English French German Spain Italian Dutch Russian Portuguese Japanese Korean Arabic Chinese Simplified

E-Book Shop

HACÉ TU PEDIDO

¡¡¡Hay a disposición más de 1.000.000 de e-books en todos los formatos pagando con paypal!!!


1 E-Books: 1 U$S
10 E-Books: 2 U$S
100 E-Books: 5 U$S
200 E-Books: 8 U$S

CD con 500 E-Books 10 U$S



La Religiosa


LA RELIGIOSA


La respuesta del señor marqués de Croismare, si es que me responde, me suministrará las primeras líneas de esta narración. Antes de escribirle quise conocerle. Es un hombre de mundo, que ha adquirido ilustración durante el servicio; es de edad, ha estado casado; tiene una hija y dos hijos a los que ama y de los que es querido. De buena familia, es inteligente, agudo, alegre, tiene gusto para las bellas artes y, sobre todo, originalidad. Me han elogiado su sensibilidad, su honor y su probi dad, y yo he juzgado, por el vivo interés que ha tomado en mi asunto, y porque me han dicho que en modo alguno me había comprometido al dirigirme a él: no es de presumir, sin embargo, que se decida a cambiar mi suerte sin saber quien soy, y éste es el motivo que me impulsa a vencer mi amor propio y mi repugnancia al iniciar estas memorias donde describo parte de mis desgracias, sin talento y sin arte, con la ingenuidad de una chica de mi edad y la franqueza de mi carácter. Como mi protector podría exigir, o tal vez la fantasía podría moverme a acabarlas en un tiempo en que los hechos lejanos habrían cesado de estar presentes en mi memoria, he pensado que el resumen que las cierra, y la profunda impresión que de ellos quedará en mí mientras viva, bastarán para recordármelos con exactitud.

Mi padre era abogado. Casó con mi madre a una edad ya bastante avanzada; tuvo tres hijas. Tenía más fortuna de la necesaria para dotarlas sólidamente; pero para ello era menester, al menos, que hubiese repartido equitati vamente su ternura, y estoy bastante lejos de poder hacer este elogio. Ciertamente, yo valía más que mis hermanas por las dotes, adornos de espíritu y de figura, carácter y talento; parecía que mis padres se afligieran por ello. Lo que la naturaleza y la aplicación me habían concedido por encima de ellas, convertíase para mí en una fuente de penalidades. A fin de ser amada, querida, festejada, excusada siempre como lo eran ellas, desde mis primeros años he deseado parecérmeles. Si alguien decía a mi madre: «Tiene usted unas hijas encantado ras...» nunca se refería a mí. Algunas veces resultaba bien vengada por esa injusticia; pero las alabanzas recibidas me costaban tan caras, cuando estábamos a solas, que hubiese preferido la indiferencia e incluso las injurias; cuanto más los extraños me mostraban su predilección, mayor era el odio cuando aquellos mar chaban. Cuántas veces he llorado por no haber nacido fea, estúpida, tonta, orgullosa; en una palabra, con todos los defectos que les hacían agradables ante mis padres. Me pregunté de dónde venía esta excentricidad en un padre y una madre, por lo demás honestos, justos y piadosos. ¿Se lo confesaré, señor? Algunas expresio nes escapadas a mi padre en un rapto de cólera, pues era violento; algunas circunstancias acumuladas en interva los diferentes, palabras de los vecinos, comentarios de los criados, me han hecho sospechar una razón que les excusaría un poco. Tal vez mi padre tenía cierta incertidumbre sobre mi nacimiento; quizá yo recordaba a mi madre una falta que había cometido, y la ingratitud de un hombre al que ella había escuchado demasiado; ¡qué sé yo! En caso de que estas sospechas estuvieran mal fundadas, ¿qué arriesgo al confiárselas? Usted quemará este escrito y yo prometo quemar su contestación.

Como habíamos venido al mundo a poca distancia unas de las otras, crecimos las tres juntas. Surgieron buenos partidos. Mi hermana mayor fue solicitada por un joven encantador; pronto noté que él me distinguía y adiviné que ella no era más que el incesante pretexto de sus asiduidades. Presentí las penas que podía causarme esta preferencia y advertí a mi madre. Esta ha sido tal vez la única cosa que he hecho en mi vida que le agradó, y he aquí cuál fue mi recompensa. Cuatro días después, o al menos a los pocos días, me dijeron que habían encarga do plaza para mí en un convento y fui conducida a él al día siguiente. Estaba tan mal en casa, que este suceso no me entristeció en absoluto y fui a Santa María, mi primer convento, con gran regocijo. El novio de mi hermana, al no verme más, me olvidó y convirtióse en su esposo. Se llama M. K.; es notario y vive en Corbeil, donde lleva una vida más que mediocre. Mi segunda hermana casó con un tal señor Bauchon, comerciante de sedas en París, rué Quincampoix, y vive bastante bien con él.

