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Cita en la eternidad
ABISMO
El cohete del primer cuarto, procedente de Baselunar, le depositó en Pied-á-Terre. El nombre bajo el cual viajaba comenzaba —por previsión— con la letra "A"; pasó la inspección del puerto y entró por delante de la muchedumbre en el tubo de lanzadera en dirección a la ciudad. Cuando estuvo en el subterráneo se metió en el tocador de hombres y se cerró con llave.
Rápidamente se ajustó el cinturón de seguridad, lo fijó por sus ganchos a los dispositivos de la pared, y se inclinó con dificultad para sacar una máquina de afeitar de su maleta. El impulso le encontró en esa posición, y a pesar del cinturón de seguridad se dio un golpetazo en la cabeza y soltó un juramento. Se enderezó y enchufó la máquina de afeitar. Su bigote desapareció, recortó sus patillas, se igualó las esquinas de las cejas y las cepilló.
Frotó vigorosamente su cabello para eliminar el aceite que lo había mantenido alisado, y lo peinó suelto, a manera de melena. El subterráneo se movía ahora de un modo uniforme, a unos 500 kilómetros por hora; salió del cinturón de seguridad sin desengancharlo de las paredes; actuando con rapidez, se despojó de su traje lunar, y sacó de la maleta y se puso unas prendas de deporte adecuadas para el aire libre de la Tierra, pero por completo inadecuadas a los pasillos de aire acondicionado de la Colonia Lunar.
Sustituyó sus zapatillas por zapatos de deporte, que sacó de la maleta, y se levantó. Joel Abner, el viajante de comercio, había desaparecido, y en su lugar estaba el capitán Joseph Gilead, explorador, conferenciante y escritor. Era el único usuario de ambos nombres, ninguno de los cuales era el de su nacimiento.
Hizo trizas el traje lunar y lo arrojó al retrete, añadiendo luego la tarjeta de identidad de "Joel Abner", arrancó la piel plástica de su maleta, y dejó que los fragmentos siguiesen el mismo camino de lo demás. La maleta era ahora áspera y de un color gris perla, en lugar de marrón y lisa. Las zapatillas le estorbaron, pues tenía miedo de que obstruyesen la tubería, y se contentó con enterrarlas en el depósito de la basura.
Mientras estaba haciendo eso último, sonó la alarma de la aceleración, y apenas si tuvo tiempo de volverse a meter en el cinturón. Pero cuando el subterráneo entró en el campo del solenoide y se detuvo violentamente, no quedaba ya nada de Joel Abner sino alguna ropa interior sin marcar, algunos artículos de tocador muy corrientes, y unas dos docenas de carretes de microfilm igualmente apropiados —hasta que eran inspeccionados— para el viajante de comercio como para el conferenciante-escritor. Y tenía la intención de no dejarlos inspeccionar mientras viviese.
Esperó en el lavabo hasta tener la seguridad de ser el último en bajar y luego se adelantó hasta el siguiente, salió, y se dirigió hacia el ascensor de superficie.
—Hotel Nueva Era, señor —suplicó una voz cerca de su oído. Y sintió que una mano buscaba el asa de su maleta.
Reprimió un movimiento de defensa de la maleta, y contempló al que había hablado. A primera vista parecía un adolescente de baja estatura con un elegante uniforme y gorra cilíndrica. Una inspección más detallada reveló arrugas prematuras y las facciones de un hombre de por lo menos cuarenta años. Los ojos velados. Un caso de pituitaria, pensó.
—Hotel Nueva Era —repitió el individuo—. Los mejores mecanos de la ciudad, patrón. Hay descuento para los que acaban de llegar de la Luna.
El capitán Gilead, cuando estaba en la ciudad como capitán Gilead, paraba siempre en el viejo Savoy. Pero la idea de ir al Nueva Era le atraía; en aquella hostería increíblemente grande, ajetreada y ultramoderna, podría pasar inadvertido hasta que hubiese tenido tiempo de hacer lo que tenía que hacer.
Le desagradaba enormemente la idea de soltar su maleta. No obstante, no hubiese estado de acuerdo con su personalidad impedir que el mozo llevase la maleta; llamaría la atención sobre si mismo y sobre la maleta. Pensó que aquel malsano enano no podría correr más que él; sería suficiente no perder de vista la maleta.
