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Confesiones de un bribón
CAPÍTULO 1
Voy a ver si puedo escribir algo acerca de mí mismo. Mi vida ha sido bastante singular. Quizá no parezca muy útil o digna de consideración y respeto pero no carece de aventuras, y esta circunstancia puede darle motivos suficientes para que se lea también en aquellos círculos sociales más encopetados y llenos de prevenciones. Soy, un ejemplo vivo de algunos de los resultados que producía el sistema social de esta ilustre Inglaterra a principios del siglo y, por lo tanto, sin pecar de vanidoso, puedo presentarme como modelo, para edificación de mis compatriotas.
Ante todo, ¿quién soy yo?
Puedo decirles que soy persona muy bien emparentada. Vine a este mundo con la gran ventaja de tener por abuela nada menos que a Lady Mortimer, por madre a una hija de esta señora, y al doctor Juan Federico Turner (conocido generalmente con el nombre del Dr. Turner) por padre. Pongo a mi padre el último porque su familia no era de tantas campanillas como la de mi madre, y he nombrado en primer lugar a mi abuela, por ser de más elevada alcurnia que ninguno de los tres. A pesar de todo soy, he sido y continuaré tal vez siendo un bribón; aunque me enorgullezco de no haber llegado aún al extremo de olvidar el respeto y la consideración que se deben al rango. Dicho esto, nadie esperará por un momento que hable mucho acerca de mi tío materno.
Aquel inhumano deshonró el nombre de su familia realizando una fortuna en el comercio... ¡de jabón y velas!. Pido perdón por mencionarle, aunque sea de paso. El hecho es que a mi hermana Arabela le legó una herencia un tanto peculiar, puesto que ésta se hallaba íntimamente ligada a ciertas condiciones que, de un modo indirecto, me afectaban; pero no es éste el momento ni el lugar para tratar sobre este capítulo de historia doméstica. De nuevo pido perdón por aludir a asuntos de dinero antes de que sea absolutamente necesario. Ocupémonos de un asunto más agradable y decente diciendo algo acerca de mi padre.
Empezaré por manifestar que me asaltan dudas respecto a la habilidad facultativa de mi señor padre, porque, a pesar de sus parientes y relaciones de elevada alcurnia, la verdad es que su clientela no era muy brillante ni numerosa.
En otras circunstancias podría haber prosperado con el ejercicio de su profesión médica, pero el hijo político de Lady Mortimer estaba obligado a erguir la cabeza, a tener carruaje, y no malo, a vivir en un barrio elegante y habitado por gente eminente, y a mantener un costoso y torpe lacayo que hiciera las veces de portero y recibiese a los pacientes, en vez de tener un simple criado, que para el caso hubiera sido lo mismo Cómo se las compuso para «mantener su posición» (según creo que se dice), es lo que no puedo explicarme. Su esposa no le aportó un céntimo de dote. Cuando falleció el padre de aquella, abuelo mío y nada menos que un barón, los negocios de la familia quedaron en un estado de tal confusión, que la pobre viuda Lady Mortimer no supo qué hacer.
Su hijo (el tío de quien con vergüenza me veo de nuevo obligado a hablar), hizo un esfuerzo para sacar a su madre de aquella difícil situación y, se vio envuelto en una serie de esos desastres pecuniarios que la gente de comercio llama, según creo, «especulaciones»; luchó durante algún tiempo para desenredarse y salir airoso de sus compromisos como un caballero; fracasó en su empresa, y al fin, descorazonado, se refugió vergonzosamente en el tráfico ¡de jabones y velas de sebo!
Después de estos sucesos, su madre siempre lo miró con cierto desdén, si bien es cierto que, con frecuencia, le pedía prestado dinero, sin duda para hacer ver, supongo, que su interés maternal hacia su hijo no se había extinguido por completo. Mi padre trató de seguir el mismo ejemplo de su madre política, por supuesto que en interés de su esposa, pero el vendedor de jabón cerró los cerrojos de su caja de la manera más brutal y plebeya, diciendo a mi padre, sin muchos rodeos, que se pusiese a trabajar.
Tenemos, pues, que la familia era en realidad pobre a pesar de los aires que se daba, del barrio elegante en que vivía, del carruaje y del lacayo que hacía de portero.
La cuestión era: ¿qué hacer conmigo y cómo educarme?
