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La comunera: María Pacheco, una mujer rebelde


Agosto de 1511 


Aquella mañana de verano, los sirvientes del palacio del califa Yüsuf estaban ya en pie cuando las luces del alba se reflejaron en los muros de la más hermosa joya del arte nazarí: al-Qalá al-Hamrá, el «castillo rojo», la Alhambra. Hablando en susurros, deslizándose silenciosos por los corredores para no perturbar el sueño de sus amos y de los importantes invitados alojados en las alas nobles del edificio, las gentes del palacio se apresuraban para tenerlo todo dispuesto para cuando la campana, instalada en el alminar de la antigua mezquita, despertase a los habitantes de la ciudad del Genil. Los cocineros y sus pinches encendieron los fuegos y colocaron sobre ellos grandes marmitas con agua; desplumaron decenas de perdices, trocearon repollos, cebollas y puerros, escamaron besugos, salmones y otros pescados y pusieron a cocer no menos de quinientos huevos; los criados montaron, en el que fuera salón del trono de los califas, la llamada «sala de los Reyes», largas mesas para el banquete, las cubrieron con manteles finos de lino bordado y sobre ellos colocaron platos, copas y cubertería de plata; los pajes llenaron los jarrones de cristal y alabastro con flores recién cortadas en cuyos pétalos aún tintineaban gotas de rocío y las doncellas prepararon los baños y calentaron las tenacillas para trenzar los cabellos, antes de llamar a las puertas y despertar a sus señores. La razón de tanto ajetreo no era otra que la boda de María, una de las hijas del conde de Tendilla y futuro marqués de Mondéjar, don Íñigo López de Mendoza y Quiñones, con Juan de Padilla, hidalgo de Toledo.

Mendoza, capitán de Granada, a quien todo el mundo llamaba el Gran Tendilla por sus muchos y valiosos méritos militares al servicio de don Fernando el Católico, era cuando menos un personaje singular. Guerrero, culto, brillante y mujeriego como todos los varones de su familia, mantenía muy alto el pendón de sus antecesores, destacando en todos los aspectos de la vida cortesana, sin perder en ningún momento el gusto por los placeres que ésta podía proporcionarle. Viudo por partida doble y padre de varios hijos, con más de sesenta años había preñado a una dama de su entorno. Muchos opinaron entonces que aquélla era, sin duda, otra más de sus proezas y él, ufano de sí mismo y sin pizca de rubor, aseguró entonces que no sería la última. No obstante, habían transcurrido seis años sin que se supiese de nuevos nacimientos. Los ocho hijos habidos de su matrimonio con Francisca, hija de don Juán Pacheco, el poderoso marqués de Villena, y algunos más de sus relaciones con diversas señoras, parecían haber sido suficientes. Mantenía un férreo control sobre todos ellos, esperando una obediencia ciega y la debida lealtad hacia la familia, lo cual incluía matrimoniar en condiciones ventajosas desde cualquier punto de vista. Y aquel día le tocaba el turno a María, la número cuatro de sus retoños legítimos vivos.

Ya estaba despierto cuando su ayuda de cámara entró en la habitación y descorrió los cortinones de terciopelo, dejando entrar la luz de un día que se preveía radiante. Contempló desde el lecho las estribaciones de Sierra Nevada recortándose en el cielo completamente azul y sonrió. No había nada comparable a una boda en un día soleado de verano, con la fresca brisa procedente de la sierra que evitaba el exceso de calor. Era algo muy molesto sentir el sudor de la calva bajo la peluca. Le daba la impresión de que ésta iba a resbalarse en cualquier momento. Se dejó poner un batín moro de seda, se calzó unas babuchas y se dirigió a la sala de los baños para introducirse en la pileta de agua caliente, donde su sirviente de confianza le restregaría el cuerpo con un guante de crin. Contempló las yeserías del techo, los azulejos de muros y suelos, e imaginó aquel lugar cuando los sultanes se bañaban al tiempo que admiraban las evoluciones de sus esclavas desnudas a los sones interpretados por músicos instalados en el balconcillo superior con los ojos vendados. No le habría importado disfrutar de los mismos placeres, pensó con una sonrisa divertida. Los baños árabes, goce desconocido por muchos de sus iguales, transformaban el aseo en una sensación excitante. El palacio entero era una inspiración para los sentidos. No existía en todo el reino otro tan hermoso, de eso estaba seguro porque los había visto casi todos y también los italianos, incluido el del propio papa. Era un verdadero placer ocupar los aposentos otrora ocupados por los príncipes de al-Ándalus, le hacía sentirse poderoso y, por otra parte... Sus pensamientos se vieron bruscamente interrumpidos por el golpeteo de unos dedos nerviosos en la puerta, tras los cuales asomó por ella la cabeza de Antonio Vázquez, su secretario desde hacía más de dos décadas.

