1. París
Cuaresma-Pascua de Resurrección de 1490
Nicolas des Innocents
El mensajero dijo que tenía que ir de inmediato. Así es Jean le Viste: espera que todo el mundo haga al instante lo que pide.
De manera que sólo dediqué unos momentos a limpiar los pinceles antes de seguir al mensajero. Encargos de Jean le Viste pueden significar comida en la mesa durante semanas. Únicamente el Rey dice que no a Jean le Viste, y yo, desde luego, no soy rey.
Por otra parte, ¿cuántas veces no me habré apresurado a cruzar el Sena hasta la rue du Four, para luego regresar a casa con las manos vacías? No es que Jean le Viste sea una persona veleidosa, todo lo contrario; es tan sobrio y enérgico como lo era en otro tiempo su amado Luis XI. Sin sentido del humor, además. Nunca bromeo con él. Es un alivio escapar de su casa a la taberna más próxima, para volver a animarme allí con una jarra de cerveza, una carcajada y algún que otro manoseo.
Sabe lo que quiere. Pero, a veces, cuando voy a hablar con él de otro escudo de armas con el que decorar la chimenea, pintar en la portezuela del coche de su esposa o incorporar a un fragmento de vidriera para la capilla -la gente dice que las armas de Le Viste se encuentran con tanta facilidad como un montón de estiércol-, se detiene de repente, mueve la cabeza y dice, frunciendo el ceño: «No hace falta. No debería estar pensando en cosas tan poco importantes. Vete». Y así lo hago, sintiéndome culpable, como si fuera el responsable de hacerle perder el tiempo, cuando ha sido él quien me ha llamado.
Como digo, ya había estado otras veces en la casa de la rue du Four. No es un lugar que impresione. Pese a todo el campo a su alrededor, está construida como si se hallara en medio de la ciudad, con habitaciones largas y estrechas, las paredes demasiado oscuras, los establos demasiado cerca (la casa siempre huele a caballos). Se trata de la mansión típica de una familia que ha llegado a la Corte gracias al dinero: suficientemente espléndida pero mal situada. Jean le Viste piensa -es muy probable- que ha sido todo un éxito conseguir un sitio así para vivir, mientras que la Corte ríe a sus espaldas. Tendría que estar cerca del Rey y de Notre Dame y no fuera de las murallas, en los campos cenagosos en torno a Saint-Germain-des-Prés.
Cuando llegué, el mayordomo no me llevó al despacho particular de Jean le Viste, una habitación con las paredes cubiertas de mapas donde trabaja para la Corte y el Rey y atiende los asuntos familiares, sino a la Grande Salle, donde los Le Viste reciben visitas y dan fiestas. Nunca había estado allí. Era una estancia larga con una gran chimenea en el extremo contrario a la puerta y una mesa de roble en el centro. Aparte de un escudo de armas de piedra colgado sobre la campana de la chimenea y otro pintado sobre la puerta, carecía de adornos, aunque el techo era un hermoso artesonado de madera tallada.
No tan espléndida, pensé mientras miraba a mi alrededor. Aunque los postigos de las ventanas estaban abiertos, no se había encendido el fuego y la habitación, con sus paredes desnudas, resultaba fría.
-Espera aquí a mi señor -dijo el mayordomo, lanzándome una mirada iracunda. En aquella casa, la gente o bien respetaba a los artistas o les manifestaba su desprecio.
Le volví la espalda y miré por una ventana estrecha desde donde había una buena vista de las torres de Saint-Germain-des-Prés. Algunos dicen que Jean le Viste tomó esta casa para que su piadosa consorte pudiera cruzar sin problemas a la iglesia todas las veces que quisiera.
La puerta se abrió y me volví dispuesto a hacer una reverencia. Era sólo una criadita, que se sonrió al sorprenderme medio inclinado. Me enderecé y la miré mientras recorría la habitación, golpeándose la pierna con un balde. Luego se arrodilló y empezó a limpiar las cenizas de la chimenea.
¿Era ella? Traté de recordar: la noche estaba muy oscura detrás de los establos. Me pareció más gorda de lo que recordaba, y hosca, debido al espesor de sus cejas, pero con un rostro lo bastante agradable como para merecer unas palabras.
