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Buscadores de rosas


Prólogo 

Abadía de St. Bride, enero de 1804 
Ceremonia nupcial de Christian MacNeill y Katherine Nash Blackburn 


Fuera ya de la capilla, Charlotte se dirigió hacia el camino del claustro y se restregó arriba y abajo las manos por los brazos desnudos. Hacía un frío condenado en Escocia durante el mes de enero, y si el chal con el que su hermana Helena la había estado persiguiendo toda la tarde no hubiera arruinado por completo el talle de su vestido nuevo, tal vez hubiera acabado por ponérselo, a pesar de que el castaño rojizo de la prenda desentonaba una barbaridad con el azul claro de su atuendo.

No estaba muy segura de la verdadera causa de su repentina necesidad de abandonar la ceremonia nupcial. Su otra hermana, Kate, y su musculoso soldado eran la viva imagen de la felicidad, con el futuro garantizado, el pasado olvidado... Bien está lo que bien acaba. ¿Y cabía imaginar un final mucho mejor que el que aquellas dos criaturas apuestas, inteligentes y respetables hubieran acabado por encontrarse tras años de luchas?

¡En absoluto! Excepto... salvo que... Charlotte tuvo la impresión de estar asistiendo al final feliz de un cuento de hadas. Aunque Kate hubiera encontrado a su caballero de brillante armadura, y a Charlotte la llenara de alegría la felicidad de su hermana, sospechaba que su final no se parecería nada al de Kate.

Su padre había muerto hacía tres años, cuando ella tenía dieciséis, y con su muerte la familia que había conocido también había muerto. Al cabo de un año, su madre estaba muerta, y sus hermanas, preocupadas —no, desesperadas— por proporcionar a Charlotte todas las «ventajas» que ellas habían tenido como hijas de la burguesía acaudalada, se las arreglaron entre las dos para ahorrar el dinero suficiente y enviarla de inmediato a uno de los internados para jovencitas más prestigiosos de Londres con la encarecida súplica de que estableciera relaciones «valiosas». Al final, Charlotte cayó en la cuenta de lo que para cualquier observador ocasional habría sido meridianamente claro: era una carga, un amado lastre; una operación especulativa —mejor dicho, una sangría— sin ningún atisbo de que alguna vez fuera a reportar los rendimientos que hicieran justicia a la inversión. Salvo que... acabara haciendo un buen uso de aquellas relaciones.

En cuanto comprendió su situación, Charlotte, que no tenía un pelo de tonta, la aceptó. Sin malgastar apenas tiempo en llorar el pasado, decidió estar a la altura de las expectativas de sus hermanas, para lo cual echó mano de su recién descubierta adaptabilidad. Siempre había sido una niña pragmática; a partir de entonces, se convirtió en una jovencita dura y fría.

De esta manera, transcurridos seis meses desde la muerte de su madre, todas las chicas Nash tenían un trabajo remunerado, aunque no siempre gratificante: la apacible y encantadora Helena, como señorita de compañía de una anciana decrépita; la morena y apasionada Kate, dando clases de piano a las hijas de los comerciantes; y Charlotte, como señorita de compañía y camarada de Margaret Welton, la única hija de un barón desmedidamente rico, inmensamente bondadoso y lamentablemente destartalado, y de su esposa igualmente desvencijada.

Aparte de que aceptara los abundantes regalos y vestidos con que la obsequiaban, actuara de manera que incluso, en comparación, el comportamiento de la sinvergüenza de su hija pareciera bueno e hiciera gala de una indulgencia permanente, los Welton no le pedían nada a Charlotte.

Era un trabajo agradable, si una era capaz de entenderlo, pensó Charlotte con ironía mientras recorría el camino del claustro en dirección a la puerta entornada situada en el otro extremo. Todo lo que tenía que hacer era entretener, complacer y aceptar cualquiera de las estúpidas ideas que se le pudieran ocurrir a su amiga Margaret. Charlotte se había convertido en una chica insolente y desvergonzada, en una criatura escandalosa con cierta fama de coqueta. Salvo que... últimamente, y cada vez con más frecuencia, Charlotte había empezado a temer que, con el tiempo, el de «insolente y desvergonzada» fuera el único papel que cualquiera —más en concreto los Welton— le pediría que interpretara; y lo que era aun peor, que algún día ella pudiera encontrarse a gusto en él.

