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El huerto de mi amada


I



Carlitos Alegre, que nunca se fijaba en nada, sintió de pronto algo muy fuerte y sobrecogedor, algo incontenible y explosivo, y sintió más todavía, tan violento como inexplicable, aunque agradabilísimo todo, eso sí, cuando aquella cálida noche de verano regresó a su casa y notó preparativos de fiesta, allá afuera, en la terraza y en el jardín. Hacía un par de semanas que preparaba todos los días su examen de ingreso a la universidad, en los altos de una muy vieja casona de húmeda y polvorienta fachada, amarillenta, sucia y de quincha la vetusta y demolible casona aquella situada en la calle de la Amargura y en que vivían doña María Salinas, viuda de Céspedes, puntualísima empleada del Correo Central, y los tres hijos —dos varones, que son mellizos, ah, y la mujercita también, claro, la mujercita...— que había tenido con su difunto marido, César Céspedes, un esforzado y talentoso dermatólogo chiclayano que empezaba a abrirse camino en la Lima de los cuarenta y ya andaba soñando con construirse un chalet en San Isidro y todo, con su consultorio al frente, también, por supuesto, y aprendan de su padre, muchachos, que este ascenso profesional y social me lo estoy ganando solo, solito y empezando de cero, ¿me entienden?, cuando la muerte lo sorprendió, o lo malogró —como dijo alguien en el concurrido y retórico entierro de Puerto Eten, Chiclayo, su terruño—, obligando a su viuda a abandonar su condición de satisfecha y esperanzada ama de casa, para entregarse en cuerpo y alma a la buena educación de sus hijos, a rematar, casi, la casita propia de entonces, en Jesús María, y a convertirse en una muy resignada y eficiente funcionaria estatal y en la ojerosa y muy correcta inquilina de los altos de aquella cada día más demolible casona de la ya venida a menos calle de la Amargura, ni siquiera en la vieja Lima histórica de Pizarro, nada, ni eso, siquiera, sino en la vejancona, donde, sin embargo, conservaba su residencia de notable balcón limeño el presidente don Manuel Prado Ugarteche —entonces en su segundo mandato—, claro que porque Prado vivía en París y así cualquiera, salvo cuando gobernaba el Perú, y porque antigüedad es clase, también, para qué, argumento éste que, aunque sin llegar entenderlo a fondo ni compartirlo tampoco a fondo, esgrimían a menudo Arturo y Raúl Céspedes, los hijos mellizos del fallecido dermatólogo chiclayano, ante quien osara mirar la vetusta y desangelada casota y verla tal cual era, o sea, sin comprensión ni simpatía y de quincha, o sin compasión ni amplitud de criterio e inmunda, y más bien sí con una pizca de burla silenciosa y una mala leche que gritaban su nombre. Una miradita bastaba, y una miradita más una sonrisita eran ya todo un exceso, aunque se daban, también, qué horror, esta Lima, pobres Arturo y Raúl, susceptibles hasta decir basta en estos temas de ir a más y venir a menos.

El mismo argumento de la antigüedad y la clase era utilizado por los mellizos, convertidos ya en 1957 en dos ambiciosos egresados del colegio La Salle, exactos el uno al otro por dentro y por fuera, aunque sin entenderlo ellos tampoco en este caso, por supuesto, cuando de la honra de su menor hermana Consuelo se trataba, ya que se es gente decente y bien si se vive en San Isidro o Miraflores, pero no por ello se tiene que ser gente mal, o de mal vivir, lo cual es peor, ni mucho menos indecente, carajo, si se vive en Amargura. Y aunque los conceptos no tenían absolutamente nada que ver los unos con los otros, cuando los hermanos Arturo y Raúl Céspedes se referían a su hermana, ni feíta ni bonita, ni inteligente ni no, y así todo, una vaina, una real vaina, nuestra hermana Consuelo, inmediatamente se les hacía un pandemónium de San Isidros y Miraflores y Amarguras, de gente bien y mal y hasta pésimo, de lo que es ser decente e indecente, o pobre pero honrado, esa mierda, y sólo lograban escapar de tan tremendo laberinto mediante el menos adecuado de los usos de esto de la antigüedad es clase, que, por lo demás, sólo a ellos dos les quitaba el sueño, maldita sea, porque los mellizos Céspedes eran, lo sabemos, puntillosos hasta decir basta en cuestiones de honor, frágil clase media aspirante, suspirante, desesperante, to be or not to be, qué dirán, mamá empleaducha de Correos, y a-nuestra-santa-madre-carajo-la-sentaremos-en-un-trono, como le requetecorresponde, no bien, si bien, si bien antes... Bueno, pero ay de aquel que diga que no...

