso de ellos mientras miraban la mercancía de la tienda. El banco tenía el respaldo de hierro forjado con encajes blancos. Lilah puso las manos sobre el respaldo y alzó la vista para mirar a su hermana—. Desembucha. Soy toda oídos.

—Tonterías. No estaba fantaseando con nada en especial, excepto con el sonido de la máquina registradora. ¿Qué te parecen estos frascos de perfume? Los fabrican en Alemania. —Empujó el catálogo por encima del mostrador.

Lilah echó un vistazo a las fotografías con curiosidad.

—Muy buenos.

—Buenos y caros. ¿Crees que un artículo de gama alta como ese se vendería aquí?

—Depende de cuánto haya sido infiel el comprador.

Lilah tenía una actitud negativa con respecto al matrimonio, incluso teniendo en cuenta su edad y los tiempos que corrían. Elizabeth no estaba de acuerdo con ella.

—No todos los hombres que compran aquí un regalo para su esposa, lo hacen para quitarse una carga de conciencia.

—Por supuesto que no. Algunos de ellos los compran para sus amantes —dijo Lilah con chispa—. Sólo tienes que mirarlos.

Señaló con la mano la vidriera del escaparate a través de la cual se veía el elegante vestíbulo del Hotel Cavanaugh. Estaba a rebosar de gente, en su mayoría hombres, que esperaban para registrarse en el hotel o para irse. Salvo honrosas excepciones, se trataba de hombres de negocios que estaban vestidos de manera uniforme en diversas tonalidades de lana oscura. La mayoría llevaba maletín de cuero y gabardina. Todos parecían estar agobiados por su ritmo de trabajo y tenían una expresión ansiosa.

—Corren a casa de sus mujercitas después de una semana de trabajo fuera —dijo Lilah con desdén. Era feminista. En opinión de su hermana mayor, Lilah llevaba demasiado lejos la batalla por la igualdad de sexos—. Estoy convencida de que al menos la mitad de ellos han tenido algún affaire mientras estaban fuera de casa. ¿No te alegras de que su sentimiento de culpa beneficie tu negocio?

—Vaya tonterías dices. Sólo porque tú hayas decidido no casarte, no quiere decir que no pueda haber matrimonios felices.

—Quizá uno entre un millón.

—Pues yo creo que mis clientes entran aquí para comprar regalos para sus mujeres porque las han echado de menos y que están encantados de volver a verlas.

—También crees en los cuentos de hadas. Deja de pensar en las musarañas. —Con sorna, Lilah alzó la mano y le acarició un mechón de pelo rubio claro—. Bienvenida al mundo real.

—Pues no me lo estás pintando muy placentero este mundo real tuyo. —De un manotazo, Elizabeth apartó la mano de Lilah y se dispuso a frotar una mancha de la vitrina.

—Eso es porque no lo miro con filtros de color de rosa.

—¿Qué hay de malo en que exista un poco de romance?

—Nada. Es sólo que estoy harta del amor, del matrimonio y de todas esas historias. Pero nunca he tenido nada en contra del sexo.

Elizabeth reculó.

—Ni yo tampoco. Y baja la voz. Como te oigan…

—¿Y qué pasa si me oyen? Eres la única que no se atreve a hablar de sexo hoy por hoy. ¿No estarás volviéndote demasiado ñoña? —Su hermana decidió ignorar la mirada agria de Elizabeth—. Sexo, sexo, sexo. Ahí lo tienes, ¿ves? No me ha partido ningún rayo, ni me ha comido una ballena por decirlo. Tampoco me he convertido en una estatua de sal. Aún sigo aquí.

—Pues, ojalá te hubieses ido —refunfuñó Elizabeth. Ya sabía lo que estaba por venir. Independientemente de cómo empezasen sus conversaciones, siempre terminaban con una discusión sobre su vida amorosa… que, más bien, brillaba por su ausencia.

Ambas tenían personalidades diferentes y distinta filosofía de la vida. Se guardaban un parecido sorprendente. Las dos eran rubias, pero el cabello de Elizabeth era más fino y liso que el de su hermana. Sus facciones estaban definidas con delicadeza. Las de Lilah eran mucho más voluptuosas. Ambas tenían los ojos azules, pero los de Elizabeth eran tan serenos como un estanque en plena pradera, mientras que los de Lilah estaban tan agitados como el Atlántico Norte.

Elizabeth se habría sentido cómoda con el ropero de una señorita victoriana. Lilah, en cambio, se decantaba por las modas más vanguardistas. Elizabeth era cauta y reflexiva. Sopesaba con cuidado las consecuencias de sus actos antes de pisar sobre terreno desconocido. Lilah siempre había sido la impetuosa, agresiva. Por eso, se sentía libre para ser tan crítica sobre la vida personal de su hermana.

—Ya que estás trabajando en un negocio tan sugerente, no sé por qué no te apuntas al juego.

Elizabeth hizo como si no la hubiese entendido.

—¿No tienes consulta esta tarde? —Lilah era fisioterapeuta.