-Espera un momento -le dije cuando se incorporó con dificultad y se dirigió hacia la puerta-. Siéntate y descansa los pies. Te contaré un cuento.
La muchacha se detuvo de golpe.
-¿Te refieres al del unicornio?
Era ella. Abrí la boca para responder, pero se me adelantó.
-¿Llega a decir el cuento que la mujer queda embarazada y quizá pierda su trabajo? ¿Es eso lo que sucede?
De manera que por eso había engordado. Me volví hacia la ventana.
-Deberías haber sido más cuidadosa.
-No tendría que haberte escuchado, eso es lo que tendría que haber hecho. Cortarte la lengua y metértela por el culo.
-Será mejor que te vayas, como una buena chica. Ten -me busqué en el bolsillo, saqué unas monedas y las arrojé sobre la mesa-. Para ayudar con lo que venga.
La chica cruzó la habitación y me escupió en la cara. Para cuando me quité las babas de los ojos ya se había marchado. Con las monedas.
Jean le Viste no tardó en aparecer, seguido por Léon le Vieux. La mayoría de los clientes utilizan a un mercader como Léon para que haga de intermediario, para regatear sobre las condiciones, redactar el contrato, proporcionar el dinero inicial y los materiales, asegurarse de que el trabajo se lleva a cabo. Ya había tenido tratos con el viejo mercader sobre escudos de armas pintados para la campana de una chimenea, una Anunciación para la cámara de la esposa de Jean le Viste y algunas vidrieras para la capilla de su castillo cerca de Lyon.
Léon disfruta del favor de los Le Viste. Lo respeto, aunque no me gusta. Pertenece a una familia que fue en otro tiempo judía. En lugar de ocultarlo lo ha utilizado para beneficiarse, porque Jean le Viste también procede de una familia que ha cambiado mucho a lo largo del tiempo. Por eso prefiere a Léon: son dos desconocidos que han logrado abrirse camino. Por supuesto Léon tiene buen cuidado de oír misa dos o tres veces por semana en Notre Dame, donde muchas personas lo ven, de la misma manera que Jean le Viste se esfuerza por comportarse como un verdadero aristócrata, y encarga obras de arte para su casa, da fiestas espléndidas y exagera las manifestaciones de afecto y cortesía hacia el Rey.
Léon sonreía entre la barba y me miraba como si tuviera monos en la cara. Me volví hacia Jean le Viste.
-Bonjour, monseigneur. Deseabais verme -me incliné tanto al hacerle la reverencia que las sienes me latieron con fuerza. Nunca es perjudicial inclinarse mucho.
La mandíbula de Jean le Viste era un hacha, los ojos, cuchillos que, veloces, recorrieron la sala antes de descansar en la ventana, por encima de mi hombro.
-Quiero que hablemos de un encargo, Nicolas des Innocents -dijo, tirándose de las mangas de la túnica, que estaba adornada con piel de conejo y teñida del rojo carmesí que usan los abogados-. Para esta sala.
Recorrí la habitación con la mirada, sin dejar traslucir mis pensamientos. Con Jean le Viste era mejor así.
-¿Qué idea tenéis, monseigneur?
-Tapices.
Reparé en el plural.
-¿Quizá un juego con vuestro escudo de armas para colgar a ambos lados de la puerta?
Jean le Viste puso mala cara. Habría hecho mejor callándome.
-Quiero tapices que cubran todas las paredes.
-¿Todas?
-Así es.
Volví a recorrer la habitación con los ojos, esta vez con más cuidado. La Grande Salle tenía más de diez pasos de largo por cinco de ancho. En una de las paredes largas -muy gruesas, hechas con la piedra de la zona, áspera y gris- se abrían tres ventanas y, de la situada frente a la puerta, la mitad estaba ocupada por la chimenea. Un tejedor necesitaría varios años para cubrir toda la sala con tapices.
-¿Cuál sería el tema, monseigneur? -había diseñado ya un tapiz para Jean le Viste: un escudo de armas, claro está. Un encargo bastante sencillo: ampliar el escudo a tamaño de tapiz y dibujar alrededor un poco de fondo vegetal.
Jean le Viste se cruzó de brazos.
-El año pasado me hicieron presidente de la Corte de Ayudas.
Aquel cargo no significaba nada para mí, pero sabía lo que tenía que decir.
-Sí, monseigneur. Un gran honor para vos y vuestra familia.