–¿Y bien? –interrogó molesto–. ¿No puedo si quiera asearme en paz?

–Tenemos problemas...

Poco después, cubierto con el batín, las babuchas en los pies y en la cabeza la peluca blanca confeccionada a medida, que con las prisas se había ladeado dándole un aire bufo, el conde se hallaba ante la habitación de su hija, la novia. La hermana mayor de ésta, María de Mendoza, su dama de compañía, su confesor, el jefe de ceremonias y varias doncellas de servicio ya estaban allí cuando él llegó hecho una furia, seguido por el secretario y el ayuda de cámara. Asió la manilla de la gruesa puerta de madera tallada y la sacudió con fuerza.

–¡Abre la puerta! –ordenó con un tono de voz que amedrentó a los presentes.

–¡No lo haré! –se escuchó al otro lado con el mismo tono, pero más agudo.

–¡Por todos los clavos de la cruz de Cristo! ¡Abre de una maldita vez!

–¡No pienso casarme!

–¡Lo harás aunque tenga que arrastrarte yo mismo por los pelos hasta la capilla!

–¡Antes tendréis que matarme!

–¡Puede que lo haga!

Don Íñigo hizo una seña y el jefe de su guardia personal se aproximó a él.

–¡Derribad la puerta y llevadla a la capilla atada con cadenas si es preciso! –ordenó, antes de dar media vuelta y regresar a sus aposentos.

¡Maldita cría! Tendría que haberla enviado con las buenas monjas cuando cumplió los siete y no haberse dejado convencer por su mujer. Francisca había intercedido con los ojos llenos de lágrimas al conocer su decisión de ingresar a la segunda de sus hijas en el convento.

–Es tan pequeña...

–Así tendrá menos problemas para acostumbrarse.

–Y es tan débil... Ha estado estos últimos días encamada con fiebre. El médico asegura que no llegará a la pubertad.

–Más razón para que se halle en santa compañía cuando Dios la llame a su lado.

Cedió entonces y también lo hizo cada vez que la cuestión se planteó. No podía negarle ninguna cosa a Francisca. Ella nunca pedía nada y él la amaba a su modo; le había dado cinco varones sanos y hermosos y otros dos, muertos para su dolor unos años antes, y también a su querida hija mayor, María, condesa de Monteagudo, a quien adoraba. Los asuntos domésticos le traían sin cuidado. Su mujer se ocupaba de ellos, encargándose también de mantener alejado de él al tropel de chiquillos ruidosos que corrían por corredores y jardines, trepaban por el muro y traían a mal traer a los sirvientes destinados a su cuidado. Los veía crecer a trompicones, sorprendiéndose de sus cambios cada vez que regresaba a Granada tras una larga estancia en la Corte o alguno de sus viajes por las tierras andaluzas. Pasaba, entonces, revista a sus vastagos y comprobaba el buen porte de Luis, su heredero, el amor de Bernardino por las cosas del mar, la habilidad de Antonio con los caballos, la piedad de Francisco, la inteligencia del feúcho y forzudo Diego, siempre con la nariz metida en los libros cuando no estaba ejercitándose con las armas, que igual le daba lo uno que lo otro, la elegancia y serena belleza de su hija mayor, tan parecida a su madre, y la gracia de Isabelita, la más pequeña, la alegría de la familia. Estaba muy orgulloso de todos ellos. Eran dignos Mendoza por cuyas venas corría sangre real, descendientes de grandes hombres y mujeres, llamados a ocupar los primeros puestos entre la nobleza castellana.

