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Los seis signos de la luz
La víspera del solsticio de invierno
–¡Demasiados niños! –exclamó James, dando un por tazo.
–¿Qué? –se sorprendió Will.
–Hay demasiados niños en esta familia, eso es lo que pasa. Te lo digo yo: ¡demasiados! –James estaba de pie en el pasillo, echando chispas como una pequeña locomotora en fadada; luego, dando grandes zancadas, se dirigió al asien to que había bajo la ventana y se quedó contemplando el jardín.
Will dejó su libro y retiró las piernas para hacerle espacio.
–Ya he oído los gritos –dijo con la barbilla entre las rodillas.
–No pasa nada, en realidad; solo que la estúpida de Bar bara va de mandona. Que si recoge esto, que si no toques aquello... ¡Y Mary, metiendo cizaña y dando órdenes! Aun que esta casa parece enorme, siempre te encuentras a gente por en medio.
Se quedaron mirando por la ventana. La nieve caía fina, como si deseara disculparse. La ancha llanura gris que se ex tendía delante de la casa era el césped, desde donde brota ban desordenados los árboles del huerto, distantes, todavía sumidos en la obscuridad. Las superficies blancas y cuadradas que asomaban desperdigadas eran los tejados del garaje, el antiguo establo, las conejeras y los corrales de gallinas. A lo lejos solo se divisaban los llanos campos de la granja de los Dawson, unas tenues rayas blancas. El cielo entero era gris, cargado de una nieve que se negaba a caer. En ningún lado podía verse color alguno.
–Faltan cuatro días para Navidad –dijo Will–. ¡Ojalá nevara de verdad!
–Y mañana es tu cumpleaños.
–Hum.
El muchacho iba a hacer ese mismo comentario, pero no quiso que pareciera que intentaba recordárselo a los demás. Por otro lado, lo que más deseaba en el mundo era un rega lo que nadie podía hacerle: nieve. Bella, abundante, una nieve que lo cubriera todo y que, sin embargo, nunca llega ba a tiempo. Al menos ese año no podían decir que no hu bieran caído unos copos grisáceos... ¡Mejor eso que nada!
–Todavía no he dado de comer a los conejos. ¿Quieres venir? –dijo recordando su obligación.
Enfundados en las botas y las bufandas los dos hermanos atravesaron con torpeza la desordenada cocina. Una orques ta sinfónica al completo atronaba desde la radio; Gwen, la hermana mayor, pelaba cebollas cantando, y su madre se afanaba en el horno, agachada y con la cara encendida.
–¡Los conejos! –dijo nada más verlos– ¡Y traed más heno de la granja!
–¡Ya vamos! –le respondió a voces Will.
La radio emitió un repentino y horrible crujido de elec tricidad estática cuando el muchacho pasó junto a la mesa. Will pegó un salto mientras la señora Stanton decía con un chillido:
–¡Apagad esa cosa inmediatamente!
En el exterior los envolvió un silencio repentino. Will hundió un cubo en el contenedor de pienso que había en el establo, cuyo olor recordaba al de una granja. En realidad había sido un establo en el pasado, y ahora tan solo era un edificio alargado y bajo con una techumbre de tejas. Los chicos avanzaron con dificultad entre la fina nieve, dejando obscuras huellas en el suelo helado y duro, hasta que llegaron a unas sólidas madrigueras de madera dispuestas en fila.
Al abrir las portezuelas para rellenar los comederos, Will se detuvo y frunció el entrecejo. Por lo general, los conejos solían apiñarse soñolientos en las esquinas, y solo los gloto nes se acercaban, moviendo el hocico para comer. Ese día los animales parecían inquietos y agitados, y correteaban de arriba abajo, chocando contra las paredes de madera de la jaula; hubo alguno que incluso se apartó atemorizado de un salto cuando el chico abrió las puertas. Al ver a su conejo favorito, que se llamaba Chelsea, Will introdujo el brazo para acariciarlo con cariño detrás de las orejas, pero el ani mal correteó hasta escapar de él y se encogió en un rincón, con los ojos perfilados en rosa mirando fijamente hacia arri ba, petrificados de terror.
–¡Vaya! –exclamó Will consternado–. ¡Eh, James! Fí jate. ¿Qué le pasa? ¿Y qué les pasa a los demás?
–A mí me parece todo normal.
–Bueno, pues a mí no. Todos saltan. Incluso Chelsea. ¡Eh, ven aquí, listo! –ordenó Will en vano.
–¡Qué raro! –dijo James sin el más mínimo interés por lo que sucedía–. Yo diría que te huelen mal las manos. De bes de haber tocado algo que no les gusta. Es lo mismo que les sucede a los perros con los anises, pero al revés.
–Yo no he tocado nada raro. A decir verdad, acababa de lavarme las manos cuando apareciste tú.
–Pues ya lo tienes –afirmó James con rotundidad–.
–Ese es el problema. Jamás te habían visto con las manos tan limpias. Seguro que se morirán todos de un ataque.