Léon alzó los ojos al artesonado del techo, mientras Jean le Viste movía la mano como para apartar un humo imaginario. Todas mis palabras parecían molestarlo.
-Deseo celebrar ese éxito con una colección de tapices. He reservado esta sala para una ocasión especial.
Me limité a guardar silencio.
-Por supuesto es necesario que el escudo de armas esté presente.
-Por supuesto, monseigneur.
A continuación, Jean le Viste me sorprendió.
-Pero no él solo. Ya hay demasiados ejemplos del escudo de armas sin nada más, tanto aquí como en el resto de la casa -señaló con un gesto los escudos sobre la puerta y la chimenea y algunos tallados en las vigas del techo en los que no había reparado-. No; quiero que sea parte de una escena más amplia, que refleje mi lugar en el corazón de la Corte.
-¿Una procesión, quizá?
-Una batalla.
-¿Una batalla?
-Sí. La batalla de Nancy.
Mantuve una expresión pensativa. Incluso sonreí un poco. La verdad es que sabía bien poco de batallas, y nada sobre la de Nancy, ni sobre quiénes habían tomado parte, quién había muerto y quién había resultado vencedor. Había visto cuadros de batallas, pero nunca había pintado ninguno. Caballos, pensé. Tendré que pintar al menos veinte caballos para cubrir las paredes, mezclados con brazos, piernas y armaduras. Me pregunté entonces qué había llevado a Jean le Viste -o a Léon, más probablemente- a elegirme para aquel trabajo. Mi reputación en la Corte es de miniaturista, pintor de retratos diminutos que las damas regalan a los caballeros para que los lleven consigo. Esas miniaturas, alabadas por su delicadeza, están muy solicitadas. Pinto escudos y portezuelas de coches de damas para ganarme unas monedas, pero mi verdadera especialidad es pintar rostros del tamaño de un dedo gordo, utilizando unas pocas cerdas de jabalí y colores mezclados con clara de huevo. Se necesita tener buen pulso, y eso no me falta, incluso después de haberme pasado la noche bebiendo en Le Coq d’Or. Pero la idea de pintar veinte caballos enormes... Empecé a sudar, aunque la habitación estaba fría.
-Estáis seguro de que queréis la batalla de Nancy, monseigneur -dije. No llegaba a ser una pregunta.
Jean le Viste frunció el ceño.
-¿Por qué no iba a estar seguro?
-Por ningún motivo, monseigneur -respondí muy deprisa-. Pero serán obras importantes y tenéis que estar seguro de que habéis elegido lo que queréis -me maldije por la torpeza de mis palabras.
Jean le Viste resopló.
-Siempre sé lo que quiero. En cuanto a ti, sin embargo..., no parece interesarte mucho este trabajo. Quizá sea mejor buscar otro artista que esté mejor dispuesto.
Volví a hacer una profunda reverencia.
-No, no, monseigneur, me llena de gratitud, por supuesto, que se me proponga para una obra tan espléndida. Estoy seguro de que no soy digno de vuestra amabilidad al pensar en mí. No debéis temer que no ponga todo mi corazón y toda mi cabeza en esos tapices.
Jean le Viste asintió, como si arrastrarse a sus pies fuese la cosa más natural del mundo.
-Te dejo aquí con Léon para arreglar los detalles y medir las paredes - dijo mientras se daba la vuelta para marcharse- espero ver los dibujos preliminares antes de Pascua, el Jueves Santo, y los lienzos para la Ascensión.
Cuando nos quedamos solos, Léon le Vieux rió entre dientes.
-Qué idiota eres.
Con Léon lo mejor es ir directamente al grano y no hacer caso de sus pullas.
-Mis honorarios son diez livres tournois; cuatro ahora, tres cuando termine los dibujos y tres al acabar la obra.
-Cinco livres parisis -respondió Léon muy deprisa-. La mitad cuando termines los dibujos, el resto cuando entregues los lienzos y monseigneur los encuentre satisfactorios.
-De ninguna manera. No puedo trabajar si no se me da un anticipo. Y cobro en livres tournois -era muy de Léon intentar una cosa así-. Las livres de París valen menos.
Léon se encogió de hombros, los ojos alegres.
-Estamos en París, n'est-ce pas? ¿No es lógico usar livres parisis? Al menos yo lo prefiero así.
