La hipótesis de Justo
Introducción
América Latina como una unidad problemática
La primera dificultad con que se enfrenta una tentativa de reconstrucción de las características distintivas del marxismo en América Latina reside en el propio campo geográfico presupuesto en el análisis. ¿Hasta qué punto las diversas formaciones sociales latinoamericanas constituyen un conjunto único posible de identificar con tal categoría?1 La presencia en la historia de nuestros pueblos de una civilización, una lengua, una religión, un pasado comunes, ¿es suficiente para definir un complejo social único, con una identidad propia, de una fuerza tal como para que se imponga por sobre las profundas diferencias surgidas en más de siglo y medio de vida independiente de los estados nacionales que la integran? ¿Puede sostenerse con razones valederas la presencia continental de una suerte de comunidad de destino (en el sentido baueriano) que unifique en un todo abarcable y definible una realidad indiscutiblemente diferenciada? Una respuesta positiva a estas preguntas, que menosprecie sus niveles de problematicidad, conlleva el riesgo de conducir el análisis hacia el peligroso terreno de una tipologización de corte sociologista que destruya o silencie el tejido “nacional” en el que las historias diferenciadas de las clases obreras y populares latinoamericanas se constituyeron como tales. Pero el camino alternativo de enfatizar las singularidades históricas y sociológicas de cada uno de los países que con-forman ese no siempre claramente definible mundo de naciones que es nuestro continente, no acierta a explicar las razones de la permanencia del problema, el porqué de la pertinaz reiteración de la temática de la unidad latinoamericana. De un modo u otro, la existencia de un sentimiento latinoamericano en estado virtual o latente nos habla, sin duda, de algo más fuerte que nos remite a un patrimonio de experiencias comunes instalado en el inconsciente colectivo. El hecho de que este sentimiento de pertenencia haya reconocido históricamente momentos de virtualidad y de latencia indica, sin embargo, que ese conjunto histórico-social ambiguo y polivalente sufre procesos de constitución y de desconstitución, momentos de vida intensamente colectiva y unitaria y momentos de desintegración y ofuscamiento del espíritu continentalista.
La problematicidad de la categoría “América Latina” encuentra así su fundamento y su explicación en su necesidad de dar cuenta de una realidad no preconstituida sino en formación, cuya morfología concreta no puede ser concebida como la “mundanización” de un a priori, sino como un producto histórico en prolongado proceso de constitución, pero que puede ser posible como tal por la presencia de un terreno histórico común que se remonta a una matriz contradictoria pero única. El carácter asumido por la colonización europea y luego por la guerra de independencia, la decisiva impronta que las estructuras coloniales dejaron en herencia a las repúblicas latinoamericanas sin que éstas pudieran aún hoy superarla del todo; el fenómeno común de la inclusión masiva en un mercado mundial que las colocó en una situación de dependencia económica y financiera de las economías capitalistas de los países centrales; el papel excepcional desempeñado en nuestros países por los intelectuales en cuanto suscitadores y organizadores de una problemática ideológica y cultural común; las luchas que las clases populares, con todo lo ambiguo y diferenciado según las épocas históricas que tiene la expresión, entablaron por conquistar para cada uno de sus países y para todos en su conjunto un espacio “nacional” y “continental” propio, una real y efectiva independencia nacional, son todos elementos que contribuyen a mostrar la presencia de esta matriz única sobre la que se funda la posibilidad del concepto.
De todas maneras, y aun reconociendo la existencia de un filón latinoamericanista que en determinados momentos emergió con fuerte densidad histórica y con capacidad aglutinadora (la guerra de independencia, el proyecto bolivariano, el antimperialismo de fuerte tono anticapitalista de comienzos de siglo, el redescubrimiento de la unidad continental bajo la envoltura de la Reforma universitaria de los años veinte, el viraje latinoamericanista como producto de la fulgurante experiencia de la revolución cubana en los años sesenta), la imposibilidad de definir con nitidez la condición “latinoamericana” de nuestros pueblos remite a un problema más general cuya dilucidación tuvo profundas implicaciones sobre la “difusión” del marxismo en un contexto histórico diferente de aquel en que se constituyó como doctrina, y sobre el carácter que adoptó en algunas tentativas de recomposición teórica y política.