Después, su mirada se posaba en la otra María y no podía evitar un gesto de fastidio. Flaca, de cabello revuelto y ojos retadores se empeñaba en emular a sus hermanos en lugar de ocuparse en labores de costura y la lectura de obras piadosas como hacía su hermana. Subía a los árboles desgarrando sus vestidos, peleaba con los chicos, puñetazos incluidos, y manejaba la espada con la misma destreza que Luis, a pesar de que el ejercicio la agotaba y debía luego permanecer en cama durante horas y, a veces, días. Con el tiempo se había convertido en una joven extraordinariamente hermosa, eso tenía que admitirlo. A pesar de contar sólo quince años, parecía ya una mujer hecha y derecha. Al verla ahora, no podía evitar compararla con alguna de aquellas sultanas de gesto altivo y ojos de color del azabache que habían vivido entre los muros de la Alhambra, ocultas al mundo pero influyendo en todo momento en las decisiones políticas de sus maridos o de sus hijos. También era muy culta, capaz de mantener una discusión en latín con clérigos y letrados, citar a Platón en griego o recitar de memoria un largo poema de su bisabuelo, el ilustre marqués de Santillana. Podría haber sido digna de un rey de no haber sido por su actitud, siempre rebelde, y el fuerte carácter que la empujaba en todo momento a decir y hacer lo que le pasaba por la cabeza, incluso lo más inconveniente.

–¡Espero que Juan la dome como se merece! –exclamó de regreso a su aposento para vestirse para la ceremonia.

Le agradaba su futuro yerno. Era un joven tranquilo, de maneras pausadas y elegantes a quien había conocido el verano anterior con motivo de una visita que le hicieron él y su tío, un viejo amigo de la época de la conquista. Don Gutierre López de Padilla, comendador de la orden de Calatrava, había luchado a su lado durante los años de la guerra de Granada, salvándole en una ocasión de caer bajo un alfanje sarraceno. El buen caballero no había aceptado recompensa alguna por este hecho, pero un Mendoza jamás olvidaba. Se alegró de verlo de nuevo y ocultó como pudo su impresión al constatar que, aunque con menos años, el hombre parecía mucho más viejo que él, impresión confirmada por el propio Padilla al confiarle que estaba enfermo sin remedio.

–Sólo espero ver casado a mi ahijado antes de morir –concluyó con una triste sonrisa, refiriéndose a juan–. Quiero mucho a mi hermano Pedro y el muchacho se le parece. Es joven, pero promete y la responsabilidad de una familia hará de él un hombre completo.

No pensó en las palabras de su antiguo compañero hasta que lo distrajo, varios días después, una fuerte discusión mantenida bajo la ventana de su escritorio. Se asomó, airado, para ordenar silencio a los discutidores que osaban apartarlo de su trabajo y comprobó que su hija María, la rebelde, y Juan, el sobrino de su amigo, se hallaban enzarzados en una disputa en la cual ella llevaba la voz cantante.

–Así pues, según vos, ¿la mujer únicamente debe ocuparse de darle hijos a su marido y mantener su casa en orden?

–¿Qué mejor ocupación que ésa?

–Oídme bien, señor de Padilla, o sois un necio o un desce– rebrado si creéis que las mujeres sólo servimos para dichos menesteres. Si un hombre quiere que alguien le temple el lecho, ¡que pague los servicios de una ramera o meta en su cama una botella de barro llena de agua caliente!

–Los Padres de la Iglesia dejaron escrito...