Deseaba algo más para sí. No estaba segura de qué, solo sabía que no era lo mismo que deseaban sus hermanas. No se identificaba demasiado con la determinación resuelta de Kate de recuperar la seguridad perdida; seguridad que había encontrado en su musculoso escocés de las Highlands y en una riqueza que no palidecía ante la de cualquier contrabandista. Tampoco era una romántica como Helena, que solo quería que la quisieran por su verdadero yo. Charlotte sonrió con cierta acritud. A decir verdad, no estaba del todo segura de cuál era su «verdadero yo». ¿Un bomboncito? ¿Una desvergonzada? ¿Una criatura deliciosa? Probablemente, un poco de todos esos papeles, y también cierto aburrimiento de todos ellos. Estar vivo tenía que ser algo más que llenar el espacio sin más.

Se asomó a la entrada de una especie de biblioteca en la que unas estanterías que llegaban hasta el techo, y que aparecían atiborradas de libros, cubrían dos paredes enfrentadas. Sonrió. Le encantaban los libros, y una de las cosas que lamentaba de su actual situación era que los libros, o cualquier otro material de lectura que no fueran los catálogos de subastas de Tattersall, escaseaban en la casa de los Welton. Entró y dejó deslizar la mirada con avidez sobre los lomos de piel repujada, mientras pasaba junto a la gran mesa llena de arañazos situada en el centro justo de la estancia.

Una silla de respaldo recto había sido retirada a un lado caprichosamente, como si su ocupante hubiera salido corriendo sin molestarse en volver a colocarla de manera adecuada. Un mapa recién impreso del Continente había sido extendido sobre varios montones desordenados de papeles cubiertos de una letra apretada e ilegible escrita con tinta. Una única hoja asomaba por debajo; lo suficiente para que Charlotte viera que estaba escrita en francés.

Charlotte se quedó inmóvil, y la indignación brotó con la negra flor de la sospecha. ¿Por qué razón el abad, el padre Tarkin —y era de suponer que donde estaba era la habitación del abad, puesto que para Charlotte era inconcebible que ningún otro monje de St. Bride fuera lo bastante importante para contar con su propia biblioteca—, mantenía correspondencia con alguien de Francia? Inglaterra estaba en guerra con Francia. Se acercó un poco más.

El nombre de su padre atrajo inmediatamente la atención de Charlotte: Roderick Nash. Apartó a un lado el mapa, agarró la carta con rapidez y se dispuso a intentar descifrar...

—¿Señorita Nash?

Charlotte giró en redondo, con el papel temblándole en la mano mientras afrontaba al padre Tarkin. Cualquier atisbo de vergüenza que pudiera haber sentido por ser sorprendida registrando las pertenencias del abad se desvaneció ante el empuje de su justa ira. ¡No era ella la que confraternizaba con el enemigo! ¡No era ella la que tenía una carta potencialmente incriminatoria!

—¿Por qué aparece el nombre de mi padre en esta carta? —inquirió.

El padre Tarkin se acercó y ladeó la cabeza para ver lo que ella sostenía en la mano; su expresión de ligera curiosidad se desvaneció, dando paso a la tristeza.

—¡Ah! Es de un hombre que le debe mucho a su padre. Me escribe para recordarme los sacrificios que hizo su padre, además de otras personas, para que él pudiera proseguir con sus actuales cometidos. ¿Ve? —Estiró el brazo alrededor de Charlotte, y con un dedo largo y huesudo subrayó delicadamente una serie de palabras.

