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Los Pasos Perdidos
CAPÍTULO PRIMERO
Y tus cielos que están sobre tu cabeza serán de metal; y la tierra que está debajo de ti, de hierro. Y palparás al mediodía, como palpa el ciego en la oscuridad.
Deuteronomio, 28-23-28
I
Hacía cuatro años y siete meses que no había vuelto a ver la casa de columnas blancas, con su frontón de ceñudas molduras que le daban una severidad de palacio de justicia, y ahora, ante muebles y trastos colocados en su lugar invariable, tenía la casi penosa sensación de que el tiempo se hubiera revertido. Cerca del farol, la cortina de color vino; donde trepaba el rosal, la jaula vacía. Más allá estaban los olmos que yo había ayudado a plantar en los días del entusiasmo primero, cuando todos colaborábamos en la obra común; junto al tronco escamado, el banco de piedra que hice sonar a madera de un taconazo. Detrás, el camino del río, con sus magnolias enanas, y la verja enrevesada en garabatos, al estilo de la Nueva Orleáns. Como la primera noche, anduve por el soportal, oyendo la misma resonancia hueca bajo mis pasos y atravesé el jardín para llegar más pronto a donde se movían, en grupos, los esclavos marcados al hierro, las amazonas de faldas enrolladas en el brazo y los soldados heridos, harapientos, mal vendados, esperando su hora en sombras hediondas a mastic, a fieltros viejos, a sudor resudado en las mismas levitas. A tiempo salí de la luz, pues sonó el disparo del cazador y un pájaro cayó en escena desde el segundo tercio de bambalinas. El miriñaque de mi esposa voló por sobre mi cabeza, pues me hallaba precisamente donde le tocara entrar, estrechándole el ya angosto paso.
Por molestar menos fui a su camerino, y allá el tiempo volvió a coincidir con la fecha, pues las cosas bien pregonaban que cuatro años y siete meses no transcurrían sin romper, deslucir y marchitar.
Los encajes del desenlace estaban como engrisados; el raso negro de la escena del baile había perdido la hermosa tiesura que lo hiciera sonar, en cada reverencia, como un revuelo de hojas secas. Hasta las paredes de la habitación se habían ajado, al ser tocadas siempre en los mismos lugares, llevando las huellas de su larga convivencia con el maquillaje, las flores trasnochadas y el disfraz. Sentado ahora en el diván que de verde mar había pasado a verde moho, me consternaba pensando en lo dura que se había vuelto, para Ruth, esta prisión de tablas de artificio, con sus puentes volantes, sus telarañas de cordel y árboles de mentira. En los días del estreno de esa tragedia de la Guerra de Secesión, cuando nos tocara ayudar al autor joven servido por una compañía recién salida de un teatro experimental, vislumbrábamos a lo sumo una aventura de veinte noches. Ahora llegábamos a las mil quinientas representaciones, sin que los personajes, atados por contratos siempre prorrogables, tuvieran alguna posibilidad de evadirse de la acción, desde que los empresarios, pasando el generoso empeño juvenil al plano de los grandes negocios, habían acogido la obra en su consorcio. Así, para Ruth, lejos de ser una puerta abierta sobre el vasto mundo del Drama —un medio de evasión— este teatro era la isla del Diablo.
Sus breves fugas, en funciones benéficas que le eran permitidas, bajo el peinado de Porcia o los drapeados de alguna Ifigenia, le resultaban de muy escaso alivio, pues debajo del traje distinto buscaban los espectadores el rutinario miriñaque y en la voz que quería ser de Antígona, todos hallaban las inflexiones acontraltadas de la Arabella, que ahora, en el escenario, aprendía del personaje Booth —en situación que los críticos tenían por portentosamente inteligente— a pronunciar correctamente el latín, repitiendo la frase: Sic semper tyrannis. Hubiera sido menester el genio de una trágica impar, para deshacerse de aquel parásito que se alimentaba de su sangre: de aquella huésped de su propio cuerpo, prendida de su carne como un mal sin remedio. No le faltaban ganas de romper el contrato. Pero tales rebeldías se pagaban, en el oficio, con un largo desempleo, y Ruth, que había comenzado a decir el texto a la edad de treinta años, se veía llegar a los treinta y cinco, repitiendo los mismos gestos, las mismas palabras, todas las noches de la semana, todas las tardes de domingos, sábados y días feriados —sin contar las actuaciones de las giras de estío —. El éxito de la obra aniquilaba lentamente a los intérpretes, que iban envejeciendo a la vista del público dentro de sus ropas inmutables, y cuando uno de ellos hubiera muerto de un infarto, cierta noche, a poco de caer el telón, la compañía, reunida en el cementerio a la mañana siguiente, había hecho —tal vez sin advertirlo— una ostentación de ropas de luto que tenían un no sé qué de daguerrotipo.