–Ja, ja. Muy gracioso. –Will se abalanzó sobre él y am bos lucharon entre risas, mientras el cubo vacío se volcaba y resonaba en el sólido firme. Sin embargo, al echar un vista zo hacia atrás cuando ya se alejaban, el chico vio que los animales seguían moviéndose sin orden ni concierto, y no habían probado la comida, sino que los contemplaban ab sortos, con esos grandes ojos extraños y asustados.
–Imagino que debe de volver a rondar algún zorro –conjeturó James–. Recuerda que se lo diga a mamá.
Los zorros no podían alcanzar a los conejos, parapetados en sus sólidas y resistentes hileras de jaulas, pero los pollos eran más vulnerables; una familia de zorros se coló en uno de los gallineros el invierno anterior y se llevó seis aves bien cebadas al comienzo de la temporada de ventas. La señora Stanton, que confiaba en el dinero que ganaba con los po llos cada año para poder comprar once regalos de Navidad, se puso tan furiosa que se quedó de guardia en el establo dos noches enteras, pero los malhechores no volvieron. Will pensó que si él fuera un zorro, también habría puesto pies en polvorosa; su madre podía haberse casado con un joyero, pero las generaciones de granjeros de Buckinghamshire que pesaban sobre sus espaldas hacían que nadie se la tomara a broma cuando se le despertaban los instintos primitivos.
Tirando de la carretilla, un artilugio casero con una barra que unía los ejes, los dos hermanos tomaron la curva del ca mino de la entrada principal, un sendero poblado de vegeta ción, y salieron a la carretera que llevaba a la granja de los Dawson. Apretaron el paso junto al cementerio, con sus enormes y obscuros tejos asomando sobre el muro desmoro nado; redujeron la velocidad al llegar al bosque de los Grajos en la esquina de la avenida de la Iglesia. El alto bosquecillo de castaños de Indias, con el estridente ruido de los graznidos de los grajos y coronado de la porquería que des prendía el revoltijo de nidos que los pájaros habían ido construyendo al azar, era uno de sus lugares preferidos.
–¡Escucha los grajos! Hay algo que los molesta.
El áspero e irregular coro era ensordecedor, y cuando Will alzó la mirada hacia las copas de los árboles, vio que las aves revoloteaban, obscureciendo el cielo. Batían sus alas sin cesar, aunque sin movimientos bruscos, tan solo se oía esa estrepitosa e inextricable multitud de grajos desplazándose en bandadas.
–¿Hay un búho?
–No van persiguiendo nada. Vamos, Will; pronto obscurecerá.
–Por eso es tan raro que los grajos armen este jaleo. A estas horas todos tendrían que estar recogiéndose para pasar la noche.
Will volvió a apartar la mirada a su pesar, pero entonces, con un gesto rápido, agarró el brazo de su hermano. Vis lumbró un movimiento en la cada vez más obscura avenida que se abría ante ellos. La avenida de la Iglesia discurría en tre el bosque de los Grajos y el cementerio hasta desembo car en la diminuta iglesia local, para seguir luego hasta el río Támesis.
–¡Eh!
–¿Qué sucede?
–Hay alguien allí... O al menos había alguien. Alguien que nos miraba.
–¿Y qué? –exclamó James con un suspiro–. Debe de ser alguien que ha salido a dar un paseo.
–No. –Will entrecerró los ojos nervioso, escudriñando el estrecho margen de la carretera–. Era un hombre de as pecto rarísimo y todo encorvado. Cuando ha visto que lo miraba, ha corrido a ocultarse tras un árbol. Se ha escabulli do, como un escarabajo.
James empujó la carretilla y remontó la carretera, obli gando a Will a correr para mantenerse a su altura.
–En ese caso, solo será un vagabundo. Ni idea, Will. Hoy todo el mundo parece estar chalado: Barb y los cone jos, los grajos también... y ahora tú. ¡Todos dándole al pico! Venga, vamos a buscar ese heno. Quiero merendar.
La carretilla iba dando tumbos sobre los surcos helados en dirección al patio de los Dawson, una gran extensión cuadrada de tierra rodeada de edificios por tres lados; y en tonces notaron el olor familiar de la granja. Debían de haber limpiado el establo de las vacas aquel día; el viejo George, el ganadero desdentado, estaba apilando estiércol en el patio. Levantó una mano para saludarlos. Nada se le escapaba al viejo George; era capaz de ver un halcón lanzándose sobre su presa a más de un kilómetro de distancia. El señor Daw son salió de un establo.
–¡Ah! ¿Heno para la granja de los Stanton? –Era la broma que siempre le hacía a su madre, a propósito de los conejos y los pollos.
–Sí, por favor –respondió James.
–¡Marchando! –exclamó el señor Dawson. El viejo George había desaparecido en el establo–. ¿Va todo bien? Decidle a vuestra madre que mañana me guarde diez pollos; y cuatro conejos también. No me mires así, joven Will. Aunque no vayan a pasar las mejores Navidades de su vida, gracias a ellos los muchachos sí que las disfrutarán.