–¡No me vengáis con monsergas! Eran hombres como vos e igual de obtusos. Ha habido grandes mujeres en la historia de la humanidad, pero, probablemente, vos ignoráis su existencia. Fueron reinas, soldados, poetisas, médicas y maestras e hicieron algo más que parir hijos y ordenar las casas de sus maridos. Y os recuerdo también que durante más de treinta años, la difunta reina gobernó las tierras de Castilla con mano firme y, que se sepa, lo hizo mejor que muchos de sus antecesores.

Don Íñigo escuchaba con atención. En el fondo, muy en el fondo, y aunque reprobase su conducta, impropia de una joven, le enorgullecía que una mujer de su sangre tuviese carácter. Había gastado sus buenos dineros en procurar la mejor educación a todos sus hijos e hijas, tanto legítimos como ilegítimos, convencido de que la diferencia entre la clase dominante y la dominada estribaba precisamente en eso, en la educación. Era algo que generaciones enteras de Mendozas habían tenido muy claro desde que sus antepasados salieron de sus tierras de Álava para ocupar cargos importantes en el reino de Castilla. De ahí que su linaje hubiera dado tantos nombres ilustres durante los últimos doscientos años. De todos modos, aquella chiquilla también había heredado la tozudez y los prontos de su abuelo materno, hasta el punto de decidir hacerse llamar María Pacheco y no responder a quien no se dirigiese a ella por dicho nombre.

–¡Ya hay demasiadas Marías en esta casa! –había exclamado, refiriéndose a su hermana mayor y a la más pequeña, engendrada por él con doña Leonor de Beltrán, las tres cristianadas con igual nombre, añadiendo a continuación–: No puede decirse que mi señor padre tenga la imaginación sobrada a la hora de elegir nombres para sus hijas...

La plácida voz de Juan de Padilla, no exenta de ironía, le hizo prestar nuevamente atención a la discusión entre los dos jóvenes.

–¿Acaso vos no pensáis casaros nunca? ¿Profesaréis en religión, tal vez?

–¡Por supuesto que no! No pienso encerrarme en un convento para toda la vida, aunque he de reconocer que para muchas mujeres es un lugar mucho más seguro que el mundo. Y, en cuanto a casarme..., únicamente lo haré con uno de mis iguales, con un hombre que me respete y no intente imponerme su voluntad. Jamás seré una esposa sacrificada y sumisa a los caprichos de su marido. Quiero estudiar y escribir libros.

–Entonces os quedaréis soltera y sola, porque ningún hombre cabal se atreverá a proponeros en matrimonio. Os marchitaréis como una flor cortada...

–¡Mejor soltera que mal acompañada!

–La vida a vuestro lado ha de ser un infierno...

–¡Pues procurad no acercaros demasiado a mí, no vaya a ser que se os quemen vuestras plumas de gallo presuntuoso!

Los vio alejarse, cada uno por su lado, y permaneció un buen rato apoyado en el alféizar de la ventana, contemplando los hermosos jardines de su residencia y dándole vueltas a una idea que acababa de ocurrírsele. Poco después, envió a un criado en busca de don Gutierre y le ofreció la mano de María para su sobrino. El joven, de veinte años, era bien parecido, y aunque únicamente fuera hijo del señor de Noves, antiguo adelantado de Castilla, pero sin título nobiliario, no dejaba de ser un buen partido, ya que contaba con el apoyo y amparo de su poderoso tío, el comendador, y a él le interesaba mantener una relación estrecha con éste. La novia aportaría como dote la increíble cantidad de cuatro millones y medio de maravedíes, aunque debería firmar un documento por el cual renunciaba para siempre a cualquier reclamación sobre la herencia de su padre. El señor de Padilla no tuvo que meditar mucho el asunto. La oferta era tentadora. No podría haber encontrado mejor partido para su querido Juan que la hija del Gran Tendilla; entroncar con el linaje de los Mendoza era un honor que ni en sueños habría imaginado. Esperaría la muerte con tranquilidad, seguro del brillante futuro del hijo de su hermano arropado por su poderosa familia política.