Cada vez más amargada, menos confiada en lograr realmente una carrera que, a pesar de todo, amaba por instinto profundo, mi esposa se dejaba llevar por el automatismo del trabajo impuesto, como yo me dejaba llevar por el automatismo de mi oficio. Antes, al menos, trataba de salvar su temperamento en un continuo repaso de los grandes papeles que aspiraba a interpretar alguna vez. Iba de Norah a Judith, de Medea a Tessa, con una ilusión de renuevo; pero esa ilusión había quedado vencida, al fin, por la tristeza de los monólogos declamados frente al espejo. Al no hallar un modo normal de hacer coincidir nuestras vidas —las horas de la actriz no son las horas del empleado—, acabamos por dormir cada cual por su lado. El domingo, al fin de la mañana, yo solía pasar un momento en su lecho, cumpliendo con lo que consideraba un deber de esposo, aunque sin acertar a saber si en realidad mi acto respondía a un verdadero deseo por parte de Ruth. Era probable que ella, a su vez, se creyera obligada a brindarse a esa hebdomadaria práctica física en virtud de una obligación contraída en el instante de estampar su firma al pie de nuestro contrato matrimonial. Por mi parte, actuaba impulsado por la noción de que no debía ignorar la posibilidad de un apremio que me era dable satisfacer, acallando con ello, por una semana, ciertos escrúpulos de conciencia. Lo cierto era que ese abrazo, aunque resultara desabrido, volvía a apretar, cada vez, los vínculos aflojados por el desemparejamiento de nuestras actividades. El calor de los cuerpos restablecía una cierta intimidad, que era como un corto regreso a lo que hubiera sido la casa en los primeros tiempos. Regábamos el geranio olvidado desde el domingo anterior; cambiábamos un cuadro de lugar; sacábamos cuentas domésticas. Pero pronto nos recordaban las campanas de un carrillón cercano que se aproximaba la hora del encierro.
Y al dejar a mi esposa en su escenario al comienzo de la función de tarde, tenía la impresión de devolverla a una cárcel donde cumpliera una condena perpetua.
Sonaba el disparo, caía el falso pájaro del segundo tercio de bambalinas, y se daba por terminada la Convivencia del Séptimo Día.
Hoy, sin embargo, se había alterado la regla dominical, por culpa de aquel somnífero tragado en la madrugada para conseguir un pronto sueño —que no me venía ya como antes, con sólo poner sobre mis ojos la venda negra aconsejada por Mouche. Al despertar, advertí que mi esposa se había marchado, y el desorden de ropas medio sacadas de las gavetas de la cómoda, los tubos de maquillaje de teatro tirados en los rincones, las polveras y frascos dejados en todas partes, anunciaban un viaje inesperado.
Ruth me volvía del escenario, ahora, seguida por un rumor de aplausos, zafando presurosamente los broches de su corpiño. Cerró la puerta de un taconazo que, de tanto repetirse, había desgastado la madera, y el miriñaque, arrojado por sobre su cabeza, se abrió en la alfombra de pared a pared. Al salir de aquellos encajes, su cuerpo claro se me hizo novedoso y grato, y ya me acercaba para poner en él alguna caricia, cuando la desnudez se vistió de terciopelo caído de lo alto que olía como los retazos que mi madre guardaba, cuado yo era niño, en lo más escondido de su armario de caoba. Tuve como una fogarada de ira contra el estúpido oficio y fingimiento que siempre se interponía entre, nuestras personas como la espada del ángel de las hagiografías; contra aquel drama que había dividido nuestra casa, arrojándome a la otra —aquellas cuyas paredes se adornaban de figuraciones astrales—, donde mi deseo hallaba siempre un ánimo propio al abrazo.
