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El árbol de saliva


No hay palabras ni lenguaje,
pero las voces se oven entre ellos.

Salmo XIX




La cuarta dimensión me preocupa mucho—dijo el joven rubio, con un tono apropiado de seriedad.

—Ajá —dijo su amigo mirando el cielo nocturno.

—Me parece que hay muchas pruebas en estos días. ¿No crees que se la ve de algún modo en los dibujos de Aubrey Beardsley?

—Ajá—dijo su compañero.

Los dos jóvenes están de pie en una loma baja, al este de la somnolienta ciudad inglesa de Cottersall, mirando las estrellas, y a veces se estremecen a causa del helado mes de febrero. No tienen mucho más de veinte años. El que se preocupa de la cuarta dimensión se llama Bruce Fox. Es alto y rubio y trabaja como oficial segundo de una firma de abogados de Norwich: Prendergast y Tout. El otro, que hasta ahora sólo ha emitido un ajá o dos aunque es en verdad el héroe de este relato, se llama Gregory Rolles. Es alto y moreno, de ojos grises, bien parecido e inteligente. Rolles y Fox se han prometido a s; mismos pensar con amplitud, distinguiéndose (por lo menos así lo creen ellos) del resto de los ocupantes de Cottersall en estos últimos días del siglo diecinueve .

—¡Ah; cae otro!—exclamó Gregory, apartándose al fin del dominio de las interjecciones.

Señaló con un dedo enguantado la constelación del Auriga. Un meteoro cruzó el cielo como un copo desprendido de la Vía Láctea y murió en el aire.

—¡Hermoso!—dijeron los dos jóvenes, juntos.

—Es curioso —dijo Fox Prolongando su discurso con unas palabras que los dos usaban muy a menudo—, las estrellas y las mentes de los hombres han estado siempre muy unidas, aún en los siglos de ignorancia antes de Charles Darwin. Siempre parecieron desempeñar un papel oscuro en los asuntos humanos. A mi me ayudan a pensar con amplitud, ¿a ti no, Greg?

—¿Sabes lo que pienso? Pienso que algunas de esas estrellas pueden estar habitadas. Por gente, quiero decir —respiró pesadamente, abrumado por sus propias palabras—gente... quizá mejor que nosotros, maravillosa, que vive en una sociedad justa.

—Ya sé, ¡socialistas! —exclamó Fox. En este punto no compartía el pensamiento avanzado de su amigo. Había escuchado en la oficina al señor Tollt, quien sabía muy bien cómo estos socialistas, de los que tanto se oía ahora, estaban destruyendo las bases de la sociedad. ¡Estrellas pobladas por socialistas!

—¡Mejor que estrellas pobladas por cristianos! Bueno, si hubiese cristianos en las estrellas ya hubiesen enviado misioneros aquí a predicar el evangelio.

—Me pregunto si alguna vez habrá viajes planetarios como dicen Nunsowe Greene y Monsieur Jules Verne... —empezó a decir Fox, pero la aparición de un nuevo meteoro lo interrumpió en la mitad de la frase.

Como el anterior este meteoro parecía venir aproximadamente de la constelación del Auriga. Viajaba lentamente, era de color rojo, y crecía acercándose. Los dos jóvenes gritaron a la vez y tomaron al otro por el brazo. La magnífica luz ardía en el cielo y ahora un aura roja parecía envolver un núcleo anaranjado más brillante. Pasó por encima de la loma (más tarde discutieron si no habían oído un leve zumbido) y desapareció detrás de un monte de sauces, iluminando un momento los campos.

Gregory fue el primero en hablar.

—Brure, Bruce, ¿viste eso? ¡no era un meteoro!

—¡Tan grande! ¿Qué será?

— ¡Quizá un visitante de los cielos!

—Eh, Greg, tiene que haber caído cerca de la granja de tus amigos, los Grendon, ¿no te parece?

—¡Tienes razón! Mañana le haré una visita al viejo señor Grendon y veré si él o su familia saben algo.

Siguieron hablando, excitados, golpeando el suelo con los pies y ejercitando los pulmones. Era la conversación de dos jóvenes optimistas e incluía mucha especulación que comenzaba con frases como "No sería maravilloso que..." o "Supongamos que..." Al fin se echaron a reír, burlándose de todas aquellas ideas absurdas.

—¿Verás a toda la familia Grendon mañana? —dijo Fox tímidamente.

Parece probable, si esa nave planetaria roja no se los ha llevado ya a un mundo mejor.

—Seamos sinceros, Greg. Tú vas a ver realmente a la bonita Nancy Grendon, ¿no es cierto?

Gregory palmeó risueñamente a su amigo.

—No estés celoso, Bruce. No hay motivo. Voy a ver al padre, no a la hija. Nancy es mujer, pero el viejo es progresista, y eso me interesa más por ahora. Nancy es hermosa, en verdad, pero el padre ... ah, ¡el padre es eléctrico!

Riendo, se estrecharon alegremente las manos.

En la granja de los Grendon las cosas estaban bastante menos tranquilas, como Gregory descubriría pronto.

