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Mujeres de negro
I. Los vencidos
Los primeros disparos atravesaron el mirador de lado a lado. Fue un solo tiro limpio que abrió un agujero redondo en uno de los cristales laterales y salió por el otro dejando el mismo hueco: un vacío circular rematado por grietas diminutas.
La abuela dijo: «Si hubiera estado alguien asomado, le atraviesa.» Pero no estaba nadie. Nadie se atrevía a correr ese riesgo porque se decía que había tropas patrullando por la calle y al menor movimiento tras las ventanas disparaban al aire para asustar. En algunos casos no tan al aire, como demostró durante mucho tiempo el doble agujero de nuestro mirador. Todo esto ocurría en los primeros días de la guerra civil, recién llegadas a la ciudad y a aquel piso cercano a la avenida donde nos habíamos instalado después de enterrar a mi padre. El piso era espacioso y tenía hasta cuarto de baño. «Un lujo», le oí decir a mi madre. «Y tan barato», dijo la abuela.
«Lujo» y «barato» eran dos palabras que yo no podía entender pero que me sonaban ya a contrapuestas y por tanto era extraño que surgieran unidas para explicar la misma situación.
Sin embargo no era tan raro porque el piso era una especie de regalo que nos había proporcionado la única persona de nuestro entorno que tenía algo que dar: Eloísa, la hija de don Germán, el alcalde republicano de Los Valles que había muerto fusilado al lado de mi padre el 18 de julio de 1936.
Eloísa había dicho: «Gabriela, vete de aquí, instálate con la niña en la capital. Allí te será más fácil ganarte la vida...» Y luego vino el ofrecimiento de aquel piso vacío, parte de una herencia familiar, y la cantidad que mi madre le obligó a asignarnos como alquiler. La cantidad era pequeña porque mi madre no sólo había perdido a su marido en el pueblo minero donde los dos eran maestros, sino que esperaba de un momento a otro que le comunicaran su propio cese en la escuela. Cuando terminamos de colocar los pocos muebles traídos de Los Valles, los escasos utensilios de cocina, la ropa imprescindible, mi madre y la abuela se sentaron frente a frente y se pusieron a hablar.
«Soy maestra», dijo mi madre, «y seguiré enseñando donde pueda.» También en el trabajo nos tendió su mano amiga Eloísa. Envió cartas a mi madre para personas que podían ayudarla y pronto obtuvo respuestas: un niño enfermo que no podía asistir ese curso al colegio de los agustinos; una chica que quería entrar en una oficina y otras dos que estudiaban en la Escuela de Comercio. Ésos eran los de la tarde. Por la mañana logró reunir un grupo pequeño, cinco niños de cinco a seis años, contándome a mí, a los que daba clases completas, igual que en una escuela. Mientras tanto, fuera de nuestra casa había una guerra. Yo sabía que era una guerra entre españoles. Nosotros vivíamos en la zona enemiga, la zona de los rebeldes sublevados contra el gobierno de la República.
La radio presidía la cocina, lo mismo que en Los Valles, y nos daba noticias que los mayores escuchaban con preocupación: frentes, batallas, derrotas, muertes. Por el día la vida transcurría con normalidad. La gente entraba, salía, trabajaba, paseaba, compraba y vendía. De noche, con el silencio, llegaba el miedo. «Bombardean de noche», se decía. A veces sonaban las sirenas. Corríamos todos escaleras abajo hasta alcanzar el refugio del sótano, donde teníamos mantas y colchones, los niños excitados con la aventura, los mayores en silencio.
Pero había otro miedo, un miedo soterrado que hacía susurrar: «Si llaman de noche, no abráis. Vienen de noche, los sacan de noche.» El miedo, profundo o a flor de piel, gravitaba sobre nuestras vidas. Estaba ahí en forma de un suceso inesperado que podía sobrevenir en cualquier momento.
Encima de nuestro piso vivía una familia de comerciantes: el marido, la mujer y tres hijas. La más pequeña, Olvido, tenía nueve años y me tomó bajo su protección. Solíamos jugar en la plaza cercana a casa y a veces, cuando hacía buen tiempo, emprendíamos breves excursiones por las calles de la ciudad. Olvido hablaba y muchas veces yo no la seguía absorta en mis propios descubrimientos. Un jardín encerrado que se veía al fondo de un portal entreabierto. Un convento con ventanas altas protegidas por celosías. Llegábamos a la catedral y yo me quedaba mirando las torres finísimas y el baile parsimonioso de las cigüeñas que volaban de una punta a otra. Olvido decía: «¿Entramos?» A veces sonaba el órgano y las voces llenaban los espacios vacíos.