Carlitos Alegre, en todo caso, jamás se fijó absolutamente en nada, ni siquiera en la calle de la Amargura o en la casona de ese amarillo demolible, o en el balcón del palacete Prado, muchísimo menos en lo de la antigüedad y la clase, y a Consuelo ni siquiera la veía, lo cual sí que les jodía a los hermanos Céspedes, pero eso les pasa por interesados y tan trepadores y a su edad. Y Carlitos Alegre no se fijaba nunca en nada, ni siquiera en que había nacido en una acaudalada y piadosa familia de padres a hijos dermatólogos de gran prestigio, y mucho menos en que su ferviente y rotundo catolicismo lo convertía en una persona totalmente inmune a los prejuicios de aquella Lima de los años cincuenta en que había egresado del colegio Markham y se preparaba gustosamente para ingresar a la universidad y seguir la misma carrera en la que su padre y su abuelo paterno habían alcanzado un reconocimiento que iba más allá de nuestras fronteras, mientras que su abuelo materno, dermatólogo también, había alcanzado una reputación que llegaba más acá de nuestras fronteras, ya que era italiano, profesor en los Estados Unidos, premio Nobel de Medicina, y sus progresos en el tratamiento de la lepra eran sencillamente extraordinarios, reconocidos en el mundo entero y parte de Lima, la horrible ciudad adonde había llegado por primera vez precisamente para visitar el horror del Leprosorio de Guía, que, la verdad, lo espantó casi hasta hacerlo perder el norte.

Carlitos Alegre jamás se fijó absolutamente en nada, ni siquiera en que tenía dos preciosas hermanas menores, Cristi y Marisol, de dieciséis y catorce años, respectivamente, tan preciosas como su madre, Antonella, nacida y educada en Boloña, y que intentó enseñarle italiano pero sabe Dios cómo él terminó aprendiendo latín. De puro beato, seguramente. Y así, también, Carlitos Alegre ni siquiera se fijaba en que sus adorables hermanas eran el clarísimo objeto del deseo social de Arturo y Raúl Céspedes. Y de ahí al altar, por supuesto, y, entonces sí, de frente a la clínica privada del sabio y prestigioso dermatólogo Roberto Alegre Jr., como nadie sino ellos llamaban al padre de Carlitos. Los mellizos y almas gemelas Céspedes habrían llegado por fin a San Isidro y Miraflores y Ancón, el cielo, como quien dice, y también parece que Los Cóndores se dibujaba ya en su horizonte, porque últimamente empezaba a sonarles cada día más a San Isidro-Miraflores-Ancón, en las páginas sociales de los más prestigiosos diarios capitalinos.

Y tan no se fijaba ni se fijó nunca en nada, san Carlitos Alegre, como lo llamaban sus compañeros de colegio, que aceptó sin titubear la invitación que le hicieron por teléfono dos muchachos, de apellido Céspedes, a los que no conocía ni en pelea de perros. Lo llamaron poco antes del verano, mientras él preparaba, rosario en mano y como penetrado por un gozoso misterio, sus exámenes finales en el colegio Markham, no le dijeron ni en qué colegio estudiaban y Carlitos seguro que hasta hoy no lo sabe, y lo invitaron a prepararse juntos para el examen de ingreso a la universidad. Lima entera se habría dado cuenta de la segunda intención que había en aquella invitación, de lo interesada que era la propuesta de los hermanos Céspedes, pero, bueno, Carlitos Alegre, como quien ve llover, y feliz, además, porque él siempre lo encontraba todo sumamente divertido, sumamente entretenido y meridiano.