—Con todos los respetos, padre abad, le recuerdo lo que usted sabe bien —tradujo el monje en voz baja—, que toda gran empresa exige grandes sacrificios. Aquellos que de mí se requirieron, que tantos problemas de conciencia parecen causarle en los últimos tiempos, no son nada comparados con los realizados por otros. Acuérdese del sacrificio realizado por el coronel Roderick Nash, además de por otros hombres y mujeres anónimos que dieron sus vidas para que yo pudiera continuar mi labor...

El abad se interrumpió bruscamente dirigiendo una sonrisa de disculpa a Charlotte.

—El resto no le concierne, chiquilla.

«Continuar mi labor.» Tres años antes, su padre se había entregado por voluntad propia a los franceses a cambio de tres jóvenes escoceses a los que ni siquiera conocía y que, bajo la acusación de espionaje, se hallaban prisioneros en las mazmorras de LeMons. Al anochecer de aquel mismo día, su padre fue ejecutado. Charlotte siempre había supuesto que cualquier conspiración que hubieran ideado habría concluido con el regreso de los tres supervivientes a Inglaterra.

Tener conciencia de que alguien había seguido con el trabajo iniciado hacía años en Francia por los escoceses, la golpeó con una fuerza casi física. Y a renglón seguido de aquella comprensión llegó otra; no le sorprendió enterarse de que aquel abad de facciones delicadas e inteligencia penetrante formara parte de todo. ¿Acaso los jóvenes involucrados no procedían todos de St. Bride?

—No soy una chiquilla, padre —respondió Charlotte con una gravedad de la que pocos de los que la conocían la habrían creído capaz—. Y si mi padre murió a causa de cierta «labor» a la que alude el autor de esa carta, entonces he de mostrar mi desaprobación. Claro que me concierne.

El abad negó con la cabeza.

—Solo de la manera más tangencial.

Charlotte frunció el ceño, no muy segura de por qué no podía dejar en paz el asunto, pero las palabras que el abad había traducido, tan rebosantes de intención, tan pletóricas por la fuerza de sus convicciones, zumbaban en sus pensamientos como un canto de sirena, llevándola a interesarse por las trágicas circunstancias de la muerte de su padre y las repercusiones subsiguientes. Todos consideraban que el sacrificio de su padre había sido un acto de nobleza desinteresado. Pero a Charlotte siempre le había dolido que su sacrificio no hubiera significado algo más, que su vida hubiera sido canjeada por una conspiración fallida. Y en ese momento, allí estaba la prueba de que acaso la misión que aquellos jóvenes habían emprendido siguiera viva, de que el sacrificio de su padre hubiera permitido que continuara una labor importante. Sin duda, la carta estaba llena de sugerencias.

De repente, deseó fervientemente ser capaz también de hacer algo que honrara el sacrificio de su padre.

—Puedo ayudar. —Las palabras quedaron suspendidas en la silenciosa quietud de la biblioteca del abad.

—Mi querida chiquilla, ni siquiera soy capaz de empezar a entender a qué te refieres...

—Puedo ser útil, con tal que me deje. —La declaración, dicha en voz baja, detuvo lo que fuera que el abad estuviera a punto de decir. Sus miradas se cruzaron. El monje arrugó la frente.

—¿Qué es lo que cree saber, señorita Nash? —preguntó finalmente el religioso, y con un gesto de extraña delicadeza le indicó que cogiera la silla de respaldo recto.

Charlotte estaba demasiado tensa para sentarse.

—Fuera lo que fuese por lo que esos muchachos escoceses fueron enviados a Francia, sigue pendiente. Quiero ayudar. Necesito ayudar.

El abad no negó su suposición y se limitó a ladear la cabeza.

—¿Y por qué necesitas ayudar?

—Para hacer que mi vida valga algo. Para darle sentido a la muerte de mi padre. Para que su sacrificio merezca la pena.

La expresión del abad mostró preocupación.

—¿No crees que salvar la vida de tres hombres jóvenes ya tiene bastante sentido?

—No.

El padre Tarkin enarcó las cejas ante la negación; en la mirada que clavó en Charlotte había sorpresa y dolor.