Para decirlo en pocas palabras, el problema surgía por la ubicación anómala de nuestra región en ese mundo dividido y cada vez más diferenciado entre los países capitalistas modernos y aquellos otros definidos como coloniales y atrasados que, desde el advenimiento del imperialismo en las últimas décadas del siglo pasado, se abre paso con una fuerza incontrastable. La condición ni periférica ni central del subcontinente; la autonomía de sus formas estatales y la ausencia de dominación política directa por parte de los países centrales conquistada por la mayoría de las naciones latinoamericanas ya desde la guerra de independencia; la existencia de fuertes movimientos nacionales y populares orientados a la conquista de un espacio “nacional” propio; el elevado grado de organización institucional, ideológica y política de las clases gobernantes en países que, como Chile, Argentina y Uruguay, por ejemplo, reproducían con bastante fidelidad procesos, ya conocidos en Europa, de construcción de ciertos estados nacionales; el carácter netamente capitalista de la evolución económico-social, política y cultural de la mayoría de los países, indican la existencia de características distintivas que no permiten una identificación simplista con ese mundo asiático o africano que la Tercera Internacional clasificó genéricamente como “países coloniales y semicoloniales”. Más bien admiten una aproximación a Europa, a esa Europa de “capitalismo periférico” que Gramsci ejemplificaba con los casos de Italia, España, Polonia y Portugal, y en los que la articulación entre sociedad y Estado estaba fuertemente signada por la presencia de un variadísimo espectro de clases intermedias “que quieren, y en cierta medida logran, llevar una política propia, con ideologías que a menudo influyen sobre vastos estratos del proletariado, pero que tienen una particular sugestión sobre las masas campesinas”.2
Una diferenciación neta respecto del mundo oriental y una búsqueda de identidad en la proximidad de Europa comportan, no obstante, un riesgo que el pensamiento social latinoamericano no ha logrado todavía hoy sortear con éxito, aunque la crisis de las formas teóricas de su resolución haya permitido alcanzar en el presente una aguda conciencia de la imposibilidad de resolver el problema en los términos en que históricamente se planteó. El riesgo está en que en la misma idea de “aproximación” subyace implícita la posibilidad de desplazar la comparación del terreno hasta cierto punto exterior de una semejanza hacia una relación más interna, más estructural, de identidad fundante de una evolución capaz de suturar en un futuro previsible los desniveles existentes. Al aproximarnos a Europa es lógico que acabáramos por pensar a nuestras sociedades como formando parte de una realidad destinada inexorablemente a devenir Europa. En tal caso, nuestra anomalía no requeriría de un sitio propio en la clasificación, puesto que sólo indicaría una atipicidad transitoria, una desviación de un esquema hipostatizado de capitalismo y de relaciones entre las clases adoptado como modelo “clásico”. Pero en la medida en que un razonamiento analógico es por su propia naturaleza de carácter hipotético o, para decirlo de otro modo, contrafáctico, las interpretaciones basadas en la identidad de América con Europa, o más en general con Occidente, no representaban en realidad sino transfiguraciones ideológicas de propuestas políticas modernizantes. La dilucidación del carácter histórico de las sociedades latinoamericanas, como señala agudamente Chiaramonte, constituirá “una suerte de preámbulo al análisis del problema de su transformación”;3 en el fondo, y no siempre claramente explicitado, era el aspecto teórico del abordaje de un problema de naturaleza esencialmente política. No interesaba tanto la realidad efectiva como la estrategia a implementar para modificarla en un sentido previamente establecido.
Prácticamente desde el inicio de la vida independiente de sus naciones, la especificidad latinoamericana fue definida por los historiadores y políticos de la región —funciones ambas que no por casualidad fueron cumplidas en buena parte y hasta avanzado el siglo XX por los mismos individuos— en forma negativa, como una herencia colonial a superar. Y esto explica que la investigación se orientara fundamentalmente a explicar las razones de las desviaciones con respecto a un patrón de normalidad idealizado y que encontró en la historia distintos sitios de representación. Aunque Inglaterra y Francia fueron en las primeras épocas los ejemplos paradigmáticos, acabaron siendo los Estados Unidos el espejo en el que las jóvenes repúblicas latinoamericanas desearon reflejarse. Y esto por el hecho de que esa gran nación “americana” graficaba de manera incontrovertible cómo una diversidad de origen podía conducir a un país americano a una diversidad de destino. Y aunque la reacción modernista cuestione a comienzos de siglo el materialismo utilitario y maquinizado que pervertía la democracia tocquevilliana, no lo hacía para descalificar el ejemplo sino para asignar a la herencia cultural grecolatina y cristiana de América Latina la función de completarlo en una síntesis ideal confiada a los resultados del progreso evolutivo.
