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El amor es un pájaro rebelde


ARAMINTA, o EL PODER
y
DIÁLOGO CON ARAMINTA LÓPEZ



"El amor es condescendiente más que ascendiente, porque un ser existe más por el don que se le hace que por el goce que procura".

Jean Guitton, Ensayos sobre el amor humano



Desde que en Buenos Aires hubo mujeres, o séase desde que la fundó el finado don Pedro de Mendoza, no hubo mujer más hermosa que Araminta.

Nada se sabía de sus padres carnales, progenitores de tanta belleza. A la temprana edad de siete días apareció dentro de un canasto, como Moisés según dicen los libros, aunque no sobre las aguas del Nilo sino en el umbral de un orfanato por Villa Crespo, con un papel entre los maculados pañales y en el papel unas letras manuscritas: "Me llamo Araminta".

Siete años más tarde don Loredán del Tomisco y su mujer, la señora Pubilla, peregrinaban por los asilos en procura de un huérfano que les sirviese de báculo para su vejez. Apenas vieron a Araminta no buscaron más.

—Mira —le bisbiseó la señora Pubilla a su consor te—. Tiene los ojos separados y la pupila dilatada por alguna belladona congénita.

—O séase que está dotada de facultades adivinatorias -—murmuró don Loredán—. Nos haremos ricos si Dios quiere y nos da salud.

Se llevaron a Araminta, le traspasaron su apellido y la acomodaron en un caserón que hay en la única calle de la ciudad que se conecta con el misterio: el Pasaje del Signo.

Le daban de beber infusiones de euforbio, tisanas de espilanto y un té muy frío de terebinto. La alimentaron con sopas de ombligo y caldos de médula virgen. Toda la casa estaba colmada de espejos de luna llena, tapices de seda amarilla y pebeteros en los que ardían granos de incienso arábigo.

A los doce años Araminta ya tenía leídos a Eliphas Levi, a Helena Petrovna Blavatzky y Las Siete puertas del Más Allá de Santiago Gardenius llamado el maestro inefable. De noche se dormía al son de la música esotérica de Alexander Nicolaievich Scriabin que la señora Pubilla salmodiaba en el registro nasardo de un armonium sombrío.

Cuando cumplió quince años Araminta estaba tan hermosa que si hubiese sido más hermosa se habría pasado al bando de las feas. Pero su hermosura daba un poco de miedo.

Por lo pronto, la palidez. Sus dos guardianes no le permitían ver la luz diurna porque, si como dijo el difunto Osear Wilde, el pensamiento retrocede ante el sol, cómo no van a retroceder las dotes proféticas, que sólo se asoman en la noche. De modo que Araminta vivió siempre en una noche de candelabros, pues también el invento de Thomas Alva Edison perjudica a la prognosis, y de ahí le vino la palidez.

A los ojos de corcel de fábula se fueron añadiendo facciones delicadas y neutras como de arcángel, un largo cogote pitoniso, una larga trenza sibilina, del color de la sombra agorera de los eclipses, que se deslizaba por las espaldas hasta la cintura como un espinazo supernume rario. El cuerpo cobró formas anafrodisíacas de Artemisa de Efeso y la voz adquirió propiedades vinculatorias. Don Eugenio d’Ors, que en paz descanse, descubrió que la cúpula se relaciona con la monarquía. La voz de Araminta provocaba ese género de asociaciones al parecer arbitrarias pero que provienen de profundidades insondables. Araminta decía cualquier cosa, y don Loredán pensaba en una pirámide, la señora Pubilla veía la imagen de la luna. Por suerte Araminta hablaba poco y nada.

Encima los ademanes. Por lo común la mímica humana no vale gran cosa salvo entre los napolitanos, ni hay que devanarse los sesos para saber qué significa. En cambio Araminta gesticulaba unos ademanes cargados de tanto misterio que había que ser ciego para no darse cuenta de que eran la manifestación visible de algún secreto orden invisible. Las religiones que renuncian a la liturgia no saben lo que hacen. Nada más que sentándose o poniéndose de pie, nada más que cruzando las manos o descruzando las piernas, Araminta oficiaba unos ritos iniciáticos que algo querían decir, aunque de momento no se supiese qué. Pero don Loredán y la señora Pubilla creían saberlo: eran los prolegómenos de la videncia.