Por supuesto que los hermanos empezaron sugiriendo estudiar en casa de Carlitos, pero él les dijo, con toda la buena fe del mundo, que eso era imposible porque estaban haciendo tremendas obras en los altos de su casa y el ruido era ensordecedor, aunque la verdad yo ni me entero, je, pero los demás me cuentan a cada rato que esto es insoportable, y sí, parece que lo es, sí, je, je, je. Arturo y Raúl Céspedes dudaron de la verdad de estas palabras, por momentos se sintieron incluso reducidos a la nada existencial, que para ellos era la social-limeña, y como única solución a semejante dilema optaron por salir disparados hasta la casa de Carlitos y ver para creer, ya que realmente se habían quedado heridísimos, imaginando que... Porque ellos siempre se imaginaban que...

Llegaron en un carro que se parecía a su casa, pero pintado de casa de Carlitos, y éste, por supuesto, no se fijó en nada, ni siquiera en el efusivo apretón de manos derecha e izquierda que le dieron simultáneamente Arturo y Raúl Céspedes, mientras pronunciaban, también en dúo, encantado, el gusto es todo mío, y aquello de la antigüedad es clase y es tú y es nosotros, o por lo menos así sonó, sin duda por lo felices que se sintieron al comprobar que las obras del segundo piso en casa de la familia Alegre realmente parecían un bombardeo.

Dignas hermanas de Carlitos, Cristi y Marisol hicieron su aparición en el pórtico de la casa sin fijarse absolutamente en nada, lo cual para los hermanos Céspedes tenía su lado bueno, debido a lo del automóvil marca Amargura. Pero todos los demás lados de aquella aparición ausente fueron realmente atroces para los mellizos Arturo y Raúl, porque un instante después Cristi y Marisol, distantes, inabordables, demasiado para ellos, crueles en su inocentísima abstracción, atravesaron el jardín delantero de la casa, en dirección a los automóviles de la familia y a ese taxi, o qué, desaparecieron en el interior de un Lincoln '56, me cago, Arturo, parece de oro, oro macizo, Raúl, y los mellizos Céspedes casi se matan contra su automóvil-casona por lanzarse tan ferozmente sobre el capó e intentar que desapareciera también con el resto del vehículo. Les resultó muy dolorosa esta operación a los hermanos, especialmente a Arturo, que encima de todo se luxó un brazo contra la carrocería de aquel Ford-taxi-sedán-del-42, maldita deshonra, maldita afrenta, maldito oprobio y maldita sea, caray, aauuuu, me duele, me duele mucho, Raúl...

—Como Churchill, Arturo: con «sangre, sudor y lágrimas», pero llegaremos...

—Y como en la mexicanísima ranchera, Raúl: «Ya vamos llegando a Pénjamo», porque, aunque sea una pizca, algo creo que nos hemos acercado, hoy...

—Y qué tal caserón y qué tal carrindanga, el Lincoln ese, no sé si Continental o Panamerican, pero sí, un alguito claro que nos hemos acercado, sí...

—Y con «sangre, sudor y lágrimas», en efecto, porque mierda, mi brazo, creo que me lo he dislocado, ay, caray... ay, ay, auuu...

No sabían que Lincoln Panamerican jamás hubo, los muy animales de los Céspedes Salinas, pero en el fondo sí que valió la pena, y mucho, tanto dolor físico y social porque Carlitos accedió a prepararse con ellos para el ingreso a la universidad, y esto significaba que iban a pasarse todo ese verano juntos, estudiando mañana y tarde. O sea... Pero, además, Carlitos accedió sin preguntarles siquiera de dónde habían salido, ni cómo ni cuándo se habían enterado de su existencia, en qué colegio estaban, o cómo sabían que él deseaba estudiar dermatología, y así mil cosas más que habría resultado lógico averiguar. O sea... En fin, que Carlitos accedió sin preguntarles absolutamente nada, lo cual sí que significaba mucho para los mellizos. O sea... Pero, bueno, también, Raúl, ¿no nos habrá resultado Carlitos un cojudo a la vela? O sea... ¿O es así la verdadera antigüedad es clase y la clase dinero y San Isidro? O sea...

