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Sobre el mar, bajo la tierra
CAPÍTULO 1
–¿Dónde está?
Después de bajar del tren, Barney se puso a saltar y en vano miraba la multitud de rostros pálidos que se agolpaban, impacien tes, junto a la barrera de St. Austell.
–No le veo. ¿Está ahí?
–Claro que está ahí –dijo Simon, haciendo esfuerzos para su jetar el largo macuto de lona con las cañas de pescar de su padre–. Dijo que vendría a recogernos. Con un coche.
Detrás de ellos, la gran locomotora de diesel silbó como un búho gigantesco y el tren se puso en marcha.
–Quedaos donde estáis –dijo su padre, desde una barricada de maletas–. Merry no desaparecerá. Dejad que se disperse la multi tud.
Jane aspiró con expresión extasiada.
–¡Huelo el mar!
–Estamos a kilómetros del mar –dijo Simon con aire de supe rioridad.
–No me importa. Yo lo huelo.
–Trewissick está a ocho kilómetros de St. Austell, según dijo el tío abuelo Merry.
–¡Oh!, ¿dónde está? –Barney seguía dando saltitos, impacien te, en el anodino andén lleno de polvo, viendo alejarse las espal das que le impedían ver. De pronto se quedó inmóvil, con la mi rada fija hacia abajo.
–¡Eh!, mirad.
Los niños miraron. Era una gran maleta negra colocada en medio del bosque de piernas en movimiento.
–¿Qué tiene eso de maravilloso? –preguntó Jane.
Entonces vieron que la maleta tenía dos orejas rojizas erguidas y un largo rabo también rojizo que se movía de un lado a otro. Su propietario la recogió del suelo y se marchó, y el perro que estaba detrás de la maleta se quedó donde estaba, solo, mirando arriba y abajo del andén. Era un perro largo y delgado, y su pelaje, donde el sol le daba, era de un reluciente rojo obscuro.
Barney lanzó un silbido y extendió el brazo.
–No, cariño –dijo su madre en tono quejoso, agarrando el manojo de pinceles que le salía del bolsillo como un apio.
Pero antes de que Barney silbara, el perro había echado a co rrer en su dirección, ágil y decidido, como si hubiera reconocido a unos buenos amigos. Dio unas vueltas alrededor de ellos, levan tando el largo hocico ante cada uno; luego, se paró junto a Jane y le lamió la mano.
–¿No es precioso? –Jane se agachó a su lado y le alborotó el largo y sedoso pelo del cuello.
–Cariño, ten cuidado –dijo su madre–. Se habrá quedado atrás. Debe de pertenecer a alguien que está por aquí.
–Ojalá fuera nuestro.
–A él también le gustaría –dijo Barney–. Mirad.
Rascó la cabeza rojiza y el perro lanzó un breve ladrido de placer.
–No –dijo su padre con rotundidad.
La multitud se iba dispersando y a través de la barrera de gen te veían el nítido cielo azul sobre la estación.
–En el collar lleva el nombre –dijo Jane, aún en cuclillas junto al perro. Hurgó para encontrar la placa–. Dice: Rufus. Y otra cosa... Trewissick. ¡Eh!, ¡es del pueblo!
Pero cuando levantó la vista, vio que los otros no estaban allí. Se incorporó de un salto y corrió tras ellos; enseguida vio lo que ellos habían visto: la alta figura del tío abuelo Merry, en el patio de la estación, que les aguardaba.
Se agolparon a su alrededor, parloteando como ardillas en la base de un árbol.
–¡Ah!, ¡estáis ahí! –exclamó, mirándoles con una sonrisa. Te nía las cejas completamente blancas.
–Cornualles es maravilloso –dijo Barney, exultante.
–Aún no habéis visto nada –dijo el tío abuelo Merry–. ¿Cómo estás, Ellen, querida? –Se inclinó y dio un breve beso a la madre en la mejilla. Siempre la trataba como si hubiera olvidado que se había hecho mayor. Aunque no era su verdadero tío, sino sólo un amigo de su padre, había estado muy unido a la familia durante tantos años que nunca se les había ocurrido preguntarse de dónde había salido.
Nadie sabía gran cosa del tío abuelo Merry, y nadie se atrevía a preguntar. No era un hombre alegre. Era alto e iba erguido, y te nía el pelo muy espeso y blanco. En su rostro serio y moreno, la nariz se curvaba de modo pronunciado, como un arco, y sus ojos eran obscuros y hundidos.