La ruptura del orden colonial fragmentó el vasto patrimonio de la historia cultural de nuestros pueblos haciendo emerger la pregunta por una identidad que no aparecía claramente inscripta en la lógica de hechos totalmente nuevos, contradictorios y, las más de las veces, desalentadores. El debate en pro o en contra de Europa no podía dejar de fundarse en proyectos o exigencias que encontraban su referente en la propia historia europea. Y si las corrientes liberales y democráticas propugnaban transformaciones que permitieran la conquista de la civilización, del progreso y de la libertad que visualizaban en las naciones capitalistas modernas, aquellas otras corrientes de raíz conservadora pugnaban por el mantenimiento o la reconquista de estructuras económico-sociales y de poder alejadas del materialismo, de la ausencia de solidaridad, de proletarización de las masas y de perversión de la vida humana, de desorden social y revoluciones, de la aparición de fenómenos aterrorizadores bajo las formas de socialismo, comunismo, anarquismo, ateísmo y nihilismo, que descubrían en aquellas mismas naciones y que veían insinuarse en sus propios países. Si para los primeros debía ser tomado como ejemplo el nuevo orden social iniciado en Europa con la Revolución Francesa, y al que el terror provocado por la revolución de 1848 frenó en sus impulsos más radicales y democráticos, sin anular sus tendencias liberales moderadas, para los segundos, en cambio, la adopción de formas políticas que remedaban el absolutismo y que se alimentaban de ideologías fuertemente conservadoras y autoritarias podía constituir el único dique de contención para la marea jacobina que amenazaba destruir al mundo. La discusión, por tanto, no versaba sobre el apoyo o el rechazo de Europa, sino sobre cuál época de su historia podía servir de fuente de inspiración y de modelo a seguir.
Colocados en esta perspectiva, la historia del marxismo en América Latina puede ser analizada como formando parte de la historia de las diversas formulaciones teóricas y resoluciones prácticas que sucesivamente el pensamiento latinoamericano fue dando a este problema. Hecho que, bien mirado, constituye una demostración de cómo, aun en sus momentos de mayor exterioridad, el marxismo fue parte de nuestra realidad, aunque mostrara una evidente incapacidad para descifrarla en su conjunto y para convertirse —como postulaba Engels— en una expresión “originaria” de ella. Su suerte fue en buena parte la suerte corrida por todo el pensamiento latinoamericano, por lo que hablar, como aún hoy se hace, de su insuperable limitación “europeísta”, pretendiendo de tal modo contraponerlo a otras corrientes de pensamiento no sabemos por qué razones exentas de tal estigma, no es sino una forma extravagante y caprichosa de desconocer que el pensamiento europeo fue en América Latina un presupuesto universal por todos reconocido para sistematizar de una manera racional cualquier tipo de reflexión sobre su naturaleza y sus características definitorias. Y fue ésta sin duda la razón que impulsó a una de las inteligencias más advertidas del problema a enfatizar, en la advertencia de un libro que signó una nueva estación del marxismo latinoamericano, que “no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeos y occidentales”.4 A partir de este reconocimiento, es posible sostener que el camino recorrido por el marxismo en América Latina, desde el carácter preferentemente difusivo que, como es lógico, tuvo en sus inicios, hasta el intento de adecuación a las nuevas condiciones de la sociedad argentina realizado por Juan B. Justo, y las tentativas de recomposición de sus formas teóricas y de sus propuestas prácticas ensayadas a fines de los años veinte —cuando el debate entre José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre hizo emerger por vez primera con rasgos diferenciados y logró describir en sus formas generales los problemas de la transformación que en estado práctico la revolución mexicana venía planteando desde 1910— debe ser visto no tanto como un resultado necesario de las dificultades insuperables de una ideología congénitamente inadecuada para pensar una realidad excéntrica, sino como el indicador de las limitaciones prácticas, y como consecuencia también teóricas, de ese movimiento real representado por las clases trabajadoras en proceso de constitución desde fines de siglo.