Pronto lo sabrían. Ya sólo les faltaban los exámenes de quinto de secundaria, las fiestas de promoción y las vacaciones de Navidad y Año Nuevo. E inmediatamente después a encerrarse con mil libros, tras haberle dicho adiós a las playas limeñas, a enclaustrarse mañana y tarde a chancar y chancar, aunque Arturo, ¿qué hacemos?, ¿cómo diablos le explicamos a Carlitos Alegre dónde vivimos?, el tipo es capaz de echarse atrás cuando se lo contemos, lo de pobres pero honrados es tal mierda que sólo lo entienden los pobres cojudos. Raúl se desesperó y desesperó a Arturo y los siguientes fueron días y noches de total desasosiego para ambos. Hasta que se atrevieron a llamar a Carlitos, un domingo por la tarde, calculando que no estaría en casa, cruzando los dedos, y como encajados ellos en el telefonazo de pared negro y prehistórico de casa Céspedes Salinas, muertos de ansiedad y cheek to cheek, los pobres. Pero acertaron. El joven Carlitos había salido y el que respondía era el segundo mayordomo, ¿el qué?, el segundo mayordomo, señores, sí, para servirlos, y los que colgaban casi de la pared, ahora, con teléfono y todo, eran Arturo y Raúl, lelos con lo de segundo mayordomo o es que a lo mejor se llama así, el cholo de mierda, mientras que éste iba tomando debida nota hasta del jadeo y la Amargura, sí, eso mismo, esperamos al joven Carlitos en esta calle y en este número y éste es nuestro número de teléfono, lo esperamos mañana y tarde, sí, y los tres meses de verano, sí, y no se vaya usted a olvidar de nada, por favor, le fueron diciendo e insistiendo al primer segundo mayordomo del que habían oído hablar en la vida, Arturo y Raúl, anonadados ahí en la antesala del paraíso, como más Céspedes y más Salinas que nunca.

Por supuesto que Carlitos jamás les contestó la llamada y a la tercera semana los mellizos Céspedes ya no tardaban en morirse de desesperación y orgullo gravemente herido. Casi no terminan el colegio de lo mal que dieron sus exámenes finales, casi no bailaron el día de la gran fiesta de promoción, se mataron bebiendo la noche de Año Nuevo, y peor aún fue la noche de Navidad —atrozmente triste desde que murió su padre—, que pasaban siempre engriendo a su madre. La Navidad de 1956 fue y será la peor que recordará la familia Céspedes Salinas, porque a la tristeza total se mezcló la rabia apenas contenida de los hermanos, cuando su madre evocó, un año más, otra Navidad pobre en la calle de la Amargura, en ese segundo piso de alquiler al que Carlitos Alegre no llamaba nunca, la memoria del difunto. Minutos después, en la tristeza de un silencio oscuro y cruel, de paredes frías y techos muy altos siempre sucios, Raúl creyó volverse loco cuando durante una larga hora odió a su madre, y Arturo, que lo estaba notando, casi se le va encima a golpes mortales, pero lo contuvo su propio odio recién descubierto contra su padre, que también Raúl estaba notando, a Arturo lo mato, pero entonces él, a su vez... Fueron momentos interminables, tan duros, tan inesperados, tan complejos, tan reales.