Las muchachas de quince años tienen la conversa ción insulsa y atropellada. Araminta, ya se dijo, hablaba poco, a la espera del tiempo en que hablaría el lenguaje de la revelación, pero lo poco que ahora hablaba ponía los pelos de punta. La señora Pubilla, digamos, le preguntaba:

—Araminta querida ¿sientes frío?

Y ahí nomás Araminta, con aquella voz de Delfos, sin respirar, contestaba:

—Estamos entrando en la Era del Pez, que como es dios del Agua ha sido enviado por el Arquero para que renueve el Gran Ciclo de la Virgen a la sombra de la higuera ruminal.

Don Loredán y la señora Pubilla se miraban uno con otro, bizcos de admiración, y después contemplaban a Araminta con el embeleso orgulloso de sacristanes de alguna venerada santa milagrosa.

En fin, y porque quien es distinto debe mostrarse distinto para que los demás sepan a qué atenerse, Araminta andaba vestida, alhajada y perfumada como no merece estarlo ninguna mujer con privaciones de fa cultades. Usaba túnicas color Adviento, o séase morado oscuro, largas hasta los tobillos, cadenas de plata etrusca (porque los etruscos algo sabían del más allá), brazaletes de coral talismánico, collares de hueso amulético y sortijas de piedras lunares.

Don Loredán, que en su juventud había sido maes tro licorero, le combinó siete perfumes de las desapa­recidas tiendas de don Avelino Cabezas, y de esa mixtura resultó un aroma como de muchas flores fúnebres maceradas en alcoholes antiguos y ya medio descom puestas, una fragancia luctuosa que por donde pasaba Araminta dejaba la estela del Arcano.

De la cosmética se ocupó la señora Pubilla, quien le decoró la cara angelical con afeites de su propia inven­ción: azul tuat en los párpados, verde oriblot en las ojeras, rojo amenti en los labios y en las mejillas, y un nácar de oriente legítimo en todo el cutis. Sin perder un ápice de su belleza, el rostro de Araminta se puso faraónico y sepulcral.

De haber sabido los vecinos del barrio que en aquel caserón del Pasaje del Signo se guarecía una muchacha como Araminta, se habrían reído los descreídos, pero los temerosos de Dios seguro que caían de rodillas o se escapaban según les anduviese la conciencia. Pero Araminta no se dejó ver. No salía de las habitaciones interiores, donde no tuvo otra compañía que la de sus dos custodios y la que ella misma se proporcionaba mirándose en los espejos de luna llena.

Se pasaba la mayor parte del día reclinada sobre un triclinio en la sala de las visitas, leyendo libros de ciencia esotérica, y cuando no leía seguía ahí sentada como a la espera de un invitado que se demorase. De noche dormía con el sueño sepulto de los amnésicos. Pero cuando caminaba de un cuarto a otro cuarto, y le repicaban las pulseras como crótalos, y se le enardecían los siete perfumes, Araminta parecía una sagrada imagen llevada en andas sobre los hombros de una procesión propiciatoria.

Don Loredán y la señora Pubilla, por las noches, a solas en el dormitorio, en la vasta cama matrimonial cubierta invierno y verano con un mosquitero de tul negro al que llamaban el velo de Isis, conversaban boca arriba.

—Me gustaría saber —decía, pongamos por caso, don Loredán— de qué poderes sobrenaturales estará dotada.

—Cómo, de qué poderes —le replicaba la señora Pubilla—. De los poderes de adivinar el futuro y de predecir el destino. Para eso tiene los ojos separados.

—Tiene algo más que los ojos. Le he descubierto en el montículo de Venus de la mano izquierda unas rayas en forma de cruz potenzada, que indican la posesión de facultades taumatúrgicas.