-Ocho livres tournois, tres ahora, tres con los diseños y dos al final.
-Siete. Te daré dos mañana, luego otras dos y tres al final.
Cambié de tema: siempre es mejor dejar que los mercaderes esperen un poco.
-¿Dónde se harán los tapices?
-En el norte. Probablemente en Bruselas. Allí están los mejores artesanos.
¿Norte? Me estremecí. Tuve que ir una vez a Tournai por razones de trabajo y me gustó tan poco la luz sin matices y lo desconfiada que era la gente que juré no volver nunca a ningún sitio que quedara al norte de París. Me consoló saber que sólo me correspondía preparar los dibujos y que eso podía hacerse en París. Una vez terminados, no tendría nada más que ver con la fabricación de los tapices.
-Alors, ¿qué sabes de la batalla de Nancy? -preguntó Léon.
Me encogí de hombros.
-¿Qué más da? Todas las batallas son iguales, n’est-ce pas?
-Eso es como decir que todas las mujeres son iguales.
Sonreí.
-Lo repito: todas las batallas son iguales.
Léon movió la cabeza.
-Me compadezco de tu mujer, el día que la tengas. Ahora dime, ¿qué vas a poner en los tapices?
-Caballos, soldados con armadura, estandartes, picas, espadas, escudos, sangre.
-¿Qué llevará Luis XI?
-Armadura, por supuesto. Quizá un penacho especial en el casco. No lo sé, a decir verdad, pero conozco a gente que me puede asesorar sobre ese tipo de cosas. Alguien llevará el estandarte real, supongo.
-Espero que tus amigos sean más listos que tú y te cuenten que Luis XI no estuvo en la batalla de Nancy.
-Ah -era el estilo de Léon le Vieux: dejar por idiotas a todas las personas que tenía a su alrededor, excepto a su señor. A Jean le Viste no se le ponía en ridículo.
-Bon -Léon se sacó unos papeles del bolsillo y los dejó sobre la mesa-. Ya he hablado del contenido de los tapices con monseigneur y he realizado algunas mediciones. Tú tendrás que hacerlas con mayor exactitud, como es lógico. Veamos -señaló seis rectángulos que había esbozado muy someramente-. Hay sitio para dos largos aquí y aquí, y cuatro más pequeños. Éste es el orden de la batalla -procedió a explicármela cuidadosamente, sugiriendo escenas para cada uno de los tapices: la distribución de los dos bandos, el ataque inicial, dos escenas del caos de la contienda, la muerte de Carlos el Temerario y el desfile triunfal de los vencedores. Aunque escuché e hice esbozos en el papel por mi cuenta, una parte de mí permaneció al margen, preguntándose qué era lo que me estaba comprometiendo a hacer. No habría mujeres en aquellos tapices, nada en miniatura ni delicado, nada que me resultara fácil pintar. Ganaría mis honorarios con mucho sudor y largas horas.
-Una vez que hayas hecho las imágenes definitivas -me recordó Léon-, tu trabajo habrá terminado. Me encargaré de llevarlas al norte, al tejedor, y su cartonista las ampliará para utilizarlas en el telar.
Debería haberme alegrado de no tener que pintar caballos grandes. Lo que hice, en cambio, fue preocuparme por mi trabajo.
-¿Cómo sabré que ese cartonista es un buen profesional? No quiero que eche a perder mis dibujos.
-No cambiará lo que Jean le Viste haya decidido; sólo hará modificaciones que ayuden al diseño y la fabricación de los tapices. No te han encargado muchos hasta ahora, ¿verdad que no, Nicolas? Sólo un escudo de armas, si no recuerdo mal.
-Que amplié después yo mismo; no tuve necesidad de cartonistas. Seguro que también soy capaz de hacerlo en este caso.
-Estos tapices son una cosa muy diferente de un escudo de armas. Necesitarán un cartonista de verdad. Tiens, hay una cosa que había olvidado mencionar. Asegúrate de que el escudo de armas de Le Viste figura en todos los tapices. Monseigneur insistirá en eso.
-¿Participó monseigneur en la batalla de Nancy?
Léon se echó a reír.