Nadie sabía cuántos años tenía.
–Es tan viejo como las colinas –decía su padre, y a ellos les pa recía, en el fondo, que probablemente estaba en lo cierto. Había algo en el tío abuelo Merry que era como las colinas, o como el mar, o como el cielo; algo antiguo, pero sin edad ni final.
Siempre, dondequiera que estuviera, ocurrían cosas insólitas. A menudo desaparecía durante largo tiempo, y de pronto aparecía en la puerta de los Drew como si nunca se hubiera ido, anuncian do que había encontrado un valle perdido en Suramérica, una fortaleza romana en Francia o una nave vikinga hundida en la costa inglesa. Los periódicos publicaban entusiastas historias de lo que había hecho. Pero cuando los periodistas llamaban a la puer ta, el tío abuelo Merry se había marchado, de regreso a la polvo rienta paz de la universidad donde daba clases. Una mañana des pertaban, iban a llamarle para el desayuno y descubrían que no estaba. Y después no sabían nada de él hasta que, quizá un mes más tarde, aparecía ante la puerta. Apenas parecía posible que este verano permaneciera cuatro semanas enteras en la casa que había alquilado para ellos en Trewissick.
El tío abuelo Merry, cuyo cabello blanco centelleaba bajo la luz del sol, se inclinó para coger las dos maletas más grandes, se puso una debajo de cada brazo y se dirigió hacia un coche a gran des zancadas.
–¿Qué os parece esto? –preguntó con orgullo.
Mientras le seguían, miraron. Era una furgoneta grande y des tartalada, con los guardabarros oxidados, la pintura desconchada y pegotes de fango en los tapacubos de las ruedas. Una lengua de vapor salía del radiador.
–¡Bárbaro! –exclamó Simon.
–Mmmm –murmuró su madre.
–Bueno, Merry –dijo el padre, alegre–, espero que tengas un buen seguro.
El tío abuelo Merry resopló.
–Tonterías. Es un vehículo estupendo. Lo alquilé a un granje ro. Servirá para llevarnos a todos. Venga, adentro.
Jane miró con nostalgia hacia la entrada de la estación cuando entró detrás del resto. El perro pelirrojo estaba en la acera obser vándoles, con la rosada lengua que le colgaba un palmo.
El tío abuelo Merry llamó:
–¡Vamos, Rufus!
–¡Oh! –exclamó Barney complacido cuando una bola de lar gas patas y hocico húmedo entró por la puerta y le hizo caer de lado–. ¿Es tuyo?
–Dios no lo permita –dijo el tío abuelo Merry–. Pero supon go que será vuestro durante este mes. El capitán no pudo llevárse lo al extranjero, o sea que Rufus va con la Casa Gris. –Se sentó en el asiento del conductor.
–¿La Casa Gris? –preguntó Simon–. ¿Se llama así? ¿Por qué?
–Espera y verás.
El coche dio una sacudida, el motor rugió y partieron. Reco rrieron las calles y salieron de la ciudad dando bandazos y con gran estruendo, hasta que las casas fueron sustituidas por setos; frondosos setos, altos y verdes junto a la carretera que ascendía la colina y, detrás de ellos, la hierba que llegaba hasta el cielo. Y recortado en el cielo veían solitarios árboles inclinados por el vien to de mar y afloramientos de roca de color gris amarillento.
–Ya está –anunció el tío abuelo Merry, gritando para que le oyeran a pesar del ruido. Volvió la cabeza y soltó el volante para señalar con un brazo; el padre gimió en voz baja y cerró los ojos–. Estáis en Cornualles. El auténtico Cornualles. Logres está ante vosotros.
El estrépito era excesivo para que nadie dijera nada.
–¿Qué significa Logres? –preguntó Jane.
Simon hizo gestos de negación con la cabeza y el perro le la mió la oreja.
–Significa la tierra del Oeste –respondió Barney inesperada mente, apartándose el mechón de pelo rubio que siempre le caía sobre los ojos–. Es el nombre antiguo de Cornualles, el nombre del rey Arturo.
Simon se lamentó.
–Yo debería saberlo.