—Enseña el camino, camarada —dijo cordialmente, entregando la maleta. No había habido vacilación ninguna; había soltado la maleta en el mismo instante en que el mozo del hotel la alcanzaba.
—Está bien, jefe —El mozo fue el primero en entrar en el vacío ascensor; se dirigió hacia el fondo de la cabina y depositó la maleta en el suelo, junto a él. Gilead se colocó de modo que su pie se apoyase firmemente contra la maleta y se quedó mirando hacia delante mientras los otros pasajeros iban entrando. La cabina se puso en movimiento.
El ascensor estaba atestado, y Gilead estaba sometido a presiones corporales en todos sentidos, pero notó tras él otra nueva, desacostumbrada e indeseable.
Su mano derecha se movió con rapidez y sujetó una muñeca delgada y una mano que agarraba algo. Gilead no hizo ningún otro movimiento, ni el propietario de la mano intentó sacarla ni hacer objeción alguna. Permanecieron así hasta que la cabina llegó a la superficie. Cuando los pasajeros se hubieron dispersado, le alcanzó tras él con su mano izquierda, recuperó su maleta y arrastró la muñeca y su propietario hacia afuera de la cabina.
Naturalmente, era el mozo, y el objeto en su puño era la cartera de Gilead.
—Casi la perdió, jefe —anunció el mozo sin el más mínimo embarazo—. Se estaba cayendo de su bolsillo.
Gilead liberó la cartera y la introdujo en un bolsillo interior.
—Se cayó a través del cierre —contestó alegremente—. Bueno, vamos en busca de un guardia.
El mozo trató de escapar.
—No tiene usted nada contra mí.
Gilead consideró la defensa. A decir verdad, no tenía nada en contra de él. Su cartera ya no estaba a la vista, y en cuanto a testigos, los demás pasajeros del ascensor se habían ido ya, y además no habían visto nada. El ascensor era automático. Se encontraba en la extraña situación de un hombre que detiene a otro ciudadano por la muñeca. Y además Gilead no quería hablar con la policía.
Soltó la muñeca.
—En marcha, camarada. Lo dejaremos correr.
Pero el mozo no se movió.
—¿Y mi propina?
A Gilead empezaba a gustarle aquel sinvergüenza. Sacó medio crédito suelto de su bolsillo y se lo arrojó al mozo, quien lo cazó al aire, pero siguió sin marcharse.
—Ahora le llevaré la maleta. Démela.
—No, gracias, compañero. Puedo encontrar tu deliciosa posada sin más ayuda. Apártate, por favor.
—¿Si, eh? ¿Y mi comisión? Tengo que llevar su maleta o, si no, ¿cómo van a saber que fui yo quien le llevé? Démela.
La desvergonzada insistencia de aquella criatura encantó a Gilead. Encontró una moneda de dos créditos y se la entregó.
—Ahí tienes tu comisión. Y ahora lárgate, antes de que te meta el rabo entre las piernas de una patada.
—¿Usted y quién más?
Gilead se rió en voz baja y avanzó a través de la muchedumbre dirigiéndose hacia la entrada de la estación y el Hotel Nueva Era. Sus centinelas subconscientes le informaron inmediatamente de que el mozo no había vuelto hacia el ascensor como era de esperar, sino que iba por delante de él entre la masa de gente. Reflexionó sobre ello. El mozo podía muy bien ser lo que aparentaba, un despojo de la ciudad que combinaba el robo ocasional con su ocupación ostensible. Pero por otra parte...
Decidió descargarse. Se salió repentinamente de la acera, penetró en un drugstore y se detuvo junto a la entrada para comprar un diario. Mientras se imprimía su ejemplar, adquirió, como por repentina decisión, tres tubos de franquear ordinarios. Mientras los pagaba, cogió un talonario de etiquetas engomadas.
Una mirada a la pared de espejos le mostró que su sombra se había detenido vacilando al exterior, pero que le seguía aún observando. Gilead volvió a la fuente de soda de la tienda y se introdujo en un compartimiento libre.
