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Imperio
LOS CIEN CABALLEROS
Recorría cada día a paso lento el breve perímetro de su doloroso albergue docenas de veces, como si siguiera un arduo sendero interior, mudo, con los ojos fijos delante de sí. Su mirada iba más allá de las paredes encaladas para perseguir jardines perdidos, citas de amor y de canto, a lo largo de las orillas del lodoso y regio Po.
A veces, en cambio, hablaba en voz baja, dejaba oír bisbiseos, como de confidencias murmuradas in secretis, o de rezos. Cuando se detenía era para tumbarse en la yacija que le servía también de banco o de asiento y se quedaba durante horas con los miembros relajados y como desarticulados, con los ojos brillantes y febriles.
Fuera, por las calles de la ciudad recorridas por diáfanas lenguas de nieve, pasaban comparsas de carnaval, y sus cantos, gritos y chanzas hacían un extraño contraste con la grisura álgida del cielo, con la estancada humedad de la atmósfera. El poeta se detuvo delante del tragaluz que dejaba filtrar entre los barrotes la única luz en el pequeño habitáculo y volvió la mirada hacia el exterior: había un grupo de jóvenes enmascarados que cantaban y tocaban sus instrumentos marcando el compás con un repercutir de danza. El que encabezaba la alegre pandilla iba disfrazado de pájaro y agitaba unas grandes alas y un largo pico de ave rapaz; la última y algo apartada era una elegante y agraciada figura femenina, embutida en una resplandeciente armadura.
El poeta detuvo en ella una mirada fascinada y asombrada; también la mujer se detuvo, como retenida por la fuerza de aquellos ojos lejanos e invisibles: tenía la mano derecha apoyada en la empuñadura de la espada mientras que con la izquierda embrazaba un escudo con la imagen de una gorgona en la parte central. La mujer alzó los ojos en dirección al estrecho orificio y el poeta se echó para atrás como sorprendido y herido y volvió a su yacija:
Egli al lucido scudo il guardo gira...*
murmuró entre sí. Luego guardó silencio.
—Micer Torquato —dijo de improviso una voz—, tiene una visita.
La puerta de la celda se abrió y una figura fantástica se recortó en el vano: tenía frente a él a la muchacha armada, la esbelta figura constreñida por una ajustada cota de piel, un manto carmesí sobre los hombros, coraza, grebas y brazales adornados con arabescos dorados. El rostro, oculto tras la celada del yelmo, dejaba intuir por momentos el brillo de la mirada.
—Clorinda... —dijo el poeta con una voz llena de maravilla, y se puso en pie.
La puerta se cerró y la muchacha depuso el escudo y se quitó el yelmo soltándose un mechón de negro pelo.
—Soy Laura Contrari —dijo—, he corrompido a los guardianes de este lugar para poder veros, para poder hablaros, micer Torcuato.
—Laura Contrari... —dijo el poeta—, señora..., un grave pesar os oprime..., ¿no es así?
—Así es, micer Torcuato. Un pesar que me ha golpeado cruelmente a mí... y también a vos. He venido para saber la verdad sobre la muerte de Ercole, mi hermano. Vos erais su íntimo amigo.
—También otros lo eran...
—Pero vos erais amigo... de todos: de Ercole, del duque Alfonso, de Bentivoglio..., de la señora Lucrecia... Erais incluso amigo de Francesco Maria Della Rovere, el marido de Lucrecia. Fuisteis su compañero de estudios... No falta quien dice que vuestros poemas los inspiró un gran deseo de aventuras militares. Cuando se combatía en Lepanto contra los turcos, él personificaba a los héroes de vuestra poesía.
—Así son los poetas..., no hay otro camino. Si el poeta no tiene amigos, no puede cantar.
—¿Qué sabéis de la muerte de mi hermano?
El poeta se arrebujó en el manto como si le hubiera recorrido un escalofrío y bajó la cabeza.
—No hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz cuando se está en la miseria... ¿Por qué yo?
—No es solo a vos a quien dirijo esta pregunta, micer Torquato, sino también a cada uno de los que quizá conocen una parte de la verdad. Mi madre Leonora debió de creer en las palabras del mensajero del duque Alfonso. ¿Cómo habría podido pensar en otra cosa que en una fatalidad? El señor Baroni le comunicó que había ocurrido una desgracia, que a mi hermano le había dado un síncope y se había desplomado entre los brazos del duque, su amigo de toda la vida..., pero vos sabéis algo más, micer Torquato. ¿Acaso no estáis enterado del amor que unía a Ercole con la hermana del duque..., con Lucrecia? Ella os confiaba muchas cosas... y tal vez vos también la amasteis...
—¿Por qué hacéis mención del amor si pensáis en un crimen?
—Habéis sido vos quien ha hablado de crimen. No yo.
El poeta le dirigió una mirada perdida:
—Crimen. Muchos lo pensaron, pero yo no puedo ayudaros.
—El matrimonio de Lucrecia con Francesco Maria Della Rovere no fue nunca una verdadera unión. Ella era mucho mayor que él.
—Ella era una diosa. Una diosa no es vieja ni joven.
La mujer sonrió irónicamente:
—Las diosas no enferman ni mueren, amigo mío. A Lucrecia la consume un mal repugnante. Dicen que su marido le contagió el mal francés. El duque de Urbino ha preferido siempre frecuentar más los burdeles que el lecho de su esposa.