De todo esto, y de tanto más, regresaba Carlitos Alegre sin fijarse absolutamente en nada, todas las mañanas, a la hora del almuerzo, y todas las tardes, a eso de las siete. Llevaba casi dos semanas estudiando en casa de los mellizos Céspedes y éstos ya se habían convencido de que jamás se enteraría de lo que era un segundo piso de alquiler, por ejemplo, puesto que día tras día le tocaba la puerta al inquilino del primero y se le escurría casi entre las piernas o por los escasos centímetros que quedaban libres entre su cuerpo y el marco de la puerta de calle, desesperado por empezar a estudiar inmediatamente pero totalmente incapaz de darse cuenta de que en esa vetusta casona no se llegaba al segundo piso por el primero sino por la puerta de al lado, que sube de frente donde la familia Céspedes, jovencito, cuántas veces se lo voy a tener que decir, sí, señor, por la puerta de al lado, como que yo me apellido Fajardo y mastico algo de inglés, pero de eso que usted me dice que es latín, nothing, y recuerde siempre, por favor, cómo la primera vez que usted vino no había quien lo sacara de mi casa y tuve que recurrir al teléfono, ¿o ya no recuerda que el joven Arturo bajó y se lo llevó a usted? Y ahora entiéndame, por favor, cuántas veces tengo que decirle que yo, de latín, cero, ¿cómo que castellano, joven?, bueno, bueno, entiendo, sí, la puntualidad y los nervios, un descuido lo tiene cualquiera, pero en el Perú no se habla latín sino en misa, y tantos descuidos en tan pocos días... La puerta de al lado, saliendo a su derecha, joven, sí, y así, en castellano, eso es... Pero no, a la izquierda no, carajo, joven...

De todo esto, y de muchísimo más, regresaba sin fijarse nunca en nada y de lo más sonriente san Carlitos Alegre, que era la inteligencia y la bondad encarnadas, aunque también un pánfilo capaz de cualquier mentecatería, según doña Isabel, su abuela paterna, viuda ya y muy Lima antigua y creyente y piadosa, aunque dotada de un sentido practico hediondo, que aplicaba sobre todo cuando realizaba sus obras de caridad con tal eficacia, tal capacidad de organización y despliegue de energías, con tal rudeza, incluso, que a veces parecía odiar a los mismos pobres a los que, sin embargo, les consagraba media vida. Doña Isabel estaba asomada a su balcón del segundo piso cuando Carlitos llegó de estudiar, lleno de contento y tropezándose más que nunca mientras atravesaba el jardín exterior de la casa, y por supuesto sin verla ni oír sus saludos desde allá arriba ni nada, o sea, como siempre, el muchacho este, y qué manera de confiar en el mundo entero y de creerse íntegro toditito lo que le cuentan, qué falta de malicia, Dios mío, qué falta de suspicacia y sentido de las cosas, qué falta de todo, Dios santo y bendito, la verdad, yo no sé qué va a pasar el día en que este muchacho tenga que salir y enfrentarse con el mundo.

Carlitos Alegre, que aún no se había dado cuenta de que las ruidosas obras habían terminado hace días en su casa, notó sin embargo que la noche era cálida y que esas luces en la terraza y en el jardín, allá atrás, y seguro que también en la piscina, le estaban alegrando la vida. Y de qué manera. Eran los preparativos de una fiesta, pero no de sus hermanas sino de sus padres, porque de lo contrario él lo recordaría, sí, se lo habrían avisado, claro, pero no, a él nadie le había avisado nada. O sea que Carlitos se esforzó en cerrar la puerta de la calle, pero fracasó por falta de la necesaria concentración, y ahí quedó la puerta olvidada mientras él cruzaba el vestíbulo en dirección a la escalera principal, que le pareció preciosa y, no sé, como si recién la hubieran puesto aquí esta tarde, y además a uno le tocan música mientras sube.