-Ten la seguridad de que Jean le Viste estaba en el otro extremo de Francia durante la batalla de Nancy, trabajando para el Rey. Eso no importa: limítate a poner sus armas en banderas y escudos que lleven otros. Quizá quieras ver alguna representación de esa y de otras batallas. Ve a la imprenta de Gérard en la rue Vieille du Temple; te podrá mostrar un libro con grabados de la batalla de Nancy. Le avisaré de que irás a hacerle una visita. Ahora te voy a dejar solo para que tomes medidas. Si tienes problemas, ven a verme. Y tráeme los dibujos el Domingo de Ramos; tal vez quiera que introduzcas cambios, y necesitarás tiempo para hacerlos antes de que monseigneur vea los resultados.
No había duda de que Léon le Vieux era los ojos de Jean le Viste. Tenía que complacerlo, y si le gustaba lo que veía, Jean le Viste estaría de acuerdo.
No me resistí a hacer una última pregunta.
-¿Por qué me habéis elegido para este encargo?
Léon se recogió la sencilla túnica marrón que llevaba, en su caso sin adornos de piel.
-No he sido yo. Habría elegido a alguien con más experiencia en tapices, o habría ido directamente al tejedor; tienen dibujos preparados y pueden trabajar con ellos. Resulta más barato y los dibujos son buenos -Léon era siempre sincero.
-¿Por qué me ha elegido Jean le Viste, entonces?
-No tardarás en saberlo. Alors, ven a verme mañana; tendré preparados los papeles que has de firmar, y el dinero.
-Todavía no he aceptado las condiciones.
-Me parece que si. Hay algunos encargos a los que un artista no dice que no. Y éste es uno de ellos, Nicolas des Innocents -me miró significativamente mientras salía.
Tenía razón. Había hablado como si estuviera dispuesto a hacerlos. De todos modos, las condiciones no eran malas. De hecho, Léon no había regateado demasiado. De repente me pregunté si al final me iban a pagar o no en livres de París.
Me puse a examinar las paredes que iba a vestir de manera tan suntuosa. ¡Dos meses para dibujar y pintar veinte caballos y sus jinetes! Me coloqué en un extremo de la habitación y caminé hasta el otro y conté doce pasos; a continuación la crucé, y conté seis pasos. Puse una silla junto a una de las paredes, me subí, pero incluso alzando un brazo todo lo que pude, aún quedaba muy lejos de tocar el techo. Retiré la silla y, después de vacilar un momento, me subí a la mesa de roble. Volví a alzar el brazo, pero aún faltaba la altura de un hombre para llegar al techo.
Me estaba preguntando dónde podría encontrar una vara lo bastante larga para hacer las mediciones cuando oí que alguien tarareaba detrás de mí y me volví. Una muchacha me contemplaba desde la puerta. Una joven encantadora: piel blanca, frente alta, nariz larga, cabellos color de miel, ojos claros. No había visto nunca una chica así. Durante unos momentos no supe qué decir.
-Hola, preciosa -conseguí articular por fin.
La chica se echó a reír y saltó de un pie a otro. Llevaba un sencillo vestido azul, con un corpiño ajustado, cuello cuadrado y mangas estrechas. Estaba bien cortado y la lana era delicada, pero carecía de adornos. Llevaba además un pañuelo sencillo y el cabello, largo, le llegaba casi hasta la cintura. En comparación con la muchacha que había limpiado el hogar de la chimenea, era a todas luces demasiado elegante para ser una criada. ¿Quizá una dama de honor?
-La señora de la casa quiere veros -dijo; luego se dio la vuelta y escapó corriendo, sin dejar de reír.
No me moví. Años de experiencia me han enseñado que perros, halcones y mujeres vuelven si te quedas donde estás. Oí el ruido de sus pasos en la habitación vecina, pero acabaron por detenerse. Al cabo de un momento se reanudaron y la joven reapareció en la puerta.
-¿Venís? -aún sonreía.
-Lo haré, preciosa, si caminas conmigo y no corres por delante como si fuese un dragón del que tienes que huir.
Rió.
-Venid -me llamó; y esta vez me bajé de la mesa de un salto. Tuve que darme prisa para mantenerme a su altura mientras corría de habitación en habitación. Su falda ondeaba, como si la empujase un viento secreto. De cerca olía a algo dulce y picante, subrayado por el sudor. Movía la boca como si estuviera mascando algo.