Abrió rápidamente la maleta, escogió nueve carretes de microfilm y los metió en los tres tubos de franqueo, que eran del tamaño corriente para tres carretes; cogió el talonario de etiquetas para dirección, dirigió la primera a "Raymond Calhoun, Apartado 1060, Chicago", y comenzó a dibujar cuidadosamente en el rectángulo reservado al seleccionador de ojo eléctrico. Dibujó la dirección en símbolos arbitrarios destinados, no a ser leídos, sino a ser descifrados automáticamente. La dirección manuscrita era puramente una precaución, por si uno de los robots clasificadores rechazaba sus símbolos manuscritos por ser imperfectos, y por tal razón pasaba el tubo a un empleado postal para volverlo a dirigir.
Trabajó rápidamente, pero con el cuidado de un grabador. La camarera volvió antes de que hubiese terminado. La luz de llamada le advirtió, cubrió la etiqueta con su codo y la mantuvo así.
La chica echó una ojeada a los tubos postales mientras dejaba la cerveza y una fuente de pretzels.
—¿Quiere que los eche al correo?
Vaciló nuevamente durante una fracción de segundo. Cuando había salido del subterráneo había estado razonablemente seguro, en primer lugar, de que la persona de Joel Abner, viajante de comercio, no había sido identificada, y, segundo, de que la transición de Abner a Gilead había sido efectuada sin despertar sospechas. El episodio de la cartera no le había alarmado, pero le había hecho reclasificar aquellas dos proposiciones, pasándolas de la categoría de probables certidumbres a la de variables por comprobar. Las había puesto a prueba inmediatamente, y eran ahora nuevamente certidumbres evidentes, pero de lo opuesto. Desde el momento en que había visto a su antiguo mozo, el empleado del Nueva Era, de pie junto al drugstore, su subsconsciente había estado repicando como una alarma de robo.
Era evidente que no solamente le habían identificado, sino que estaban organizados de un modo tan completo y astuto como no había creído posible.
Pero era matemáticamente probable hasta el punto de certeza que no operaban por medio de aquella muchacha. No tenían manera de haber sabido que se le iba a ocurrir entrar precisamente en aquel drugstore. Estaba seguro de que podían emplearla, y la había perdido de vista desde su primer contacto con ella. Pero evidentemente no era lo bastante despierta como para poderla abordar, subvertir e instruir en el espacio de tiempo aproximadamente necesario para ir a buscar dos botellas de cerveza. No, lo único que aquella muchacha buscaba era una propina, y por lo tanto no era peligrosa.
Pero su vestido no ofrecía posibilidad de ocultar tres tubos de franqueo, ni estaría segura cruzando el público de la oficina de correos. No tenía deseos de que a la mañana siguiente la encontrasen muerta en una zanja.
—No —respondió inmediatamente—. De todos modos tengo que pasar por correos. Pero lo agradezco. Tome. —Y le dio medio crédito.
—Gracias. —Esperó, mirando con intención la cerveza. Joel rebuscó nuevamente en su bolsillo, donde solamente encontró algunas monedas, sacó su cartera, y de ella un billete de cinco platones.
—Cóbreselo de ahí.
La chica le devolvió tres sencillos y algún cambio. Empujó hacia ella el cambio y esperó, helado, a que lo tomase y se fuese. Solamente entonces acercó la cartera a sus ojos.
No era su cartera.
Pensó que debería haberlo observado antes. A pesar de que solamente había transcurrido un segundo desde que la había extraído de entre los dedos del mozo hasta que la había escondido en su bolsillo, debía haberlo notado, haberlo notado y haber obligado al mozo a desembuchar, incluso si para ello hubiese sido necesario desollarlo vivo.
Pero ¿por qué estaba seguro de que no era su cartera? Era del tamaño y forma debidos, tenía el mismo peso y tacto, verdadera piel de avestruz, en esos días de productos sintéticos. Había en ella la vieja mancha de tinta que se había producido a consecuencia de llevar en el mismo bolsillo una estilográfica que se salía. Había también aquel arañazo en forma de V, de hacía tanto tiempo que ya no se acordaba de las circunstancias en que se había producido.
Y, sin embargo, no era su cartera.
Volvió a abrirla. Había la cantidad correcta de dinero, así como lo que parecía ser su tarjeta del Club de Exploradores y sus demás tarjetas de identidad, y también una vieja fotografía de una yegua que en otro tiempo le había pertenecido. Y sin embargo, cuanto mayor era la evidencia de que la cartera era la suya, tanto más se iba convenciendo de que no lo era. Todo aquello eran falsificaciones; se sentía que no eran auténticas.