Se quedó observando el cielo, y Will pensó que una mi rada extraña presidía su moreno y arrugado rostro. En lo alto y recortándose sobre unas nubes grises y bajas dos gra jos negros batían sus alas sin prisa, sobrevolando la granja en un amplio círculo.
–Hoy los grajos meten una bulla espantosa –comentó James–. Will vio a un vagabundo en el bosque.
–¿Cómo era? –preguntó el señor Dawson, mirando bruscamente a Will.
–¡Bah! Un hombre bajito y mayor. Se apartó cuando pasamos.
–Vaya, parece que ya ha salido el Caminante –murmu ró entre dientes el granjero–. Bueno... ¡Así son las cosas!
–Hace mal tiempo para pasear –dijo James en tono alegre. Señaló con la cabeza el cielo hacia el norte, por enci ma del tejado de la granja; las nubes en esa dirección pare cían más obscuras y se agrupaban en unos cúmulos grises con matices amarillentos que no presagiaban nada bueno. El viento, por si fuera poco, se levantaba; les revolvía el pelo mientras se dejaba oír a lo lejos, oscilando entre las copas de los árboles.
–Viene más nieve –dijo el señor Dawson.
–Es un día horroroso –comentó Will de repente, sor prendiéndose de su propia vehemencia; a fin de cuentas, lo que él deseaba era que nevara–. Quiero decir que, en cier to modo, es fantasmagórico –concluyó diciendo con una creciente sensación de inquietud.
–Tendremos una noche muy mala –coincidió el señor Dawson.
–Ahí viene el viejo George con el heno –les inte rrumpió James–. Vamos, Will.
–Ve tú –recalcó el granjero–. Quiero que Will le lle ve a vuestra madre algo que hemos hecho en casa.
El señor Dawson permaneció inmóvil mientras James empujaba la carretilla y se alejaba del establo; tenía las manos enfundadas en los bolsillos de su vieja chaqueta de tweed y contemplaba cómo se obscurecía el cielo.
–El Caminante ya ha salido –repitió–. Será una no che terrible; y mañana... ¡No lo quiero ni pensar!
Se quedó mirando a Will, y el muchacho observó con creciente alarma el curtido rostro y los brillantes ojos ne gros, apenas unos surcos arrugados de tanto mirar a pleno sol, combatiendo la lluvia y el viento. Nunca se había dado cuenta de lo negros que eran los ojos del granjero Dawson: muy raros, entre tantos ojos claros como había en el condado.
–Se acerca tu cumpleaños –dijo el señor Dawson.
–Hum –murmuró Will.
–Tengo algo para ti.
Echó un vistazo rápido al patio y sacó una mano del bol sillo. Will vio que sostenía lo que parecía ser una especie de adorno de metal negro, un círculo aplanado y cuarteado por dos líneas cruzadas. Lo cogió y lo examinó con curiosidad. Era del tamaño de la palma de su mano, y pesaba bastante; supuso que era de hierro forjado, de una factura burda, aun que sin aristas ni ángulos. El hierro estaba frío al contacto de la mano.
–¿Qué es? –preguntó Will.
–De momento digamos que es para guardártelo –ob servó el señor Dawson–. Para guardártelo siempre, y llevarlo siempre contigo. Ponlo en el bolsillo. Venga. Luego pásatelo por el cinturón y lúcelo como una hebilla más.
Will se metió el círculo de hierro en el bolsillo.
–Muchas gracias –dijo tembloroso. El señor Dawson, quien por lo general era un hombre amable, tenía un día de perros.
El granjero siguió mirándolo de manera intensa y des concertante, hasta que el muchacho sintió que la carne se le ponía de gallina; luego le sonrió con una mueca nada alegre, como expresando una especie de angustia.
–Guárdalo bien, Will, y cuanto menos hables de esto, mejor. Lo necesitarás cuando llegue la nieve.
–Venga, vamos –dijo de repente–. La señora Dawson tiene un tarro de picadillo para los pasteles de tu madre.
Se encaminaron hacia la granja. La esposa del granjero no estaba, pero en la puerta les esperaba Maggie Barnes, la lechera de la granja, con su cara redonda y las mejillas colo radas. Es igual que una manzana, pensaba Will. La mucha cha les dedicó una amplia sonrisa mientras sostenía un gran tarro de loza blanca con una lazada roja.
–Gracias, Maggie –dijo el señor Dawson. –La señora dijo que igual usted querría dárselo al joven Will –explicó Maggie–. Ha bajado al pueblo a ver al vi cario por algún asunto. ¿Qué tal está tu hermano mayor, Will?
Siempre decía lo mismo cuando lo veía; se refería a Max, el hermano que había nacido unos años antes que él. La fa milia Stanton se lo tomaba a broma y decía que Maggie be bía los vientos por Max.
–Muy bien, gracias –respondió con educación Will–. Se ha dejado crecer el pelo y parece una chica.
–¡Venga ya! –dijo Maggie con un gritito de alegría. Soltó una risita nerviosa y le dijo adiós con la mano. En el ultimo minuto Will se dio cuenta de que su mirada se posa ba en algo que tenía detrás. Al darse la vuelta, por el rabillo del ojo le pareció ver una señal de movimiento cerca de la verja del patio, como si alguien se agachara para quedar fuera del campo visual. Sin embargo, cuando miró, no vio a nadie.
