Soy un cronista perezoso que ha escrito, que ha terminado por escribir, centenares y más que centenares, miles de crónicas. Fueron mis amigos editores de diarios los que adivinaron mi veta y me convirtieron en cronista a la fuerza, o me convidaron a pasar, quizás, de la narración y la reflexión oral a la escrita: en un bar de Santiago, a mi regreso de Paris en 1967, Agustín Picó Cañas me reclutó para "La Tercera"; después, a mediados de los setenta, en una sala de redacción de "La Vanguardia" de Barcelona, Manuel Ibáñez Escofet me dijo, o más bien me insinuó con su desusada amabilidad, que el estilo de Persona non grata podía servir para las páginas de un periódico. Después fui convencido sin demasiadas dificultades por el mismo "Cucho" Picó para escribir de nuevo en "La Tercera", por Arturo Fontaine Aldunate para pasar a "El Mercurio", por Constanza Vergara para la revista "Paula", por Mario Fonseca para el primer "Mundo Diners", por Cristián Zegers para "La Segunda", por algunos otros que se me escapan, o que no se me escapan. He sido perezoso, pero cuando me han puesto la idea en la cabeza, la idea y su correspondiente morbo, he picado el anzuelo de inmediato. La multiplicación de las crónicas, de las columnas, de los comentarios y de los ensayos al margen ha sido incesante, comparable, casi, a un cambio de naturaleza.
El lector chileno, que no es capaz de elogiar sin añadir su dosis de pesadez o de ponzoña, como para quedar en paz con su conciencia inquisidora, suele decirme: "Tus crónicas me gustan más que tus obras de ficción, las que en verdad, para serte franco, no me gustan nada". Es el sistema del elogio compensado y debidamente neutralizado. ¡No se vaya a creer el que lo recibe! Pues bien, releo estas crónicas, a menudo con franca sorpresa, como si fueran de otro, porque no me acuerdo para nada de haberlas escrito, y encuentro a cada paso temas, situaciones, ambientes, frases, huellas de mis relatos. Por ejemplo, "Sardinas y manzanas", evocación del Paris de mi juventud, se reencarna, y se reinventa, en "La noche de Montparnasse", uno de los textos de Fantasmas de carne y hueso. ¿Existe una diferencia esencial entre ambos textos, o la ficción mía es simplemente un derivado, un subproducto de la no ficción, del testimonio, del memorialismo? Me limito a plantear la pregunta, y a insinuar, a lo mejor, una respuesta: ¿no será que el tiempo, el simple paso del tiempo, introdujo el elemento añadido, transformó en invención la simple memoria de las cosas? Agrego, sin embargo, una segunda pregunta: ¿existe algo que podamos llamar "simple memoria de las cosas"?
Cuando Emir Rodríguez Monegal, el gran crítico de mi generación, ya fallecido, me invitó a dar una charla en inglés en el curso suyo de la Universidad de Yale, en los Estados Unidos, me propuso el título siguiente: ‘"¿How to write non fiction as fiction"?, es decir, cómo escribir relatos no ficticios a la manera de la ficción. Yo pude haber invertido la pregunta, y me imagino que la respuesta habría sido más o menos la misma: ¿Cómo escribir ficción a la manera de la no ficción, de la literatura testimonial, de las memorias y las crónicas? Porque siempre me ha gustado y me he sentido invenciblemente inclinado a pasar de un género al otro, a invadir terrenos, a jugar en los limites. Demostración quizás, de que soy escritor limítrofe. Y limitado, agre gará el lector insidioso, cosa que no me daré el trabajo de rebatir. ¡Limítrofe y limitado! ¡Sí, señor!
Comencé estas crónicas en el año mítico de 1968, después de visitar Cuba, de pasar tres días en plena primavera política de Praga, primavera precursora, al fin y al cabo, y pocas semanas antes de que me agarrara la revolución de mayo en el corazón estudiantil de París, en un estudio de la calle montparnasseana de Boissonade. Comencé en vísperas de mayo, después de un paseo por las galerías cubiertas de Julio Cortázar y del Conde de Lautréamont, y termino a fines de mayo de 1994, 26 años más tarde, y a punto de trasladarme de nuevo a París, cosa que demuestra mi fidelidad o, por lo menos, mi terquedad de espíritu. Cada jueves en la mañana escribo una crónica más y siento de inmediato la tentación de agregarla a este conjunto. ¿Señal de que tengo entre manos un libro que todavía no termina, que sólo terminará conmigo? Si los recuerdos de Álvaro de Silva, entre la Coupole y el Dôme antiguos y la rue des Carmes, me llevaron a la ficción de "La noche de Montparnasse", un episodio de familia relacionado con un pintor de comien zos de siglo, con una sobrina, con un retrato extraviado detrás de un catre de bronce y carcomido por la humedad, me hicieron concebir el proyecto de una novela breve (que podría alargarse), y una línea en un tratado de historia del arte colonial me hizo imaginar un novelón quizás histórico, pero en cualquier caso anacrónico. En otras palabras, recorro los espacios de la memoria y desemboco en la invención pura. Cruzo un puente que no había visto antes y me encuentro en la ciudad de al lado.
Pido disculpas al lector benévolo, hipócrita y benévolo, e invoco a mis mayores: al señor de Montaigne, a Stendhal, a Joaquín Maria Machado de Assis, al otro Joaquín, al que en casa de mi abuelo paterno llamaban inútil. Y cruzo los dedos. Y me digo, con una sonrisa, que el uso descarado de la palabra whisky facilitará la tarea de mis detractores, que nunca han descansado. Pero no renuncio a usarla, no renuncio a casi nada (para no exagerar), y con esta declaración, y en vísperas de cambiar una vez más de domicilio, me despido de todos ustedes, mis amables e infatigables enemigos.
Santiago, mayo de l994.
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