Una vez establecidas mis dos hermanas, creí que pensarían en mí y que no tardaría mucho en salir del convento. Tenía entonces dieciséis años y medio. Mis hermanas habían recibido unas dotes considerables y yo prometíame una suerte igual a la suya. Mi cabeza estaba llena de seductores proyectos cuando me llamaron al locutorio. Era el padre Serafín, director espiritual de mi madre; había sido también el mío y no tuvo así dificultad para explicarme el motivo de su visita: se trataba de decidirme a tomar el hábito. Yo protesté contra esta extraña proposición y le declaré abiertamente que no sentía ningún gusto por el estado religioso. «Tanto peor —me dijo—, ya que sus padres se han despojado por vuestras hermanas y no veo ya qué podrían hacer por usted, en la estrecha situación a la que han quedado reducidos. Reflexione, señorita; es preciso o entrar para siempre en esta casa o ir a algún convento de provincia en el que será usted recibida por una módica pensión y del que no saldrá usted hasta la muerte de sus padres, que aún puede hacerse esperar mucho tiempo...» Yo me quejé con amargura y derramé un torrente de lágrimas. La superiora había sido advertida; me esperaba a la vuelta del locutorio.

Yo me debatía en una confusión inexplicable. Ella me dijo: «¿Qué tienes, querida hija? (Sabía mejor que yo lo que tenía.) ¡Cómo tú así! Nunca se ha visto tamaña desesperación, me haces temblar. ¿Acaso has perdido a tu madre o a tu padre?» Yo pensaba responder arrojándome a sus brazos. ¡Pluguiera a Dios!..., me contenté con gritar: No tengo ni padre ni madre; soy una desgraciada a la que detestan y quieren enterrar aquí toda la vida. Ella dejó pasar el torrente y aguardó un momento de tranquilidad. Le expliqué más claramente lo que me acababan de anunciar. Pareció tener compa sión de mí; me tuvo lástima; me animó a no abrazar un estado por el que no sentía vocación alguna, prometió me rezar, exponer, solicitar. ¡Ay, señor, cuan fingidas son las superioras de los conventos! No tiene idea de ello. Escribió, en efecto. No ignoraba las respuestas que recibiría; me las comunicó y fue sólo al cabo de mucho tiempo cuando empecé a dudar de su buena fe. No obstante, llegó el plazo fijado a mi resolución, vino a participármelo con la más estudiada tristeza. Al princi pio permaneció sin hablar, luego lanzóme unas palabras de conmiseración; no tendré que pintarle muchas más. Saber contenerse es su gran arte. A continuación me dijo, creo en verdad que fue llorando: «Y bien, hija mía, ¡nos abandonarás, pues! Querida hija, ¡no nos volvere mos a ver!...» Y otras cosas que no escuché. Yo estaba recostada en una silla; guardaba silencio, sollozaba, permanecía inmóvil, o me levantaba, e iba unas veces a apoyarme en los muros, otras a exhalar mi dolor sobre su seno. He ahí lo sucedido, cuando añadió: «¿Por qué no haces una cosa? Escucha y no vayas a decir a los monjes que fui yo quien te dio el consejo; cuento con una inviolable discreción de tu parte, pues por nada del mundo quisiera que pudieran hacerme algún reproche. ¿Qué es lo que te piden? ¿Que tomes el velo? ¡Y bien! ¿Por qué no lo tomas? ¿A qué te obliga esto? A nada, a permanecer dos años más con nosotras. No se sabe quién muere y quién vive; dos años son bastante tiempo, pueden suceder muchas cosas en dos años...» Juntó a estos insidiosos argumentos tantas caricias, tantas protestas de amistad, tantas dulces falsedades: «Sabía dónde estaba, no sabía a dónde me conducirían», y me dejé persuadir. Ella escribió, pues, a mi padre; su carta estaba muy bien, estas cosas nadie las hace mejor: En ella mi pena, mi dolor, mis reclamaciones no quedaban disimuladas; os aseguro que una joven más sutil que yo hubiese sido engañada; sin embargo, acababa dando mi consentimiento. ¡Con qué rapidez fue preparado todo! Fijóse el día, hicieron mi hábito, llegó la fecha de la ceremonia sin que perciba hoy el menor intervalo entre estas cosas.

0 comentarios:

Publicar un comentario