Con el gran tarro de picadillo encajado entre dos balas de heno, Will y James empujaban la carretilla por el patio. El granjero seguía detrás, en el umbral; Will podía sentir sus ojos observándolos. Miró intranquilo hacia las imponentes nubes, que iban aumentando de tamaño, y casi sin querer deslizó una mano en el bolsillo para tocar el extraño círculo de hierro. «Cuando llegue la nieve.» Parecía que el cielo iba a desplomarse sobre sus cabezas, y Will se preguntó con extrañeza qué estaba pasando.
Uno de los perros de la granja se acercó, dando saltos y moviendo la cola; pero se detuvo en seco unos metros antes y se quedó mirándolos.
–¡Eh! ¡Corredor! –lo llamó Will.
El perro bajó el rabo y gruñó, enseñándoles los dientes. –James! –exclamó Will. –No te hará nada. ¿Qué te pasa? Siguieron avanzando y giraron hacia la carretera. –A mí no me pasa nada –dijo Will, empezando a sentirse asustado de verdad–. Es solo que hay algo raro... Algo terrible. Corredor, Chelsea... Todos los animales me tienen miedo.
El ruido procedente de la bandada de grajos era más in tenso, aun cuando la luz diurna empezaba a menguar. Podían ver los negros pájaros atronando con su canto desde las copas de los árboles, más agitados si cabe, batiendo las alas y dando vueltas sobre sí mismos. Will tenía razón: había un extraño en la avenida, de pie, junto al cementerio.
Era un personaje desgarbado, andrajoso; parecía más un montón de harapos que un hombre. Al verlo de frente, los muchachos disminuyeron la marcha y de manera instintiva se acercaron el uno al otro, protegiéndose tras la carretilla. El vagabundo volvió su greñuda cabeza para mirarlos.
De repente, en una terrible visión borrosa e irreal, un ca ballo con un relincho convulso, se precipitó siniestro desde el cielo, y dos enormes grajos se lanzaron contra el hombre. El vagabundo se tambaleó hacia atrás, gritando y protegién dose el rostro con las manos; los pájaros batieron sus enor mes alas en un negro y maligno torbellino y se marcharon, arremetiendo contra los chicos y desapareciendo luego en el firmamento.
Will y James se quedaron petrificados mientras contem plaban la escena, parapetados contra las balas de heno.
El desconocido se agachó tras la verja.
Kaaaaaaak... Kaaaaak... Un barullo ensordecedor surgía de la frenética bandada del bosque, y entonces otras tres for mas negras se abalanzaron en círculo tras las dos anteriores, bajando como locas hacia el hombre para remontar luego el vuelo. En esa ocasión el vagabundo gritó aterrorizado y sa lió a la carretera dando tumbos, protegiéndose la cabeza to davía con los brazos y ocultando el rostro sin dejar de co rrer. Los muchachos oyeron sus jadeos de terror cuando el hombre pasó junto a ellos y siguió avanzando por la carrete ra hasta llegar a las cercas de la granja de los Dawson, en di rección al pueblo. Vieron su pelo grasiento y gris asomando bajo una vieja gorra sucia. Llevaba un abrigo marrón y he cho jirones que recogía con una cuerda y otra prenda suelta por encima, y calzaba unas viejas botas, con una de las suelas tan desenganchada que lo hacía cojear hacia un lado de ma nera aparatosa y lo obligaba a correr dando saltos. Sin em bargo, no pudieron verle el rostro.
El torbellino que se sucedía en lo alto de sus cabezas iba disminuyendo y el vuelo de las aves se hacía más lento y oblicuo. Los grajos empezaron a posarse en los árboles uno a uno. Seguían gritándose entre sí con gran algarabía, en una prolongada confusión de graznidos, pero desprovistos ahora de la locura y la violencia anteriores. Aturdido y moviendo la cabeza por vez primera, Will notó que algo le rozaba la mejilla, y, poniéndose una mano en el hombro, descubrió una larga pluma negra. La embutió como pudo en el bolsi llo de su chaqueta, con movimientos lentos, como alguien que no está del todo despierto.
Los dos hermanos siguieron caminando, empujando a la vez la carretilla cargada en dirección a la casa, y los grazni dos cesaron a sus espaldas para convertirse en un murmullo que infundía respeto, como el Támesis cuando está crecido en primavera.
James fue el primero en hablar:
–Los grajos no actúan así. No atacan a la gente, ni des cienden tanto cuando no hay espacio suficiente. No hacen nada de todo esto. –No. Es cierto.
Will seguía moviéndose como en sueños, indiferente, sin ser plenamente consciente de nada, salvo de una curiosa y vaga sospecha que iba anidando en su mente. En medio de todo ese estruendo y frenesí, lo había asaltado una repentina y extraña sensación, de una intensidad desconocida; fue consciente de que alguien intentaba decirle algo, algo que no había comprendido porque las palabras le resultaban ininteligibles... y además tampoco se trataba de palabras exactamente. Había notado como una especie de grito si lencioso, pero no había sido capaz de interpretar el mensaje, porque no sabía cómo.
