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Los sueños de la bella durmiente


RUDÍSBROECK O LOS AUTÓMATAS




A los diez días de marcha hacia el Oeste, la ciudad del otoño perpetuo se recorta en el horizonte como un espejismo trémulo, como una alucinación difusa que va tomando el aspecto, conforme avanza el viajero, de un conglomerado de torres, agujas y murallones cubiertos de enredadera. Una vez que pisamos las márgenes del río que circula en torno a la ciudad y cuyas aguas hirvientes la vuelven inexpugnable, tenemos que aguardar, en el embarcadero desierto, a un ceñudo Caronte para cruzar al otro lado. Luego, durante la travesía, el barquero nos dice el nombre del río (Tang) y de la ciudad (Penumbria) y nos pregunta: "¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Ha cruzado el pantano verdinegro? ¿Ha rasgado la cortina de zarzas? ¿Ha tomado el empalme de los gnomos?" Respondemos afirmativamente, aunque no sea cierto, por temor a su rostro pálido, a su mirada de gato. Cuando nos hallamos en tierra firme, nos parece abordar simplemente una barca más grande, que se balancea de modo imperceptible. También sentimos, pasado un rato, que la realidad tiene la textura, el color y la luz de un cuadro: la realidad es un cuadro y nosotros formamos parte de él. Después, nos enteramos de que el cielo es un tinte sepia surcado por nubes que prometen tormenta (sin cumplir nunca su promesa) y de que acaban de dar, para siempre, las cinco de la tarde: aún persiste el rumor de la última campanada, hecho al que tardamos un poco en acostumbrarnos. Cuando lo logramos, nuestros pensamientos tienen la misma resonancia de ese plañido, están como encantados por él, sólo se piensan pensamientos de las cinco de la tarde y quizá por eso los libros redactados en Penumbria son libros para leer en el ocaso. Pero, aunque la luz es la misma siempre, hay un sol y una luna que indican "ahora es de día" o "ahora es de noche", que sirven para hablar del ayer, del hoy, en ocasiones del mañana, sin que haya el oscurecimiento ni la luminosidad correspondientes a la noche y al día, pues la ciudad irradia esa luz ambarina con el objeto de que sean, eternamente, las cinco de la tarde.

Penumbria conserva algunos ojos de agua, "restos de la lluvia de la noche anterior al día del encantamiento", que no se evaporaron nunca. ¿Lugares de interés? Un cementerio, una iglesia, una plaza, una escuela religiosa para niñas y, sobre todo, la torre de Johan Rudisbroeck, tan alta que se pierde entre las nubes: nadie, hasta ahora, ha visto su cúspide. Sobre esa torre hay una leyenda, que narraré más tarde. Quisiera evocar, por el momento, la imagen de Penumbria tal y como se me apareció hace veinte años: radiante, del color de la miel, porosa; húmeda y cálida a la vez como un cadáver en descomposición, pero fascinante y bella como una hoguera.

Yo erré por sus callejuelas, expurgando cada rincón y cada esquina, deteniéndome a mirar aparadores, entrando en librerías polvosas, pateando una botella rota o silbando, con la cabeza en blanco. Me senté en las bancas de la plaza, deambulé por los muelles. Visité la tienda de antigüedades del perverso Mefisto, donde, bajo un techo del que cuelgan falos de trapo y en un ambiente cargado de porcelanas, prismas y baúles el cliente deja pasar el tiempo, sorpresa tras sorpresa, y donde, apenas halla lo que buscaba, una nueva maravilla le sale al paso. Mefisto, último vástago de una familia de aristócratas dedicados a la compraventa de objetos preciosos, es un hombre de pelo cano y rostro de bruja que al reír muestra una cadena de dientes ennegrecidos y una lengua blanca. Sus ojos fueron amarillos: ahora no tienen color. Una especie de mameluco gris rayado de arabescos envuelve sus formas femeninas, y cuando se nos acerca desde la trastienda, contoneándose, dudamos por un instante de su verdadero sexo. Con voz de pájaro nos pregunta qué puede hacer por nosotros y antes de que respondamos comienza a mostrarnos, como él dice, su "modesto repertorio de bizarrías". Quiere actuar un poco: tomando una cajita de marfil ensalza sus virtudes, nos cuenta cómo la obtuvo y para qué sirve, agitando sus manos esqueléticas, rebosantes de anillos; se pone una diadema, ensaya una sonrisa cándida que resulta patética, nos dice que la diadema tiene cualidades mágicas y las enumera; nos invita a bajar al sótano, donde guarda sus verdaderas joyas, "sus tesoros": un collar dé amatistas "para regalar a la esposa el día de su cumpleaños", del que nadie puede desembarazarse una vez que ha ceñido el cuello y que va reduciendo su diámetro hasta estrangularnos; un reloj que da la hora sólo momentos antes de la muerte de su dueño; un retrato que cobra vida, se sale del cuadro y merodea por la tienda cuando Mefisto se va; un pequeño bailarín de cuerda que toma proporciones gigantescas mientras duerme el niño o la niña a quien lo obsequiaron; un huevo de jade que al ser agitado emite una risa diabólica; un caballito de carrusel que relincha, voltea la cabeza y se encabrita para horror del jinete; una llave de plata que, suspendida en el aire, busca el ojo de cerradura más arbitrario, ya sea el de la puerta que nos conduce al infierno o el de la que nos lleva al paraíso, y que nos obliga a seguir su curso hasta llegar a esa puerta y abrirla...