El de la música era su padre, probando los parlantes que él mismo había colocado en la terraza y seleccionando algunos discos, sin imaginar por supuesto que el efecto tan extraño y profundo de aquellos acordes, interrumpidos cada vez que cambiaba de disco o de surco, había empezado a alterar brutalmente la vida de su hijo. Sus invitados eran casi todos los mismos de siempre, colegas, familiares, amigos, algún médico extranjero que visitaba Lima, compañeras de bridge de su esposa, sus habituales amigas italianas, y se trataba de pasar un buen rato y nada más, aprovechando el verano para disfrutar de la florida terraza, para bailar un poco y tomar unas copas, con la sencillez de siempre, sin grandes aspavientos, sin ostentación alguna, bastaba con unos focos de luz estratégicamente colocados, con discos como éstos, de André Kostelanetz o de Mantovani, mientras llegan, o, después, mientras vamos comiendo, y como éste, de Stanley Black, música de siempre para bailar. El doctor Roberto Alegre puso Siboney y pensó que no le vendría mal una copa, había sido un día particularmente duro, con la inesperada visita al Leprosorio de Guía, pero bueno, era viernes, su semana laboral había terminado, y no, una copa no me caerá nada mal mientras llegan los invitados.

En lo que no pensó jamás el doctor Alegre fue en los estragos que Stanley Black y su versión de Siboney estaban haciendo en su hijo, allá arriba, en su dormitorio. Con los primeros compases, Carlitos había sentido algo sumamente extraño y conmovedor, explosivo y agradabilísimo, la sensación católica de un misterio gozoso, quizás, aunque la verdad es que demasiado cálida y veraniega como para ser tan católica. Y además a Carlitos se le cayó el rosario, pero ni cuenta se dio, o sea, el colmo en él. Y con mayor intensidad aún sintió la palabra fiesta vagando perdida por el jardín florido e iluminado que imaginaba allá afuera, esperando la alegría de los invitados de sus padres, bronceados, profesionales, cultos, viajeros, discretos y sumamente simpáticos, casi siempre. Siboney ya había terminado, pero él continuaba sintiendo algo demoledor, tirado ahí en su cama, ignorando siempre que lo suyo tenía que ver mucho más con el ardor de estío que con el fervor de la iglesia parroquial de San Felipe. Y sólo atinó a rascarse la cabeza al ver exacta la puerta de calle que no había logrado cerrar y, entrando por ella, ella.

En la puerta se fijó por primera vez en su vida, y la encontró muy amplia y bonita, como toda su casa, verdad, ahora que le prestaba atención, pero en cambio a ella la dejó seguir hasta el jardín, sin saludarla, aunque cuidando eso sí de que un mozo la fuera guiando. Nunca la había visto, y el mozo que la guiaba como que no era muy factible ni muy verosímil, la verdad, por la simple y sencilla razón de que su papá jamás contrataba mozos para estas reuniones, le bastaba y sobraba con sus dos mayordomos, Segundo y Prime... En fin, con el primer y segundo mayordomos, qué bruto, caramba, se llaman Víctor y Miguel, sí. Carlitos Alegre se rascó la cabeza nuevamente, pero bien fuerte esta vez, y entonó pésimo Siboney, a ver qué más pasaba, y si lograba entender algo, finalmente, pero ahora ni música llegaba del jardín y la fiesta seguro que todavía no había empezado, ni había llegado nadie, tampoco, ni siquiera ella, sin duda por lo atroz que cantaba él, por lo tremendamente desafinado que era. Carlitos dejó de rascarse tan ferozmente la cabeza, pero al ratito volvió el ardor y otra vez la puerta abierta, aunque vacía, ahora, porque seguro que ella no había llegado muy temprano y sola. Carlitos quedó profundamente conmovido al enterarse, a pesar de todo y rasca que te rasca, otra vez y de qué manera, qué bárbaro, el pobrecito, literalmente se trepanaba, de que ella vivía en el mundo sola, a pesar de todo, sí, muy, muy sola.