¡Y era por favorecer esa carrera en sus comienzos desafortunados, por ver feliz a la que entonces mucho amaba, que había torcido mi destino, buscando la seguridad material en el oficio que me tenía tan preso como lo estaba ella! Ahora, de espaldas a mí, Ruth me hablaba a través del espejo, mientras ensuciaba su inquieto rostro con los colores grasos del maquillaje: me explicaba que al terminarse la función, la compañía debía emprender, de inmediato, una gira a la otra costa del país y que por ello había traído sus maletas al teatro. Me preguntó distraídamente por la película presentada la víspera.
Iba a contarle de su éxito, recordándole que el fin de ese trabajo significaba el comienzo de mis vacaciones, cuando tocaron a la puerta. Ruth se puso de pie, y me vi ante quien dejaba una vez más de ser mi esposa para transformarse en protagonista; se prendió una rosa artificial en el talle, y, con un leve gesto de excusa, se encaminó al escenario, cuyo telón a la italiana acababa de abrirse removiendo un aire oliente a polvo y a maderas viejas. Todavía se volvió hacia mí, en ademán de despedida, y tomó el sendero de las magnolias enanas... No me sentí con ánimo para esperar el otro entreacto, en que el terciopelo sería trocado por el raso, y un maquillaje distinto se espesaría sobre el anterior. Regresé a nuestra casa, donde el desorden de la partida presurosa era todavía presencia de la ausente. El peso de su cabeza estaba moldeado por la almohada; había, en el velador, un vaso de agua medio bebido, con un precipitado de gotas verdes, y un libro quedaba abierto en un fin de capítulo. Mi mano encontraba húmeda todavía la mancha de una loción derramada.
Una hoja de agenda, que no había visto al entrar antes en el cuarto, me informaba del viaje inesperado: Besos. Ruth. P. S. Hay una botella de jerez en el escritorio. Tuve una tremenda sensaciónde soledad. Era la primera vez, en once meses, que me veía solo, fuera del sueño, sin una tarea que cumplir de inmediato, sin tener que correr hacia la calle con el temor de llegar tarde a algún lugar. Estaba lejos del aturdimiento y la confusión de los estudios en un silencio que no era roto por músicas mecánicas ni voces agigantadas. Nada me apuraba y, por lo mismo, me sentía el objeto de una vaga amenaza.
En este cuarto desertado por la persona de perfumes todavía presentes, me hallaba como desconcertado por la posibilidad de dialogar conmigo mismo.
Me sorprendía hablándome a media voz. Nuevamente acostado, mirando al cielo raso, me representaba los últimos años transcurridos, y los veía correr de otoños a pascuas, de cierzos a asfaltos blandos, sin tener el tiempo de vivirlos —sabiendo, de pronto, por los ofrecimientos de un restaurante nocturno, del regreso de los patos salvajes, el fin de la veda de ostras, o la reaparición de las castañas—. A veces, también, debíase mi información sobre el paso de las estaciones a las campanas de papel rojo que se abrían en las vitrinas de las tiendas, o a la llegada de camiones cargados de pinos cuyo perfume dejaba la calle como transfigurada durante unos segundos.
Había grandes lagunas de semanas y semanas en la crónica de mi propio existir; temporadas que no me dejaban un recuerdo válido, la huella de una sensación excepcional, una emoción duradera; días en que todo gesto me producía la obsesionante impresión de haberlo hecho antes en circunstancias idénticas —de haberme sentado en el mismo rincón, de haber contado la misma historia, mirando al velero preso en el cristal de un pisapapel. Cuando se festejaba mi cumpleaños en medio de las mismas caras, en los mismos lugares, con la misma canción repetida en coro, me asaltaba invariablemente la idea de que esto sólo difería del cumpleaños anterior en la aparición de una vela más sobre un pastel cuyo sabor era idéntico al de la vez pasada. Subiendo y bajando la cuesta de los días, con la misma piedra en el hombro, me sostenía por obra de un impulso adquirido a fuerza de paroxismos —impulso que cedería tarde o temprano, en una fecha que acaso figuraba en el calendario del año en curso—. Pero evadirse de esto, en el mundo que me hubiera tocado en suerte, era tan imposible como tratar de revivir, en estos tiempos, ciertas gestas de heroísmo o de santidad. Habíamos caído en la era del Hombre- Avispa, del Hombre-Ninguno, en que las almas no se vendían al Diablo, sino al Contable o al Cómitre.