—No estaría nada mal. Por mi parte no me opongo a que las ejercite. Imagínate qué mina de oro si cura a los enfermos, hace razonar a los locos y caminar a los paralíticos, reconcilia a los enamorados, influye para que un niño nazca varón o mujer, crezcan los enanos y se enmienden los ladrones y criminales.

—Si me dan a elegir, elijo los golpes de fortuna. Es el rubro más codiciado.

—Por los hombres. Pero las mujeres somos menos materialistas. Preferirán otra clase de prodigios: embe­llecimiento de caras, rejuvenecimiento de vejeces, entusiasmamiento de tímidos, recalentamiento de fríos, sometimiento de ariscos, apaciguamiento de celosos, enderezamiento de desviados.

—¿Y por qué no aspirar a asuntos de mayor en vergadura?

—¿Como cuáles?

—Que Araminta haga llover o no llover según convenga a la economía del país. Que desbarate cons­piraciones contra los gobiernos constituidos. Que re suelva el resultado de las elecciones. Que dirija el juego de la Bolsa, localice napas de petróleo y tesoros ente rrados y descomponga las guerras. La consultarán los gobernantes, los militares, los financistas, los norte americanos, los japoneses.

—Por Dios, Loredán, me corre un chucho por todo el cuerpo.

—Lo que a mí me corre es la impaciencia. Ocho años llevamos preparándola, y todavía no se le manifiestan los poderes.

—Recuerda lo que dice el Cohelet: hay un tiempo de plantar y un tiempo de cosechar. O como enseña el Libro del Loto Blanco: primero la instrucción, después el ejercicio.

—¿Y el beneficio para cuando? Ya es hora de que la pongamos a prueba.

—Déjame a mí. Tú no te inmiscuyas.

Discreta, delicadamente, la señora Pubilla empezó a sondear a Araminta con la expresión beata de una araña que, desde el centro de su tela, espía el vuelo de una mosca próxima.

—Querida, ¿por casualidad no sientes dentro de ti como una masa de energías, como una acumulación de fuerzas que pugnan por salir?

Araminta, sentada en el triclinio, sin levantar la vista del libro que estaba leyendo contestaba:

—No, señora.

La señora Pubilla, insistía, dulcemente:

—Ya te dije que no me llames señora. Llámame mamá. Y ahora piensa un poco. ¿No te viene de golpe, sin que te expliques por qué, como un deseo de vomitar pero no lo que tienes en el estómago sino lo que tienes en el corazón o en la cabeza? Digamos, ¿una especie de arcada mental, un movimiento antiperistáltico del espí ritu, un pujo de vientre del alma?

—No, señora.

Por la noche se reanudaban los murmullos bajo el velo de Isis.

—No debemos precipitarnos, Loredán. Araminta todavía no está madura.

—Pues que se apure a madurar, si no quiere que intervenga yo y le haga la cesárea de los poderes.

—Por Dios, sofrena tu impaciencia.

—¿Impaciencia? Hace ocho años que esperamos. Nada más que en vestirla y alhajarla llevo gastado un platal. Pero pobre de ella que no nos resarza de todos nuestros sacrificios.

—En cuanto se le despierten los poderes, vas y publicas un aviso en todos los diarios. Y al poco tiempo no daremos abasto para atender a clientes venidos de todos los confines de la Tierra. El mundo está sediento de sobrenaturalidad.

—Oye, al principio no habrá que tener muchas pretensiones. Pero en cuanto nos hagamos de una clientela, aumentaremos las tarifas. El que no pueda pagar, media vuelta y pase el que sigue.

—Sin contar la angurria de los pobres. Pretenderán que Araminta les solucione todos los problemas. Ojo, Loredán. No debemos permitir que confundan a Araminta con una sociedad de beneficencia.

—No te preocupes. Ya me encargaré yo de que los poderes favorezcan a las personas de méritos.