¿Pero quién era ella? ¡Diablos, quién! ¿Y por qué era ella? ¡Por qué! ¿Y para qué era ella? ¡Para qué! Y ¿para quién era ella? ¡Para quién! La segunda parte de estas preguntas, entre profundamente estival y metafísica, y enfática hasta decir basta, iba a terminar perforando, a rasquido limpio, el cráneo, la calavera, de san Carlitos Alegre. Y ya le dolía el alma, también, cuando a las diez en punto de la noche, elevada hasta su dormitorio por el viento, la melodía traviesa y veraniega de Siboney, que alguien estaba tocando de nuevo, ¿o es que era un señuelo, el llamado de la jungla y el trópico?, se le metió hasta en el reloj-pulsera a Carlitos Alegre. De un salto comprendió que llevaba tres horas rascándose y que debía averiguar por qué, allá en los bajos, en la terraza iluminada, en el patio, alrededor de la piscina, bailaban los invitados. Y atrás quedaron rasquidos, perforaciones y dolores de cráneo y alma, porque ahora se daba menos cuenta de nada que nunca, Carlitos, o sea que tampoco se fijó en que había pisado el rosario, tirado y negro en el suelo de oscuro cedro, misterio doloroso, casi, ni mucho menos se fijó en que llevaba un mechón de cabello rascado y punk, mil años antes de esta moda o cosa medio nazi, una mecha parada en la punta de la cabeza, efecto o producto de sus tres horas de intensos rasquidos indagatorios de una noche de verano.

Y apareció en una terraza sabiamente iluminada y deliciosamente florida, en un baile para siempre, un eterno Siboney de lejanas maracas, de disimuladas y nocturnas palmeras, de arrulladora brisa de mar tropical y piña colada. Muy precisamente ahí, apareció Carlitos Alegre. Chino de risa y de bondad. Había que verlo. La viva imagen de la felicidad con una mecha izada en la punta de la cabeza y diecisiete años de edad de los años cincuenta más un olvidado rosario en el suelo de oscuro cedro de su dormitorio, muy cerca de su reclinatorio, y ante la misma virgen de sus súplicas y ruegos por los pecados de este mundo. Y ahí seguía parado entre aquella gente alegre y divertida que ni siquiera se había fijado bien en él todavía. Mas no tardaban en hacerlo, porque en ésas se acabó aquel Siboney embrujado y él salió disparado rumbo al tocadiscos, para volverlo a poner, pero para volverlo a poner y poner y poner, ad infinitum y así me maten, ¿me oyen?, ¿me han oído?, ¿ya me oyeron? Y ahora sí que el sonriente pero nervioso desconcierto de todos no tuvo más remedio que reparar en él.

—Yo quiero bailar con ella —dijo, entonces, Carlitos, con el brazo de mando en alto y todo, más una voz absolutamente desconocida y como de imprevisibles consecuencias. Y agregó—: Y voy a bailar con ella, porque no tardo en saber quién es. Que ya lo sé, por otra parte, desde hace algunas horas. O sea que ya me pueden ir dejando esa canción para siempre. Y entonces bailaré para siempre, también, claro que sí. Y defff-fi-ni-ti-va-men-te.

La cosa sonó como de locos y los padres de Carlitos y sus invitados bailaban ahora, pero con gran insistencia, con verdadero ahínco, con total entrega, y más a la danza de arte, ya, que al baile bailongo, en fin, cualquier cosa con tal de no verlo metido de esa manera en la fiesta y, sobre todo, para no haberlo escuchado nunca jamás en esta vida. Porque borracho no estaba, no, qué va, Carlitos de Coca-Cola no pasa, y más bien había en su mirada negra, intensa, extraviada, y en su risa para quién, ¿se han fijado?, un profundo misterio, la mezcla tremebunda de algo como exageradamente gozoso, pero además exageradamente glorioso, también, aunque asimismo muy doloroso, sí, sumamente doloroso, al fin y al cabo.

—Che, parece que el pibe andase en busca del absoluto —comentó el cardiólogo argentino Dante Salieri, alias Che Salieri, que siempre se ponía un poquito pesado, a partir del tercer whisky, y ya iba por el quinto.

—Anduviese y cambiemos de tema —le respondió un verdadero coro, ahí en la terraza ya troppo danzante—. Anduviese y punto, querido Che...

—Ah... Ustedes, los limeños: siempre tan presumidos de su buen castellano...

—Sabido es, mi querido Che —se reafirmó el coro, ahí en la terraza aún más danzante, si se puede—, que en Bogotá y en Lima se habla el mejor castellano de América. En Buenos Aires, en cambio, che, Che...

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