—No —repitió ella con firmeza, pensando que el hombre que había escrito tan emotivamente sobre el sacrificio de su padre seguro que la entendería—. No, cuando podría significar mucho más. Si alguien ha podido continuar su labor en Francia estos tres últimos años gracias al sacrificio de mi padre, entonces quiero ayudarlo a tener éxito. Se lo debo a la memoria de mi padre. Y se lo debo a mi patria. —Al percibir la vacilación del padre Tarkin, buscó la manera de hacerle comprender—. ¡Me lo debo a mí misma!

Ambos permanecieron de pie, mirándose el uno al otro de hito en hito, atrapados en una comunicación silenciosa. La mirada fija del religioso no titubeó ni un instante ante la de ella.

—Podría haber algo... —El monje se interrumpió, pensativo, mientras tamborileaba ligeramente con los dedos en la mesa que los separaba.

—Lo que sea.

—De vez en cuando —empezó el padre Tarkin con lentitud— llegan mensajeros a Londres con información que tiene que ser entregada. A menudo recorren grandes distancias y siguen muchos caminos tortuosos para conseguirlo, y suele ser difícil determinar cuándo llegarán o adonde. Individuos que desean conocer la información que portan estos mensajeros, gente cuyos objetivos están en oposición directa a los nuestros, recorren la ciudad buscando a quien recibe esta información y que organiza a nuestros amigos de Londres. En consecuencia, el receptor debe cuidar de no permanecer demasiado tiempo en un sitio, trasladarse de alojamiento con frecuencia y no concitar excesiva atención sobre su persona al hacerlo.

El padre Tarkin esperó, y Charlotte interpretó su silencio como una prueba para ver si era lo bastante rápida para entender las implicaciones de sus palabras.

—Me imagino —dijo Charlotte con prudencia— que, dados los frecuentes cambios de residencia del receptor, y dado que este nunca sabe cuándo debe esperar al correo, tal situación debe de ser una dificultad añadida para concertar una reunión entre los dos.

El abad asintió con la cabeza. Charlotte había superado la prueba.

—El año pasado el correo de Francia nunca pudo entregar la información que había venido específicamente a transmitir. Disponía de poco tiempo antes de que su ausencia se dejara notar en Francia, y el receptor había cambiado de alojamiento en cada ocasión.

—Pero —continuó Charlotte— un intermediario, alguien a quien ambos hombres pudieran localizar con facilidad, aceleraría la situación. En especial, si la persona que actuara como intermediaria fuera alguien cuya implicación nadie pudiera sospechar. Alguien joven y frívolo —prosiguió—, no comprometido política ni religiosamente; una persona accesible, que esté siempre en la candelera en ciertas ferias, fiestas o recepciones, o en cualquier otro sitio donde ella pueda ser abordada sin levantar sospechas.

—¿Ella?

—Yo —dijo Charlotte—. Sería la candidata perfecta para el puesto, padre abad. Disfruto de una libertad de la que muy pocas jóvenes damas pueden presumir, me muevo en multitud de círculos y puedo ir cuando y a donde me plazca sin levantar comentarios. —Hizo un peculiar mohín con los labios—. Bueno, sin levantar comentarios con los que ya no esté familiarizada.

El abad se alejó de ella; con la cabeza gacha en actitud meditabunda y las manos nudosas cogidas en la espalda se dirigió a la estantería más alejada. Ella lo observó, conteniendo la respiración.

Hasta que la oportunidad de hacer algo por la causa de su padre no se presentó, Charlotte no había sido consciente de lo importante que era para ella. El abad no debía rechazarla. Si la consideraba la joven frívola, moderna y maliciosa que él mundo conocía o la mujer decidida y tenaz por la que ella se tenía, solo lo dirían los siguientes minutos.

—No tiene por qué ser particularmente peligroso —murmuró para sí el abad.

Ella esperó.

El padre Tarkin miró a Charlotte por encima del hombro con una expresión de preocupación.

—Solo tendrías que recordar unas cuantas direcciones y repetirlas de pasada en una habitación abarrotada.

