1
El mandato de mi voz interior, o cómo tomé la decisión de escribir estas memorias vacunas.
Recuerdo de una nevada.
ERA una noche de rayos y de truenos, y los ruidos y el jaleo del temporal acabaron por despertarme casi del todo.
—Escucha, hija mía, ¿acaso no ha llegado la hora? ¿Acaso no es el momento adecuado, correcto y conveniente? —me preguntó entonces mi voz interior. Y poco después, sin darme un respiro siquiera para despabilarme completamente—: Pero ¿no has de abandonar el sueño y la molicie? ¿No has de acogerte a la excelente y fructífera luz? Dímelo en dos palabras y con el corazón en la mano, ¿acaso no ha llegado la hora? ¿Acaso no es el momento adecuado, correcto y conveniente?
Esta voz interior mía tiene una lengua muy remilgada y muy llena de cumplidos, y por lo visto no puede hablar como todo el mundo, llamando a la hierba «hierba» y a la paja «paja»; si por ella fuera, a la hierba tendríamos que decirle «el saludable alimento que para nosotras crió la madre tierra», y a la paja, «el no saludable alimento necesario para los casos en los que el bueno falta y declina». Sí, así habla esa voz que escucho dentro de mí, con lo que resulta que se alarga una barbaridad cada vez que quiere explicar algo, con lo que resulta que la mayor parte de sus asuntos se hacen muy aburridos, con lo que resulta que hay que cargarse de paciencia para atenderla sin ponerse a gritar. Y aun poniéndose a gritar, da lo mismo, porque la voz no se va de su sitio, no hay manera de que desaparezca.
—No puede desaparecer porque se trata de nuestro Ángel de la Guarda —me dijo una vez, cuando todavía era joven, una vaca de cierta edad llamada Bidani—. Alegría debía darte saber que él está dentro de ti. Te será el mejor de los amigos en esta vida, y te confortará siempre que te encuentres sola. ¿Que te ves en el aprieto de tener que elegir algo? Pues nada, le escuchas a él, que él te indicará la elección mejor. ¿Que alguna vez te encuentras en grave peligro? Pues confía, deja tu vida en manos del Ángel de la Guarda, él guiará tus pasos.
—¿Me lo tengo que creer? —pregunté a Bidani.
—Pues claro que sí —me respondió ella con algo de arrogancia.
—Pues, usted perdone, pero no le creo ni palabra.
¿Qué le iba a decir? Ella era de más edad que yo, de eso no cabía duda, pero también muy crédula en comparación conmigo. Porque la verdad es que todavía no ha nacido quien me demuestre qué es el Ángel de la Guarda, y así las cosas prefiero no creérmelo. Yo soy de ese pelaje: cuando algo está claro, cuando por ejemplo me ponen delante un montoncillo de alholva y me dicen «Esto es alholva», entonces voy yo, lo huelo y digo, «Sí, esto es alholva», reconozco la verdad; pero de lo contrario, no habiendo pruebas, o cuando la prueba ni siquiera huele, entonces yo prefiero no creer. Como dice el refrán:
¿Qué creías que era vivir?
¿Creérselo todo y echarse a dormir?
No señor, eso no es vivir, eso es hacer el tonto y comportarse como los del género ovejuno.
—No acabas de comprender, joven —insistió Bidani con la misma arrogancia que antes—. El Ángel de la Guarda no puede oler a nada. Como ángel que es, está en nuestro interior como un espíritu, sin ocupar ningún sitio.
—Se merecería usted ser oveja —le respondí con todo mi descaro, y dándome la vuelta me fui.
Pero sea como sea, creyendo o sin creer, aquella voz interior siempre estaba allí, y no me quedaba más remedio que admitir la realidad. Le llamara Ángel de la Guarda, le llamara Espíritu, Voz, Conciencia o lo que se quiera, tanto con un nombre como con otro, aquello siempre estaba dentro de mí.
—¿Cuál es su nombre? —le pregunté un día a la voz. Era en la época en la que todavía le hablaba con respeto, de muy joven.
—El que tú quieras, hija mía. En lo que se refiere a mí, todo está en tus manos, soy tu servidor. Y, dicho sea de paso, es una servidumbre que acepto muy gustoso.
—Sí, claro, cómo no. Pero respóndame, por favor: ¿cómo se llama?
—Discúlpame, hija, pero tal como hace poco te he explicado, estoy a tus órdenes. A la dueña corresponde bautizar a su criado.
—¡Pues sí que eres pesado! —me enfadé al final—. ¡Más pesado que el mismísimo piojo! No sé si eres un ángel o un espíritu maligno, no sé tampoco por qué motivo estás dentro de mí, pero sé cómo eres, ¡ya lo creo que lo sé! ¡Eres de los que siempre tienen que salirse con la suya! ¡Así es como eres!
Entonces, y con la pizca de rabia que sentía, tomé una decisión: que a aquel supuesto Ángel de la Guarda yo le iba a llamar El Pesado. Y desde aquel día no ha sido otro para mí: El Pesado, Pesado y Pesado. El Pesado, Pesado y Pesado.
—No puede afirmarse que sea el nombre más bonito del mundo —oí entonces—, pero tampoco es el más feo ni el más desagradable.
A pesar de los pesares, y dicho lo dicho, en un principio no tenía mala opinión de aquel Pesado de mi interior, y hasta les daba su poco de razón a los que me hablaban a favor suyo. A ratos me parecía mi mejor amigo, buen compañero para los momentos gratos y mejor en los amargos, y cuando me hablaba lo escuchaba con gusto. Recuerdo, en este sentido, lo sucedido el primer invierno de mi vida. ¡Entonces sí que me hizo compañía! ¡Sí que se portó entonces como un verdadero amigo! Todo sucedió un día de nevada.