No había más que una manera de averiguarlo. Movió un interruptor dispuesto por una previsora administración, y la cabina quedó a oscuras. Sacó su cortaplumas y cortó cuidadosamente una costura al dorso del compartimiento para billetes. Metió un dedo en la bolsa secreta que quedó al descubierto y palpó en derredor; el espacio estaba vacío, y además en aquel caso su cartera no había sido reproducida con exactitud; la bolsa debía haber estado forrada, pero sus dedos encontraron cuero al descubierto.
Volvió a encender la luz, guardó la cartera y reanudó su interrumpido dibujo. La pérdida de la tarjeta que debía haberse encontrado en el oculto bolsillo era molesta, ciertamente perturbadora, y posiblemente desastrosa, pero no creyó que la información que contenía corriese peligro por la pérdida de la cartera. Aquella tarjeta era ininteligible, salvo cuando se la examinaba a la luz oscura; si se la exponía a la luz visible —por ejemplo, al deshacer la auténtica cartera— tenía la desconcertante propiedad de arder explosivamente.
Continuó trabajando, pensando en el problema de por qué se habían tomado tanto trabajo en evitar que se enterase de que su cartera había sido robada, y en la aún mayor y más desconcertante cuestión de por qué se habían tomado tanto trabajo con su cartera. Cuando hubo terminado, metió lo que quedaba del bloque de etiquetas de dirección en una hendidura entre los almohadones de la cabina, tomó bajo la palma de la mano la etiqueta que había preparado, y cogió la maleta y los tres tubos de franqueo. Por medio de un dedo mantuvo uno de los tubos separado de los demás.
Pensó que no le atacarían en el drugstore. La multitud que se encontraba entre él y la oficina de correos le hubiese normalmente parecido también lugar seguro, pero no hoy. Sabía que una gran multitud no sirve nunca de testigo cuando se complican las cosas con alguna perturbación.
Pasó oblicuamente a través del borde movedizo y se dirigió en línea recta a través del centro y hacia la oficina de correos, procurando mantenerse lo más lejos posible de las demás personas. Se acababa de dar cuenta de que dos hombres convergían hacia él, cuando se produjo la perturbación esperada.
Fue una luz brillante y una fuerte explosión, a la que siguieron gritos y chillidos de sorpresa. Podía suponer cuál había sido el origen de la explosión, y los chillidos y gritos habían sido sin duda proporcionados gratis por el público. Como se hallaba prevenido, no solamente contra aquello, sino contra cualquier otra cosa, ni siquiera volvió la cabeza para ver lo que había ocurrido.
Los dos hombres se le acercaron rápidamente, como por consigna.
La mayor parte de las criaturas, y casi todos los seres humanos, solamente luchan cuando se les provoca. Y eso puede hacerles perder una ventaja decisiva. Los dos hombres no hicieron movimiento agresivo de ninguna clase, excepto acercarse a Gilead, ni llegaron a atacar.
Gilead dio un puntapié en la rótula al primero de ellos, utilizando el borde del pie, golpe más certero que el que se da con la punta. Y, al mismo tiempo, dio al otro con su maleta, sin hacerle daño, pero molestándole, quebrándole su ritmo. Gilead le dio luego un fuerte golpe al estómago.
El hombre cuya rótula había estropeado estaba en el suelo, pero todavía activo, y buscaba algo, una pistola o un cuchillo. Gilead le pateó la cabeza y pasó por encima de él, continuando hacia la oficina de correos.
¡Caminar despacio; caminar despacio hasta el fin! No tiene que parecer que se escapa; tiene que ser el ciudadano perfectamente respetable que prosigue su camino perfectamente legal.
La oficina de correos se acercaba y no se sentía aún ni un golpe sobre la espalda, ni un grito denunciador, ni pasos apresurados. Llegó a la oficina de correos y entró. La perturbación creada por sus adversarios había funcionado perfectamente, pero para Gilead, no para ellos.
Había una corta cola en la máquina de direcciones. Gilead se unió a ella, sacó su estilográfica y escribió direcciones en los tubos mientras esperaba de pie. Un hombre se unió a la cola casi en el mismo instante. Gilead no se esforzó por evitar que viese la dirección que estaba escribiendo; era "Capitán Joseph Gilead, Club de Exploradores, Nueva York". Cuando le llegó el turno de emplear la máquina de imprimir símbolos siguió sin tratar de ocultar las claves que manipulaba, y la dirección simbólica concordaba con la dirección que había escrito sobre los tubos.