-¿Qué tienes en la boca, preciosa?
-Dolor de muelas -la joven sacó la lengua; sobre su punta sonrosada descansaba un clavo de olor. El espectáculo de aquella lengua me excitó. Tuve ganas de montarla.
-Ah, eso debe de molestar mucho -yo la libraría mucho mejor de aquella molestia-. Vamos a ver, ¿para qué me quiere ver tu señora?
Me miró, divertida.
-Imagino que os lo podrá decir ella.
Aflojé el paso.
-¿Por qué tanta prisa? A tu señora no le importará, ¿no es cierto?, que tú y yo charlemos un poco por el camino.
-¿De qué queréis hablar?
Empezó a subir por una escalera circular. Salté para ponerme delante de ella y cortarle el paso.
-¿Qué clases de animales te gustan?
-¿Animales?
-No quiero que pienses en mí como un dragón. Preferiría que me vieras como otra cosa. Algo que te caiga bien.
La muchacha pensó.
-Un periquito, quizá. Me gustan los periquitos. Tengo cuatro. Me comen en la mano -me esquivó para colocarse velozmente por encima de mí. Pero no siguió subiendo. Sí, pensé. He sacado mis mercancías y viene a verlas. Acércate más, cariño, y contempla mis ciruelas. Pálpalas.
-Un periquito, no -dije-. Seguro que no te parezco un tipo que arma bulla y sólo sabe imitar.
-Mis periquitos no hacen ruido. Pero, de todos modos, sois un artista, n’est-ce pas? ¿No es eso lo que hacéis, imitar la vida?
-Hago las cosas más hermosas de lo que son, aunque hay algunas, niña mía, que no se pueden mejorar con pintura -la evité para colocarme tres escalones por encima. Quería ver si vendría a mí.
Así fue. Mantuvo los ojos serenos y muy abiertos, pero apareció en su boca una sonrisa de complicidad. Con la lengua se pasó el clavo de una mejilla a otra.
Vas a ser mía, pensé. Estoy seguro.
-Quizá seáis un zorro, más bien -dijo-. Vuestros cabellos tienen un poco de rojo entre el castaño.
Torcí el gesto.
-¿Cómo puedes ser tan cruel? ¿Parezco taimado? ¿Engañaría yo a alguien? ¿Corro de lado y nunca en línea recta? Mejor un perro que se tumba a los pies de su señora y le es siempre fiel.
-Los perros quieren que se les haga demasiado caso -dijo la muchacha-, y saltan y me manchan la falda con las patas -dio la vuelta alrededor de mí, y esta vez no se detuvo-. Venid, mi señora espera. No debemos impacientarla.
Tendría que apresurarme; había perdido mucho tiempo con otros animales.
-Sé qué animal me gustaría ser -jadeé, corriendo tras ella.
-¿Cuál?
-Un unicornio. ¿Sabes algo del unicornio?
La chica resopló. Había llegado al final de las escaleras y estaba abriendo la puerta de otra habitación.
-Sé que le gusta reclinar la cabeza en el regazo de las doncellas. ¿Es eso lo que ansiáis?
-Ah, no pienses tan mal de mí. El unicornio hace algo mucho más importante. Su cuerno tiene un poder especial, ¿no lo sabías?
La muchacha aminoró el paso y me miró.
-¿Cuál es?
-Si un pozo está envenenado...
-¡Ahí abajo hay un pozo! -se detuvo y señaló el patio a través de una ventana. Una chica más joven que ella se inclinaba sobre el pretil y miraba hacia el interior del pozo, mientras la luz dorada del sol le bañaba los cabellos.
-Jeanne siempre hace eso -dijo mi acompañante-. Le gusta verse reflejada -mientras mirábamos, la chica escupió dentro del pozo.
-Si ese pozo lo envenenaran, preciosa, o lo ensuciaran como acaba de hacer Jeanne, podría llegar un unicornio, introducir el cuerno y el pozo quedaría purificado. ¿Qué te parece?
La muchacha movió varias veces con la lengua el clavo que tenia en la boca.
-¿Qué queréis que piense?
