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La canción de Troya



CAPITULO UNO

NARRADO POR PRÍAMO 



Nunca hubo una ciudad como Troya. Al joven sacerdote Cal cante, enviado a la Tebas egipcia durante su noviciado, apenas le impresionaron las pirámides construidas en la orilla occi dental del río de la Vida. Y Troya le parecía aún más sobrecogedora, por su majestuosa altura y porque sus construcciones albergaban a seres vivos en lugar de muertos. Pero alegó como circunstancia atenuante que los dioses de los egipcios eran in feriores. Los egipcios habían levantado sus piedras con manos mortales mientras que las poderosas murallas de Troya las ha bían erigido nuestros propios dioses. Y añadió que tampoco podría competir con ella la vulgar Babilonia, cuya altura se ve atrofiada por el cieno del río y cuyas murallas parecen obra de niños.

Nadie recuerda cuándo fueron construidas nuestras mu rallas, tan antiguas son, aunque todos conocen su historia. Dárdano, hijo de Zeus, rey de nuestros dioses, tomó posesión de la península rectangular situada en la cima de Asia Menor, en cuya zona norte vierte el Ponto Euxino sus aguas en el mar Egeo por el estrecho del Helesponto. Dárdano di vidió este nuevo reino en dos partes y entregó la zona sur a su segundo hijo, que la llamó Dardania e instaló su capital en la ciudad de Lirneso. Aunque menor, la parte norte es mu chísimo más rica, pues comporta la custodia del Helesponto y el derecho a recaudar impuestos de todos los mercaderes que entran y salen del Ponto Euxino. Esta zona se denominó Tróade y su capital, Troya, está situada en la colina que lleva el mismo nombre.

Zeus amaba a su hijo mortal, por lo que, cuando Dárdano rogó a su divino padre que obsequiase a Troya con murallas indestructibles, el dios accedió encantado a su petición. En aquellos momentos había dos dioses caídos en desgracia: Poseidón, dios de los mares, y Apolo, dios de la luz. A ambos se les ordenó que fuesen a Troya y construyesen las murallas más altas, recias y fuertes del mundo.

Según explicó al crédulo Poseidón, aquélla, en realidad, no era tarea apropiada para el delicado y refinado Apolo, que en lugar de agotarse y ensuciarse prefería tocar la lira, un medio para ayudar a pasar el tiempo a medida que avanzaba la construcción de las murallas. De modo que Poseidón amontonó piedra sobre piedra mientras Apolo le daba sere natas.

Poseidón había puesto precio a su trabajo: la suma de cien talentos de oro que, en lo sucesivo, se depositarían todos los años en su templo de Lirneso. El rey Dárdano accedió a ello y desde tiempos inmemoriales todos los años se habían deposi tado los cien talentos de oro en el templo de Poseidón, en Lir­neso. Pero cuando mi padre, Laomedonte, subió al trono de Troya se produjo un terremoto tan devastador que derrumbó el palacio de Minos en Creta y provocó la desaparición del im perio de Thera. La parte occidental de nuestras murallas se desmoronó y mi padre contrató al ingeniero griego Eaco para que las reconstruyera.

Eaco realizó un buen trabajo, aunque la nueva obra que le vantó no tenía la pulcritud ni la belleza del restante complejo creado por los dioses.

Según mi padre, el contrato con Poseidón (no creo que Apolo pidiera honorarios por su música) no se había cum plido, pues a la postre las murallas no habían resultado indes tructibles y, por consiguiente, decretó que jamás volverían a pagarse los cien talentos de oro anuales. En principio este ar gumento parecía válido, salvo que los dioses —al igual que yo, entonces un muchacho— seguramente sabían que el rey Lao medonte era un miserable redomado al que le dolía entregar tantísimo y tan preciado oro troyano a aquel templo situado en una ciudad rival y por añadidura dominada por una di nastía antagónica de familiares consanguíneos.

Sea como fuere, el oro dejó de pagarse y, durante los años que tardé en convertirme en hombre, no sucedió nada.

Y cuando se presentó el león, tampoco se le ocurrió a nadie relacionar su presencia con dioses insultados ni con las mu rallas de la ciudad.

En las verdes llanuras del sur de Troya se encontraban las cuadras de mi padre, el único capricho que se permitía, aunque incluso sus caprichos tenían que reportarle beneficios.

Poco después de que el griego Eaco concluyó la recons trucción de la muralla occidental, llegó un hombre a Troya procedente de tierras tan lejanas que sólo sabíamos que sus montañas apuntalaban el cielo y que sus praderas eran las más placenteras del mundo. El refugiado trajo consigo diez caballos, tres sementales y siete yeguas. Jamás habíamos visto corceles semejantes: grandes, veloces, de hermosas cabezas y largas crines y colas, mansos y dóciles. ¡Magníficos para con ducir carros! Y en el instante en que el rey puso sus ojos en ellos, su propietario quedó condenado. El hombre murió y sus caballos se convirtieron en propiedad privada del soberano de Troya, quien crió con ellos una raza tan famosa que tratantes de todo el mundo acudían a nuestro país a comprar yeguas y castrados; pues Laomedonte era demasiado astuto para vender un semental.

En medio de las cuadras discurría un sendero trillado y si niestro, utilizado antiguamente por los leones cuando se tras ladaban desde el norte de Asia Menor a Escitia a pasar el ve rano, y en su regreso al sur para invernar en Caria y Licia, donde el sol conservaba el poder de caldear sus leonadas pieles. Los cazadores los habían ahuyentado y el sendero se había convertido en un camino que conducía hasta el agua.

Un día, seis años atrás, unos campesinos acudieron co rriendo ante mi padre, palidísimos. Nunca olvidaré el sem blante de Laomedonte cuando le informaron de que tres de sus mejores yeguas habían muerto y que un semental se ha llaba gravemente mutilado, víctimas todos ellos de un león.

El soberano no se entregaba fácilmente a la ira ciega. Con gran aplomo ordenó que la primavera siguiente se apostara un destacamento de la guardia real en el sendero y diera muerte a aquella bestia.
¡Pero no era un león cualquiera! Cada primavera y cada otoño se presentaba con tanto sigilo como si fuera invisible y sacrificaba a más animales de los que precisaba para llenar el estómago. Asesinaba por placer. Dos años después de su llegada, la guardia real lo descubrió cuando atacaba a un se mental. Los hombres avanzaron hacia él golpeando las es padas en los escudos con la intención de arrinconarlo y ata carlo con sus jabalinas. Pero el animal retrocedió, lanzó su rugido bélico al tiempo que arremetía contra ellos, y cruzó entre sus filas como una roca rodando por una pendiente. Entre aquella dispersión humana, la regia bestia se llevó por delante a siete soldados y huyó ilesa.

En medio del desastre se logró algo positivo: un soldado destrozado por las garras del animal logró sobrevivir, presen tarse ante los sacerdotes e informar a Calcante de que el león llevaba la marca de Poseidón: en su pálido costado aparecía un tridente negro. 

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