–Ha sido como no tener la radio bien sintonizada –dijo en voz alta.
–¿Qué? –se sorprendió James, pero en realidad no esta ba escuchando–. ¡Qué cosa más rara! Supongo que el vagabundo debía de estar intentando cazar un grajo, y los anima les se han puesto hechos una furia. Te apuesto lo que quieras a que ahora irá a fisgonear para hacerse con alguna gallina o algún conejo. Es extraño que no tuviera un arma. Mejor dile a mamá que deje los perros en el establo esta noche.
Siguió charlando con cordialidad hasta que llegaron a casa y descargaron el heno. Will fue notando con sorpresa que a James la conmoción que les había causado el salvaje y brutal ataque se le escurría de la mente, como el agua que fluye, y que en cuestión de minutos, su hermano ni siquiera recordaba lo que había sucedido.
Algo había borrado de la memoria de James el incidente de aquel día. De golpe. Algo que deseaba que ese secreto se guardara. Algo o alguien que estaba seguro de que eso mis mo también le impediría a Will contarlo.
–Toma. Coge el picadillo de mamá –dijo James–. Entremos o nos congelaremos. El viento sopla con mucha fuerza; no sería mala idea que nos diéramos prisa. –Sí.
Will sentía frío, pero no era a causa del viento que se le vantaba. Sus dedos se aferraron al círculo de hierro que lle vaba en el bolsillo y lo sostuvo con firmeza. El hierro estaba caliente...
El grisáceo panorama se hallaba sumido en sombras cuando regresaron a la cocina. Tras la ventana la pequeña y desven cijada camioneta de su padre quedaba enmarcada por un amarillento haz de luz. En la cocina hacía más ruido y calor que antes. Gwen estaba poniendo la mesa, abriéndose paso con paciencia entre un trío de figuras arrodilladas: el señor Stanton y los gemelos, Robín y Paul, observando con atención una diminuta y desconocida pieza de maquinaria. La radio, al alcance de la voluminosa figura de Mary emitía música pop a toda pastilla. Al acercarse Will, el aparato lan zó de nuevo un quejido agudísimo, y todos se exclamaron e hicieron muecas de disgusto.
–¡Apaga ya eso! –gritó con desesperación la señora Stanton desde el fregadero. No obstante, aunque Mary con un mohín apagó la música chirriante y enlatada, los decibelios apenas variaron. De hecho, cuando estaban casi todos en casa, siempre era igual. Sentados a la mesa, una mesa de madera muy limpia, las voces y las risas de los Stanton reso naban en la amplia cocina con el suelo de gres; los dos pas tores escoceses, Raq y Ci, dormitaban recostados junto al fuego en el otro extremo de la habitación. Will se mantuvo alejado de ellos; no habría podido soportar que sus propios perros le gruñeran. Merendó en silencio y mantuvo el plato y la boca llenos de salchichas para evitar tener que hablar (una merienda que tomaba ese nombre si la señora Stanton lograba prepararla antes de las cinco, o bien la llamaban cena si era más tarde, aunque siempre se trataba de la misma co mida, rica y alimenticia). Nadie notaría que se mantenía al margen de la alegre charla de los Stanton, sobre todo tratán dose del miembro más joven de la familia.
–¿Qué querrás para el té de mañana, Will? –preguntó su madre, haciéndole un gesto con la mano desde el otro lado de la mesa.
–Hígado y beicon, por favor –dijo vagamente.
James no ocultó su enfado.
–¡Cállate! –le recriminó Barbara, con los aires de supe rioridad que da el hecho de tener dieciséis años–. Es su cumpleaños y puede elegir.
–¡Pero hígado precisamente...! –protestó James.
–Pues te aguantas –medió Robin–. El día de tu cum pleaños, si no recuerdo mal, todos tuvimos que comer esa asquerosa coliflor gratulada con queso.
–La hice yo –dijo Gwen–, y no era asquerosa.
–No te lo tomes a mal –se explicó Robin en son de paz– Es que no soporto la coliflor. En fin, ya sabes lo que quiero decir.
–Sí, claro. Lo que no sé es si James lo sabe también.
Robin, un muchacho alto y con voz grave, era el más musculoso de los gemelos y valía más no andarse con bro mas con él.
–Vale, vale –se apresuró a decir James.
–Mañana dos unos, Will –dijo el señor Stanton desde la cabecera de la mesa–. Deberíamos celebrar alguna cere monia especial. Un rito tribal –especificó, sonriendo a su hijo menor; y esbozó una mueca de afecto que transformó su rostro redondo y mofletudo.
–Cuando yo cumplí once años, me pegasteis y me mandasteis a la cama –dijo Mary, desdeñosa.
–¡Cielo santo! –exclamó su madre–. Es curioso que te acuerdes de eso, ¡y vaya manera de describirlo! A decir verdad, te llevaste una buena tunda, y muy merecida, por lo que yo recuerdo.