Charlotte asintió con la cabeza, presa del entusiasmo.

—Nuestro pequeño grupo es muy reducido; solo serías abordada dos o tres veces al año, como máximo.

—Comprendido.

El abad se volvió y se encaró a ella.

—Pero no, «particularmente» peligroso y «no» peligroso no significan, ni de lejos, lo mismo. Conllevaría algún riesgo.

—Estoy dispuesta a asumirlo.

—Pero ¿lo estoy yo a encomendarlo?

Charlotte contestó por él.

—Sí.

El abad lo pensó durante un largo rato, y ella le dejó hacer, sabedora de que presionar en ese momento sería un error. Al final, el hombre soltó un profundo suspiro.

—Bueno, señorita Nash. Bueno.

Una sonrisa floreció en los labios de Charlotte.

—Gracias.

—No, niña mía. No me des las gracias. Acabo de traspasar una fina línea, y ya me remuerde la conciencia. —Volvió a suspirar y alargó la mano hacia un grueso y pesado volumen repujado situado en la estantería que estaba sobre su cabeza—. Pero como queda acordado que actuarás como intermediaria, más te valdría conocer a uno de mis agentes. Al autor de esa carta.

El abad tiró con fuerza del libro; los ojos de Charlotte se abrieron como platos cuando, con un ligero soplido, una sección de la estantería se abrió sobre unos goznes ocultos y dejó a la vista un pasillo iluminado por un farol solitario.

—¡Vamos! —la apremió el abad.

El corazón de Charlotte latió con fuerza. Estaba a punto de conocer al hombre que había perseverado durante tanto tiempo, que había ejecutado el plan iniciado muchos años atrás; un hombre de convicciones, de lealtades profundas y únicas. En su imaginación ya era un héroe, un ser respetable y noble, aunque, sin duda, los años de clandestinidad y peligro lo habían hecho cauteloso y duro...

—No hay necesidad de gritar, padre.

Un joven salió de la penumbra. Su pelo castaño y polvoriento, excesivamente largo, enmarcaba una cara delgada, y su dura tez aparecía cubierta de una barba negra que casi ocultaba la siniestra cicatriz de la mejilla izquierda. Una mancha de suciedad cruzaba su cuello moreno y fuerte, que desaparecía bajo una camisa mugrienta. El hombre llevaba un abrigo holgado y raído en los puños, aunque no tan holgado como los astrosos pantalones que colgaban de un vientre liso y estrecho. Su cara morena se iluminó con una sonrisa.

—Este es... Dand Ross —dijo el padre Tarkin, observando a Charlotte con detenimiento.

Ella no lo habría reconocido como uno de los tres jóvenes escoceses que habían llegado a la casa de su familia hacía tres años. Sin embargo, ¿quién podría haberse fijado en nadie más estando Ramsey Munro, con su belleza diabólica, en la misma habitación? Por si fuera poco, el joven que había permanecido en su salón de York acababa de salir de una reclusión de casi dos años en una prisión francesa.

Aquel hombre tenía un porte más erguido, era más delgado y tenía un aspecto más «siniestro». Se miraron fijamente a los ojos; la sonrisa del hombre se heló en sus labios, y algo se agitó con fuerza en el pecho de Charlotte, como si un enloquecido batir de alas le golpeara la caja torácica. Charlotte avanzó con espontaneidad con los labios abiertos, ¿para sonreír?, ¿para darle la bienvenida?...

Algo titiló en la grisácea profundidad de la mirada del joven escocés.

—Bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí? —preguntó Ross con voz pastosa, arrastrando las palabras al hablar—. No sabía que ahora recogiera huerfanitas, padre. Pero a todas luces es así, de lo contrario, ¿por qué esta criatura habría de llevar una ropa dos tallas más pequeña, y tan raída que puede verse a través de ella?

Vaya, pensó Charlotte, se acabaron los héroes.