Desde que sabía leer, los grandes héroes de Barney habían sido el rey Arturo y sus caballeros. En sus sueños libraba imaginarias batallas como miembro de la Mesa Redonda, rescataba a donce llas rubias y derrotaba a falsos caballeros. Anhelaba ir al País del Oeste; le producía la extraña sensación de que de alguna manera sería como ir a casa. Dijo, resentido:
–Espera. El tío abuelo Merry lo sabe.
Y entonces, después de lo que pareció mucho rato, las colinas dieron paso a la extensa línea azul del mar y ante ellos surgió el pueblo.
Daba la impresión de que Trewissick dormía bajo sus teja dos grises de pizarra, en las estrechas y sinuosas calles en pen diente. Silenciosas tras las ventanas con cortinas de encaje, las casas de la pequeña plaza dejaron que el estrépito del coche re botara en sus paredes encaladas. El tío abuelo Merry giró el vo lante y de pronto se encontraron recorriendo la punta del puerto; el agua se rizaba y relucía bajo el sol de la tarde. Las bar cas de vela se mecían amarradas en el muelle, así como una hile ra completa de barcas de pesca de Cornualles que sólo habían visto en cuadros pintados por su madre años atrás: sólidas barcas, cada una con su grueso mástil y una pequeña cabina para el mo tor en la popa.
En los muros del puerto colgaban redes y unos cuantos pesca dores, hombres fornidos de tez morena con botas altas, levantaron la vista ociosamente cuando pasó el coche. Dos o tres sonrieron al tío abuelo Merry y saludaron con la mano.
–¿Te conocen? –preguntó Simon con curiosidad.
Pero el tío abuelo Merry, que se hacía el sordo cuando no quería responder una pregunta, siguió conduciendo por la carre tera que ascendía la colina hasta el otro lado del puerto. De pron to, se paró.
–Ya hemos llegado –anunció.
En el brusco silencio, con los oídos aún ensordecidos por el ruido del motor, todos se volvieron para mirar hacia el otro lado de la carretera.
Vieron una serie de casas escalonadas en la ladera, y en medio de ellas, elevándose como una torre, una casa estrecha y alta con tres filas de ventanas y el tejado de aguilones. Era una casa som bría, pintada de gris obscuro, con la puerta y los marcos de las ven tanas de un brillante blanco. El tejado era de pizarra, un elevado arco gris azulado que daba al puerto.
–La Casa Gris –anunció el tío abuelo Merry.
En la suave brisa se percibía un olor extraño, un atrayente olor a sal, a algas marinas y a diversión.
Cuando descargaban las maletas del coche, y mientras Rufus corría con excitación pasando por entre las piernas de todos, Si mon de pronto agarró a Jane por el brazo.
–¡Eh, mira!
El niño miraba hacia el mar, más allá de la boca del puerto. Si guiendo la dirección del dedo que apuntaba, Jane vio el alto triángulo de un yate que avanzaba perezosamente hacia Trewissick.
–Qué bonito –exclamó ella, pero sólo con un comedido en tusiasmo. Su hermana no compartía la pasión de Simon por los barcos.
–Es una belleza. Me pregunto de quién será.
Simon siguió mirando, como en trance. El yate se fue acer cando, agitadas las velas; y entonces la gran vela mayor se arrugó y cayó. Oyeron el ruido del aparejo, débil, a lo lejos, y el carraspeo de un motor.
–Mamá dice que podemos bajar al puerto antes de cenar –dijo Barney–. ¿Vamos?
–Claro. ¿Viene también el tío abuelo Merry?
–Él va a guardar el coche.
Echaron a andar por la carretera que conducía al muelle, junto a un muro bajo de color gris entre cuyas piedras crecían copetes de hierba y valeriana rosa. Tras dar unos pasos Jane se dio cuenta de que había olvidado el pañuelo y echó a correr para recogerlo del coche. Cuando revolvía en la parte trasera del vehículo, levan tó la cabeza y miró un momento por el parabrisas, sorprendida.
El tío abuelo Merry, que volvía hacia el coche procedente de la Casa Gris, de repente se paró en seco en medio de la carretera. Miraba hacia el mar y la niña se dio cuenta de que había divisado el yate. Lo que la sobresaltó fue la expresión de su cara. De pie como una enorme estatua, fruncido el entrecejo, su aspecto era fiero e intenso, casi como si mirara y escuchara con unos sentidos que no fueran los ojos y los oídos. No podía tener miedo, pensó Jane, pero era lo más próximo a ello. Parecía cauteloso, sobresalta do, alarmado... ¿Qué le ocurría? ¿Pasaba algo extraño con aquel yate?