Operaba con cierta dificultad, pues la etiqueta engomada previamente preparada estaba aún escondida en la palma de su mano izquierda.
De la máquina de direcciones se dirigió a los receptores del correo; el hombre que se encontraba tras él le siguió sin pretender que iba a dirigir cosa alguna.
"¡Fonk!", y el primer tubo partió con la ahogada impulsión del aire comprimido. "¡Fonk!" nuevamente, y partió el segundo, y al mismo tiempo Gilead cogió el último con su mano izquierda, pegando firmemente la etiqueta engomada sobre la dirección que acababa de imprimir. Sin mirar, se aseguró por el tacto de que estaba en su lugar, con todas sus esquinas bien planas, y entonces, "¡fonk!", fue a reunirse con sus compañeros.
Gilead se volvió súbitamente y pisó con fuerza los pies del hombre que le seguía de cerca.
—¡Oh, perdón! —dijo alegremente, y se alejó. Se sentía muy optimista; no solamente había confiado su peligrosa carga al cuidado de una máquina automática desprovista de mente y absolutamente de fiar, que no podía ser coaccionada, sobornada, narcotizada ni subvertida por medio alguno, y en cuya complejidad el tubo estaría perfectamente escondido hasta que llegase a una dirección solamente conocida por Gilead, sino que al mismo tiempo había pisado los callos de uno de la oposición.
Al llegar a los escalones de la oficina de correos se detuvo junto a un policía que se estaba mondando los dientes y contemplando a un grupo de gente y una ambulancia en el centro de la multitud.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gilead.
El policía desplazó su palillo.
—Primero, algún idiota suelta un petardo —respondió—, y luego dos tipos se pelean y se acusan mutuamente hasta casi deshacerse.
—¡Si que está eso bueno! —comentó Gilead, dirigiéndose en diagonal hacia el Hotel Nueva Era.
En la entrada miró en derredor en busca de su amigo el ratero, pero no lo vio. Gilead dudaba mucho que el mozo estuviese entre los empleados del hotel.
Firmó como capitán Gilead, pidió una "suite" adecuada a la personalidad que aparentaba, y dejó que le acompañasen al ascensor.
Gilead encontró al mozo que bajaba en el mismo momento en que él y el encargado del ascensor estaban a punto de subir.
—¡Eh, menudo! —gritó, mientras decidía que no iba a comer nada en aquel hotel— ¿Qué tal van los negocios?
El mozo pareció sorprendido y pasó sin responder, con inexpresiva mirada. Gilead pensó que no era probable que utilizasen al mozo después de haber sido descubierto; por lo tanto, debía haber dentro del hotel alguna especie de buzón, estación de llamada o cuartel general de la oposición. Muy bien, eso ahorraría a todos una porción de viajes inútiles, y habría diversión para todos.
Entre tanto, quería bañarse.
Al llegar a su "suite" dio una propina al del ascensor, que continuó esperando.
—¿Quiere compañía?
—No, gracias. Soy un ermitaño.
—Entonces pruebe eso. —El ascensorista insertó la llave del cuarto de Gilead en el tablero del estéreo, manipuló los mandos, y toda la pared se iluminó. Una esbelta criatura rubia, y tras ella una línea de coristas, parecía estar a punto de saltar en el regazo de Gilead.
—Eso no es una película —prosiguió el ascensorista—; es una transmisión directa desde el Tivoli. Tenemos la mejor instalación de la ciudad.
—Así lo veo —concedió Gilead, y sacó la llave. La imagen se desvaneció y cesó la música—. Pero quiero un baño, de modo que puedes marcharte, ahora que ya has gastado cuatro créditos de mi dinero.
El ascensorista se encogió de hombros y salió. Gilead se desnudó y se metió en el "refrescador". Veinte minutos más tarde, afeitado de cabeza a pies, frotado, pulverizado, golpeado, perfumado, empolvado y sintiéndose diez años más joven, salió de él. Sus ropas habían desaparecido.