Días después, mientras don Loredán, lápiz y papel en mano, hacía los cálculos de las futuras ganancias, la señora Pubilla le ofreció a Araminta una taza de té de estoraque puesto a hervir junto con una llave herrumbrada, que dicen que despabila la conciencia astral, y luego reanudó sus exploraciones.

—Araminta querida ¿todavía nada?

—¿Nada de qué, señora?

—De los vómitos mentales.

—Nada, señora.

—¿Ni siquiera un retortijón, un amago?

—No, señora.

—¿No tienes visiones?

—¿Qué clase de visiones?

—Yo qué sé. Imágenes, representaciones de algo que está ocurriendo, o que va a ocurrir, pero no aquí sino lejos, en alguna otra parte.

—No, señora.

La señora Pubilla, para no gritar, suspiraba, bajaba la voz hasta ponerla a ras del piso.

—¿Te gustan las adivinanzas?

—Sí, señora.

—Qué bien. Aquí va una. ¿Qué número saldrá mañana a la lotería?

—No sé, señora.

—No te apresures a contestar. Concéntrate, antes.

—Sí, señora.

—Toma otro traguito de té. Y ahora responde.

—No sé, señora.

—Entonces trata de adivinar esta otra que es muy fácil. ¿Cómo será el invierno que viene? ¿Seco o lluvioso?

—Estamos entrando en la Era del Pez que como es dios del Agua ha sido enviado por el Arquero para que renueve el ciclo de la Gran Virgen a la sombra de la Higuera ruminal.

La señora Pubilla se mordía los labios. Después se sentaba junto a Araminta, le sobaba la trenza, le hablaba con voz grave.

—Hija mía, dejemos las adivinanzas y vayamos a un asunto más serio. Tu anciano padre, de un tiempo a esta parte, sufre de escapatorias de vientre. Si yo te lo pido ¿lo curarás?

—¿Cómo, señora?

—Muy sencillo. Cierra los ojos. Aprieta fuerte los puños y las mandíbulas. Contrae todo los músculos como si fueras a evacuar los intestinos y no pudieras. Ahora repite mentalmente, tres veces, con todas tus ganas: "Que a don Loredán del Tomisco, cédula de identidad número uno tres dos cinco seis cuatro, en este mismo momento se le interrumpan las flatulencias". ¿Ya está?

—Sí, señora.

—¿Lo repetiste tres veces?

—Sí, señora.

—Gracias, hija mía.

Pero a don Loredán los eructos de vientre no sólo no se le cortaron sino que se le volvieron más hon dos, más sonoros y más fétidos que antes. Bajo los tu les del mosquitero negro las pláticas viraron hacia la discordia.

—¡Basta de contemplaciones! —bufaba don Loredán—. El día menos pensado la tomo yo de un brazo y vamos a ver si lanza o no lanza los poderes por las buenas o por las malas.

—Cuidado con lo que haces, Loredán.

—No, si vamos a tener que morirnos para que esta babieca se decida.

—El empleo de la violencia puede provocarle un aborto de la prognosis.

—¿Quieres que te diga una cosa? Empiezo a sospe char que está tan dotada como yo. Es una farsante. Nos ha estado engañando todo el tiempo.

—No blasfemes, hereje, que Dios puede castigarte.

—Le doy un mes de plazo. O a treinta días vista se le revelan las potencias, o la pongo de patitas en la calle.

—Y yo me iré con ella. Quizá lejos de aquí se le acelere la manifestación. Porque estoy pensando que eres tú, con tu pesimismo y tu poca fe, quien se la retrasa. Pero cuando veas la fila india de los que acudan a consultarla, te arrepentirás.

—Está bien, está bien. Sigamos esperando.

Una noche don Loredán, a punto de dormirse, se incorporó sobresaltado.

—¡Pubilla! ¡Pubilla! —gemía como entre sueños.

—¿Qué te duele ahora?

—Se me ha ocurrido algo espantoso. ¿Y si Araminta está dotada de poderes, pero los poderes apuntan para el lado de las calamidades?

—No desvaríes.