–Era mi cumpleaños –protestó Mary, sacudiendo su cola de caballo–, y eso no lo olvidaré jamás.
–Espera y verás –replicó Robin con sentido del humor– Tres años no es mucho que digamos.
–Además, tú eras una niña de once años muy pequeña postuló la señora Stanton, masticando mientras reflexio naba.
–¡Ah! ¡Mira qué bien! –exclamó Mary–. Seguro que Will no lo es, claro.
Durante unos instantes todos miraron a Will. El chico parpadeó alarmado ante el círculo de rostros que lo contem plaban y, enterrando los ojos en el plato, frunció el ceño hasta que tan solo quedó visible una espesa cortina de pelo castaño. Le resultaba insoportable que lo mirara tanta gente o, en cualquier caso, más gente de la que uno podía contro lar. Era casi como si lo atacaran, y de repente tuvo la certeza de que podía ser peligroso que tantas personas pensaran en él, todas a la vez, como si algún enemigo pudiera oírlos... –Will es un chico de once años bastante mayor –Gwen dijo finalmente.
–Es casi intemporal –dijo Robin. Ambos adoptaron un tono de voz solemne e indiferente, como si estuvieran hablando de algún extraño que se encontrara en otro lugar. –Dejémoslo ya –dijo Paul de improviso. Era el geme lo más callado, y el genio de la familia también, e incluso quizá un auténtico genio: tocaba la flauta y apenas le impor taba gran cosa más–. ¿Vendrá alguien mañana a merendar, Will?
–No. Angus Macdonald se ha ido a Escocia a pasar las Navidades, y Mike se ha quedado con su abuela en Southall. Me da igual.
Se oyó un estrépito repentino, y por la puerta trasera en tró una bocanada de aire helado. El ruido de unas botas gol peteando el suelo precedió los aspavientos frioleros de un muchacho en el pasillo. Max asomó la cabeza. Su largo pelo estaba mojado y tachonado de estrellitas blancas.
–Lo siento, mamá. Llego tarde. He tenido que venir ca minando desde los campos de las afueras. ¡Uau! Tendrías que ver la que está cayendo: es como una tormenta de nieve.
Se fijó en las miradas atónitas de los presentes y esbozó una sonrisa irónica:
–¿No sabéis que está nevando?
Olvidándose de todo por unos instantes, Will lanzó un grito de alegría y junto a James se abrió paso hacia la puerta.
–Nieve de verdad? ¿Gruesa?
–Yo diría que sí –dijo Max, salpicándoles de gotas al zafarse de la bufanda. Era el hermano mayor, sin contar a Stephen, quien llevaba años en la Marina y raras veces venía a casa–. Mirad.
La puerta chirrió al abrirla, y las ráfagas del viento vol vieron a penetrar en la casa. Al mirar fuera, Will vio una ne blina blanca y brillante entre la que se distinguían gruesos copos de nieve. Los árboles y los arbustos se habían vuelto invisibles bajo la nevada que se arremolinaba en el paisaje. Desde la cocina se oyó un coro de protestas:
–¡Cerrad la puerta!
–Ahí tienes tu ceremonia, Will –comentó su padre–. Justo a tiempo.
Bastante más tarde, al irse a la cama, Will abrió la cortina del dormitorio y apretó la nariz contra el frío cristal de la venta na. La nieve, más densa que antes, caía con ingravidez. En el alféizar de la ventana ya había más de cinco centímetros, y casi podía ver subir el nivel, porque el viento la iba empu jando hacia la casa. Soplaba racheado, gimiendo en el techo, sobre sus cabezas, y aullando en todas las chimeneas. Will dormía en una buhardilla de tejado inclinado que había en lo alto de la antigua casa. Se había trasladado allí hacía solo unos meses, cuando Stephen, que siempre había ocupado el dormitorio, regresó a su buque tras un permiso. Hasta en tonces Will compartía la habitación con James: de hecho, todos los miembros de la familia compartían sus dormitorios. «Es que en mi buhardilla ha de haber alguien que sepa disfrutarla», había dicho su hermano, a sabiendas de que a Will le encantaba el lugar.
En una estantería situada en una de las esquinas del dor mitorio había un retrato del teniente de la Marina Real Stephen Stanton, un tanto incómodo vestido de uniforme, y junto a él, una caja tallada en madera con un dragón en la tapa que contenía las cartas que el joven enviaba de vez en cuando a Will desde los lugares más impensables y remotos del mundo. Ambos objetos constituían su relicario particular.