-Quiero que me veas como tu unicornio. Hay ocasiones en las que incluso tú te ensucias, preciosa. Les pasa a todas las mujeres. Es el castigo de Eva. Pero te puedes purificar, todos los meses, sólo con que me permitas atenderte -montarte una y otra vez hasta que rías y llores-. Todos los meses volverás al jardín del Edén -aquella última frase no fallaba nunca cuando cortejaba a una mujer: la idea de un paraíso tan sencillo parecía atraparlas. Siempre se me abrían de piernas con la esperanza de encontrarlo. Quizá algunas lo hallaban.
La joven se echó a reír, a voz en cuello ahora. Estaba lista. Extendí la mano para apretar la suya y sellar así nuestro pacto.
-¿Claude? ¿Eres tú? ¿Por qué has tardado tanto?
Frente a nosotros se había abierto otra puerta y una mujer nos contemplaba, los brazos cruzados sobre el pecho. Dejé caer la mano.
-Pardon, mamá. Aquí lo tienes -Claude se apartó para señalarme con un gesto. Hice una reverencia.
-¿Qué llevas en la boca? -preguntó la mujer.
Claude tragó saliva.
-Un clavo. Para mi diente.
-Deberías mascar menta, es mucho mejor para el dolor de muelas.
-Sí, mamá -Claude rió de nuevo, probablemente al verme la cara. Se dio la vuelta y salió de la habitación, dando un portazo. Hasta donde estábamos llegó el eco de sus pasos.
Me estremecí. Había intentado seducir a la hija de Jean le Viste.
En mis visitas anteriores a la casa de la rue du Four, sólo había visto de lejos a las tres hijas de Le Viste: cuando corrían por el patio, al salir a caballo o de camino hacia la iglesia de Saint-Germain-des-Prés con un grupo de damas. Por supuesto, la chica junto al pozo era de la familia; si hubiera prestado atención habría entendido -al ver sus cabellos y su manera de moverse- que Claude y ella eran hermanas. En ese caso habría adivinado su identidad y no le habría contado nunca a Claude la historia del unicornio. Pero no había pensado en quién era; sólo en llevármela a la cama.
Bastaría con que Claude repitiera a su padre lo que le había dicho para que me echaran a la calle, retirándome el encargo. Y nunca volvería a ver a Claude.
Ahora, de todos modos, me gustaba más que nunca, y no sólo para montarla. Deseaba tenerla a mi lado y hablarle, tocarle la boca y el pelo y hacerla reír. Me pregunté a qué sitio de la casa se habría ido. Nunca se me permitiría entrar allí; un artista de París no tenía nada de que hablar con la hija de un noble.
Me quedé muy quieto, pensando en aquellas cosas. Quizá estuve así demasiado tiempo. La dama en el umbral se movió de manera que el rosario que le colgaba de la cintura chocó contra los botones de la manga, y salí de mi ensimismamiento. Me miraba como si hubiera adivinado todo lo que me pasaba por la cabeza. No dijo nada, sin embargo, y abrió la puerta por completo; luego regresó al interior de la habitación. La seguí.
Había pintado miniaturas en las cámaras de muchas señoras y aquélla no era tan diferente. Había una cama de madera de nogal, con dosel de seda azul y amarilla. Había sillas de roble formando un semicírculo, acolchadas con cojines bordados. Vi también un tocador cubierto de frascos, un cofre para joyas, así como varios arcones para ropa. Una ventana abierta enmarcaba la vista de Saint-Germain-des-Prés. Reunidas en un rincón estaban las damas de honor, que trabajaban en bordados. Me sonrieron como si fueran una sola persona en lugar de cinco, y me insulté por haber pensado en algún momento que Claude pudiera ser una de ellas.
Geneviéve de Nanterre -esposa de Jean le Viste y señora de la casa- se sentó junto a la ventana. En otro tiempo, sin duda, había sido tan hermosa como su hija. Aún era una mujer bien parecida, de frente amplia y barbilla delicada, pero si bien el rostro de Claude tenía forma de corazón, el suyo se había vuelto triangular. Quince años de matrimonio con Jean le Viste habían hecho desaparecer las curvas, afirmarse la mandíbula, arrugarse la frente. Sus ojos eran pasas oscuras frente a los membrillos claros de Claude.
En un aspecto, al menos, eclipsaba a su hija. Su vestido era más lujoso: brocado crema y verde, con un complicado dibujo de flores y hojas. También llevaba joyas delicadas en la garganta y el cabello trenzado con seda y perlas. Nunca se la tomaría por una dama de honor; estaba inconfundiblemente vestida como alguien a quien hay que servir.