—Mira lo que me pasó a mí con los flatos. Intervino Araminta y se me pusieron frenéticos.

—Pura casualidad.

—No hay nada casual en este mundo, lo sabes.

—Araminta es incapaz de hacer mal a nadie.

—Eh, no son todos hombres los que mean contra la pared.

—¿Y eso a qué viene?

—A que no hay que confiar en las apariencias.

—Araminta tiene la angelicidad pintada en la cara, y la cara es el espejo del alma.

—No digo que no. Pero hay ángeles del amor y ángeles de la cólera, ángeles de la justicia y ángeles de la venganza, ángeles de la anunciación a María y ángeles del Apocalipsis.

—Ángeles del cielo y antiángeles del infierno, también. Pero Araminta está afiliada al bando bueno.

—No te fíes. Si es por la cara, ningún ángel mata una mosca. Pero llegado el Día del Juicio, verás si matan o no matan. Quién te dice que Araminta no tenga poderes de esos que difunden catástrofes.

—Será porque el mundo lo tiene merecido.

—Muy bien. ¿Y nosotros qué ganamos?

La señora Pubilla se sentó en el lecho:

—Vaya, conseguiste asustarme. Tienes razón ¿Qué ganaríamos, tú y yo?

De golpe a don Loredán le vino una expresión como de haber recibido un insulto y prepararse para la réplica. Sin embargo la voz le salió casi inaudible. Guiñaba de ambos ojos.

—Salvo que buscásemos la manera de sacarles provecho a los poderes aunque sean de la clase calamitosa.

—¿Sí? ¿Y qué aviso publicaríamos en los diarios? "Señor, señora: si quiere verse libre de sus enemigos, enviudar a gusto o vengarse de quien le puso los cuernos, venga al Pasaje del Signo N° 122 y verá satisfechas sus aspiraciones". Bobeta. Al minuto ten dríamos a la policía en casa.

—Nadie habla de publicar avisos y menos de ese tenor. No será difícil conseguir un primer interesado. Después irá corriéndose la bola y al poco tiempo nos lloverán los clientes.

—No, es peligroso. Tarde o temprano iríamos presos. Si Araminta tiene la milagrosidad del revés, que se vuelva al orfanato. Aquí no la quiero.

—Tampoco seas tan drástica. Pongámosla a prueba.

—¿Con nosotros? Dios nos libre.

—Con algún infeliz que no esté en condiciones de protestar si los poderes le suministran un estrago de más o de menos.

—¿Dónde encontrar esa carne de cañón?

—El que busca encuentra.

—¿Y cuándo lo hayas encontrado?

—Con cualquier pretexto lo traigo aquí y le zampamos a Araminta. Veremos qué pasa.

—Fíjate bien. Que sea un infeliz, pero muy decente.

Don Loredán se puso en campaña. Aprovechando sus ocios de licorero jubilado, peregrinó durante meses por calles, plazas, cafés, iglesias, hospitales, estaciones de ferrocarril, velatorios, museos y mercados hasta que dio con el candidato ideal.

Era un joven de veinte años, de nombre Jacinto Amable (el apellido se excusa), que en su modesta persona acumulaba tal cantidad de infortunios que uno más se le perdería en el piélago de la desgracia. Huérfano de quinta generación, con los rasgos combinados para una fealdad irrebatible, flaquísimo, enfermo de siete dolencias imaginarias pero a cual más grave, virgen absoluto según lo delataba el apocamiento de la nariz, tímido hasta la catatonía y proclive a melancolías llorosas, tenía la profesión más triste del mundo: lavaba huesos de muerto en el cementerio de la Chacarita. Y cuando no había huesos que lavar, desar maba coronas inservibles y recogía flores secas de los sepulcros poco frecuentados. Sin dinero para pagarse un cuarto en alguna pensión barata, dormía en los umbrales de las bóvedas o bajo el soportal del crematorio, pero durante el buen tiempo prefería las tumbas que tuviesen un manto de césped, y una planta florecida.

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