Si mi padre hubiera consultado sus recursos económicos, me debería haber enviado a una academia mercantil barata. Pero tenía que consultar a Lady Mortimer, y por lo tanto fui enviado a una de nuestras grandes escuelas más famosas y de moda. No mencionaré su nombre porque no creo que mis maestros se enorgullezcan de su discípulo. Varias veces me ausenté de mis obligaciones, y otra tantas fui castigado con una buena azotaina. Contraje cuatro amistades aristocráticas, y sostuve otros tantos combates campales con mis amigos: tres veces salí maltrecho y una fui vencedor. Aprendí a jugar a los bolos, a odiar a los ricos, a curar las verrugas, a escribir versos latinos, a nadar, a recitar discursos, a hacer caricaturas de mis maestros, a traducir el griego, a dar betún a los zapatos, y a recibir puntapiés y consejos con la mayor resignación. Después de esto, ¿quién podrá decir que aquella elegante escuela no me fue de utilidad alguna?
Al abandonar esta distinguida institución educativa corrí grave peligro de entrar en otra dedicada también a la gente de alcurnia. Para ser más claro diré que estuve a punto de ser enviado a un colegio. Por fortuna mía, mi padre perdió un pleito precisamente por aquel tiempo, y se vio obligado a reunir hasta el último céntimo que poseía para pagarse el lujo de haber entablado un pleito judicial. De no ser por esta circunstancia, me habría enviado a una gran universidad; pero sus ahorros eran ínfimos y su hijo no estaba en posición de que se le admitiera como corresponde a un caballero.
El problema que se presentaba era, pues, el de elegir una profesión.
En este punto mi padre fue lo más liberal del mundo. Dejó la elección a mi cargo. Por temperamento yo era de carácter aventurero y hasta algo vagamundo, y mi deseo era alistarme en el ejército. ¿Pero de dónde saldría el dinero necesario para comprar un grado de oficial? En cuanto a entrar de simple soldado y ganar mis grados a fuerza de trabajo y méritos, las instituciones sociales de Inglaterra obligaban al nieto de Lady Mortimer a empezar la carrera militar con el grado de oficial o abandonarla por completo. No había, por lo tanto, que pensar en el ejército. ¿La iglesia? Tampoco había que pensar en ella. ¿El palacio de justicia? Necesitaba cinco años para llegar a ser abogado y tendría que gastar unas doscientas libras al año antes de que pudiera ganar algún dinero. ¿La medicina? Ésta me pareció que era la única profesión digna en la que un caballero como yo podría refugiarse. Y, sin embargo, teniendo en cuenta lo que pasaba con mi padre, fui tan ingrato que no me sentí inclinado a seguirla. Confieso que lo que voy a decir puede parecer incluso degradante, pero no puedo menos de recordar que muchas veces deseé no estar emparentado con personas de tanta distinción, creyendo que la vida de un comercial era lo que más atractivo tenía para mí, y lo que más me convenía. Ir de lugar en lugar, vivir alegremente en las posadas, ver todos los días caras nuevas, y ganar dinero divirtiéndome en vez de gastarlo. ¡Qué vida para mí, si en vez de ser el nieto de un barón, hubiera sido hijo de un destripaterrones y nieto de un labrador!
Mientras mi padre pensaba qué hacer conmigo, una de sus amistades le sugirió una nueva profesión para mí y que, de hecho, hasta el último día de mi vida lamentaré no haber elegido.
Este amigo era un caballero ya mayor, un tanto excéntrico, dueño de una gran fortuna y muy, considerado por mi familia. Un día mi padre, en mi presencia, le preguntó en qué podría yo emplearme, teniendo en cuenta mi noble parentela y mi propia utilidad.
—Preste usted atención a lo que le dirá este viejo pero experimentado amigo,—dijo nuestro excéntrico amigo—, y si es usted un hombre cuerdo, no dudo que hará lo que voy a decirle. Tengo tres hijos: el primero lo he dedicado a la iglesia: dice que le va muy bien, pero me cuesta trescientas libras al año. El segundo lo dediqué a la justicia: dice que le va admirablemente; pero me cuesta cuatrocientas libras esterlinas al año. El tercero lo dediqué a bailar cuadrillas. Se ha casado con una rica heredera y no me cuesta nada.
¡Si mi padre hubiera seguido el consejo de aquel sabio! ¡Si me hubiera dedicado a bailar cuadrillas! ¡Si me hubiese lanzado a los salones de baile de Londres, como la mejor recomendación para una rica heredera! ¡Oh, señoritas con dinero! Yo tenía cinco pies y diez pulgadas de estatura, barba sedosa, pelo rizado y una hermosa voz. Jóvenes doncellas con abundantes libras esterlinas, bellas ninfas con sustanciosos billetes de banco, llorad sobre el marido que habéis perdido, sobre el bribón que ha violado las leyes que, como compañero de una opulenta mujer, habría tal vez ayudado a hacer en los bancos del Parlamento británico! ¡Oh moradas y hogares celebrados en tantas canciones, en tantos libros, en tantos discursos, con acompañamiento de tantos aplausos; qué hombre de su casa, qué propietario, qué padre de familia os fue arrebatado cuando el doctor, mi padre, se negó a dedicar a su hijo a la noble profesión de bailar cuadrillas!