La herencia histórica del movimiento obrero, no importa cuál sea la orientación ideológica que finalmente en él predomine, es siempre la expresión compleja y contradictoria de las distintas fases de una lucha de clases que opera en el interior del tejido histórico en el que la clase obrera se constituye como tal, crece y se autoorganiza. En cuanto forma teórica de este movimiento real, las limitaciones e incapacidades del marxismo para abrirse paso en el interior de esta nueva realidad remiten a dos campos de problemas que en América Latina fueron abordados y resueltos en la teoría y en la práctica de manera tal que el resultado no fue, en modo alguno, el previsto. La visión tan cara a ciertas corrientes marxistas de una determinación “socialista” de la clase obrera fue contradicha por una realidad que, como tal, no podía dejar de cuestionar los presupuestos sobre los que dicha visión se fundaba. Si socialismo y movimiento obrero son aún hoy en Europa dos aspectos de una misma realidad —por más contradictorias y nacionalmente diferenciadas que se evidencien sus relaciones—, en América Latina constituyen dos historias paralelas que en contadas ocasiones se identificaron y que en la mayoría de los casos se mantuvieron ajenas y hasta opuestas entre sí. Ni la historia del socialismo latinoamericano resume la historia del movimiento obrero, ni la de éste encuentra plena expresión en aquélla.
Esos dos campos problemáticos a los que hicimos mención se refieren en esencia a la forma teórica en que el marxismo se introdujo y difundió en América Latina, y a la morfología concreta y diferenciada que tuvo en nuestra región el proceso de constitución de un proletariado “moderno”. En nuestra opinión, es el segundo campo de problemas el más importante y hasta cierto punto el decisivo, puesto que fija las condiciones y modalidades de los niveles globales de la lucha de clases y por tanto la forma de la teoría. Y no podemos dejar de recordar que es precisamente aquí donde el marxismo latinoamericano mostró una notable incapacidad analítica, de modo tal que, en vez de representar las formas teóricas del proceso de construcción política de un movimiento social transformador, fue, en realidad, o un mero reflejo del movimiento o una estéril filosofía de un modelo alternativo. Sin embargo, la naturaleza del presente trabajo nos obliga a analizar aquí el primero de los problemas, referido a la forma teórica del marxismo latinoamericano, en la experiencia concreta del primer intento de pensamiento y de acción por establecer una relación políticamente productiva entre teoría y movimiento social.
1 Las variaciones históricas en la designación de las naciones surgidas de la desintegración del imperio español —y portugués— muestran la existencia de esa dificultad en el mismo vocabulario. De modo tal que podríamos ensayar una reconstrucción histórica de la constitución del objeto histórico “América Latina” estudiando simplemente la variación de sus designaciones. Véase en tal sentido la síntesis ofrecida por José Aricó, Marx y América Latina, Lima, Cedep, 1980, pp. 107-112
2 Antonio Gramsci, “Un esame della situazione italiana”, en La costruzione del partito comunista (1923-1926), Turín, Einaudi, 1971, p. 122. Sobre los recaudos a que obliga la utilización de esta categoría de “capitalismo periférico” véanse las utilísimas consideraciones hechas por Juan Carlos Portantiero en Los usos de Gramsci (México, Folios Ediciones, 1981, pp. 123-132). Refiriéndose a los países latinoamericanos arriba mencionados, Portantiero destaca que, más allá de los rasgos comunes que los aproximan a esas naciones europeas periféricas y de tardía maduración capitalista, en los primeros aparece con mayor claridad que en las segundas el papel excepcional desempeñado por el Estado y la política en la construcción de la sociedad. Aunque se trata de un Estado —aclara— “que si bien intenta constituir la comunidad nacional no alcanza los grados de autonomía y soberanía de los modelos bismarckianos o bonapartistas” (op. cit., p. 127).
3 José Carlos Chiaramonte, “El problema del tipo histórico de sociedad: crítica de sus supuestos”, en Historia y sociedad, segunda época, núm. 5, 1975, p. 109. Es ese condicionante político el que explica su constante reiteración en la historia, en la medida en que su dilucidación era considerada como un prerrequisito para decidir el tipo de transformaciones a encarar en el presente. Sin embargo, este condicionante político que en los historiadores de fines de siglo aparece claramente explicitado se obnubila por completo con la introducción de una perspectiva marxista. La aplicación inadecuada de los criterios metodológicos del pensamiento marxista a un objeto histórico cuya naturaleza intrínseca era apriorísticamente equiparada a la que permitió su elaboración y sus aplicaciones relevantes, conducía necesariamente a un error “que condicionó toda la historia de este problema y lo convirtió en un gran equívoco” (op. cit., p. 111).
4 José Carlos Mariátegui, 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana, en Obras Completas, vol. 2, Lima, Biblioteca Amauta, 1977, p. 12.
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