—No hasta las cuatro y media, y deja de cambiar de tema. Cuando uno de estos hombres te entre por el ojo —dijo ella, señalando con la mano las vidrieras de las puertas gemelas a cada lado de la entrada de la tienda—, quédatelo. ¿Qué tienes que perder?

—Para empezar, mi amor propio —dijo Elizabeth crispada—. No soy como tú, Lilah. Para mí el sexo no es ningún juego, como tú lo llamas. Es amor. Tiene que ver con un compromiso. —Lilah cerró los ojos como diciendo: «Aquí llega el sermón». «Nunca has estado enamorada, así que ¿cómo ibas a poder estarlo ahora?».

Lilah se puso seria.

—Vale, mira. Ya sé que estabas enamorada de John. Era un cuento de hadas de principio a fin. Un amor de universidad. Un refresco con dos pajitas. Tu amor con él era tan malditamente dulzón que empalagaba. Pero ahora está muerto, Lizzie.

Cuando llamaba a su hermana por su nombre de pila quería decir que estaban llegando al quid de la cuestión. Lilah extendió su mano por encima del mostrador y cogió a Elizabeth de la mano, apretándola contra la suya.

—Ya lleva dos años muerto. Tú no tienes madera de monja. ¿Para qué vivir como una monja?

—No es verdad. Tengo esta tienda. Y sabes cuánto tiempo me lleva. No es como si estuviera metida en casa haciendo ganchillo y sintiéndome desdichada. Salgo todos los días a ganarme el pan para los niños y para mí. Me involucro en sus actividades.

—¿Y qué pasa con tus actividades? ¿Qué pasa cuando ya no estás trabajando y los niños están en la cama? ¿Qué hace la viuda Burke para sí misma?

—La viuda Burke está demasiado cansada a esas alturas para hacer cualquier otra cosa que no sea irse a la cama.

—Sola. —Elizabeth lanzó un largo suspiro que indicaba lo cansada que estaba de este sonsonete perpetuo. Lilah no le hizo ningún caso—. ¿Cuánto tiempo más vas a continuar fantaseando?

—Yo no fantaseo.

Lilah se echó a reír.

—Sí, ya lo sé. Eres una romántica sin remedio. Desde que tengo uso de razón, te recuerdo poniéndome paños de cocina en la cabeza y haciéndome tu dama de honor, la dama de honor de la princesa, que esperaba a su príncipe azul.

—Y cuando finalmente llegó, lo tiraste en una mazmorra con un dragón que escupía fuego —dijo Elizabeth, riéndose a raíz de aquel recuerdo de infancia— y le hiciste luchar para que demostrase su valor.

—Sí, pero cuando el dragón empezaba a ser demasiado para el príncipe, eché a correr para rescatarle.

—Esa es la diferencia entre nosotras dos. Yo estaba segura de que el príncipe azul habría sorteado al dragón sin problemas.

—¿Vas a quedarte a esperar a otro príncipe, Lizzie? Me sabe mal ser yo la que te dé las malas noticias, pero los príncipes azules no existen.

—Ya sé que no —dijo Elizabeth melancólica.

—Pues confórmate con algo menos. Un chico normal y corriente que se ponga los pantalones primero por una pierna y después por la otra. Y que se los quite del mismo modo —añadió Lilah con una sonrisa traviesa.

Elizabeth volvió a sumirse en su mundo de fantasía. El hombre del establo no se había quitado los pantalones en absoluto. Había sido demasiado impaciente. Su impaciencia le hacía más excitante. El corazón de Elizabeth se echó a palpitar, haciendo que volviera en sí. Esas fantasías eróticas a plena luz del día tenían que terminarse. Era ridículo. Le echó la culpa de su ensimismamiento con el sexo a su hermana. Si Lilah no hablara de ello todo el tiempo, entonces quizá no tendría tan presentes sus propias carencias.

—Bueno, pero también los hombres normales y corrientes son difíciles de encontrar —dijo ella—. Y no voy a abordar al primero que pase por delante de la puerta.

—Vale. Entonces, vamos a centrarnos en uno que esté más cerca de casa. —Lilah frunció el ceño—. ¿Qué me dices de tu vecino?

Elizabeth cogió un limpiacristales y un trapo.

—¿Qué vecino?

—¿Cuántos hombres solteros viven en la casa justo detrás de la tuya, Elizabeth? —preguntó Lilah con aspereza—. Ese tío cachas de pelo canoso y espalda ancha.

Elizabeth restregó con más fuerza la mancha de la vitrina.

—¿El señor Randolph?

Lilah hizo gala de su risa más perversa.

—¿El señor Randolph? —dijo con un sonsonete cantarín—. No te hagas la inocente conmigo. Te habías fijado en él, ¿verdad?

Elizabeth colocó el bote de limpiacristales y el trapo detrás del mostrador e, irritada, se despejó de la cara un mechón de pelo rebelde.

—Es el único hombre soltero de mi vecindario.

—¿Pues por qué no le invitas a cenar una noche?

—¿Y tú por qué no metes tu nariz en tus propios asuntos?

—O ponte a lo mejor algo completamente sexy la próxima vez que cortes el césped. O ponte a tomar el sol en topless.