El poeta pareció no oír. Callaba con los ojos bajos. De la calle llegaba el ruido de un destacamento de jinetes que pasaban al galope por el empedrado.
—Se amaban —dijo de repente.
—¿Lucrecia y mi hermano Ercole?
El poeta asintió:
—Desde siempre. Pero en cuanto se prometió al duque de Urbino, Lucrecia le fue fiel.
—¿Fiel, decís? Pero por su culpa Ercole está muerto y mi familia en la ruina.
El poeta se puso en pie:
—¡No! No por culpa suya. Se amaban, y nada puede vencer al amor.
—¿Es cierto que el duque Alfonso conocía su relación? Decídmelo, os lo ruego.
—Lo sabía, como tantos otros. A los dos amantes les era difícil mantener oculta su pasión.
—Y por tanto podría haber ordenado la muerte de mi hermano para evitar un escándalo. Alfonso había presentado en aquel momento su candidatura al trono de Polonia, quería el apoyo de su cuñado Francesco Della Rovere para sus ambiciones. Era importante que las relaciones entre las dos familias, ya muy difíciles de por sí, no se vieran comprometidas del todo. Alfonso no había tenido hijos ni siquiera de su última mujer: no tenía otro objetivo en la vida que satisfacer su ambición.
—¿Y era esto suficiente para dar muerte al amigo?
—En las esferas del poder basta con mucho menos, micer Torquato. Decidme si podéis ayudarme, si visteis u os enterasteis de algo...
—¿Ayudaros? —dijo el poeta con una triste sonrisa—, ¿y quién me ayudará a mí? Yo he de luchar cada día para salvar lo que queda de mi mente..., mi mente que se extravía. Clorinda...
—¿Visteis u os enterasteis de algo? ¿Estabais en palacio aquel día?
La luz se apagaba lentamente en el leve crepúsculo invernal y la blancura de las paredes difundía en las mejillas de Torquato Tasso una palidez mortal: sus ojos se volvieron de improviso fijos y vacíos.
—Yo trataré de ayudaros —dijo la mujer—, pero decidme lo que sepáis.
Se oyó la voz del guardián detrás de la puerta:
—Tenéis que iros, señora, no queda tiempo.
El poeta se sacudió aquella voz, pareció buscar las palabras. Alargó la mano para rozar la gorgona pintada en el escudo de la hermosa guerrera, luego dijo:
Per sostenere il prence son partiti
cento guerrier dell'armi sfolgoranti.
Settantacinque son da feudi aviti
da castelli e da ville, tutti quanti,
venticinque son d'oro rivestiti... *
—¿Qué pretendéis decir? Os ruego que os expliquéis.
—Tal vez sea esta la razón —murmuró el poeta—. Estos son los pobres versos con que puedo homenajearte... Clorinda. Pero no los olvides porque fueron proferidos en el palacio por una voz que mi mente no puede ya reconocer. Ha pasado mucho tiempo...
Repitió de nuevo, lentamente, subrayando las palabras, la extraña poesilla.
En aquel momento entró el guardián:
—Os lo ruego, señora, tenéis que iros o no respondo de lo que pueda pasar.
La mujer recogió el escudo, se caló el yelmo escondiendo el rostro con la celada e hizo ademán de seguir al guardián, luego se volvió una vez más hacia la celda ya oscura.
—A Lucrecia... —preguntó—, ¿vos la amasteis?
Al no obtener respuesta, la dama desapareció en el largo corredor apenas iluminado por algún candil. El guardián volvió a cerrar la puerta y solo los muros de la estrecha celda oyeron los últimos versos del poeta:
Ma il varco al suon chiuse il dolore
si che tornó la flebile parola
più amara indietro a rimbombar su'l core.*
El notario Pigna, envuelto en una pesada hopalanda, se apresuraba hacia casa para no ser sorprendido por las tinieblas y por la niebla que, cada vez más espesa, descendía sobre la ciudad. Las máscaras del Carnaval habían desaparecido una tras otra de las calles de Ferrara: se habían refugiado en las tabernas en busca del calor del fuego y del vino, y en los salones espléndidamente iluminados de los palacios para cenar y bailar hasta la madrugada.
Los criados que debían volver a llevarle a casa con la silla de manos se habían embriagado y había tenido que hacer el camino a pie gruñendo y maldiciendo su excesiva indulgencia para con la servidumbre. Mientras doblaba una esquina, le pareció que le seguía una sombra. Apretó de nuevo el paso con los andares de ganso que le daban sus cortas piernas y sus largos pies; rodeó correteando una plazoleta a la que daba su casa.
La ciudad no era segura durante el Carnaval: muchos malintencionados circulaban de noche y no había suficientes alguaciles para mantener el orden público.
* «Él la mirada vuelve al resplandeciente escudo.» (N. del T.)
* Para defender al príncipe han partido / cien guerreros de refulgentes armas. / Setenta y cinco son de solar antiguo, / de castillos y de villas, veinticinco van de oro revestidos. (N. del T.)
* Pero el corredor apaga la dolorosa voz, / y la débil palabra torna más amarga a retumbar en su corazón. (N. del T.)
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