Por entender que era vano rebelarse, luego de un desarraigo que me hiciera vivir dos adolescencias —la que quedaba del otro lado del mar y la que aquí se había cerrado— no veía dónde hallar alguna libertad fuera del desorden de mis noches, en que todo era buen pretexto para entregarme a los más reiterados excesos. Mi alma diurna estaba vendida al Contable —pensaba en burla de mí mismo—; pero el Contable ignoraba que, de noche, yo emprendía raros viajes por los meandros de una ciudad invisible para él, ciudad dentro de la ciudad, con moradas para olvidar el día, como el Venusberg y la Casa de las Constelaciones, cuando un vicioso antojo, encendido por el licor, no me llevaba a los apartamientos secretos, donde se pierde el apellido al entrar. Atado a mi técnica entre relojes, cronógrafos, metrónomos, dentro de salas sin ventanas revestidas de fieltros y materias aislantes, siempre en lugar artificial, buscaba, por instinto, al hallarme cada tarde en la calle ya anochecida, los placeres que me hacían olvidar el paso de las horas. Bebía y me holgaba de espaldas a los relojes, hasta que lo bebido y lo holgado me derribara al pie de un despertador, con un sueño que yo trataba de esperar poniendo sobre mis ojos un antifaz negro que debía darme, dormido, un aire de Fantomas al descanso...
La chusca imagen me puso de buen humor. Apuré un gran vaso de jerez, resuelto a aturdir al que demasiado reflexionaba dentro de mi cráneo, y habiendo despertado los calores del alcohol de la víspera con el vino presente, me asomé a la ventana del cuarto de Ruth, cuyos perfumes comenzaban a retroceder ante un persistente olor de acetona. Tras de las grisallas entrevistas al despertar, había llegado el verano, escoltado por sirenas de barco que se respondían de río a río por encima de los edificios.
Arriba, entre las evanescencias de una bruma tibia, eran las cumbres de la ciudad: las agujas sin pátina de los templos cristianos, la cúpula de la iglesia ortodoxa, las grandes clínicas donde oficiaban Eminencias Blancas, bajo los entablamentos clásicos, demasiado escorados por la altura, de aquellos arquitectos que, a comienzos del siglo, hubieran perdido el tino ante una dilatación de la verticalidad. Maciza y silenciosa, la funeraria de infinitos corredores parecía una réplica en gris —sinagoga y sala de conciertos por el medio— del inmenso hospital de maternidad, cuya fachada, huérfana de todo ornamento, tenía una hilera de ventanas todas iguales, que yo solía contar los domingos, desde la cama de mi esposa, cuando los temas de conversación escaseaban.
Del asfalto de las calles se alzaba un bochorno azuloso de gasolina, atravesado por vahos químicos, que demoraba en patios olientes a desperdicios, donde algún perro jadeante remedaba estiramientos de conejo desollado para hallar vetas de frescor en la tibieza del piso. El carillón martilleaba un Avemaria.
Tuve la insólita curiosidad de saber qué santo honrábamos en la fecha de hoy: 4 de junio. San Francisco Carraciolo —decía el tomo de edición vaticana donde yo estudiara antaño los himnos gregorianos —. Absolutamente desconocido para mí. Busqué el libro de vidas de santos, impreso en Madrid, que mucho me hubiera leído mi madre, allá, durante las dichosas enfermedades menores que me libraban del colegio. Nada se decía de Francisco Carraciolo.
Pero fui a dar unas páginas encabezadas por títulos píos: Recibe Rosa visitas del cielo; Rosa pelea con el diablo; El prodigio de la imagen que suda.
Y una orla festoneada en que se enredaban palabras latinas: Sanctae Rosae Limanae, Virginis. Vatronae principalis totius American Latinae. Y esta letrilla de la santa, apasionadamente elevada al Esposo:
¡Ay de mí! ¿A mi querido
quién le suspende?
Tarda y es mediodía,
pero no viene.
Un doloroso amargor se hinchó en mi garganta al evocar, a través del idioma de mi infancia, demasiadas cosas juntas. Decididamente, estas vacaciones me ablandaban. Tomé lo que quedaba del jerez y me asomé nuevamente a la ventana. Los niños que jugaban bajo los cuatro abetos polvorientos del Parque Modelo dejaban a ratos sus castillos de arena gris para envidiar a los pillos metidos en el agua de una fuente municipal, que nadaban entre jirones de periódicos y colillas de cigarros. Esto me sugirió la idea de ir a alguna piscina para hacer ejercicio. No debía quedarme en la casa en compañía de mí mismo.