—Lilah, de verdad. Además, ya se ha terminado el verano. Hace demasiado frío para tomar el sol.

Lilah le guiñó un ojo con aire disoluto.

—Mejor, así se te pondrán los pezones duros.

—No voy a escucharte más.

—Pues si eso te parece demasiado, entonces haz algo más convencional. Pídele que te repare el tostador.

—No está roto.

—¡Pues rómpelo! —Lilah se levantó del banco y miró a su hermana a la cara, visiblemente molesta—. Aprovecha cualquier momento en que te esté viendo e intenta hacer ver que estás indefensa y consternada.

—Eso tú no lo harías ni loca.

—Pues claro que no lo haría. Sin embargo, como ya hemos dicho, yo no soy tú. Yo nunca he sido la señorita en apuros de esas fantasías que se te vienen a la cabeza.

Elizabeth apeló a su fuerza de voluntad y sacó a relucir su carácter.

—Qué raro que seas tú precisamente la que se ría de mis fantasías. ¿No eres tú la que me dio la idea de llamar a la tienda Fantasía?

—Yo no me río de tus fantasías. Son tan parte de ti misma, como los pasos que das. ¿Crees que te habría regalado esa matrícula para el coche si no me pareciera que iba de acuerdo con tu carácter?

La matrícula que Lilah le había regalado las Navidades pasadas llevaba escrito FANTASÍA. Ella se había quedado horrorizada con el regalo, pero Lilah la había registrado en las autoridades pertinentes. Como no quería afrontar todos los trámites burocráticos y todo el follón que suponía cambiarla, no le quedaba otro remedio que quedársela al menos por un año.

—Me da vergüenza ir por ahí todo el rato con esa matrícula —le dijo Elizabeth a su hermana—. Cada vez que alguien pasa a mi lado, noto que se está preguntando qué demonios hay en el interior de mi mente calenturienta.

Lilah se echó a reír.

—Bien. ¿Pues por qué no bajas la ventanilla y se lo dices? O mejor aún, ¿por qué no se lo escenificas?

La risa de Lilah era contagiosa. Al momento siguiente, Elizabeth se estaba riendo con ella.

—Eres incorregible.

—Sí que lo soy —admitió Lilah sin un ápice de remordimiento.

—Y ya sé que te preocupas al máximo y me buscas novio.

—Así es. Vas a tener treinta años pronto. No quiero que despiertes un día dentro de diez años y que sigas sola. Tus hijos ni siquiera estarán contigo para entonces. Podrías echarte un novio, en lugar de quedarte cruzada de brazos esperando a que llegue. Tu príncipe azul no va a llamar a tu puerta, Lizzie. No va a salir de tus fantasías y llevarte en sus brazos. Quizá tengas que ser tú la que tome la iniciativa.

Elizabeth miró hacia otro lado, consciente de que su hermana tenía toda la razón. Al hacerlo, vio el periódico que aún no había tenido tiempo de leer aquella mañana.

—Quizá le eche los trastos a este. —Señaló la fotografía del hombre de la portada.

—Adam Cavanaugh —leyó Lilah—. Será el propietario de la cadena, me imagino.

—Sí. Va a estar en la cuidad esta semana realizando una inspección. Se lo han notificado a la directiva del hotel y a todos los arrendatarios.

—Es muy guapo —comentó Lilah con toda naturalidad—. Pero, afróntalo, es súper rico, súper guapo y seguramente súper gilipollas. Es un playboy internacional. Sigue siendo un personaje de fantasía, Lizzie. Yo en tu lugar me buscaría un amante más accesible.

Elizabeth le puso cara rara.

—Antes de que me espantes a todos mis clientes con tu lenguaje soez, ¿me harías el favor de salir de aquí?

—Ya me iba de todos modos —dijo Lilah en voz baja—. Si no lo hago, llegaré tarde a mi cita de las cuatro y media. ¡Iu-ju! —Agitó los dedos en el aire mientras se abría paso entre dos hombres a la puerta de Fantasía. Ellos se hicieron a un lado para dejarla pasar. Lilah les guiñó el ojo a los dos. Ellos se detuvieron para observar su silueta desaparecer antes de entrar en la tienda.

Uno de ellos le pidió a Elizabeth que le envolviera en papel de regalo un pequeño brazalete, según sus propias palabras, para «mi mujer». Elizabeth se preguntó si sería cierto. Después, se reprendió a sí misma por permitir que Lilah la hubiese vuelto tan suspicaz.

El segundo hombre prefirió tomarse su tiempo antes de decantarse por una bolsa de chocolate envuelta en celofán rosa y atada con una cenefa rosa y una orquídea de seda. Mientras marcaba la venta en la caja registradora, Elizabeth le echó un ojo. Bonita cara. Bonitas manos. Pero extraño peinado. Las mangas de su chaqueta le quedaban demasiado grandes. El tiro de sus pantalones era bajo.

«Dios mío», pensó mientras el hombre salía de la tienda con su compra. ¿Estaba empezando a hacerle caso a Lilah? «Que Dios me libre de empezar a escuchar los consejos de mi hermana», pensó.

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