Entonces el hombre se volvió y regresó apresuradamente a la casa, y Jane salió del coche, pensativa, para ir a reunirse con sus hermanos.
El puerto estaba casi desierto. Bajo el sol inclemente sentían el calor del suelo de piedra en los pies a través de las suelas de las sandalias. En el centro, frente a unas altas puertas de madera de al macén, el muelle sobresalía y se adentraba en el agua, y un gran montón de cajas vacías se elevaba por encima de sus cabezas. Las gaviotas se acercaron al borde, alejándose de su paso. Ante ellos se balanceaba un pequeño bosque de palos y cuerdas; la marea esta ba a medio subir y las barcas amarradas quedaban fuera de la vista.
–¡Eh! –dijo Simon señalando la entrada al puerto– El yate ha entrado, mirad. ¿No es maravilloso?
El esbelto barco blanco se hallaba anclado tras el muro del puerto, protegido del mar abierto por la punta de tierra en la que se erguía la Casa Gris.
Jane dijo:
–¿Crees que hay algo extraño en ese barco?
–¿Extraño? ¿Por qué iba a haberlo?
–Bueno, no sé.
–Quizá pertenece al capitán del puerto –dijo Barney.
–Los puertos de este tamaño no tienen capitán, cabezota, sólo los puertos como aquellos a los que papá iba con la armada.
–Claro que sí, sabelotodo, hay una puertecita negra en aquel rincón que dice Oficina del Capitán del Puerto.
Barney daba saltitos de triunfo y ahuyentó a una gaviota, que corrió unos pasos y alzó el vuelo sobre el agua, chillando.
–Ah, bueno –dijo Simon en tono amable; se metió las manos en los bolsillos y se quedó con las piernas separadas, balanceándo se sobre los talones, en su pose de capitán en el puente–. Una a tu favor. De todos modos, ese barco debe de pertenecer a alguien muy rico. Podrías cruzar el Canal o incluso el Atlántico con él.
–¡Puaf! –exclamó Jane. Sabía nadar tan bien como cualquiera, pero era el único miembro de la familia Drew a la que no le gus taba el mar–. Imagínate, cruzar el Atlántico con una cosa de este tamaño.
Simon sonrió con aire perverso.
–Naufragar. Grandes olas que te hacen subir y bajar, todo se cae, ollas y sartenes en la cocina, y la cubierta arriba y abajo, arri ba y abajo...
–Harás que se maree –dijo Barney con calma.
–Tonterías. ¿En tierra firme, al sol?
–Sí, ya se ha puesto un poco verde. Mírala.
–No estoy verde.
–Sí, sí. No sé cómo no te mareaste en el tren como de cos tumbre. Piensa en esas olas del Atlántico, y el mástil oscilando, y nadie quiere comer el desayuno excepto yo...
–¡Oh!, cállate. No quiero escucharte –y la pobre Jane se vol vió y dio la vuelta corriendo a la montaña de cajas que olían a pescado, que probablemente habían producido más efecto en su imaginación que la idea del mar.
–Chicas... –exclamó Simon alegre.
De pronto oyeron un gran estrépito al otro lado de las cajas, un grito y ruido de metal al caer en el cemento. Simon y Barney se miraron horrorizados y se precipitaron al otro lado.
Jane estaba en el suelo con una bicicleta encima, cuya rueda delantera aún giraba. Un muchacho alto y de pelo obscuro yacía no lejos de allí. Del portaequipajes se había caído una caja con latas y paquetes de comida y la leche de una botella rota se derra maba y formaba un charco blanco.
El muchacho se puso en pie y miró a Jane furibundo. Iba ves tido de azul marino, con los pantalones metidos en unas botas de lluvia; tenía el cuello corto y grueso y el rostro extrañamente pla no, ahora desfigurado por la ira.
–Mira por donde vas, ¿no? –espetó con su acento de Cornualles, acentuado por la rabia–. Sal de en medio.
Levantó la bicicleta sin prestar atención a Jane, el pedal se le quedó trabado en el tobillo y ella hizo un gesto de dolor.
–No ha sido culpa mía –dijo la niña–. Corrías sin mirar por dónde ibas.
