English French German Spain Italian Dutch Russian Portuguese Japanese Korean Arabic Chinese Simplified

E-Book Shop

HACÉ TU PEDIDO

¡¡¡Hay a disposición más de 1.000.000 de e-books en todos los formatos pagando con paypal!!!


1 E-Books: 1 U$S
10 E-Books: 2 U$S
100 E-Books: 5 U$S
200 E-Books: 8 U$S

CD con 500 E-Books 10 U$S



Destruir, dice


Para Dionys Mascolo 


Tiempo nublado.

Los ventanales están cerrados.

Desde el lugar que él ocupa en el comedor no se puede ver el parque.

Ella, sí, ella ve, ella mira. Su mesa toca el borde de los ventanales.

A causa de la luz molesta entrecierra los ojos. Su mirada va y viene. Otros clientes tam bién miran esos partidos de tenis que él no ve.

Él no ha pedido que le cambien de mesa.

Ignora que la miran.

Esta mañana llovió hacia las cinco.

Hoy las pelotas rebotan en un tiempo blan do y pesado. Ella lleva un vestido de verano.

Delante de ella está el libro. ¿Empezado des pués que él llegara? ¿O ya antes?

Cerca del libro hay dos frascos de píldoras blancas. Las toma en cada comida. A veces abre el libro. Luego lo cierra casi enseguida. Mira el tenis.

En otras mesas otros frascos, otros libros.

Los cabellos son negros, grises negros, lisos, no son hermosos, secos. No se distingue el color de los ojos que, cuando ella se gira, con tinúan todavía desgarrados por la luz, demasia do directa, junto a los ventanales. Alrededor de los ojos, cuando se sonríe, la piel ya está deli cadamente estriada. Es muy pálida.

Ninguno de los clientes del hotel juega al tenis. Son jóvenes de los alrededores. Nadie se queja.

—Esta juventud es agradable. Además son discretos.

Él es el único que lo ha notado.

—Uno se acostumbra a ese ruido.

Hace seis días, cuando él llegó, ella ya esta ba ahí, con el libro delante y las píldoras, en cerrada en una larga chaqueta y un pantalón negro. Hacía fresco.

Él había observado la elegancia, la forma, luego el movimiento, luego el sueño cada día en el parque y luego las manos.

Alguien llama por teléfono.

La primera vez ella estaba en el parque. Él no oyó el nombre. La segunda vez lo entendió mal.

Así que alguien llama por teléfono después de la siesta. Una consigna seguro.


Sol. Séptimo día. 

Allí está otra vez, cerca de las pistas de tenis, en una tumbona blanca. Hay otras tumbonas vacías en su mayor parte, naufragadas cara a cara, en círculos, solas.

Después de la siesta es cuando la pierde de vista.

La mira desde el balcón. Duerme. Parece grande, así muerta, ligeramente quebrada en el pliegue de la cintura. Es frágil, delgada.

Las pistas están desiertas a esta hora. No se permite jugar durante la siesta. Se reanuda hacia las cuatro, hasta el crepúsculo.

Séptimo día. Pero en el sopor de la siesta estalla una voz de hombre, viva, casi brutal.

Nadie contesta. Alguien habló solo.

Nadie se despierta.

Ella es la única que está tan cerca de las pis tas de tenis. Los otros están más lejos, al ampa ro de los setos o en el césped, al sol.

La voz que acaba de hablar resuena en el eco del parque.


Día. Octavo. Sol. Ha llegado el calor.

Ella, tan puntual, estaba ausente a medio día cuando él entró en el comedor. Ha llegado cuando ya habían empezado a servir, sonrien te, serena, menos pálida. Él sabía que no se había ido por el libro y las píldoras, por la mesa puesta, por la calma que había reinado esa mañana en los pasillos del hotel. Ninguna llegada, ninguna salida. Sabía, razonablemente, que ella no se había ido.

Cuando llega, pasa cerca de su mesa.

Se queda de perfil frente al ventanal. La vi gilancia en la que él la mantiene queda así faci litada.

Es bella. De un modo invisible.

¿Lo sabe?

—No. No.

La voz se pierde hacia la puerta del bosque.

Nadie contesta. Es la misma voz viva, casi brutal.

Hoy el cielo no tiene nubes. El calor aumen ta, se instala, penetra en el bosque, en el parque.

—Resulta agobiante, ¿no le parece?

Han cubierto los ventanales con unos estores azules. Su mesa queda dentro de la luz azul de los estores. Sus cabellos se oscurecen. Sus ojos se azulan.

Hoy el ruido de las pelotas rebota en las sie nes, el corazón.

Crepúsculo en el hotel. Bajo la luz de neón del comedor ella está otra vez allí, descolorida, avejentada.

De pronto, con un gesto nervioso, echa agua en su vaso, abre los frascos, saca unas píldoras, traga.

Es la primera vez que duplica la dosis.

Todavía hay luz en el parque. Casi todos se han ido. Los rígidos velos de los ventanales le vantados dejan pasar el viento.

Ella se tranquiliza.

Él ha cogido el libro, el suyo propio, lo abre. No lee.

Llegan voces del parque.

Ella sale.

Ella acaba de salir.

Él cierra el libro.

Las nueve, crepúsculo, crepúsculo en el hotel y sobre el bosque.

—¿Me permite?

Él levanta la cabeza y le reconoce. Siempre estuvo ahí, en ese hotel, desde el primer día. Siempre le vio, sí, en el parque, o en el come dor, en los pasillos, sí, siempre, en la carretera delante del hotel, alrededor de las pistas, de noche, de día, dando vueltas por ese espacio, dando vueltas, solo. No es su edad lo que re salta sino sus ojos.