—Mira, hija mía, está nevando —me dijo él desde dentro—. Ha empezado a nevar y estamos bastante lejos de casa. Convendría que fueras bajando del monte.
—¿Bajar del monte? ¡Que te crees tú eso! —le contesté con un desplante. Y es que se trataba de la primera vez que yo veía nieve, y no advertía el peligro de los copos que sentía deshacerse en mi espalda. Y con eso, me apliqué de nuevo a comer hierba con toda mi atención, porque, esto también hay que decirlo, yo me pierdo por la hierba cortita y sabrosa de los lugares altos, nunca me he conformado con las insulsas hierbas de los prados.
No sé cuánto tiempo pasó mientras comía la hierba chiquita sin levantar la cabeza, pero mucho no sería, no creo. Puede que media hora, puede que la hora entera. Sin embargo, a causa de la nieve caída, enseguida me fue imposible seguir comiendo. Estiraba la boca en busca de más hierba, y lo que metía en ella era un bocado de hielo. Hozaba la tierra como había visto a los cerdos, y lo mismo, otro trozo que me producía escalofríos. Me enderecé irritada y miré a mi alrededor. Y entonces sí, entonces sí que me asusté. El paisaje que vi alrededor no era para menos.
Una roca negra y mucha nieve, allí no había otra cosa. El yerbal donde había estado comiendo estaba blanco; y blanco igualmente el de más allá; y todos los demás también blancos. Por otra parte, el camino que los atravesaba para luego bajar hasta mi casa no se veía por ningún sitio, había desaparecido en aquella blancura.
—Pero ¿qué pasa aquí? ¿Cómo voy yo ahora a casa? —me dije dando unos pasos hacia la roca negra. Estaba un poco apurada.
Di un bramido, a ver si alguna compañera del establo contestaba y me orientaba hacia el camino de casa, pero el silencio se lo tragó igualito que un sapo se traga una mosca, y allí se acabaron mis llamadas. Y otra vez el silencio, la blancura de la nieve, la negritud de aquella roca. Y durante todo ese rato, El Pesado sin decir esta boca es mía. Se ve que estaba dolido por la mala contestación que le había dado antes.
La blancura seguía igual de blanca cuando apareció la primera estrella, y también cuando apareció la segunda. Y cuando aparecieron la tercera, la cuarta y la quinta, lo mismo. Pronto le tocó el turno a la luna, y ella sí que cambió algo, añadió unas sombras al paisaje. Poca cosa, de todas formas. La blancura ocupaba la mayor parte. Y allí estaba yo, y estaba como dice el refrán:
Nieve en el monte, no hay vaca que soporte.
Yo era esa vaca, efectivamente, y estaba aburridísima. ¿Hacia dónde quedaba el camino de casa? ¿Es que no iba a aparecer? Pues no, no había visos de que fuera a aparecer.
—¡Bueno! ¿No piensas decirme nada, Pesado? —exclamé al final. De veras, tenía que hacer algo, salir de aquella situación. Si no, podía morirme de asco.
—Voy a decirte unas palabras, pero no las que tú quieres oír.
Saltaba a la vista que estaba enfadado, porque ni siquiera me llamaba «hija mía». Y ahora que lo pienso, el mismo Pesado tenía que ser muy joven en aquella época; de lo contrario, no se habría enfadado por una mala contestación. Peores le doy ahora, y ni se inmuta. Pero, claro, ahora siempre acabo por obedecer y por hacer lo que él quiere que haga.
—Pues habla. Con lo harta que estoy, te escucharía cualquier cosa —le respondí.
—Me debes una disculpa. Cuando, por la nieve que caía, te he pedido que volvieras a casa, no tenías por qué obedecerme. Siendo así que eres libre, puedes hacer lo que te apetezca. Pero a lo que no tienes derecho, hija, es a contestarme con ordinariez, grosería y malos modos. A eso no tienes derecho, hija mía. Lo primero es la educación, y luego lo demás.
Miré a la izquierda y a la derecha, miré a un lado de la roca negra, miré al otro, miré a todas partes, y nada: ni rastro del camino. El monte se veía blanco de nieve o negro de noche, no había términos medios. Yo estaba muy aburrida y muy fastidiada.
—¡Perdona! —exclamé al final.
—Estás perdonada, naturalmente —dijo El Pesado con muy buen talante, olvidándose de su enfado. Y añadió poco después, con un suspiro—: ¡Fíjate dónde hemos venido a parar ahora!
—¿Dónde? —me animé. Aquello era lo que yo quería saber, dónde estaba exactamente y en qué dirección podía ir a casa. Pero El Pesado iba a otra historia.
—Estamos en un desierto, hija mía. Eso es lo que yo diría, que nos ha venido del cielo un desierto blanco, y pieza a pieza, además. ¡Qué soledad! ¡Qué desolación! ¡Aquí se ve nuestra pequeñez y nuestra poquedad!
—Siendo vaca, ¡qué quieres! ¡Qué se puede esperar de las vacas! Las vacas no somos nada —exclamé en un arrebato de sinceridad. Porque, efectivamente, ser vaca nunca me ha parecido una cosa del otro mundo. A mi modo de ver, nosotras las vacas pasamos por esta vida sin pena ni gloria, por ese camino vulgar de la medianía, y, a decir verdad y por triste que resulte, a quien más nos parecemos es a las ovejas. Ya lo dice el refrán:
La vaca y la oveja, una vaga y la otra floja.
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