-Acabáis de entrevistaros con mi esposo en la Grande Salle -dijo-. Para hablar de tapices.
-Sí, madame.
-Imagino que quiere una batalla.
-Sí, madame. La batalla de Nancy.
-¿Y qué escenas se representarán?
-No estoy seguro, madame. Monseigneur sólo me ha hablado de los tapices. He de sentarme y preparar los dibujos antes de decir nada con seguridad.
-¿Habrá hombres?
-Por supuesto, madame.
-¿Caballos?
-Sí.
-¿Sangre?
-¿Pardon, madame?
Geneviéve de Nanterre agitó la mano.
-Se trata de una batalla. ¿Habrá sangre brotando de las heridas?
-Imagino que sí, madame. Carlos el Temerario morirá, por supuesto.
-¿Habéis participado alguna vez en una batalla, Nicolas des Innocents?
-No, madame.
-Quiero que penséis por un momento que sois soldado.
-Pero soy miniaturista de la Corte, madame.
-Lo sé, pero en este momento sois un soldado que ha luchado en la batalla de Nancy, en la que perdisteis un brazo. Estáis en la Grande Salle como invitado de mi marido y mío. Os acompaña vuestra esposa, joven y bonita, que os ayuda en las pequeñas dificultades que se os presentan por el hecho de no tener dos manos: partir el pan, ceñiros la espada, montar a caballo -Geneviéve de Nanterre hablaba rítmicamente, como si estuviera cantando una nana. Empecé a tener la sensación de que flotaba río abajo sin idea de adónde iría a parar.
¿Estará un poco loca?, pensé.
Geneviéve de Nanterre se cruzó de brazos y torció la cabeza.
-Mientras coméis, contempláis los tapices de la batalla que os costó un brazo. Reconocéis a Carlos el Temerario en el momento en que cae muerto, vuestra esposa ve la sangre que brota de sus heridas. Encontráis por todas partes los estandartes de Le Viste. Pero ¿dónde está Jean le Viste?
Traté de recordar lo que Léon había dicho.
-Monseigneur está junto al Rey, madame.
-Sí. Durante la batalla mi esposo y el Rey estaban cómodamente en la Corte, en París, lejos de Nancy. Ahora, como tal soldado, ¿qué sentiríais, sabiendo que Jean le Viste no participó en la batalla de Nancy, al ver sus estandartes una y otra vez en los tapices?
-Pensaría que monseigneur es una persona importante por el hecho de estar junto al Rey, madame. Sus consejos tienen más valor que su habilidad en el combate.
-Ah, eso es muy diplomático por vuestra parte, Nicolas. Tenéis mucho más de diplomático que mi marido. Pero me temo que no es la respuesta adecuada. Quiero que penséis con calma y me digáis con sinceridad lo que pensaría un soldado como el que he descrito.
Sabía ya hacia dónde me llevaba el río de palabras en el que flotaba. Lo que no sabía era qué sucedería cuando atracase.
-Se ofendería, madame. Y también su esposa.
Geneviéve de Nanterre asintió con la cabeza.
-Efectivamente. Eso es lo que pasaría.
-Pero no es razón...
-De plus, no quiero que mis hijas tengan que contemplar una carnicería mientras hacen de anfitrionas en una fiesta. Habéis visto a Claude, ¿queréis que, mientras come, vea un tajo profundo en el costado de un caballo o un hombre degollado?
-No, madame.
-No tendrá que hacerlo.
En su rincón, las damas de honor se sonreían con suficiencia. Geneviéve de Nanterre me había llevado exactamente a donde quería. Era más inteligente que la mayoría de las damas de la nobleza que había pintado. Debido a ello descubrí que deseaba agradarla. Y un deseo así podía ser peligroso.
-No estoy en condiciones de oponerme a los deseos de monseigneur, madame.
Geneviéve de Nanterre volvió a sentarse en su silla.
-Decidme, Nicolas, ¿sabéis quién os eligió para diseñar esos tapices?
-No, madame.
-He sido yo.
Me quedé mirándola.
-¿Por qué, madame?
-He visto vuestras miniaturas de las damas de la Corte. Sabéis captar en ellas algo que me agrada.
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