Me resigné, pues, a la desgracia de abrazar la carrera de medicina.
Si era un buen muchacho y trabajaba, y procuraba relacionarme con la alta sociedad, con los años podría llegar a suceder a mi padre en su casa situada en una calle elegante, con su carruaje y costoso y torpe criado. No era mala la perspectiva que se presentaba a un joven con nervio y por cuyas venas corría la sangre de los antiguos Mortimer (que habían sido bribones de gran talento y distinción en los tiempos feudales). Cuando miro atrás y recuerdo la paciencia con que acepté mi profesión médica, yo mismo me considero casi un héroe. Hice aún más que aceptar pasivamente mi destino: verdaderamente estudié; me familiaricé con el esqueleto humano, y me fue perfectamente conocido el sistema muscular y los misterios de la fisiología me fueron descubiertos poco a poco.
Pero no era ésta la peor parte del asunto. En mi interior albergaba una auténtica repugnancia por los estudios abstrusos de mi nueva profesión; pero todavía odiaba más la especie de esclavitud a que tenía que someterme diariamente para plantar las bases sociales de mi futura prosperidad. Mi buen padre insistió en presentarme a toda su clientela. Me llevaba en su carruaje cuando salía a hacer sus visitas, con la bolsa de instrumentos de cirugía y una revista médica, sentado al lado del Dr. Turner que ponía la cabeza lo más cerca posible de la ventanilla, como para que le vieran bien. Me sentía más a mis anchas en compañía de estudiantes pobres y alegres (tal es la natural depravación y perversidad de mi carácter) que en las habitaciones de los distinguidos clientes y respetables amigos de mi padre. Pero con estas visitas matutinas mis infortunios no acabaron porque además se me ordenó que asistiera a las comidas que se daban de vez en cuando en las casas de personas de alto rango, y se me dijo que fuera notablemente agradable en todos los bailes.
Las comidas eran la prueba más dura a que tenía que someterme. A veces nos lo arreglábamos de modo que nos hacíamos invitar a las casas de altos y poderosos anfitriones, donde comíamos los más exquisitos platos de la cocina francesa y bebíamos los vinos mejores y más añejos, encontrando en esto una especie de compensación al frío glacial que reinaba entre los invitados. De estas comidas nada tengo que decir; pero de las que nosotros dábamos y de las que las personas de nuestro propio rango social daban en nuestro obsequio, de esas sí que me quejo amargamente.
¿Habéis observado, quizá, la gran pobreza y homogeneidad que caracteriza el lenguaje de los que no dicen más que tonterías? Pues bien, la misma imitación servil reina en el orden y distribución de las comidas de ciertas personas que se creen de alto nivel y fama.
Cuando dábamos una comida en casa, teníamos invariablemente sopa, pescado con salsa de langosta, pernil de carnero, pollo guisado y lengua, pastelillos de ostras, pato silvestre, pudín, jalea, helado y pastelillos. Excelentes cosas todas ellas, excepto si las comemos continuamente. Durante la temporada de comidas sociales era, prácticamente, nuestro alimento diario. Y, a su vez, cada uno de nuestros hospitalarios amigos nos obsequiaba con una comida, en pago de la nuestra, que era una reproducción de la que le habíamos dado, la cual a su vez era una copia perfecta de la comida con que nos habían favorecido el año anterior. Cocían lo que cocíamos, y asaban lo que asábamos. Ninguno de nosotros alteró jamás la sucesión de los platos, ni hizo más o menos que los otros, ni cambió la posición de las aves, enfrente de la señora de la casa, ni del carnero, enfrente del dueño. Mi estómago padecía indeciblemente en aquellos tiempos, cuando la sopera se destapaba y el olor del inevitable caldo concentrado renovaba su conocimiento diario con mi olfato, y era una señal que me indicaba todo lo que vendría después.
Creo que la gente honrada que sabe lo que es no tener qué comer (cosa que, en mi calidad de bribón nunca me ha sucedido), habrá padecido considerablemente por esta privación. Sírvales de consuelo la idea de que, excepto morirse de hambre, la misma comida de sociedad, todos los días, es una de las pruebas más duras a que está sujeta la paciencia humana. De hecho, fue durante la segunda temporada de esta serie de comidas, a las que mi familia me obligaba asistir de modo regular e inevitable, cuando tomé la firme determinación de que en la primera ocasión que se me presentase, echaría por la borda mi profesión y con ella todas las expectativas de mi familia de hacer de mí una lumbrera médica.
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