La nieve embestía la ventana a rachas, y sonaba como unos dedos rozando el cristal. Will volvió a oír el lamento del viento en el tejado, pero ahora mucho más fuerte; se es taba formando una auténtica tormenta. Pensó en el vagabundo, y se preguntó dónde se habría refugiado. «El Cami nante ya ha salido... Tendremos una noche muy mala...» Cogió su chaqueta y sacó de ella el extraño adorno de hie rro, resiguiendo el círculo con los dedos y deteniéndose en la cruz interior que lo partía. La superficie era irregular, y aunque no parecía estar pulida, era absolutamente suave; de una suavidad que le hizo pensar en un rincón muy concreto del poroso suelo de gres de la cocina, gastado en la esquina de entrada por el trasiego de muchísimas generaciones. Era una clase de hierro rarísima: un metal intenso, absolutamen te negro, sin brillo alguno, aunque desprovisto de manchas, decoloraciones o señales de óxido. Ahora volvía a estar frío al tacto; tan frío que Will se sorprendió de lo heladas que se le quedaron las puntas de los dedos. Soltó el signo en el acto. Sacó el cinturón de sus pantalones, que como siempre colgaban sin orden ni concierto sobre el respaldo de una si lla, asió el círculo y lo pasó por él como si fuera una hebilla más, tal y como el señor Dawson le había dicho. El viento dejaba oír su canción en el cristal de la ventana. Will volvió meter el cinturón en los pantalones y los tiró sobre la silla.
Sin previo aviso, le invadió el terror cuando se dirigía a la cama. Tuvo que detenerse en seco, y se quedó paralizado en medio de la habitación, con el aullido del viento exterior metido en los oídos. La nieve azotaba la ventana. De repen te Will se quedó absolutamente clavado en el suelo, y un hormigueo le recorría el cuerpo. Estaba tan asustado que no podía mover ni un solo dedo. Como un destello de la me moria, vio de nuevo el cielo encapotado sobre el bosquecillo obscurecido por los grajos, unas aves negras y enormes revoloteando en círculo sobre sus cabezas. Luego desapare ció la visión, y solo percibió el rostro aterrorizado del vagabundo y sus gritos mientras corría. Durante unos instantes una terrible obscuridad se apoderó de su mente, y tuvo la sensación de estar abocado a un profundo pozo negro. El agudo quejido del viento cesó, y el muchacho se liberó de la opresión.
Will seguía temblando mientras contemplaba despavori do el dormitorio. No había nada anormal. Todo estaba como siempre. Pensó que el problema era mental. Podría controlar la situación si tan solo dejaba de pensar y se iba a dormir. Se quitó la bata, subió a la cama y se quedó echado, mirando la claraboya que se abría en el techo abuhardillado. Era gris, de tanta nieve como la cubría.
Apagó la lamparilla de la mesita y la noche envolvió la estancia. No entraba ni un solo resquicio de luz, incluso cuando los ojos ya se le habían acostumbrado a la obscuridad. Es hora de dormir. Venga, a dormir, se dijo a sí mismo. Sin embargo, a pesar de volverse de lado, subirse las mantas has ta la barbilla y acostarse en posición relajada, saboreando el hecho de que cuando se despertara sería su cumpleaños, el sueño no llegaba. Algo no funcionaba. Sucedía alguna cosa extraña.
Will se removía inquieto entre las sábanas. Jamás se había sentido así; y esa sensación desconocida empeoraba por mo mentos. Era como si un peso insoportable le oprimiera el cerebro, amenazante, e intentara apoderarse de él, convertir lo en algo que él no deseaba. Eso es, pensó, convertirme en algo distinto... ¡Qué estupidez! ¿Quién iba a querer algo así?, ¿y para convertirme en qué? Oyó crujir algo a través de la puerta entreabierta y dio un salto. Luego volvió a oírlo y comprendió lo que era: un tablón de madera del suelo que por las noches solía conversar en soledad, con un murmullo tan familiar que, por lo general, Will ni siquiera lo notaba. Aun sin quererlo, sin embargo, el chico seguía escuchando. A lo lejos se oyó otro crujido distinto, en la otra buhardilla, y el muchacho se estremeció de nuevo, moviéndose con tanta brusquedad que la manta le raspó la barbilla. Solo estás nervioso, se decía a sí mismo. Recuerdas lo que ha ocurrido esta tarde, aunque en realidad no hay mucho que recordar. Intentó pensar en el vagabundo como si careciera de impor tancia, como si solo fuera un hombre normal y corriente vestido con un abrigo sucio y unas botas gastadas; en cambio, lo único que revivía era la maligna embestida de los grajos. «El Caminante ya ha salido...» Oyó otro restallido extraño, en esa ocasión encima de su cabeza, en el techo, y el viento se arremolinó de repente, profiriendo agudos la mentos. Will se irguió de súbito en la cama y tanteó en bus ca de la lamparilla, presa del pánico.
La habitación se convirtió de repente en una acogedora guarida iluminada por una luz amarillenta, y Will volvió a echarse avergonzado, sintiéndose un estúpido. ¡Mira que asustarse de la obscuridad!, pensó. ¡Qué horror! ¡Igual que un niño pequeño! Stephen jamás habría tenido miedo de la obscuridad aquí arriba. Veamos, la librería y la mesa siguen ahí, igual que las dos sillas y el asiento que hay al pie de la venta na, ¡mira!, ahí está el móvil, con sus cuatro pequeños bu ques con aparejo de cruz colgando del techo y sus sombras surcando la pared. Todo es normal. Duérmete.