Se sienta, saca un cigarrillo, le ofrece uno.

—¿No le molesto?

—No, no.

—Yo también estoy solo en este hotel. Se da cuenta.

—Sí.

Ella se levanta. Pasa.

Él se calla.

—Cada noche somos los últimos, mire, ya no queda nadie.

Su voz es viva, casi brutal.

—¿Es usted escritor?

—No. ¿Por qué me habla hoy?

—Me cuesta dormir. Temo ir a mi cuarto. Doy vueltas presa de pensamientos extenuantes.

Se callan.

—No me ha contestado. ¿Por qué hoy?

Le mira al fin.

—¿Lo esperaba?

—Es verdad.

Se pone de pie y le invita con un gesto.

—Vayamos a sentarnos junto a los ventana les ¿quiere?

—No vale la pena.

—Bueno.

No oyó sus pasos en la escalera. Tal vez se haya ido al parque, en espera de que acabara de hacerse de noche. No es seguro.

—Aquí sólo hay gente cansada, ¿lo sabía? Fí jese, no hay niños, ni perros, ni periódicos, ni televisión.

—¿Por eso viene usted aquí?

—No. Vengo aquí como iría a cualquier otro lugar. Cada año vuelvo. Soy como usted, no es toy enfermo. No. Tengo recuerdos unidos a este hotel. No le interesarían. Aquí conocí a una mujer.

—¿No ha vuelto ella?

—Debió de morir.

Dice todo con la misma voz, su habla es monótona.

—Entre otras hipótesis —agrega— me quedo con ésta.

—Sin embargo ¿vuelve para reencontrarla?

—No, no, creo que no. No vaya a creer que se trataba de una... no, no... Pero retuvo mi atención durante todo un verano. Eso es todo lo que pasó.

—¿Por qué?

Espera antes de contestar. Mira raramente a los ojos.

—No sabría decírselo. Se trataba de mí, de mí ante ella. ¿Entiende? ¿Y si fuéramos junto a los ventanales?

Se levantan, cruzan el comedor vacío. Se quedan de pie junto a los ventanales, frente al parque. Ella estaba ahí, sí. Camina siguiendo la reja de la pista de tenis, hoy de negro. Fu ma. Todos los clientes están fuera. Él no mira al parque.

—Me llamo Stein —dice—. Soy judío.

Ahí está, ella pasa pegada a la marquesina. Ha pasado.

—¿Oyó mi nombre?

—Sí. Es Stein. Debe de hacer un tiempo muy agradable. Les creía acostados. Están todos fuera, fíjese.

—Hoy el ruido de las pelotas rebotaba en las sienes, el corazón, ¿no le parece?

—Sí, me parece.

Silencio.

—Mi mujer ha de venir a buscarme dentro de unos días. Nos vamos de vacaciones.

Su rostro liso se cierra aún más. ¿Se en tristece?

—Vaya, no me lo imaginaba.

—¿Qué otra cosa imaginaba?

—Nada. ¿Entiende? No imaginaba nada.

Cuatro personas se ponen a jugar al croquet a esa hora de la noche. Se oyen sus risas.

—Qué animación —dice.

—No cambie de tema.

—Mi mujer es muy joven. Podría ser mi hija.

—¿Su nombre?

—Alissa.

—Pensaba que era usted un hombre libre de todo lazo con el exterior del hotel —sonríe—, nunca le llaman por teléfono. Nunca recibe correspondencia. Y ahora, de golpe, resulta que llega Alissa.

Ella permanece de pie delante de un sende ro (el que lleva al bosque), duda, luego se diri ge al vestíbulo del hotel.

—Dentro de tres días. Alissa está con su fa milia. Hace dos años que estamos casados. Todos los años va a ver a su familia. Está allí desde hace unos diez días. Me cuesta recordar su cara.

Ella ha entrado. Son sus pasos. Cruza el pa sillo.

—He vivido con varias mujeres —dice Stein—. Tenemos más o menos la misma edad, de modo que he tenido tiempo para las mujeres, pero nun ca me casé con ninguna, y si bien me he pres tado a la comedia del matrimonio, nunca acepté sin ese alarido interno del rechazo. Nunca.

Ahora ella está en la escalera.

—¿Y usted? ¿Es usted escritor?

—Llevo camino de serlo —dijo Stein—. ¿En tiende?

—Sí. Seguramente desde siempre.

—Sí. ¿Cómo lo adivinó?

Ahora ya ningún ruido de ninguna clase. Debe de haber llegado a su cuarto.

—¿Cómo? —pregunta Stein otra vez.

—Por su encarnizamiento en hacer preguntas. Para no lograr nada.

Se miran y se sonríen.

Stein señala delante de sí, el parque y más allá.

—Más allá de este parque —dice—, a unos diez kilómetros del hotel hay una explanada, cé lebre. Se ve el conjunto de las colinas sobre las que reposa el paisaje.

—¿Ahí es a donde van cuando el hotel está desierto por la tarde?

—Sí. Siempre regresan con el crepúsculo ¿se ha fijado?

Silencio.

—¿Y aparte de esa explanada?

—No he oído hablar de otra cosa que pu diera verse. De nada. No... De otra cosa, no. No hay más que bosque. Ahí está por todos lados.

La noche, a su vez, alcanza la copa de los árboles. No queda color alguno.

—Sólo conozco el parque —dice Max Thor—. No me he movido de aquí.

Silencio.

—Al final del camino central —dice Max Thor—, hay una puerta.

—Ah, ¿se ha fijado?

—Sí.

—No van al bosque.

—Ah, ¿también lo sabía? —dijo Stein.

—No. No. No lo sabía.

Silencio.

0 comentarios:

Publicar un comentario