Al buscar el traje de baño, que no aparecía en los armarios, se me ocurrió que fuera más sano tomar un tren y bajarme donde hubiera bosques, para respirar aire puro. Y ya me encaminaba hacia la estación del ferrocarril, cuando me detuve ante el Museo donde se inauguraba una gran exposición de arte abstracto, anunciada por móviles colgados de pértigas, cuyos hongos, estrellas y lazos de madera, giraban en un aire oliente a barniz. Iba a subir por la escalinata cuando vi que paraba, muy cerca, el autobús del Planetarium, cuya visita me pareció muy necesaria, de repente, para sugerir ideas a Mouche acerca de la nueva decoración de su estudio. Pero como el autobús tardaba demasiado en salir, acabé por andar tontamente, aturdido por tantas posibilidades, deteniéndome en la primera esquina para seguir los dibujos que sobre la acera trazaba, con tizas de colores, un lisiado con muchas medallas militares en el pecho. Roto el desaforado ritmo de mis días, liberado, por tres semanas, de la empresa nutricia que me había comprado ya varios años de vida, no sabía cómo aprovechar el ocio. Estaba como enfermo de súbito descanso, desorientado en calles conocidas, indeciso ante deseos que no acababan de serlo.
Tenía ganas de comprar aquella Odisea, o bien las últimas novelas policíacas, o bien esas Comedias Americanas de Lope que se ofrecían en la vitrina de Brentano's, para volverme a encontrar con el idioma que nunca usaba, aunque sólo podía multiplicar en español y sumar con el «llevo tanto». Pero ahí estaba también el Prometbeus Unbound, que me apartó prestamente de los libros, pues su título estaba demasiado ligado al viejo proyecto de una composición que, luego de un preludio rematado por un gran coral de metales, no había pasado, en el recitativo inicial de Prometeo, del soberbio grito de rebeldía: «...regard this Earth — Made multitudinous with thy slaves, whom thou — requitest for kneeworship, prayer, and praise, — and toil, and hecatombs of broken heart, — with fear and self-contempt and barren bope». La verdad era que, al tener tiempo para detenerme ante ellas, al cabo de meses de ignorarlas, las tiendas me hablaban demasiado. Era, aquí, un mapa de islas rodeadas de galeones y Rosas de los Vientos; más adelante, un tratado de organografía; más allá, un retrato de Ruth, luciendo diamantes de prestado, para propaganda de un joyero. El recuerdo de su viaje me produjo una repentina irritación: era ella, realmente, a la que yo estaba persiguiendo ahora; la única persona que deseaba tener a mi lado, en esta tarde sofocante y aneblada, cuyo cielo se ensombrecía tras de la monótona agitación de los primeros anuncios luminosos. Pero otra vez un texto, un escenario, una distancia, se interponía entre nuestros cuerpos, que no volvían a encontrar ya, en la Convivencia del Séptimo Día, la alegría de los acoplamientos primeros.
Era temprano para ir a casa de Mouche. Hastiado de tener que elegir caminos entre tanta gente que andaba en sentido contrario, rompiendo papeles plateados o pelando naranjas con los dedos, quise ir hacia donde había árboles. Y me había librado ya de quienes regresaban de los estadios mimando deportes en la discusión, cuando unas gotas frías rozaron el dorso de mis manos. Al cabo de un tiempo cuya medida escapa, ahora, a mis nociones —por una aparente brevedad de transcurso en un proceso de dilatación y recurrencia que entonces me hubiera sido insospechable—, recuerdo esas gotas cayendo sobre mi piel en deleitosos alfilerazos, como si hubiesen sido la advertencia primera —ininteligible para mí, entonces— del encuentro. Encuentro trivial, en cierto modo, como son, aparentemente todos los encuentros cuyo verdadero significado sólo se revelará más tarde, en el tejido de sus implicaciones...
Debemos buscar el comienzo de todo, de seguro, en la nube que reventó en lluvia aquella tarde, con tan inesperada violencia que sus truenos parecían truenos de otra latitud.
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