María no supo nada del asunto hasta tiempo después. En previsión de su reacción, recordó el conde, le ocultó sus planes. No quería levantar la liebre hasta cerciorarse de que las negociaciones con los Padilla llegaban a buen fin, pero encomendó a su secretario la redacción del documento de renuncia a la herencia familiar. Llamó a su hija a su escritorio un mediodía soleado y cálido de otoño, antes de que parientes y allegados se reuniesen para el almuerzo en la llamada sala de los Abencerrajes, una de las más bellas de todas las estancias del conjunto arquitectónico, escenario del asesinato años atrás de los miembros varones de dicha familia por un asunto de faldas.

–Firma ahí –le ordenó, deslizando el documento sobre la gran mesa de roble, traída por él mismo tras su estancia en Italia como embajador de don Fernando el Católico ante la Santa Sede.

–¿Qué es? –preguntó ella.

–Firma.

–¿Qué es? –repitió la joven sin amilanarse ante el hombre cuya sola voz hacía temblar a sus allegados.

–El documento que estipula tu dote.

–¿Mi dote?

–Soy ya viejo y pronto tendré que rendir cuentas a Dios. Antes de que eso ocurra, quiero poner los asuntos de la familia en orden.

–¿Pensáis casarme?

–Alguna vez tendrá que ser...

Para su sorpresa, María tomó asiento en un hermoso sillón taraceado y comenzó a leer el documento.

–¿Qué haces?

–Leer –respondió ella sin levantar los ojos del escrito–. Quiero saber lo que firmo.

–Te he dicho que es el documento que estipula tu dote.

–Ya..., aquí dice que renuncio a cualquier reclamación posterior a cambio de cuatro millones y medio de maravedíes. ¿Tanto valgo o es el precio que estáis dispuesto a entregar a cambio de que alguien se case conmigo y perderme de vista?

Estuvo a punto de perder el control y soltarle una bofetada, pero se contuvo. Más valía tener un poco de paciencia. Pronto, muy pronto, la insoportable joven estaría casada con un buen hombre que le bajaría los humos.

–Es la misma dote que entregué a tu hermana mayor –se molestó en explicarle– y el doble de la aportada por tu madre a nuestras bodas. La herencia de los Mendoza debe permanecer en la familia. Es la única forma de que nuestro linaje perdure. Así lo hicieron mi padre y mi abuelo, y así lo haré yo. ¿Vas a firmar de una vez o nos vamos a pasar aquí todo el día?

María cogió el cálamo disponiéndose a firmar, pero su mano se detuvo antes de llegar al papel.

–¿Ya me habéis buscado marido? –preguntó, mirándole a los ojos directamente.

–No –mintió él, manteniendo su mirada.

Finalmente, la firma quedó estampada en el documento y él se apresuró a depositarlo bajo doble llave en la arqueta de madera y marfil, herencia de su madre, en la que guardaba las joyas y documentos más importantes.

–¡Bien! –exclamó sonriente, girándose hacia su hija y asiéndola por el codo–. Vayamos a reunimos con los demás, ¡estoy hambriento!

Durante el almuerzo y la reunión posterior, pilló a María observándolo en varias ocasiones e igualmente ocurrió durante la cena. Sus ojos parecían más negros, más profundos que de costumbre, apenas hablaba, no discutía con sus hermanos ni tomaba parte en las conversaciones. «Lo sabe...», pensó con una mezcla de alivio y preocupación al mismo tiempo. Rehuyó su mirada y sintió que un peso se le quitaba de encima cuando la joven dio las buenas noches y se retiró a su habitación.

–Me habéis prometido.