Su maleta estaba aún allí; la examinó. Parecía en orden, tanto ella como su contenido. Había el número debido de microfilms, aunque eso poco importaba. Solamente importaban tres de ellos, y ya estaban en el correo. Los demás no eran sino relleno, copias de sus propias conferencias públicas. Sin embargo, examinó uno de ellos, desarrollando un trozo.
Era efectivamente una de sus propias conferencias, pero no una de las que traía consigo. Era una de sus transcripciones publicadas, que podía ser adquirida en cualquier librería importante.
"Duendes por todos lados", se dijo, y la volvió a su sitio. Tal cuidado de los detalles era admirable.
—¡Servicio!
El tablero del servicio se iluminó.
—¿Señor?
—Ha desaparecido mi ropa. Búsquemela.
—El criado la tiene, señor.
—No pedí servicio de criado. Que me la devuelvan.
Al cabo de un breve intervalo, la voz y las facciones de la muchacha fueron reemplazadas por las de un hombre.
—Aquí no es necesario solicitar servicio de criado, señor. "Un cliente del Nueva Era recibe el mejor."
—Está bien, devuélvanlas. ¡Aire, aire! ¡Tengo cita con la reina de Saba!
—Muy bien, señor. —La imagen se desvaneció.
Con amargo humorismo pasó revista a su situación. Había cometido ya el posiblemente fatal error de menospreciar a su oponente, debido a que —ahora lo sabía— se lo había imaginado a través de la poca impresionante personalidad del enano. Así había permitido que le desorientasen; debía de haber ido a cualquier otro lado, antes que al Nueva Era, incluso al viejo Savoy, a pesar de que ese hotel, lugar bien conocido como preferido por el capitán Gilead, estaba ahora con seguridad igualmente tan lleno de trampas como éste.
No tenía que suponer que le quedaban más que unos cuantos minutos de vida. Por lo tanto, tenía que emplear esos pocos minutos en comunicar a su jefe el destino de los tres rollos importantes de microfilm. Luego, si estaba aún vivo, tenía que procurarse dinero para tener posibilidades de acción. La cantidad que había en "su" cartera, aunque se la devolviesen, era insuficiente para una operación de envergadura. En tercer lugar, debía presentarse, terminar la tarea presente, y hacer que le destinasen a sus antagonistas actuales como un caso en si mismo, independiente del asunto de los microfilms.
Y eso no porque tuviese la intención de desprenderse del enano y compañía, incluso si no le destinaban a ellos. Los verdaderos artistas no abundaban. ¡Inmovilizarle por un medio tan sencillo como robarle sus pantalones! Les admiraba por ello, y estaba deseando verlos de nuevo, y tan violentamente como fuese posible.
Mientras la imagen en el tablero de servicio se desvanecía, estaba ya oprimiendo las teclas mezcladoras del pupitre de comunicaciones de la habitación. Era posible, seguro, que el código de mezcla que utilizase se repetiría en otro lugar del hotel y que por lo tanto el presunto secreto que se conseguía mezclando sería inmediatamente quebrantado. Pero eso no importaba; haría que su jefe desconectase y le volviese a llamar con una mezcla diferente desde el otro extremo. Con seguridad que el código de llamada de la estación a la cual informaba resultaría así quebrantado, pero valía bien la pena de usar y descartar una estación de enlace para poder pasar el mensaje.
Fijado el esquema de mezcla, llamó en código, no a Nueva Washington, sino a la estación de enlace que había elegido. La imagen de una muchacha apareció en la pantalla.
—Servicio Nueva Era, señor. ¿Estaba usted mezclando?
—Sí.
—Lo siento mucho, señor. Los circuitos de mezcla están siendo reparados. Puedo mezclar por usted desde el tablero principal.
—No, gracias. Llamaré sin mezclar.
—Lo siento mucho, señor.
Había un código descubierto que podía emplear solamente en casos de absoluta prioridad. Y ésta era una prioridad absoluta. Muy bien.
Oprimió nuevamente las teclas, esta vez sin mezclar, y esperó. Al cabo de un momento apareció la cara de la misma muchacha.
—Lo siento mucho, señor; ese código no contesta. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Podría enviarme una paloma mensajera. —Y borró el tablero.
La sensación de frío en la nuca era ahora más intensa; decidió hacer lo que pudiese para que resultara molesto matarle de momento. Registró las profundidades de su mente y trató de comunicar en código descubierto con el Star Times.
No hubo respuesta.
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