Volvió a apagar la luz. Justo entonces las cosas empeora ron. El terror le asaltó por tercera vez, como un gran animal agazapado que esperara el momento propicio del ataque. Will seguía echado, muerto de miedo, temblando. Notaba su temblor y, sin embargo, era incapaz de moverse. Creyó que debía de estar volviéndose loco. Fuera el viento aullaba, se detenía y volvía a arremeter con un lamento repentino; y un sonido sordo, como unos golpes sofocados que arañaran la claraboya del techo de su dormitorio, empezó a ser audi ble. Con un terrible espasmo de violencia el horror se apo deró de él y la realidad tomó forma de pesadilla; entonces se oyó un estrépito, como si algo se desgoznara, y el quejido del viento se hizo entonces mucho más intenso y cercano, mientras el frío entraba como una violenta explosión. La sensación de horror se cernió sobre él con una intensidad sobrecogedora.
Will gritó, pero solo se dio cuenta más tarde: estaba de masiado sumido en el horror como para oír el sonido de su propia voz. Durante un momento atroz, tétrico como el mismo infierno, casi perdió la conciencia, perdido en otro mundo, un mundo exterior engullido por un espacio negro. Luego se oyeron unos pasos apresurados que subían las esca leras, al otro lado de la puerta, una voz preocupada que lo llamaba y la bendita luz caldeando la habitación y devol viéndolo a la vida otra vez.
–¿Will? ¿Qué ocurre? ¿Estás bien? –preguntaba Paul.
Will abrió los ojos lentamente. Descubrió que estaba agarrotado y encogido sobre sí mismo, como una pelota, con las rodillas apretadas contra la barbilla. Vio a Paul de pie junto a él, parpadeando con ansiedad tras las gafas de mon tura obscura. Will asintió sin poder hablar. Paul volvió la ca beza y Will siguió su mirada: vio que la claraboya del techo colgaba abierta de par en par, balanceándose todavía por la fuerza de la caída. La noche vacía asomaba por el boquete negro del techo, y el viento se colaba, trayendo consigo el frío glacial de pleno invierno. En la moqueta, justo debajo de la claraboya, había un montículo de nieve.
Paul escudriñaba el borde del marco de la claraboya.
–El cierre se ha roto; me imagino que por el peso de la nieve. Debía de estar ya muy viejo, de todos modos. El me tal está todo oxidado. Iré a por un alambre y lo arreglaré por esta noche. ¿Te ha despertado? ¡Dios! ¡Qué impresión tan espantosa! Si llego a ser yo quien se despierta así, me habrías encontrado metido debajo de la cama.
Will le miró con una gratitud silenciosa, y trató de esbo zar una sonrisa húmeda. Las palabras que Paul pronunciaba con su voz suave y profunda lo iban devolviendo a la reali dad. Se sentó en la cama y retiró las frazadas.
–Papá debe de tener alambre entre los trastos de la otra buhardilla –dijo Paul–. Saquemos primero la nieve antes de que se derrita. Mira, sigue cayendo. Apuesto lo que sea a que no hay muchas casas donde se vea nevar sobre la moqueta.
Tenía razón: los copos de nieve se arremolinaban al pasar por el agujero negro del techo y se esparcían por todas par tes. La recogieron como pudieron, formando una bola de forme que depositaron sobre una revista vieja, y Will se es cabulló por la escalera para ir a tirarla al baño. Paul se sirvió del alambre para atar la claraboya al cierre.
–Ya está–dijo al punto Paul, y aunque no estaba mi rando a Will, los dos muchachos se comprendieron enseguida. – Te diré lo que vamos a hacer, Will: aquí arriba hace un frío que pela, ¿por qué no bajas a nuestro cuarto y duer mes en mi cama? Ya te despertaré cuando vuelva; o también podría dormir aquí arriba, si tú eres capaz de sobrevivir a los ronquidos de Robin. ¿De acuerdo?
–De acuerdo –contestó Will con voz ronca–. Gracias.
Recogió la ropa que tenía esparcida (con el cinturón y su nuevo adorno) y se la metió bajo el brazo. Al llegar a la puerta se detuvo y giró sobre sus talones. No quedaba rastro alguno de lo sucedido, salvo una marca obscura y húmeda en la moqueta, allí donde se había apilado la nieve. Sin embar go, sintió un frío mayor que el del aire que había entrado, y una angustiosa y vacua sensación de miedo seguía opri miéndole el pecho. Si tan solo se hubiera tratado de miedo a la obscuridad, por nada del mundo habría bajado a refugiarse en el dormitorio de Paul. No obstante, tal como estaban las cosas, sabía que no podía quedarse solo en esa habitación que le pertenecía; porque cuando estaban recogiendo el montón de nieve, había visto algo que Paul no advirtió. Era imposible que bajo una tormenta de nieve huracanada un ser vivo hubiera hecho ese inconfundible y leve ruido sordo contra el cristal que había oído justo antes de que se de rrumbara la claraboya. Sin embargo, enterrada entre la nie ve, había descubierto una pluma de grajo, negra y reciente.
Volvió a oír la voz del granjero: «Será una noche terrible; y mañana... ¡No lo quiero ni pensar!»
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