Estos y otros objetos desfilan ante nuestro reiterado asombro, como una troupe de fenómenos al compás de un pregonero delirante. Salimos del sótano agobiados, nos despedimos de Mefisto y, en la calle, nos damos cuenta de que no hemos comprado nada. Recuerdo que yo prometí no volver jamás, que anduve un buen rato por el malecón y que terminé, con el vago propósito de mitigar los nervios, en la primera taberna que se me puso enfrente: La mansión del Zu, donde, como el título indica, se bebe Zu, elíxir que suelta la lengua y predispone al ensueño. Los hombres de mar, los capitanes nostálgicos, los antiguos grumetes pendencieros frecuentan ese lugarejo, para soñar y recordar tempestades, para jugar a los dados y escuchar cuentos. Yo ocupé una mesa remota, con la intención de beber a solas, pero no pasó mucho tiempo antes de que un anciano medio borracho se sentara frente a mí y exigiera ser escuchado. Me habló de muchachas de ojos de gacela, me habló de planicies habitadas por gigantes, me habló de cuestiones marinas y terrestres con una voz que no era marina ni terrestre. Yo bebía y escuchaba, y al fin le pregunté por Rudisbroeck. Su cara se ensombreció. Dijo que no sabía nada y miró su copa vacía. Sin titubear pedí otra, advirtiendo: "Yo invito." La bebió de un solo trago y guardó silencio. ¿Cuántas copas de Zu le soltarían la lengua? Ordené tres más, que bebió sin decir palabra. Cuando me disponía a invitar la última dijo que sería inútil: "De Rudisbroeck nadie habla ni hablará." Entonces miré mi reloj. "Mire", le dije. "El único reloj que anda en toda Penumbria." Lo examinó, azorado. "Será suyo si me habla de Rudisbroeck." Ordenó otra copa de Zu y, guardándose el reloj en un bolsillo de su deteriorado gabán, recitó:

"¿Ha visto la escuela religiosa de la calle Mommo? Pues bien... a ella acuden sólo las jovencitas más hermosas de Penumbria y permanecen internas varios años, aprendiendo a hilar en la rueca, a comportarse bien y a escribir sagas en estilo elegante. No ha estado usted ahí, seguramente. Yo trabajé de barrendero, hace mucho. Es un sitio melancólico, lleno de fuentes redondas y de sauces milenarios. Las niñas andan en cueros por el patio, juegan en cueros, trabajan en cueros. La idea es imponer un clima de libertad que haga soportables el encierro, el aburrimiento, las infinitas tareas: desnudez, juegos y el alivio ocasional de un chico aparentemente furtivo que en realidad sostiene tratos con Sor Orfila, la directora, o con cualquiera de las maestras. Ese día es la gloria para el muchacho, como podrá imaginarse. Además, sólo se le concede una vez en su vida... Una especie de iniciación por la que todos los hombres de Penumbria han pasado de jóvenes, excepto yo." Señaló la región correspondiente a su ingle y murmuró: "La perdí en una invasión, hace doscientos años."

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