Barney se acercó a ella en silencio y la ayudó a ponerse en pie. El muchacho empezó a recoger de mala gana las latas y los paque tes y a meterlos en la caja. Jane recogió uno para ayudar. Pero cuando iba a ponerlo en la caja, el muchacho le apartó la mano de un golpe y la lata salió volando.
–Déjalo –gruñó.
–Oye –dijo Simon indignado–, no es necesario que te com portes así.
–Cierra el pico –dijo el muchacho, lacónico, sin tan siquiera mirarle.
–Cierra el tuyo –replicó Simon, beligerante.
–Oh, Simon, no hagas eso –dijo Jane–. Si quiere comportarse como un bruto, déjale. –Le escocía la pierna y de la rodilla le salía sangre. Simon la miró: vio su rostro enrojecido y percibió la ten sión en su voz. Se mordió el labio.
El muchacho apoyó su bicicleta en el montón de cajas y se apartó de un salto mirando con hosquedad a Barney; entonces le salió la rabia.
–¡... todos! –espetó.
Nunca habían oído la palabra que había utilizado, pero el tono era inconfundible, y Simon se acaloró y apretó los puños con re sentimiento para abalanzarse sobre él. Jane le agarró y el mucha cho corrió al borde del muelle y bajó con la caja de comestibles en los brazos. Oyeron un estruendo y, cuando se asomaron por el borde, le vieron en un bote de remos. Desató la cuerda que estaba atada a una argolla en el amarradero y empezó a serpentear en tre las otras barcas hasta salir a puerto abierto, de pie con un remo en la popa. Avanzando rápido y con enojo, chocó con uno de los grandes barcos de pesca, pero no reparó en ello. Pronto estuvo en alta mar, remando con rapidez con una mano y mirando furioso hacia ellos con desprecio.
Entonces oyeron ruido de pasos rápidos sobre madera hueca procedentes del interior del barco de pesca dañado. Apareció una figura menuda de una escotilla de cubierta y agitó los brazos con furia, gritando hacia el muchacho con una voz sorprendente mente profunda.
El muchacho se volvió despacio, sin dejar de remar, y el bote desapareció de la entrada al puerto al doblar la pared que sobresa lía.
El hombrecillo agitó el puño y se volvió hacia el muelle, saltó con agilidad de la cubierta de un barco a otro hasta que llegó a las escalerillas del muro y subió a donde estaban los niños. Llevaba el inevitable atuendo de pantalones y jersey azul marino, con botas altas.
–Será torpe, ese Bill 'Oover –dijo malhumorado–. Esperad a que le pille, esperad.
Entonces se dio cuenta de que los niños eran algo más que parte del muelle. Gruñó, echó una rápida ojeada a sus tensos ros tros y a la sangre de la rodilla de Jane.
–Me ha parecido oír voces desde abajo –dijo con más amabili dad–. ¿Habéis tenido problemas con él? –Señaló hacia el mar con la cabeza.
–Ha atropellado a mi hermana con su bicicleta –dijo Simon indignado–. En realidad ha sido culpa mía, yo la he hecho salir corriendo, pero él ha sido muy grosero y ha apartado la mano de Jane de un golpe y... y entonces se ha ido corriendo antes de que yo pudiera pegarle –acabó de contar sin convicción.
El viejo pescador les sonrió.
–¡Ah!, bueno, no se lo tengas en cuenta. Es un chico muy malo y tiene muy mal genio. Será mejor que os mantengáis lejos de él.
–Lo haremos –dijo Jane con convicción, frotándose la pierna.
–Ese corte de ahí, cariño, tienes que ir a lavártelo. Estáis aquí de vacaciones, ¿verdad?
–Estamos en la Casa Gris –dijo Simon–. Arriba de la colina. El pescador le miró y un destello de interés le cruzó el impasi ble rostro arrugado y moreno.
–¿Ah, sí? Me pregunto si... –se interrumpió, extrañamente, como si hubiera cambiado de opinión con respecto a lo que iba a decir. Simon, perplejo, esperó a que prosiguiera. Pero Barney, que no escuchaba, se apartó de donde había estado atisbando por el borde del muelle.
–¿Ese barco de ahí es suyo?
El pescador le miró, medio sorprendido y medio divertido, como habría mirado a algún animalito que hubiera ladrado ines peradamente.
–Así es. Acabo de bajar de él.