El piso en que vivíamos tenía dos dormitorios y un salón con mirador. La vida familiar se hacía en la cocina, de modo que mi madre destinó la habitación del mirador, la más grande y luminosa, para dar las clases. Sólo tenía una mesa y seis sillas, pero poco a poco aquello empezó a adquirir una atmósfera de escuela. Clavó en la pared un mapa y un encerado pequeño. Dos cajones forrados de papel servían de estanterías. Allí colocó los libros que más usaba: la Aritmética razonada, Platero y yo, Poesía infantil recitable, Países y mundos, los restos de su naufragio.
Cuando la clase empezaba y los niños la rodeábamos, mi madre empezaba a hablar y el torrente de sus palabras se extendía ante nosotros como un gran tapiz.
Los padres de Olvido conocían a mucha gente. Siempre tenían amigos y parientes en su casa, que también estaba abierta a las amigas de sus hijas. A mí me gustaba subir allí y observar y escuchar a las hermanas de Olvido, que hablaban ya de novios y de amores y de aventuras más bien inocentes. Andaban todas revueltas con un desconocido, «el viudo» le llamaban, que circulaba por las calles con un descapotable rojo y una niñita a su lado. «¿Como yo?», pregunté. «Sí», me decían, «como tú, o puede que sea un poco más pequeña que tú.» El viudo era un personaje misterioso. Nadie sabía de dónde había salido, qué hacía en la ciudad ni dónde vivía. Al menos no lo sabían las hermanas de Olvido, que eran nuestra fuente de información. Un día, saltábamos a la comba en la plaza cuando Olvido me dio un pellizco y me dijo en voz baja: «Mira, el viudo.» Yo vi un coche rojo que pasaba a bastante velocidad. Dentro iba un hombre moreno, vestido de negro, con bigote y gafas oscuras y a su lado una niña con un vestido blanco y un lazo enorme en la cabeza. «¿A que es muy guapo?», dijo Olvido. «Sí», contesté por decir algo. «Es guapo, guapo», repetía Olvido. «Se parece a Clark Gable.» Yo me quedé suspensa y Olvido se dio cuenta de mi ignorancia: «¿No sabes quién es Clark Gable? ¿No has visto Mares de China?» Yo no había visto nada porque las dos únicas veces que la abuela me había llevado al cine fue a los agustinos a las cuatro, donde daban programas infantiles de monstruos y aventuras del gordo y el flaco, de mucha risa. Olvido parecía mayor de lo que era porque sus hermanas la espabilaban mucho. «Demasiado», opinaba mi abuela, «no veo por qué tienen que contar a las pequeñas tantas tonterías como ellas tienen en la cabeza.»
Yo empezaba a refugiarme en mis fantasías y me imaginaba un encuentro entre mi madre y el viudo y un enamoramiento rápido y los cuatro yéndonos por el mundo en el descapotable, ellos delante y la niña y yo detrás, yo de hermana mayor, cuidándola y mimándola y jugando con ella. Ya por entonces echaba yo de menos la presencia en nuestra casa de otros niños y sobre todo de un hombre, un padre, un protector. A mi padre apenas lo recordaba y mi madre me hablaba poco de él. Acudí a la abuela y ella tampoco fue muy explicita: «Tu padre era un hombre bueno y noble, por eso lo mataron.» La muerte de mi padre era la causa de una congoja que yo percibía flotando entre nosotras permanentemente. Seguro que eso explicaba la tristeza y la lejanía de mi madre. También debía de ser el motivo que nos obligaba a vivir en el aislamiento, sin amigos, sin diversiones, sólo el trabajo en torno al cual giraba nuestra existencia. Las clases, los niños que llegaban y se iban, y por la noche la radio para tener noticias de cómo iba la guerra. Aquellas noticias variaban el humor de mi madre. Unos días se sentía optimista, «Ganaremos», decía. «Y además nos van a ayudar.» «¿Quiénes?», preguntaba yo. Y ella contestaba: «Los franceses y los ingleses, los amigos de la República.» Otros días las noticias eran malas y mi madre perdía su seguridad en la victoria republicana. Le oía comentar con la abuela: «Esto no tiene solución. ¿Qué va a ser de nosotras? Nunca volveré a la escuela.» Porque había alentado la esperanza de que la República restablecería el orden y ella regresaría a un pueblo, a una escuela.
