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Arrecife brillante
PRELUDIO
El dolor es la costura que lo sostiene, pues de lo contrario se habría deshilachado como un muñeco roto, habría dejado sus magulladas articulaciones en los lodosos juncos y habría desaparecido en el tiempo.
El lodo lo cubre de la cabeza a los pies, más pálido en los puntos donde el sol lo seca para formar un rompecabezas de placas resquebrajadas más livianas que su piel polvorienta. Las láminas visten su desnudez más lealmente que las prendas chamuscadas que se deshicieron como hollín cuando huyó despavorido del fuego. Este abrigo mitiga su desgarrador padecimiento, que así se vuelve casi amigable, como un jinete gritón que su cuerpo llevara por el pantano vasto y pegajoso.
Una especie de música lo rodea, una turbadora balada de arañazos y quemaduras, una sinfonía de sufrimiento y conmoción.
El agujero que tiene en el costado de la cabeza entona una cadencia arrasadora.
Una vez se apoyó la mano en la herida abierta. Esperaba que la piel y el hueso detuvieran los dedos, pero siguieron penetrando hasta que los retiró con un espasmo instintivo. Era demasiado, una pérdida incomprensible.
Pérdida de capacidad para comprender...
El lodo burbujea, succionándolo. Tiene que encorvarse para atravesar otra barrera de ramas entrecruzadas, veteadas de venas palpitantes, rojas o amarillas. Atrapados entre ellas hay trozos de ladrillo vidrioso o metal retorcido, oxidado por el tiempo y los ácidos. Elude estos lugares, recordando que antes tenía buenos motivos para evitarlos.
Antes sabía muchas cosas.
Bajo el lodazal, una liana le apresa el pie. Cae en el barro, agitando los brazos. Apenas logra erguir la cabeza, tosiendo y sofocándose. Se incorpora temblando, reanuda penosamente la marcha.
Otra caída podría ser el fin.
Aunque mueve las piernas, más por hábito que por decisión, el dolor recita una compleja fuga, un mudo suplicio. El único sentido que permanece intacto, después de la caída, el choque y el fuego, es el olfato. Ha perdido la capacidad de orientarse, pero el olor del combustible hirviente y de su carne chamuscada lo guía a trompicones hasta donde ralean los espinos.
Las lianas desaparecen. Al frente se extiende un pantano, cubierto de extraños árboles de raíces retorcidas. Nota consternado que el agua es más profunda. Pronto ese inmenso cenagal le llegará a las axilas.
Pronto morirá.
Hasta el dolor parece confirmarlo. Se aplaca, como intuyendo la inutilidad de arengar a un moribundo. Él se endereza por primera vez desde que salió de las ruinas llameantes. Avanzando por el lodo, se vuelve despacio.
Un par de ojos lo observan desde las ramas del árbol más próximo. Ojos encima de una mandíbula rechoncha con dientes afilados. Como un delfín diminuto, piensa, un delfín peludo, con patas cortas y membrudas y ojos penetrantes. Y orejas.
Quizá «delfín» no sea la palabra más adecuada. No está pensando con lucidez. Pero la sorpresa provoca una asociación. Por una senda vestigial aparece un resabio que casi se transforma en palabra.
—Ty... ty... —intenta articular—. Ty...
La criatura ladea la cabeza, aproximándose sobre la rama mientras él avanza extendiendo los brazos.
La criatura se distrae. Mira arriba buscando la fuente de un ruido.
Un chapoteo, seguido pronto por otros, que se repiten rítmicamente, aproximándose. Burbujeo y chapoteo, burbujeo y chapoteo. La criatura de pelaje lustroso entorna los ojos y suelta un suspiro de decepción. Gira y desaparece entre las hojas.
Él alza una mano, exhortándola a quedarse, pero no encuentra las palabras. No dice nada para expresar su aflicción cuando su frágil esperanza se despeña por un precipicio de impotencia. Solloza desesperado.
—Ty...ty...
El chapoteo se acerca. Luego interviene otro ruido, un grave susurro de aire aspirado.
Una andanada de chasquidos y silbidos responde al susurro.
Reconoce la cháchara del habla, el parloteo de los seres sapientes, sin llegar a comprender las palabras. Aturdido de dolor y resignación, da media vuelta y se sorprende al ver un bote que sale de la arboleda.
Bote. Esta palabra, una de las primeras que ha conocido, aflora en su mente con facilidad, tal como antes afloraban un sinfín de palabras.
Un bote. Construido con tubos largos y estrechos, ingeniosamente arqueados y anudados. Lo impulsan criaturas que se sirven de pértigas y remos. Criaturas que conoce. Ha visto otras similares, pero nunca juntas.
Nunca cooperando.
Una forma es un cono de anillos o toroides apilados, que disminuyen de tamaño con la altura, rodeados por un borde de ágiles tentáculos que cogen una larga pértiga y la usan para apartar raíces del casco. Dos bípedos de hombros anchos y capa verde empuñan remos que parecen cucharas, y sus brazos largos y escamosos relucen bajo la oblicua luz del sol. La cuarta criatura consta de un torso blindado, azul y macizo, con láminas quitinosas, que culmina en una cúpula cuadrangular, bordeada por un rutilante ojo con forma de cinta. Cinco potentes patas nacen en el centro, como si la criatura pudiera correr hacia todas partes al mismo tiempo.
Conoce esas formas. Las conoce y las teme. Pero sólo siente auténtica desesperación cuando ve otra criatura a popa, empuñando el timón, escrutando la maraña de lianas y piedra corroída.
Es un bípedo más pequeño, esbelto, envuelto en un tejido tosco. Un perfil familiar, demasiado similar al suyo. Un desconocido, pero un desconocido que comparte su legado, que se inició en las inmediaciones de un mar salado hace muchos millones de años y a galaxias de distancia de este peñasco que flota en el espacio.
Es la última forma que desearía ver en este sitio desolado, tan lejos de casa.
Siente resignación cuando el pentápodo blindado alza una pata en forma de gancho para señalarlo con un grito. Los demás lo miran asombrados. También él está pasmado, pues es todo un espectáculo ver esos rostros y formas que parlotean. Luego aunan sus esfuerzos y entilan hacia él con la manifiesta intención de rescatarlo.
El los recibe alzando los brazos. Sus rodillas acaban cediendo y el agua turbia lo envuelve.
Tiene una sensación de ironía al abandonar la lucha por la vida. Ha recorrido un largo trecho y ha vivido muchas peripecias. Hace poco, las llamas parecían su destino final, su condenación.
Ahogarse en el agua parece un destino más apropiado.
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