–¿A los otros pescadores no les importa que salte por encima de sus barcos?
El anciano soltó una carcajada alegre y ruidosa. –No tengo otra forma de llegar a tierra firme desde allí. A na die le importa que pases por encima de su barco siempre que no le hagas ningún arañazo. –¿Va a salir a pescar?
–Ahora no –dijo el pescador amablemente; se sacó del bolsillo un trapo sucio y se limpió las manchas de aceite de las manos–. Salimos al atardecer y regresamos al amanecer. Barney sonrió radiante. –Me levantaré temprano para verles llegar. –Me lo creeré cuando te vea –dijo el pescador con un guiño–. Ahora, haced una cosa, llevad a vuestra hermanita a casa a lavarse esta pierna; no se sabe qué porquerías puede haber cogido. –Ras có el suelo con su reluciente bota.
–Sí, vamos, Jane –dijo Simon. Miró una vez más la hilera de barcos y se protegió la cara con la mano para mirar el sol–. ¡Oíd, ese tipo de la bicicleta va a subir al yate! Jane y Barney miraron hacia allí.
Más allá del muro del puerto en la lejanía, una forma obscura se mecía junto al largo casco blanco del yate. Sólo vieron al muchacho que subía por el flanco y dos figuras que fueron a reunirse con él en cubierta. Después desaparecieron los tres y el barco quedó desierto de nuevo.
–¡Ah! –dijo el pescador–, es eso. Ayer, el joven Bill compró provisiones, gasolina y de todo, suficiente para una armada, pero nadie pudo sonsacarle para quién era. Bonito barco, ese yate de recreo, supongo. No entiendo a qué viene tanto misterio.
Echó a andar por el muelle: era una figura menuda que llevaba la parte superior de las botas doblada y le golpeaba las piernas a cada paso que daba. Barney trotaba a su lado, hablando sin parar, y se reunió con los otros en la esquina cuando el anciano, hacién doles señas con la mano, torció hacia el pueblo.
–Se llama Penhallow, y su barco es el White Heather. Dice que anoche cogieron cincuenta kilos de sardinas y que mañana saca rán más porque va a llover.
–Algún día harás demasiadas preguntas–dijo Jane.
–¿Llover? –dijo Simon con incredulidad mirando hacia el cie lo azul.
–Es lo que ha dicho.
–Tonterías. Debe de estar loco.
–Apuesto a que tiene razón. Los pescadores siempre saben es tas cosas, en especial los de Cornualles. Pregúntaselo al tío abuelo Merry.
Pero el tío abuelo Merry, cuando se sentaron a tomar su primera cena en la Casa Gris, no estaba allí; sólo estaban sus padres y la mujer del pueblo, sonriente y con las mejillas enrojecidas, la se ñora Palk, que iba a ir cada día para ayudar en la cocina y a lim piar. El tío abuelo Merry se había marchado.
–Tiene que haber dicho algo –dijo Jane.
Su padre se encogió de hombros.
–No, de veras. Ha mascullado que tenía que irse a buscar algo y se ha ido en el coche como un rayo.
–Pero si acabamos de llegar –dijo Simon en tono dolido.
–No importa –dijo su madre para consolarle–. Ya sabes cómo es. Volverá cuando le parezca.
Barney miró soñoliento los pasteles de Cornualles que la se ñora Palk había preparado para cenar.
–Ha ido en busca de algo. Podría tardar años en regresar. Cuando vas en busca de algo puedes estar buscando tiempo y más tiempo y al final no encontrar nada.
–A la porra –exclamó Simon enojado–. Se ha ido a buscar al guna antigua tumba que está en alguna iglesia o algo así. ¿Por qué no nos lo ha dicho?
–Espero que por la mañana haya regresado –dijo Jane. Miró por la ventana. La luz empezaba a extinguirse, y a medida que el sol se hundía tras la punta de tierra se iba volviendo de un tono gris verdoso y poco a poco la neblina iba cubriendo el puerto. A través de la creciente bruma vio moverse una forma confusa en el agua y por encima de ella un breve destello de luz; primero un centelleo rojo en la penumbra y después uno verde y puntos de luz blanca por encima de ambos. Y se levantó de un salto cuando se dio cuenta de que lo que veía era el misterioso yate blanco que salía del puerto de Trewissick tan silenciosa y extrañamente como había entrado.
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