Lo que estaba claro es que nunca volveríamos a Los Valles. Mi madre no quería ni oír hablar de ello. Un día, eso fue al principio de vivir en la ciudad, debió de llegar la noticia oficial de su separación de la enseñanza. A mí no me dijeron nada pero las oí hablar a las dos dando por hecho que las cosas estaban definitivamente establecidas. La abuela resumió la situación diciendo: «Si tu padre levantara la cabeza...» Se lo decía a mi madre y se refería al abuelo. Yo no recordaba al abuelo. En realidad me resulta difícil separar lo recordado de lo imaginado. Confundo las fechas en la nebulosa de la infancia. Y así, quizás evoco instantes que viví demasiado niña y niego haber presenciado hechos de los que fui testigo con edad suficiente para dar testimonio de ellos. Al morirse el abuelo, poco antes de empezar la guerra, la abuela se había quedado sola y mi madre quiso que viviera con nosotras. Pero los veranos los pasábamos en el pueblo de la abuela, el pueblo en que mi madre había nacido y donde conservábamos la casa familiar. A mí me gustaba esa casa. Tenía una hermosa huerta alrededor, un emparrado cubriendo una de las fachadas, un riachuelo que atravesaba una pradera. La casa era grande y fresca. Olía a frutas y a cera. Las contraventanas siempre estaban entornadas y la luz se filtraba por las rendijas resaltando el encanto de los objetos. La sala no se usaba casi nunca. Pero me gustaba asomarme, contemplar los retratos y las figuras de porcelana sobre la mesa, los fruteros en el aparador, los sillones con cojines bordados por la abuela.
Por la mañana mi madre me hacía leer y escribir y hacer alguna cuenta sencilla. A la tarde me dejaba libre para ir al río a pescar cangrejos y a bañarme o de excursión a los montes cercanos con niñas que eran hijas de sus amigas. Allí se notaba menos la guerra. O al menos eso me parecía a mí. No obstante, sorprendía a veces a mi madre y a la abuela hablando agitadamente y, aunque no me explicaban qué ocurría, acababa atando cabos mediante la información que me daban mis amigas. Habían detenido a un hombre de aquellos pueblos o había muerto en el frente un chico hermano o hijo de algún conocido.
Mis amigas iban a misa todos los domingos. Yo no me atrevía a plantear en casa mi deseo de acompañarlas porque sabía que nuestra familia no tomaba parte en actos religiosos. Un día de Santiago había misa mayor con música y todo. La tentación fue tan fuerte que me armé de valor y pregunté a mi madre: «¿Puedo ir a misa con mis amigas?» Ella me miró como si estuviera ausente o regresara de un lugar muy lejano. Tardó unos momentos en reaccionar y al fin contestó: «Haz lo que quieras.» Pero no lo dijo enfadada ni como un reproche, sino como si de verdad no le importara.
Fui a la iglesia y en un momento dado mi compañera de banco, la que tenía más cerca, me dijo: «Ahora puedes pedir lo que quieras.» Todos estaban en silencio. Seguramente tenían muy pensado lo que iban a pedir. Me puse nerviosa y formulé entre dientes lo primero que se me ocurrió y que, sin yo saberlo, expresaba mi deseo más fuerte. «Pido que tengamos dinero para que mi madre no se preocupe tanto. Cuando acabe la guerra...», añadí.
Aquel año, al regresar a la ciudad en septiembre, mi madre perdió una de sus clases de la tarde, la que daba al niño enfermo. Cuando se presentó en la casa el día que debía reanudar su trabajo, salió a recibirla el padre y le dijo: «Mire usted, Gabriela. Lo siento mucho pero no podemos continuar así. Usted es buena maestra pero tiene un defecto para nosotros, que mezcla la política con la enseñanza y que, además, hace mofa de la religión delante del niño.» Mi madre se quedó anonadada. Por mucho que pensara, le dijo a la abuela, no podía recordar en qué momento había cometido los errores que le achacaban. «No te preocupes», le dijo la abuela. «Con su mente estrecha interpretan como quieren cualquier comentario que hayas hecho delante del niño. No olvides que ellos saben quién eres y cómo piensas.» Este incidente nos entristeció. Estábamos viviendo una guerra y esta guerra no sólo se desarrollaba en los frentes sino también en los corazones y en las cabezas de las personas de la retaguardia. La presencia de dos bandos se dibujaba nítidamente sobre el fondo sombrío de una situación cuyo final nadie se atrevía a pronosticar.