No era una pregunta, era una afirmación. Salida de las sombras como una aparición, María se hallaba frente a él en medio de uno de los caminillos del jardín por el que le gustaba pasear antes de acostarse. Eran los únicos momentos del día en los que exigía estar solo consigo mismo y con sus pensamientos, olvidando por un momento los asuntos de la gobernación, rememorando tiempos pasados cada vez más lejanos. Los olores de la sierra se mezclaban con el de los jazmines y alhelíes, testigos del drama de los últimos nazaríes; el rumor del agua de las fuentes era el llanto de Boabdil, a quien él ayudó a dejar su efímero reino, y el silencio apaciguaba su alma cansada de tanto trajín. Llevaba ya casi catorce años como alcaide vitalicio de la Alhambra y su hijo y el hijo de éste también lo serían por disposición real. De todos los lugares a los que le había llevado su ajetreada vida, aquél era, sin duda, su preferido. La fortaleza, los palacios y múltiples recovecos, a cual más hermoso; la medina de Granada con sus casas encaladas, callejuelas estrechas y numerosas mezquitas transformadas en iglesias, a sus pies, y la inmensa sierra a sus espaldas, le impresionaban tanto como el primer día. No era extraño que el califa Yüsuf y su hijo Mohamed hubieran encargado a sus alarifes la extraordinaria construcción en aquel preciso lugar; contrataron a los mejores ingenieros, artesanos y jardineros de su reino para llevar a cabo la obra y no repararon en gastos a la hora de embellecerla con maderas nobles, mármoles únicos en el mundo, muebles y todo tipo de plantas. Los cristianos habían conquistado la región, demostrando su superioridad militar, pero él era un hombre culto y sabía que tardarían, si algún día lo hacían, en igualar la perfección y la belleza lograda por los artistas musulmanes.

Al ver de pronto a su hija ante él, permaneció mudo durante unos instantes. Vestida con una amplia túnica morisca de seda dorada, la palidez de su piel, acentuada por la luz de la luna, el cabello negro, suelto y ondulado, que le llegaba hasta la cintura, y sobre todo, el brillo de su mirada furiosa, creyó estar viendo el fantasma de Aixa, la bella esposa repudiada del sultán Muley Hassen, que los criados moriscos aseguraban paseaba todas las noches por las habitaciones y jardines de la que fuera su casa, maldiciendo su infortunio y tramando su venganza.

–Me habéis prometido –repitió María– y ni siquiera habéis consultado mi opinión.

La voz de su hija lo volvió a la realidad.

–¿Y qué si lo he hecho? –replicó, nuevamente dueño de sí mismo.

–No teníais derecho.

–Tengo todo el derecho del mundo a decidir lo mejor para mis hijos y te recuerdo que una hija no debe jamás cuestionar las acciones de su padre, sino acatarlas sin una queja.

–¿Con quién habéis decidido casarme? –preguntó ella en el mismo tono helado de voz.

–Con un caballero noble y cristiano, miembro de una antigua familia, que, estoy seguro, será un buen marido y te hará feliz.

–¿Con quién?

La joven se había aproximado y, por un momento, él, el vencedor de Granada, lamentó su decisión. Una vez más, se sorprendió admirando a la hija de su sangre que no le tenía miedo y osaba enfrentársele. Tal vez se había equivocado dejándose llevar por un impulso. María la Brava, como la llamaban sus hermanos recordando a doña María Rodríguez de Monroy, mujer de carácter que había perseguido y dado muerte a los hermanos Manzano, los asesinos de sus hijos, y dejado sus cabezas sobre las tumbas de éstos en Salamanca, era quizá demasiado para un pequeño hidalgo, demasiado hermosa, demasiado voluntariosa.

–Con Juan de Padilla –dijo al fin.

Observó la sorpresa en su mirada, seguida de la estupefacción más completa, y sintió la necesidad de justificarse.

–Su tío, el comendador, salvó una vez mi vida...

María no respondió, dio media vuelta y desapareció de su vista de la misma manera que había aparecido momentos antes, dejándolo confuso y molesto por su reacción. Fue la última vez que hablaron. Hasta este día, su hija no había vuelto a dirigirle la palabra en todos aquellos meses; se había negado a responder a sus preguntas, incluso a las más insulsas e intrascendentales, encerrándose en un silencio obstinado, más enojoso aún que su afición a la polémica.

–Juan la meterá en cintura –se dijo una vez más al penetrar en la capilla y ocupar su sitial a la derecha del altar.

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