Gregory Rolles se despertó antes de las siete, como era su costumbre. Estaba encendiendo el pico del gas y deseando que el señor Fenn (el panadero dueño de la casa) instalase pronto luz eléctrica cuando unas rápidas asociaciones de ideas lo llevaron a pensar otra vez en el portentoso fenómeno de la noche anterior. Se entretuvo un momento en imaginar las posibilidades que abría el "meteoro" y decidió ir a ver al señor Grendon antes de una hora.

Tenia la suerte de poder decidir a sus años cómo y dónde pasaría el día, pues su padre era una persona adinerada. Eddward Rolles había tenido la fortuna de conocer a Escoffier, en los años de la guerra de Crimea, y con la ayuda del notable chef había lanzado al mercado una levadura, "Eugenol" de gusto más agradable que los productos rivales, y de efectos menos deletéreos, que había obtenido un considerable éxito comercial. Como resultado, Gregory estudiaba en una de las universidades de Cambridge.

Se había graduado ya y ahora tenía que elegir una carrera. ¿Pero qué carrera? Había adquirido —no tanto en clase como en sus charlas con otros estudiantes—cierta comprensión de las ciencias; había escrito algunos ensayos bien recibidos, y había publicado algunos poemas. Se inclinaba por lo tanto hacia las letras, y la inquieta impresión de que en la vida había mucha miseria, fuera de las clases privilegiadas, lo habían llevado a pensar seriamente en una carrera política. Tenía también conocimientos firmes de teología, pero (y de esto por lo menos estaba seguro) no se sentía atraído por el sacerdocio.

Mientras decidía su futuro, había venido a vivir, aquí, lejos de la familia, pues nunca se había entendido bien con su padre. Esperaba que la vida campesina de la Anglia Occidental le inspirara un volumen titulado provisionalmente Paseos con un naturalista socialista donde expresaría simultáneamente todas sus ambiciones. Nancy Grendon, que manejaba bien el lápiz, podría dibujarle un emblemita para la página del titulo... Quizá hasta pudiera dedicarle el volumen a un autor amigo, el señor Herbert George Wells...

Se vistió con ropa de abrigo, pues la mañana era fría y nublada, y bajó a los establos del panadero. Ensilló la yegua, Daisy, montó y tomó el camino que el animal conocía bien.

El terreno se elevaba ligeramente alrededor de la granja, y la zona de la casa era como una islita entre pantanos y arroyos que hoy devolvían al cielo unos tonos grises y apagados. A la entrada del puentecito la puerta estaba entornada como siempre. Daisy se abrió paso entre el barro hacia los establos y Gregory la dejó allí, entretenida con la avena. La perra Cuff y el cachorro ladraron ruidosamente alrededor de los talones de Gregory, como de costumbre, y el joven caminó hacia la casa palmeándoles las cabezas.

Nancy apareció corriendo antes que Gregory llegara a la puerta de la casa.

—Hubo mucho alboroto aquí; anoche, Gregory dijo la muchacha, y Gregory notó complacido que ella se había decidido al fin a llamarlo por el nombre . ¡Una cosa brillante! Yo ya me acostaba cuando se oyó el ruido y vino luego la luz. Corrí a la ventana a mirar y vi esa cosa grande parecida a un huevo que se hundía en el estanque.

La voz de Nancy, particularmente cuando estaba excitada, tenía el tono cantarín de las gentes de Norfolk.

—¡El meteoro! —exclamó Gregory—. Bruce Fox y yo mirábamos los hermosos aurigas que llegan siempre en febrero, y de pronto vimos uno muy grande que le pareció que había caído por aquí cerca.

—Bueno, casi aterriza sobre la casa —dijo Nancy.

Estaba muy bonita esta mañana, con los labios rojos, las mejillas brillantes, y los rizos castaños todos alborotados. En ese momento apareció la madre con delantal y gorra y echándose rápidamente un mantón sobre los hombros.

— ¡Nancy, entra, no te quedes ahí helándote de ese modo! Qué cabeza loca eres, muchacha. Hola, Gregory, ¿cómo marchan las cosas? No pensé que lo veríamos hoy. Entre y caliéntese.

—Buenos días, señora Grendon. Nancy me está contando de ese meteoro magnífico de anoche.

—Fue una estrella errante, según dijo Bert Neckland. Yo no sé, pero sí le aseguro que asustó a los animales.

— ¿Se puede ver algo en el estanque?

Déjame que te muestre—dijo Nancy.

La señora Grendon entró en la casa. Caminaba lenta y pausadamente, muy tiesa, y con una nueva carga. Nancy era su única hija. Había un hijo menor, Archie, un muchacho terco que había peleado con su padre y ahora era aprendiz de herrero en Norwich. La señora Grendon había tenido otros tres hijos, que no sobrevivieron a esa sucesión alternada de nieblas y vientos ásperos del este que eran los inviernos típicos de Cottersall. Pero ahora la mujer del granjero estaba grávida de nuevo, y le daría a su marido otro hijo cuando llegara la primavera.

Mientras se acercaba al estanque con Nancy, Gregory vio a Grendon que trabajaba con sus dos hombres en los campos del oeste. Ninguno alzó la mano para saludarlo.

—¿No se excitó tu padre con ese fenómeno de anoche?

—Sí ¡pero sólo en ese momento! Salió con la escopeta y Bert Neckland fue con él. Pero no había nada más que unas burbujas en el estanque y vapor encima, y esta mañana papá no quiso hablar de eso, y dijo que el trabajo no podía interrumpirse.

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