«He conocido al viudo», me dijo alborozada Olvido, poco antes de empezar el curso. «Lo he conocido cuando estaba yo comprando los cuadernos para el instituto; en eso que entró él y dijo a la dependienta: "Dígame, para esta niña ¿qué cuentos tienen? Con muchos dibujos, claro, porque todavía no sabe leer..." La dependienta, que es medio tonta, no sabía qué ofrecerle y allí intervine yo y le dije: "Mire, éste y éste le van a gustar, que los tengo yo en casa de cuando era pequeña..." Él se quedó muy agradecido y muy encantado y me dijo: "Gracias señorita", fíjate señorita a mí, "me ha ayudado usted mucho." Yo me puse colorada y le dije adiós y salí corriendo; no sabes cómo me latía el corazón... Yo creo que si le veo en algún sitio me reconocerá y me hablará, ya lo verás.»
Es extraño vivir una guerra. Aunque el campo de batalla no esté encima y no se sufran las consecuencias inmediatas todo lo que ocurre a nuestro alrededor viene determinado por la existencia de esa guerra. Nos llegaban noticias del hambre que se pasaba en la zona republicana y nosotros no teníamos escasez de comida. Sin embargo no había telas ni zapatos ni otros productos manufacturados de primera necesidad. «Claro, ellos tienen las fábricas, nosotros la agricultura», decía la gente. Se teñía la ropa, se daba la vuelta a los abrigos, se remendaba, se cosía, se deshacían prendas viejas para convertirlas en nuevas. Y todo quedaba aplazado hasta que terminara la guerra. «Cuando acabe la guerra», se convirtió en una frase clave de mi infancia. Cuando acabe la guerra iremos, volveremos, compraremos, venderemos, viviremos... Un futuro incierto frenaba toda actividad, todo proyecto. La guerra no terminaba y cada día llegaban noticias de nuevos desastres para los republicanos.
Mientras la guerra continuaba, las adolescentes paseaban en grupos por la calle Principal. Vuelta arriba, vuelta abajo, codazos, risas, empujones. Cuando pasaban los chicos también en grupos, lanzaban hacia ellas ataques fervorosos.
Siempre había alguna que fingía salir corriendo porque «él» estaba allí y no quería verle, desde luego prefería marcharse a su casa, no creyera «él» que «ella» estaba esperando que apareciera con su banda de brutos con los que no se podía ni hablar...
Torpes, tímidos, sensibles y violentos, se entregaban todos al juego antiguo y siempre nuevo de los primeros enamoramientos. El otro sexo estaba allí y los estudiantes de bachillerato comprobaban confusos su presencia.
Olvido escuchaba a sus hermanas, yo escuchaba a Olvido. Mi madre apenas salía de un mundo neblinoso, impenetrable para mí. Y la abuela me veía crecer y suspiraba moviendo la cabeza: «No sé, no sé esta niña, demasiado precoz la veo yo...»
La memoria no actúa como un fichero organizado a partir de datos objetivos. Aunque en cada momento escribiéramos lo que acabamos de ver o sentir, estaría contaminado por las consecuencias de lo vivido... Por ejemplo, si trato de recordar qué tiempo hacía el día que llegaron los alemanes a la ciudad de mi infancia, yo aseguraría que hacía frío. Quizá no fue así. Podría consultar libros o periódicos para comprobar la veracidad del dato. Pero yo sé que en mi memoria hacía frío. Es un recuerdo duro, enemigo. Por eso escribo: los alemanes llegaron en invierno. Recuerdo muy bien el día que los vi desfilar. Una banda militar les precedía entre una nube de banderas. Tocaban marchas brillantes y enérgicas. Los niños corríamos de una calle a otra para verlos. Nos colocábamos entre la gente para llegar al borde de la acera, a primera fila. «Son educados, fuertes, guapos», dijeron unos. Pero eran odiosos para otros, odiosos para mi madre porque su presencia significaba una ayuda a los rebeldes y un obstáculo grave para los defensores de la República.
«A mi tío el del bar», me contó en secreto Olvido, «le pusieron una multa por no alojar a un intérprete alemán. Bueno, le buscó una habitación en una fonda, pero a él no le gustó y le denunció. Lo de la multa lo pone el periódico, con su nombre y apellidos, y le llaman mal patriota. A él y a otros más, no creas...»
Los niños perseguían a los alemanes, les pedían las cajas vacías de sus cigarrillos rubios. «Alemán, caja finis.» Las cajas eran de latón dorado y plateado. En ellas se podían guardar muchas cosas: alfileres para jugar en la calle disparándolos con la uña para alcanzar los del amigo; botones sueltos, cromos de Nestlé, alguna moneda de cinco o diez céntimos...
«Escribe para recordar», dice mi madre cuando le hablo de estas cosas, «y para conjurar los fantasmas.» Escribo: cajas doradas, cajas plateadas, odiosas cajas alemanas, símbolo de un poderío ajeno y lejano.
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