Francia, finales del otoño de 1788

—¿Debo ir con el señor Johnstone, señora? —preguntó el niño, contemplando a su tutor inglés. No había temor en su voz, como tampoco había verdadera esperanza de poder disuadir a su madre de los planes que esta había concebido, aunque Jeremy Johnstone le reconoció el mérito de intentarlo.

—Sí. Ya está todo dispuesto. —La dama del vestido de terciopelo no dejó traslucir el menor afecto maternal en su voz. Apretó el hombro del niño y miró fijamente a los ojos del tutor por encima de la cabeza de su hijo—. Es un niño brillante. Maduro para su edad. No le ocasionará ningún agobio.

Por la manera en que insistía en mirar por encima del hombro, resultaba evidente que estaba nerviosa e inquieta por terminar con el asunto.

—Lo protegeré con mi vida, señora. Haré honor a la confianza que deposita en mí. —Jeremy hizo una acusada reverencia sobre la excelsa mano de la dama. Nunca había estado tan cerca de ella. Desde que llegara a Francia tres años antes para encargarse de la educación del pequeño y apocado hijo de la dama, sus relaciones siempre habían discurrido a través de diferentes intermediarios de la gran casa.

Estudió a la mujer a hurtadillas, en un intento de descubrir algún parecido entre madre e hijo, pero no logró gran cosa. La mujer tenía unas facciones redondas y hermosas, aunque su expresión estaba investida de una voluntad férrea que todavía no había dejado su herencia en el niño.

El niño era bueno e inteligente, con una capacidad congénita para la imitación. Ya hablaba inglés sin ningún rastro de su acento nativo. A Jeremy no solo le gustaba el niño, sino que también lo admiraba por la fortaleza de espíritu que anidaba en él. La incuestionable resistencia de la criatura ante tamaña agitación impresionaba profundamente a Jeremy.

Este sospechaba que tanta agitación —Grenoble se había amotinado apenas unas semanas antes— era la explicación de que la gran dama hubiera decidido enviar a su único hijo a Escocia con unos amigos hasta que se hubieran resuelto las cosas en Francia. Aunque Jeremy sabía que el niño haría sin quejarse lo que sus padres le pidieran, no pudo pasar por alto el sufrimiento que se reflejaba en la cara del muchacho. Estaba siendo apartado de todo y de todos los que conocía, y Jeremy lo compadecía.

—¡Ejem!

La dama levantó la mirada de su hijo y observó a Johnstone con frialdad.

—¿De qué se trata, señor Johnstone?

—A lo mejor esto no es necesario, milady. Con toda seguridad, el rey...

—El rey es un idiota, y su esposa aún más. Esto no acabará bien, y si Su Alteza se niega a ver lo que para mis ojos resulta meridianamente claro, pues no sacrificaré a mi hijo a su ceguera. No. El niño se va a Escocia.

—Sí, señora. —Jeremy hizo una larga y profunda reverencia.

La dama hizo un gesto de impaciencia con la mano y uno de los sirvientes, que rondaba en segundo plano, se adelantó bruscamente con un pesado bolso de terciopelo. La señora lo cogió y se lo ofreció a su vez a Jeremy.

—Con este dinero deberían poderse mantener los dos sobradamente. Dentro hay una carta para mis amigos, en la que les pido que den asilo a mi hijo. Se la encomiendo a usted y le pido que la entregue con mi hijo a su llegada. —Por primera vez, una expresión de duda frunció la suave frente de la mujer—. Ojalá tuviera tiempo de notificarles mis planes, pero... la situación se hace precaria. No me atrevo a retrasarme.

La dama se inclinó, bajando la cara a la altura de la de su pequeño. El niño le devolvió la mirada con determinación. Cuando la madre tocó el hombro de su hijo, Jeremy pudo ver la ligera inclinación del cuerpo del muchacho, como si quisiera rodear a su madre con los brazos. Aunque no lo hizo. Permaneció quieto y en silencio.

—No olvides lo que eres, hijo mío. No olvides nunca lo que eres ni lo que se espera de ti.

—No, señora —prometió el niño solemnemente—. No lo olvidaré.

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